jueves, 23 de febrero de 2012

LA SEPTIMA MUJER




Ya saben lo que decía Norma Desmond en “Sunset Boulevard”, muy altiva ella: “mis películas siguen siendo grandes, es el cine el que ha empequeñecido”. Podría resultar fácil darle la razón, viendo lo que circula hoy por ahí. Pero no conviene ser tan drásticos. Apliquémoslo a un director, a uno grande. Y ya puestos, venga, al más grande. John Ford. A ver qué resulta. Como todo el mundo sabe, dado que se había convertido ya en una tradición, el rodaje de su última película “Siete mujeres” lo comenzó John Ford de muy malas pulgas. Ya se sabe también lo que decía con cierta guasa cuando estaba de buen humor “lo peor de mi profesión es mi profesión”. Pues imagínensele de malas. Andaba muy cabreado por muchas razones, como de costumbre. El estudio le medio convenció para que contase con Sue Lyon en un papel secundario, que acababa de triunfar con “Lolita”. Pero a él no le hacía mucha gracia la idea. Para colmo la actriz protagonista con la que ya se había comenzado el rodaje, Patricia Neal, tuvo no se que contratiempo, debió abandonar el film y hubo que empezar prácticamente todo de cero. Había que buscar otra actriz un poco como a contrareloj. Hizo pruebas a muchas, algunas de renombre, pero ninguna le gustaba. Nuevo y monumental cabreo. Y ya se sabe que cuando Ford se enfadaba era de verdad. No valían bromas y había que coger distancia, a pesar de la edad.
Con la que terminó contratando muy a regañadientes (Anne Bancroft) la cosa comenzó como no podía ser de otra manera: a encontronazo limpio. Durante el rodaje, y sobre todo al comienzo Ford no paraba de corregirle y de hacer gestos ostentosos de desaprobación. Había que repetir tomas varias veces “por culpa de la nueva” y eso lo odiaba. Y para dirigirse a ella lo hacía de forma peculiar y le decía “a ver duquesa…”. Y no era por ningún tratamiento de rango aristocrático. Era una indirecta muy directa que la actriz terminó captando. Invocar al “Duke” y su espíritu dio como resultado uno de los personajes más complejos y completos de toda la filmografía fordiana, que ya es decir. Pasado el diluvio, Anne Bancroft recordaba la experiencia en “siete mujeres” como una de las más intensas de toda su carrera profesional.



Un personaje por cierto, un tanto olvidado. O relegado a un segundo plano. Es cierto que el cine de John Ford ha dado lugar a toda una serie de personajes míticos que forman parte de la memoria colectiva. Auténticos seres con alma propia que perviven de generación en generación. Se puede comenzar y seguir hasta el infinito y más allá. El cine de este hombre no se agota nunca. Sin embargo, uno de los que debiera figurar en lugares de honor, compartiendo trono con Ramsom Stodard, Ethan Edwards, Sean Thorton, Kate Danaher, Tom Joad, el general Sherman o los incontenibles Doc Boone y Michaleen Flynn es la doctora Cartrwight, aunténtico  pilar de la cinematografía del irlandés del parche. Emprendemos pues un nuevo episodio de las un tanto olvidadas operaciones rescate.
Abordar este personaje supone entrar en tres apartados. La mujer en el cine de Ford, “siete mujeres” en el contexto de su cine y en el del año en que se realizó, y el del propio personaje y lo que este significa. Vamos allá.
Cuando se piensa en la prototípica mujer fordiana la mente se va inequívocamente hacia Maureen O´Hara. O hacia mujeres como la protagonista de “La taberna del irlandes” o hasta Dorothy Lamour en “Huracán sobre la isla”. Es lógico. Pero en primer lugar y ante todo Maureen. Ella encarnó perfectamente esos rasgos de mujer emprendedora, apasionada, soñadora y muy fuerte que tanto le gustaban a Ford. Eso no quiere decir que no hubiera otros tipos como iremos viendo. De hecho, se podría hacer también un jugoso estudio sobre la figura de la madre en el cine de Ford que arrojaría resultados apasionantes. Hoy toca la matasanos.
La doctora Cartrwight llega en 1935 a una misión religiosa en China en circunstancias bastante convulsas y adversas. Las revueltas entre chinos y mongoles y el posible asedio de saqueadores y bandidos a la misión son el telón de fondo. Pero en esta pieza de cámara, Ford enfrenta a la doctora con otras adversidades digamos internas. Un mundo cerrado, opresivo, jerárquico y de ambigua moral soterrada. Su llegada a la misión es espectacular y toda una declaración de principios. A caballo, con personalidad, energía y portando el característico sombrero de cowboy. Y sin prisas. Aun así, es recibida con recelo ya que, lástima, se esperaba a un hombre. Una vez ella entre y se cierre el portón de la misión la cámara no volverá a salir de ese espacio cargado de atmosfera tenebrosa. Es la última frontera convertida en el último refugio y una vuelta de tuerca, perversamente curiosa. La última versión fordiana del clásico fuerte del oeste. Solo que aquí no está Victor Maclaglen poniendo orden, cantando y echando un trago al frente de la guarnición. Las cosas están más para un réquiem que para un brindis. Menos para la recien llegada.







