martes, 31 de enero de 2012

LUGARES PARA SOÑAR



Uno de los debates que más jugo dan en esto del cine es el de la autoría y el artesanado. El asunto viene de lejos. La inspiración del autor que tiene cosas que decir frente al cumplidor oficinista. El que desde el mero cumplimiento de su oficio ofrece productos correctos pero ¿de menor altura emocional e intelectual? frente al  artista proclamado. El primero gozará siempre de mayor reputación y simpatía, pues se supone que desde su singular sapiencia se implica y elabora discursos que van más allá que lo que supone contar una simple historia. Esto, que vale para cualquier expresión artística, en el cine se convierte en tema capital.  Dos comedias dramáticas a propósito de la paternidad y la ausencia van servir de excusa. Parece como si la tragicomedia fuese el único género al que parece estar abocada nuestra cultura. Se van a analizar dos películas en apariencia muy dispares, con resultados también dispares, pero que están más conectadas de lo que parece.
¿Ha intentado alguien hacer una reserva en “el bulli”? Si, el restaurante de Ferrán Adriá, el que dicen es el mejor cocinero del mundo. No se molesten, ahora está cerrado, pero por lo visto hay gente que, amante de la exquisita cocina de elaboración, tiene ya su reserva para dentro de cinco años. Tranquilo todo el mundo. Si alguien no puede esperar, y quiere tomarse un aperitivo en forma de presunta delicatessen de alta cocina, puede ir a ver “los descendientes” de Alexander Payne. El último grito en cine de calidad, con una mezcla de sabores, texturas, colores y aromas que como dice la publicidad “te llegará al corazón”. Por supuesto, también es una perfecta muestra de la mayor y más célebre aportación de Adriá a la cocina: La deconstrucción. Ahora lo explico. Solo decir que estamos ante una celebrada obra donde al parecer la sonrisa se mezcla con la lágrima en un coctel donde se aborda (no hay que olvidar que los autores siempre “abordan”) el linaje, la tierra heredada, la especulación, el desconcierto existencial, las relaciones entre generaciones y la falta de brújula del hombre moderno. Y por supuesto, como eje central la paternidad, las relaciones de pareja y la institución familiar. La dirige sobrado de pretensiones de autoría Alexander Payne, personaje muy bien visto. Dicen que estamos ante una de las películas del año. Al parecer, una reflexión mordaz, profunda y transgresora sobre las muchas contradicciones de la condición humana.




Fíjense si es transgresora, que la productora ha organizado un concurso cuyo premio consiste en un viaje a Hawai, para conocer los parajes paradisíacos donde se ha rodado la penúltima tomadura de pelo con insulto a la inteligencia incluido que uno ha tenido ocasión de ver en los últimos tiempos. No se que manía tienen algunos últimamente. Pero tras la también insuficiente “pequeñas mentiras sin importancia” es la segunda vez que me topo con la historia de un grupo de gente que se marcha a la playa cuando un ser querido está en coma irreversible tras un accidente.
Alexander Payne, que ya me intentó dar gato por liebre con “A propósito de Schmidt” firma aquí uno (otro más) de sus alegatos cargados de buenas intenciones y una moralina retro que apesta. Su enésimo falso retrato de hombres que no hacen pie, emocionalmente tocados pese a ser unos triunfadores.
Una comedia con serios tintes dramáticos como esta necesita personajes muy bien perfilados. Aquí no existen seres de carne y hueso, el director hace trampa y los maneja a su antojo como marionetas. Y si no veamos al protagonista. Un abogado que de pronto toma conciencia de lo que de verdad importa. Y tanta conciencia toma que intenta salvar no solo a su familia y a si mismo. Este va más allá, hasta el ecosistema local y el legado de sus antepasados, y se le dejan hasta el planeta y el cosmos, así, en un pis pas. Y todo porque acaba de descubrir que su familia es (miren que bonito) y cito: “como un archipiélago de islas separadas”. No se preocupen, de juntar las piezas con trampas emocionales ya se encarga el amigo Payne.


