viernes, 23 de noviembre de 2012

PASAPORTE AL MELODRAMA




El melodrama romántico más o menos desaforado surgido de los estudios en el periodo mudo y que se desarrolló en las tres décadas siguientes, siempre ha conocido cierta ambivalencia. Por un lado posee multitud de seguidores incondicionales que añoran como se articula un tipo de cine pasional que ya no se practica. Pero por otro siempre surgen, susurrando, veladas acusaciones de tremendismo que en determinados casos lo emparentarían con el folletín más sensiblero. No obstante, esa dualidad no siempre resuelta provoca una injusticia atroz que siguiendo ese patrón impediría colocar al melodrama clásico a la altura del resto de géneros. Este teórico problema llega a afectar incluso a Douglas Sirk, a quien incomprensiblemente en ocasiones se le discute que tense la cuerda melodramática hasta un punto de no retorno. Tal vez se olvida que el melodrama en su propia esencia se forja sobre una exaltación de los sentimientos que en muchos casos se llevan al límite. Una poderosa vibración musical que otorga verdadero músculo a las historias. Un recorrido en el que la experiencia sensitiva va siempre por delante del razonamiento estético o moral. A lo que hay que añadir que su continua convivencia con la tragedia en su acepción clásica y con el drama lírico hacen más difícil perfilar sus claves.




Cabría preguntarse si existe y cuales son las dimensiones de la hipotética delgada línea roja que marcaría la diferencia entre un culebrón venezolano y “El último cuplé” de Sara Montiel. Si cuando nos referimos a “Los abrazos rotos” de Almodovar, estamos ante otro modelo o ante una evolución o calco del esquema clásico. Y si este es más cercano a los citados o a “La rosa tatuada” con Anna Magnani y Burt Lancaster. Y si todo lo anterior tiene algo que ver con digamos “Serenata nostálgica” de George Stevens, con Irenne Dunne y Cary Grant. De lo que no cabe duda es que todos son melodramas, aunque como el café unos prefieren el capuccino y otros el irlandés bien cargado.
Es cierto que en ocasiones la partida se juega en el límite de lo asumible desde un plano puramente racional, pero lo es también que esa exacerbación es la propia savia de la que se nutre el género. Un par de ejemplos pueden servir: los finales de “Imitación a la vida” de Sirk y de “Duelo al sol” de King Vidor, mucho más melodrama que western. Ambos muestran al máximo su extremo potencial sentimental. Sus directores ponen la caldera a toda máquina y obtenemos lo más parecido al éxtasis que se pueda ver en una pantalla. Una auténtica sacudida volcánica. Y sin embargo, aunque ambos finales pudieran rozar lo folletinesco e imposible, la ceremonia de la exaltación funciona pese a su paroxismo en todo su esplendor.





Si a un melodrama romántico de ese tipo le añadimos a la coctelera un ingrediente llamado Bette Davis, el asunto puede adquirir proporciones inimaginables. Estamos hablando de una fuerza de la naturaleza que ya avisó sobre su capacidad destructiva a Leslie Howard mucho antes de que se lo llevase el viento en “Cautivo del deseo”. Estamos ante la absoluta protagonista de “Jezabel” “La carta”, “La loba” o “Eva al desnudo”. Y aunque es difícil establecer un ranking suyo en cuanto a perversidad, carácter, maldad, traición y crimen, podría decirse que en esa época supera todas las barreras posibles de perfidia en un magnífico film de King Vidor titulado “Más allá del bosque”.
No obstante, como estamos ante una todo terreno, en sus memorias afirma que su film preferido no es ninguno de los citados, sino un melodrama en el que se apuesta más por la lírica titulado “Amarga victoria”, en el que da vida a una joven vitalista enferma y sin curación posible.
Parecía lógico que tras el oscar por “Jezabel” y tras ser nominada y no obtenerlo en años consecutivos con “Amarga victoria”, “La carta” y la “La loba” se imponía un cambio de registro sin abandonar el género. La cuestión era si el público estaba preparado y dispuesto para ver a Bette Davis en el papel de víctima, de desvalida que necesita ayuda. Ello ocasionó más de una discusión en el estudio, que para más señas era Warner Bros. Aunque hay versiones dispares al parecer en principio ella no estaba interesada en el nuevo proyecto y era el estudio quien deseaba dar un giro a su imagen. Pero al final fue al revés. Una vez leído el libreto a la Davis le encantó y eran Warner en persona y el productor Hal B. Wallis quienes no veían claro que un cambio tan radical funcionase.