Muy pronto la doctora con su comportamiento libre, abierto y desinhibido choca con las estrictas normas del lugar que marca una rígida y reprimida Margaret Leighton con mano de hierro. En realidad, muy poco para nuestra heroína, que es una mujer que ha trabajado en los peores lugares, y lo que es más, piensa lo que dice y dice lo que piensa con total franqueza. Dirigiéndose al pastor, único hombre de la misión le espeta con sarcasmo e ironía y para escándalo general “Bueno, bueno ¿y que tal se las arregla el único gallo del gallinero dentro de este corral?” Y todo mientras enciende un cigarrillo tras otro, cosa prohibida en la misión. Su pragmatismo es demoledor: “¿el amor? Bueno, estuvo bien mientras duró” dice tras echar un trago. Y es entonces cuando Ford comienza a desarrollar su demoledor discurso moral sobre la ética y el sacrificio. El rezo ante las adversidades frente a la acción, el compromiso activo, solidario y carente de monsergas.
Frente a la moral castradora y aparentemente bienpensante que reina en la misión, represora en el fondo, esta doctora librepensadora comienza mal ya que olvida que hay que bendecir la mesa y se pone a comer sin más. Tarjeta amarilla. Y para colmo bebe, es un tanto mal hablada y no para de encender cigarrillos. Con uno en la mano, tras expulsar el humo y sin alterarse lo más mínimo se pronuncia para que no queden dudas: “hermana, yo no he venido aquí a realizar ninguna labor evangelizadora, he venido a practicar la medicina”. Esta mujer introduce un soplo, una bocanada de auténtico aire fresco en un clima enrarecido y viciado, repleto de inconfesables secretos que es difícil ocultar. Y no se corta a la hora de denunciar los métodos dictatoriales de la institución. Todo ello tiene su efecto en el grupo. Y en un momento de debilidad es por fin la rectora del centro quien se confiesa llorando a ella, invirtiéndose los papeles: “he tratado de suplir lo que me falta buscando a Dios con todas mis fuerzas. Pero no me basta, no es suficiente” dice la directora del centro confesando una inclinación carnal que le cuesta reprimir hacia una novicia. Ahí queda eso.
Esta hermosa pieza telúrica y de franco nihilismo supone un gran paso adelante, arriesgado y muy significativo en el conjunto de la obra de Ford, quien a esas alturas parecía habérnoslo contado todo. Aunque bien es cierto que el fondo es muy coherente con el pesimismo sobre el que ya había dejado buenas muestras en su disertación sobre la muerte del western tanto en Liberty Valance como en “el último combate”. Aquí la épica gloriosa es sustituida por un lirismo extremo, ascético, de marcados contornos oscuros y muy íntima observación.