¿De que modo? pues meneando los ingredientes, como Adriá en su cocina. Por cierto, vamos con un ejemplo de deconstrucción: ¿Quieren ver al super galán George Clooney olvidándose del nespresso y jugando a poner caras raras? Pues hay muchas para elegir: de triste calimero, de despistado, de atolondrado, de alucinado, de patoso, abriendo la boca como que no se entera, abriendo mucho los ojos como de estupor. ¿Desean verlo en plan sitcom haciendo como que no sabe hacer de padre? Pues marchando una ración. Ahora eso si, resulta un plato deconstructivo especialmente cargante. ¿Les apetece ver la cara que pone cuando se entera de que ha sido engañado? No se alarmen. Aunque parezca increíble a Clooney hay mujeres que le engañan. O sea que ¡es humano! ¿Quieren verlo haciendo como que no sabe correr por que como hace de abogado tiburón de los negocios se pasa el día sentado y al parecer se le ha olvidado? Hay más ¿Quieren ver como le riñe su hija de 16 años, la cual le roba todas las escenas? Por cierto, la chica nos es presentada como asocial, adicta al alcohol y las drogas, pero como muy bien decía Christina Rosenvinge “hago zas y aparezco a tu lado”. En un segundo mágico le llegan la madurez, la sensatez y toma las riendas de su familia sustituyendo a su madre. ¿Seguimos? A ver que tal esta: ¿Les apetece pagar (en film de autor, claro) para ver a otra niña repollo de ocho años diciendo presuntas gracias como que ve pelis porno con una amiga? A eso en esta cinta lo llaman transgresión y modernidad. ¿O tal vez les mole ver como Payne nos engaña para buscar la lágrima fácil con la figura de un chaval, amigo de la hija, que oh sorpresa, no es un poligonero de encefalograma plano, sino que también sufre en silencio?
Pero sobre todo ¿quieren ver como toda la troupe deja a la señora en el hospital muriéndose y se va de vacaciones a la playa para airearse, solventar un tema de cuernos y de paso ver un terreno que la familia va a vender? Pues entonces esta es su película. “Este garito mola” dice uno de ellos mientras se toman una piña colada y ponen cara de abatidos de diseño mientras escuchan insufribles canciones caribeñas.
Es tal el cúmulo de ocurrencias sin sentido disfrazadas de análisis sobre la base de que estamos viendo un profundo film de autor, que a Payne todo se le permite. Desde una conversación infumable con el fruto de sus pesquisas sobre la infidelidad, hasta esa penosa reunión familiar en la que se debe decidir si se vende o no. Sobre lo primero decir que Payne vuelve a hacer trampa. Su presunto competidor es un melifluo y patético Mathew Lillard, quien a ojos del espectador, jamás podrá competir con Clooney (que por cierto, nunca deja de ser Clooney a lo largo de todo el metraje). Y sobre lo segundo, pues en fin, sin comentarios. Como este es un film manipulador, tramposo y conservador en el peor sentido de la palabra, lo que al principio se nos presenta como un caos, Payne se encarga de arreglarlo y colocar cada pieza en su justo lugar, casi como en un cuento chino, o hawaiano. Solo decir que el estiradísimo final de la película (con nubecitas y puestas de sol incluidas) convierte la muerte de Chanquete en todo un prodigio cinematográfico. Y que el plano final y la metáfora de la manta que a todos cubre, hace de este film abiertamente indigno al negar sus propias premisas. ¿O es que basta un fin de semana playero para arreglarlo todo? Me parece que no.