Por fin se llegó a un acuerdo y se comenzó a rodar. La nueva película de Bette Davis producida por Warner Brothers sería “La extraña pasajera” (now voyager 1942) basada en una novela de Olive Higgins, autora de Stella Dallas y dirigida por el debutante Irving Rapper.
Lo primero que llama la atención al ver sus imágenes es su excelente factura. Máxime teniendo en cuenta que Warner presumía de rodar rápido y muy barato. Lo segundo, que es una historia aparentemente sencilla pero de gran complejidad. Bette Davis es la acomplejada y nerviosa Charlotte Vale, el patito feo de una adinerada familia de Boston. Ante las burlas y su último acceso de llanto y ansiedad su sobrina dice con naturalidad “siempre nos hemos reído de la Tía Charlotte, es como un juego familiar”. Vestida casi como una monja con complejo de solterona, descuidada en su apariencia, avejentada, llorosa y pusilánime, vive auto recluida en su cuarto. Su cuñada aparecerá al rescate con el doctor Jacquoit (excelente Claude Rains) un psiquiatra que solo necesita cinco minutos para diagnosticar lo que sucede. A Bette Davis le han dado en esta ocasión una fuerte ración de su propia medicina. Le han colocado a otra loba en forma de madre que dicta normas con determinación, reprime sin descanso y ha terminado por anular a una hija no deseada, aspecto sobre el que se incide de forma particular.
Que la madre castradora y vil esté interpretada de forma magistral por Gladys Cooper imprime una tensión impagable a cada una de sus apariciones, y le alejan del rol típico de malvada de folletín. Sacada a la fuerza de sus fauces por el doctor, su rehabilitación comenzará con una breve estancia en una clínica de reposo. Aunque la auténtica receta es viajar y conocer mundo. Hermoso el pasaje en el que el doctor le entrega un papel con una cita de Walt Whitman que considera muy apropiado para ella “inconfesos deseos por la vida infortunada siempre denegados, ahora viajera, zarpa y navega hacia adelante, es tiempo de buscarlos…”.



En el momento en el que se sube a un trasatlántico para realizar un crucero, uno se da cuenta de que James Cameron ha visto esta película, pamela incluida. Hay evidentes semejanzas (por no llamarlas otra cosa), hasta la utilización de un coche a bordo como refugio sentimental. No obstante, el guión de “la extraña pasajera” es más complejo y combina el romance sofisticado con el drama psicológico y los sucesivos meandros propios del género con gran sutileza. Aquí se tiene la habilidad de señalar que no basta con vestir elegantemente a la paciente como un pincel y plantarla en cubierta rumbo a Río. Si en su primera aparición en pantalla al bajar las escaleras de la mansión familiar duda e incluso retrocede unos peldaños presa del pánico, ahora, aparentemente curada y a bordo el director repite la escena. Debe bajar la escalerilla del barco. Y pese a su innegable elegancia y belleza sus muchas dudas producto de su fragilidad no han desaparecido del todo. Deberá sacar fuerzas de flaqueza.
Es este un personaje que guarda muchas semejanzas con el que interpretó Olivia de Havilland en “la heredera” de William Willer y con el que incorporó Joan Fontaine en “Jane Eyre” sobre la base de Charlotte Bronte. Sobretodo en lo relativo a la utilización del viaje como recorrido vital hacia una progresiva autoestima que va ganándose paso a paso, hasta el punto de permitirse tomar el timón tanto en su vida como en sus decisiones amorosas.



Pero ahora bien, aunque exista romance y citas con sonrisas, no olvidemos que esto es un melodrama. Y ya lo dijo Marlene Dietrich: “no hay melodrama sin tormento”. Todo parece ir de perlas hasta que nuestra heroína finaliza el crucero y debe volver a casa. Allí la loba espera, y por supuesto está hambrienta. Y ahí es donde “la extraña pasajera” juega sus mejores bazas. El viaje emprendido por esta singular viajera no ha hecho más que comenzar y el guión nos regala tres vueltas de tuerca inesperadas, sobretodo en lo que se refiere a la aparición de una niña que jugará un papel relevante en la resolución de la trama.



Y es aquí donde volvemos al principio. “la extraña pasajera” resulta un film notable con un espléndido dibujo femenino. Y si no es sobresaliente es debido a que en determinados momentos no juega a fondo los engranajes del melodrama ni en su vertiente más volcánica ni en el de la pureza lírica. Esta interesante cinta que arranca con furia,  prefiere sin embargo moverse en aguas más templadas. Su coqueteo con otras fórmulas afectan ligeramente a la carga de dinamita propia del género, que asoma por momentos. Conjugar en un mismo film oscuras influencias góticas, freudianas y psicoanalíticas, con una versión un tanto naif del romance sofisticado no es tarea fácil.
Ello provoca que unos aspectos del relato salgan más favorecidos que otros, de modo que el drama personal, psicológico y familiar está tratado con gran sutileza y profundidad, mientras la muy compleja historia de amor se aborda buscando formas elegantes y sofisticadas, intentando salvar el escollo moralista que imponía el código Hays, a lo que ayuda de forma determinante el uso sensual y sexual que se hace del tabaco. Sin embargo, el loable y atractivo intento no evita algún episodio convencional en la plasmación del romance. Es como si entre las rotundas líneas de los capítulos de Anna Karenina se hubiese colado como polizón algún leve párrafo de Corin Tellado. Cuestión que puede llevar a plantearse la debil frontera entre la pureza clásica del género y el suave roce con lo kistch. 



Sin embargo, todo ello no constituye problema alguno ni resta solidez a la hora de disfrutar de la película. Cuando dispones de un guión notable, de una banda sonora maravillosa de Max Steiner, y de actores como Gladys Cooper, Paul Henreid y Claude Rains conviene sacarse un billete para este viaje. Por si lo anterior fuera insuficiente está Bette Davis, sobre la que no me voy a extender. Que por cuarta vez consecutiva no ganara el oscar es lo de menos. La que lo ganó no fue otra que Greer Garson por “la señora Miniver”. Recordando ese dato he descubierto la razón de que los oscar ya no me atraigan como antaño. En 1942 optaban al premio a la mejor actriz junto a Bette Davis y la ganadora Greer Garson, Teresa Wright, Katherine Hepburn y Rosalind Russell. Y eso, definitivamente, son palabras mayores.