 Frente a quienes opinan que “Siete mujeres” no termina de “parecer” una obra de Ford, remarcar que aquí están presentes muchas de sus constantes. El papel de la doctora y la dialéctica que se establece frente a las rígidas normas de la misión, recuerda mucho al que se produce entre los personajes de Ava Gardner y Grace Kelly en “Mogambo”. Es más, la doctora Cartrwight que incorpora maravillosamente Anne Bancroft es una heredera directa de la señorita Kelly que hizo Ava. Esta también actuaba con mucha sorna frente al aparente puritanismo de Grace Kelly. Y si vamos más atrás, esa misma dialéctica, curioso, también aparecía (aunque en otro registro) en “la diligencia” entre Dallas y la esposa embarazada del teniente. Solo que Ford durante todos esos años ha evolucionado. Dallas se acobardaba y se avergonzaba, miss Kelly menos aunque se sentía atropellada sentimentalmente. Pero a la doctora ya no la para nada ni nadie. Ni un bestia mongol de dos metros y ciento cincuenta kilos. Ella se encarga. Y todo sobre la base de su propio código moral, basado en un aplastante y práctico sentido común muy humanista y muy arraigado. Una conciencia muy asentada, muy propia de quien ha vivido mucho y que la lleva lejos del papel solitario del cowboy y camino del compromiso por y para con los demás.
El tratamiento del factor religioso está por tanto muy presente. Y se acentúa cuando llegan los momentos extremadamente duros del sacrificio. Cuando sea necesario arremangarse ella (la impía) será la primera en hacerlo,justo cuando comienzan a entrar las vías de agua y el Titanic (la misión) se vaya a pique por momentos. La diferencia está en que aquí Ford va más lejos que nunca a la hora de poner en escena el pago de un altísimo precio para salvar almas y vidas. Ya no estamos ante una noción de sacrificio como la que mostró en “Tres padrinos”, ni en la muy querida por él “el delator”. Aquí Ford sobrepasa todas las barreras y nos entrega un tercer acto memorable en el que la doctora se entrega en cuerpo y alma y lo da todo absolutamente por todos, olvidándose de si misma, eso si, cigarrillo en mano. Se da un paso más a la hora de mostrar la idea de entrega del perdedor en favor de la comunidad, algo que parecía imposible después de conocer a Tom Doniphon (personaje con el que existen ciertas analogías). Pero se consigue. Aunque hay una gran diferencia. Doniphon tiene quien le coloque una flor de cactus y llore en su funeral. La doctora, pues ya saben, prefiere despedirse a lo grande tomándose un buen trago… Estamos ante una visión y ante una misión de un carácter moral radical y sin concesiones. Una lección humana sin aspavientos y absolutamente contundente. Tal vez por eso resulta aun más demoledora.



 La película fue un fracaso. Anne Bancroft ni siquiera obtuvo mención alguna por su espléndido trabajo, aunque eso no importe mucho. Ese año fue el de Liz Taylor y su Virginia Wolf. Estamos en 1966, y el cine estaba cambiando, por desgracia para mal. Inmersos en plena Nouvelle Vague y en el free cinema  en Europa y con un cine americano que se despedía para siempre del formato clásico. O se reformulaban sus claves. Eran los tiempos de “En el calor de la noche” de “Bonnie & Clyde”, de “Blow up” de Antonioni, de “Alfie” o de presuntas obritas de última moda como “un hombre y una mujer” de Lelouch. Ya saben, con su musiquilla dabadabada.
Algunos se atrevieron a llegar hasta la infamia. Vamos como que el viejo Ford  había perdido el punch, y con él el tren de los nuevos tiempos. Pues nada de eso. El viejo no chocheaba. Simplemente como siempre iba a otra onda, la suya, y siempre por delante. El nunca se apuntó a la última temporada otoño-invierno, sencillamente porque es intemporal. Y nos entregó otra obra maestra. Este año pasado algunos reputados especialistas han alucinado con un film titulado “De dioses y hombres” que no sirve ni para descalzar a este film emotivo y complejo como pocos. Tampoco le llega a la altura Zang Yimou con esa estimable cinta que pudiera estar conectada con esta titulada “la linterna roja”. Y es que es muy difícil alcanzar al maestro. Juzgue ahora cada cual si, para el caso de este genio, la frase de  Norma Desmond, camino del endiosamiento y la demencia  sirve o no. Que me parece que si.   