Que sepa el señor Payne que por lo que a mi respecta, no cuela eso de buscar el contraste entre un presunto paraíso físico y un infierno emocional. La idea no es mala, pero no está ni mucho menos desarrollada a fondo, simplemente planteada a modo de tarjeta postal (ahora entiendo lo del concurso). Solo algunos planos aislados serán recordados. Y provienen de inspirados momentos interpretativos de los secundarios, donde llega a plasmarse ese desconcierto vital que se busca desesperadamente, y que no se consigue. Es lo que sucede con estos platos precocinados y recalentados que pretenden pasar por alta cocina de autor. Que nos venden un cuento muy viejo y retrógrado y lo disfrazan con modernas extravagancias hippies, como esa sobredosis de tacos que asustan menos que el tren de la bruja. Para redondear el pastel no podía faltar la indigesta moralina a modo de guinda final. "los descendientes" a parte de cargante, es un film con mensaje presuntamente ecológico, que se va diseminando a lo largo del metraje: Hay que "conservar" a toda costa el legado de nuestros antepasados, todos unidos y en familia, aunque sea disfuncional. Vamos, que volviendo al simil tal y como decía la tonada "del barco de Chanquete no nos echarán". Un sermón del padre Peyton no lo hubiera dicho más claro.  



Otras películas mucho más modestas son ignoradas, menospreciadas, y si llega el caso atacadas sin piedad. Ya saben, americanadas. En el caso que nos ocupa tampoco sería la primera vez. Decía Cameron Crowe en una entrevista que conservo: “Trabajo codo a codo con mi esposa, la cantante y compositora Nancy Wilson. Participa en el guión, añade frases y su presencia es casi permanente en el plató. Es una inspiración constante en cada film. El mejor momento es cuando nos dedicamos a la banda sonora. Ella ha compuesto algunas melodías preciosas, pero siempre vivimos un momento mágico, y es el de elegir las canciones que van a sonar en cada film. A ambos nos gusta mucho la música de los 70, y siempre esparcimos por el salón todos nuestros viejos vinilos. Nos encanta esa labor. Cada tema escogido ha de incrustarse dentro de la historia como parte de ella, y por eso la selección no es nada fácil. Y discutimos mucho sobre eso, aunque el proceso creativo resulta fantástico a su lado. Nos pueden dar las cinco de la mañana escuchando viejas canciones y haciendo descartes. Con los guiones nos pasa otro tanto. Aunque los firmo yo, lo correcto es decir que Nancy y su bolígrafo rojo han realizado aportaciones decisivas”.



Cameron Crowe siempre ha hablado de si mismo en sus films. Nunca lo ha ocultado. El precoz periodista musical, el agente que pierde su empleo, su vuelta al hogar tras la muerte de su padre. Podría decirse que su caso es el de quien hace leves variaciones sobre un mismo tema: El del hombre ingenuo y un tanto iluso al que la vida le propina un puñetazo que lo envía directo a la lona. Cae fulminado, intenta levantarse, se tambalea por el cuadrilátero, y finalmente se rehace y renace gracias a un inquebrantable espíritu de camaradería y al amor. Parece agarrarse a esa máxima que dice que hay que desconfiar de aquellos que no han descendido al infierno al menos una vez en su vida. Acaba de estrenar un film aparentemente familiar y menor “Un lugar para soñar”. A ver si les suena. Un padre que ha enviudado recientemente y sus dos hijos cambian de aires y no se les ocurre otra cosa que comprar un zoo en vías de desaparecer. En principio estamos ante una modesta cinta de género muy codificado y que parte de arquetipos conocidos. Arquetipos que se asumen desde el principio como ingredientes de un género. No hay que preguntarse si con la ayuda solidaria de los empleados conseguirán reabrir el zoo. Todos sabemos que si antes de comprar la entrada, y más si la veterinaria es Scarlett Johansson.



Este no es un film de autor que pretenda abrir nuevos caminos en el lenguaje cinematográfico ni que pretenda darnos lecciones de nada. Ni un estudio sociológico sobre la paternidad y las relaciones familiares y de pareja. Es solo una modesta pero honesta película para pasar el rato donde lo que importa no es el desenlace sino disfrutar del viaje. Y por cierto un ejercicio de cine realizado con cierto oficio.
Cameron Crowe vuelve a dibujarnos a su héroe de siempre, subiendo como puede esa dura cuesta arriba después de caer a la lona tras la pérdida de su esposa. Solo que aquí no hay pretenciosos exhibicionismos baratos. La herida se lleva dentro y   apenas se comenta. Pero el asunto no se queda ahí, sin aspavientos poco a poco vemos que hay algo más. Eso si, vemos a Cameron un poco más dubitativo de lo habitual. Se diría que en algunos momentos es él (como sus personajes) el que también está en plena zozobra. A decir verdad de hecho es así. Cameron Crowe se divorció no hace mucho de Nancy Wilson. Perdió en vida a su esposa. Y en esta película se nota su ausencia. Esas melodías contagiosas que contaminaban los fotogramas de sus otras películas es sustituida por música de Jonsi. Ahora bien, el film poco a poco se va transformando en una fantasmagoría, y se va forjando como un auténtico canto de amor a esa persona con la que tanto ha compartido y de la que resulta muy difícil decir adiós. Asistimos a un modesto pero honesto diario de cómo salir adelante tras el naufragio. Para empezar, aquí no vale cambiar de aires. El recuerdo permanece intacto, tanto para el personaje como para el director.
Este último parece necesitar un empujón que eleve la propuesta. Y veo que este llega en una escena que él mismo está pidiendo a gritos para que despierte. Para distraer a un león y que no escape de su recinto, toda la troupe monta una  enorme cacerolada. Justo lo que necesita el film y el propio director. Eso es. Una cacerolada  a tiempo que suba el listón y salve la película. Por fortuna nos escucha y de que manera. Es entonces cuando se saca de la manga tres escenas auténticamente prodigiosas, antológicas, marca de la casa y que están entre lo mejor que he visto en cine últimamente: La primera es una ensoñación en la que el protagonista se mete literalmente dentro de las fotos del album de su familia y vuelve a vivir intensamente por unos instantes (absolutamente mágicos) momentos que vivió con su esposa, cuando todos eran uno. Y la magia del cine cobra forma.
La segunda es una escena de seducción tremendamente contagiosa en la que Scarlett juega con Matt Damon en un cruce de frases de alta comedia, y donde aparece esa química, la chispa que pedía a gritos la película. La tercera es una fuerte conversación padre-hijo, muy dura, realista e impropia de lo que en principio parecía un film familiar. Son esos segundos de locura que pueden transformar tu vida y que se utilizan como leit motiv de "un lugar para soñar".
A base simplemente de oficio, y aun en condiciones personales desfavorables Cameron Crowe con un film menor vence a Alexander Payne casi por goleada. El segundo se reboza una y otra vez en el cinismo, el sarcasmo y la machacona obviedad. Y no le duelen prendas a la hora de ser exhibicionista en todos los sentidos. El primero, dentro de lo arquetípico de la trama, apuesta por el pudor, la sutileza y el detalle. Por un correcto artesanado con chispas de ingenio.



Y para muestra un botón. Alexander Payne, ese gran autor, no duda en montar un vergonzante, excesivo y reiterativo show emocional sobre las condiciones testamentarias para poner fin a la vida de alguien que se va. Insiste hasta la nausea, se regodea repitiéndolo varias veces y hasta convoca una reunión de amigos para dar la noticia. Cameron Crowe resuelve el mismo tema de forma mil veces más elegante y sutil. También más sentida. Un tigre viejo y enfermo, una decisión que hay que tomar y una pausada y precisa conversación con la veterinaria, cargada de miradas y elocuentes silencios dan la medida de que llega un momento en que debemos prepararnos para decir adiós a aquellos a quienes más queremos. Así de sencillo, así de efectivo. Y eso que era un film sin pretensiones para pasar el rato, vapuleado a diestra y siniestra. Y no se trata de ser más condescendientes con este film que con el otro, y perdonar aquí los errores, que los hay. Es que entre un señor que pretende venderme de forma grandilocuente una gran obra de envergadura que no lo es y otro que se limita a hacer su trabajo sin hacer ruido, me quedo con este último. Su película no es redonda, pero molesta muchísimo menos. Conclusión. Igual hay que preguntarse muy en serio cual es realmente la auténtica americanada.
                