viernes, 17 de febrero de 2012

ACORDES Y DESACUERDOS


Es una especie de máxima muy antigua la que dice que la belleza acecha continuamente, que ignoramos desde donde nos vigila, y que cuando uno menos se lo espera pasa a la ofensiva, nos invade y arrebata. Y resulta hasta un placer que nos coja con la guardia baja, ya que de ese modo la experiencia es aun más intensa. En ocasiones es hasta una cuestión de percepción, de no perder nunca las ganas de indagar y mantener la curiosidad intacta y despierta. Por eso muchas veces no es que la belleza nos sorprenda por que acuda de forma imprevista. Es que está ahí, delante de nuestras narices y no nos hemos dado ni cuenta. Igual hemos pasado a su lado miles de veces y ni nos hemos fijado. Vamos con un ejemplo. Imagínense que les digo que la belleza en estado puro está muchos días en la boca del metro de Legazpi, en Madrid, de 7 de la mañana a 9 de la noche. Pues el primer sorprendido soy yo, que estuve en Madrid en el puente de la Constitución, pasé por ahí, creo, y ni me enteré. Lástima me digo. Ahora sin embargo ya estoy enterado.
No soy de los que acostumbra a hacer listas con lo mejor del año. Supongo que por que como hasta el gusto y la valoración varía, uno se ve incapaz. Tampoco me atrevo con las quinielas de los Goya o de los Oscars. No obstante, en el presente caso voy a hacer una excepción, proclamando a que pieza y a quien le daría yo un Goya o un Oscar ahora mismo, aunque no se muy bien en que categoría ni en que apartado. Y es que estamos ante un caso en el que muchas emociones se concentran dando lugar a algo que realmente merece la pena.
En más de una ocasión olvidamos, por mera inercia, que el mundo tiene las fronteras que nosotros mismos le queramos poner. Es por eso que lo mejor que yo he visto en los últimos tiempos lo he encontrado donde menos esperaba. Nada menos que en un programa de televisión. ¿Mejor que “the artist” la sensación del momento? preguntará más de uno. Pues miren ustedes, para mi, sí. Infinitamente. Las razones son muchas, pero se pueden resumir en unas pocas. Aquí vamos en ascenso, peldaño a peldaño en un viaje sin condición. Del pensamiento a la palabra. De la palabra a la acción. De la acción al sentimiento. Y del sentimiento a la emoción.
Pero centrémonos y pongámonos en contexto. Los hechos suceden hace un par de semanas. Ahí es donde la belleza en estado puro me atrapa cuando más desprevenido estoy. Comiendo patatas fritas y viendo un programa de televisión, sobre el cual me parece que no puedo decir ni su título por esas cuestiones del copyright y los derechos. Es ese programa en el que personas muy variopintas, desconocidas todas, compiten mostrando cada una su particular número ante el público y un jurado. Allí se les dice si valen o no. Es un show de entretenimiento en el que lo mismo comparece un señor que hace equilibrismo, otro que hace un número de magia, o por ejemplo otro que es contorsionista, o un imitador de Michael Jackson o Madonna. En el último programa salió hasta uno que dormía a su caballo, y un chaval que tocaba la flauta a la vez que hacía hip hop. Todo muy variado para montar un show. A resaltar que las normas del programa otorgan dos votos a lo que ellos mismos denominan “jurado popular” (el público) y otros tres votos que emiten lo que ellos mismos denominan “jurado pro” (supongo que debe significar profesional) formado por un publicista, una cantante más bien mediocre, y un showman cómico-presentador-director de cine. Llama un tanto la atención el reparto “democrático” de los votos, pero en fin, esas son las reglas del programa.
En esa coyuntura y dentro de ese panorama, de pronto y sin avisar llega la sorpresa inesperada. Un tío que se llama Fran y se apellida Fernández. En la presentación previa a la actuación se muestra sencillo, llano, sin barniz y contundente: “Hago mis canciones y las canto”. En ese momento suelto las patatas por que detecto a una persona con una honestidad brutal. Y explica antes de actuar que “agradece y se siente afortunado por tener la oportunidad de tocar en los bares que le dejan”. Viene de Granada, y ha convertido su vida en una dura apuesta en la que confiesa se encuentra inmerso. Toca en el metro, atentos “para todos aquellos que quieran escuchar”. Su estación es Legazpi. Y ha recorrido kilómetros con su guitarra de la forma más modesta.
Inmediatamente se produce, al menos en mi caso, una empatía muy natural que llega a lo más hondo. Su intención al acudir al programa es tan sencilla como darse a conocer un poco más.
No creo que sea necesario repetir que según mi criterio, este señor practica uno de las artes que considero más difíciles en el plano musical. Voz, guitarra y sentimiento a la orilla del camino. En este caso en la boca del metro. Es el juglar en estado puro. El trovador del siglo veintiuno. No hay nada que me produzca mayor respeto y emoción musical. El equipaje parece sencillo pero no lo es en absoluto. Tal vez las mejores canciones, o al menos las que más adentro me llegan van en ese formato. Ahí es donde se esconde la mejor poesía, donde brotan los mejores y más inolvidables frutos, esos que se quedan incrustados para siempre en las entrañas.
Esto por supuesto hay que compartirlo. Lo he buscado y he dado con ello. Decir que el asunto consta de tres partes. Presentación del artista, actuación, y sobre todo, muy importante, posterior conversación con el mismo y valoración final. Por desgracia es cortito. El músico ha tenido que adaptar su canción pues solo se dispone de dos minutos y medio para demostrar esa supuesta valía. Son las normas. Vamos con ello y luego prosigo.