miércoles, 18 de enero de 2012

A ORILLAS DEL ESTADO


















En más de una ocasión se ha tratado aquí el tema de la publicidad engañosa. Esa que estropea las expectativas del espectador que cree que va a ver una determinada película y luego se encuentra con el rosario de la aurora. En el caso de “La conspiración” nos venden un viaje en el que supuestamente uno porta la llave que abrirá todas las incógnitas del asesinato de Abraham Lincoln. Casi nada. El propio título parece avanzar que vamos a adentrarnos en los enigmas de un momento clave de la historia, una página crucial sobre la que se va a tirar de la manta y se va a desempolvar lo que no está en los escritos. La propia ingenuidad de uno mismo le puede llevar a pensar que aquí se van a despejar todas las claves del magnicidio, teorías conspirativas incluidas. Pero los ejecutivos del estudio olvidan algo esencial. Da la casualidad de que fue el propio Lincoln quien pronunció la famosa frase “se puede engañar a todo el mundo durante algún tiempo. Se puede engañar a algunos, unos pocos, todo el tiempo. Pero lo que no se puede es engañar a todo el mundo durante todo el tiempo”. Y el estudio ha venido vendiendo la moto de que íbamos a ver algo definitivo, sorprendente y espectacular sobre el asesinato de Lincoln. Incluso sobre su propia figura. Como si el asunto fuese nuevo. No hace falta recordar que el tema se trata y hasta se visualiza nada menos que en “el nacimiento de una nación” de Griffith. Y quien más quien menos ha saboreado esa pieza de John Ford, “El joven Lincoln” en la que Henry Fonda encarna al político idealista en sus primeros y decisivos pasos. Respecto de “La conspiración”, decir que el resultado del intento de timo se ha saldado con un sonoro fracaso, tanto en usa como en Europa, hasta el punto de que en algunos países ni siquiera ha sido estrenada en salas comerciales, pasando directamente a comercializarse vía dvd. Mosquea bastante esto último.















Pero es que el patio está al parecer mucho peor de lo que imaginábamos. Parece ser que visto el film, el estudio primero trata de dar el camelo, y por si no cuela y vista su escasa repercusión local, decide que este es un film complicado que les va a dar problemas (financieros, por supuesto) y que encima resulta extremadamente incómodo. Aunque en honor a la verdad, no todo el mundo intenta dar gato por liebre. Su director, Robert Redford, se comporta y no trata de engañar a nadie. Es tremendamente honesto y presenta un proyectil fílmico de difícil digestión para según que paladares. Aparentemente pulcro, aseado y académico, pero que como es su costumbre obliga al espectador a esa tarea tan fatigosa que es pensar un rato. Y como eso últimamente no se lleva a la hora de ir al cine, los del estudio sacan rápidas conclusiones: intentemos recaudar lo que se pueda con información tergiversada y pasemos página cuanto antes.
Por cierto, antes de que se me olvide. Que conste que Robert Redford es progresista y liberal. Prefiero decirlo yo antes que nadie, pues sus enemigos (que son unos cuantos) no pierden la ocasión de lanzar el presunto puyazo recordando el sempiterno tema. Como si fuese un estigma. También se le acusa de servirse de parábolas del pasado para comentar el presente y sermonearnos con sus cuitas sobre la ética y los derechos civiles. Admito que es el único riesgo que corre su cine (ser excesivamente discursivo). Pero hay que decir que aunque en ocasiones bordea el film de tesis, jamás ha intentado vender panfletos (ni baratos ni caros). Al contrario, su postura siempre es observadora y dialéctica. Plantea muchas preguntas, pero no siempre da respuestas. Y ahí están “Quiz show” o “Leones por corderos” para refrendarlo.
Recapitulando. Pongamos las cosas claras. ¿Trata este film sobre Lincoln? Rotundamente no. ¿Sobre el complot para matar al presidente? Pues muy por encima y de pasada, de modo que casi que no ¿Sobre los flecos ocultos de su asesinato? Pues aunque algo se dice tampoco, seamos honestos. Y ahora viene lo bueno ¿Trata sobre el juicio a la madre de uno de los presuntos asesinos, la cual regentaba una pensión donde se ocultaban y conspiraban los asesinos? Pues aunque parezca el centro de la acción, va a ser que tampoco. ¿Tal vez sobre el abogado que se encargó de defenderla en juicio y su debate moral al considerarla él también culpable? Pues tangencialmente, pero ese no es el meollo de esta película. Categóricamente no.