Si este pedazo de trozo de televisión me cautiva y emociona es por varias razones. Podría parecer que asistimos a una emotiva reedición de “Juan Nadie” en su versión 2012, y que el triunfo de Fran resulta emotivo y reconfortante. Todo ello es cierto, pero el asunto va mucho más allá, tiene mucho mayor calado. Estamos no solo ante un buen músico, sino ante una radiografía absolutamente precisa del momento y la sociedad que vivimos, donde en algunos casos el carro se ha puesto delante de los bueyes. Aquí tenemos la muestra de que vivimos momentos sin brújula, desnortados y a la deriva donde el poeta, el trovador, el artista con mayúsculas se ve en la obligación de acudir a un programa de televisión de colorines y ser evaluado.“Ha llegado el momento de ser evaluado” dice el presentador. Estamos ante la más pura escenificación en vivo del mundo al revés. Tres personajes mediocres y los focos han de juzgar y valorar a quien no debe ni necesita ser valorado en ningún caso y bajo ningún concepto.
Debiera ser un honor y un privilegio para ese programa que Fran tenga la deferencia de pasarse por allí y tocar un tema. Y que se le permita tocarlo entero. Pero en el mundo en que vivimos, prácticamente putrefacto y amoral, el poeta debe someterse a las preguntas del “jurado pro” y hasta agradecer la oportunidad.
Creo que algo de todo ello se palpa instintivamente en el ambiente. Existe una cierta vergüenza ajena que se diluye entre plano y plano que nos dice que algo en esta sociedad no va. Y al jurado no le queda otra que rendirse. Y no solo ante la canción.



La presencia de Fran en el plató se convierte entonces en una auténtica bofetada, un misil que impacta en la línea de flotación del programa, y por extensión en el sistema que lo sustenta. De pronto y cuando nadie se lo esperaba, un señor con su guitarra es capaz de irrumpir con voz propia, desnudar su alma, decir atronadoras verdades esenciales y poner en evidencia muchas cosas que nos obligan a mirarnos a nosotros mismos al espejo. Con una humildad apabullante, y con una rotundidad que desarma.
Pero por supuesto, algunos no se terminan de enterar. Puesto que Fran tiene una educación exquisita, por si acaso, ya me encargo de dejarlo claro yo que soy más bruto. A ver, no hay que matar al del acordeón. Fran ya te ha dado una soberana lección previa y ha dejado claro que todos son “una gran familia”. Y el del acordeón seguro es un muy buen amigo. Y esa es entre otras la verdadera madre del cordero. Que vivimos en un continuo escaparate donde lo superfluo rodea el reino de lo auténtico. Afortunadamente, aún queda un diminuto espacio, una rendija para que pasen cosas como esta. Y cuando estamos a punto de olvidar que aun todo es posible, florece la esperanza en el mástil de una guitarra. Una soberbia lección humana. Un recordatorio implacable de que en cada esquina hay gente amiga, solidaria, honesta. Y que te lo canta estupendamente al oido. Sobre todo gente que apuesta por el género humano y la palabra. Por cierto, su disco,ese que ha realizado con un par de amigos y que está junto a su funda cuando canta en el metro se titula "vorágine". Hasta en eso ha acertado.
No obstante,tengo muy claro que lo sucedido en el programa es una excepción con mayúsculas. Tanto es así que me apuesto algo con quien quiera a que Fran no gana en la final. En cualquier caso da igual, el misil ya impactó. Y pensar que un momento antes estuve a punto de hacer zapping. No me lo hubiera perdonado. Y es que ya se sabe, ante ciertas actitudes y sobre todo ante cierta música el vacío siempre acaba retrocediendo.