Cabe entonces preguntarse ante que nos enfrentamos.Es cierto que estamos ante un film que de pasada toca todos esos temas y otros. Pero Robert Redford va mucho más allá. Sin descuidar la trama judicial ni a los personajes, utiliza todos esos elementos como ideas que le sirven como campo de operaciones de un drama que le permite lanzar mensajes de mucha mayor altura. Para hablarnos de la transgresión con mayúsculas, ética y moral, del drama de la libertad humana sojuzgada, de los  cimientos enfangados del estado de derecho y de cómo el ser humano es capaz de derribar sin inmutarse todos los palacios construidos, incluidos sus derechos constitucionales. Todo eso que Francisco Tomás y Valiente describió milimétricamente en su obra “A orillas del estado”.
Nos habla de ese momento en que tal y como perfiló Samuel Johnson se rompen todos los diques de contención que habíamos erigido, y solo resta como perspectiva la curiosidad de saber hacia donde nos arrastrará la turbulencia de las aguas. Ortega lo definió mejor incluso cuando dejó dicho que en ciertas encrucijadas históricas el mundo pierde sus perfiles definidos y se presenta ante nuestros ojos como una gigantesca crisálida a la espera de su próxima metamorfosis. Y añadía: lo desconcertante es que ni el mejor entomólogo es capaz de adivinar lo que surgirá de ahí, y que futuro nos espera.
Aparentemente, lo que se discute es la posible participación o no de la dueña de una pensión, Mary Surrat (Robin Wright) en el asesinato del presidente. En el fondo se trata de un dilema moral muy propio de las sociedades libres, en el que la perversión del sistema invierte la carga de la prueba.
Y aquí es donde Redford parece enlazar presente y pasado con consecuencias devastadoras. Se pide a Mary Surrat que demuestre un hecho negativo. Es decir, su no implicación. Vamos a decirlo más clarito: se pide a Mary Surrat que demuestre que no escondía armas de destrucción masiva en su pensión. Toda la farsa procesal se centra en el hecho de que la señora ha de probar no lo que hizo, sino lo que no hizo, en una inversión aberrante de papeles. Ante una abyecta letanía alegal de tal calibre, basta la mera acusación para invertir la carga de la prueba y obligar al reo a que pruebe como pueda que es un ciudadano intachable. En ese estado de cosas, el mero hecho de haber podido simplemente alojar a alguno de los asesinos en su pensión automáticamente la incrimina. De modo grave e ipso facto.
Redford somete y pone en tela de juicio la absoluta perversión de los derechos civiles individuales en aras de un presunto y falso interés superior. Y ninguno de los tres poderes del Estado sale bien parado de la prueba del algodón.
No debemos olvidar que estamos hablando del pais que tal vez más se preocupó por la presunta defensa del carácter ideológicamente neutral o imparcial del razonamiento jurídico frente al debate político partidista. Una aspiración nuclear del pensamiento jurídico americano muy ligada al ideal del “rule of law”. Así lo recoge Tocqueville en su ensayo “la democracia en América” donde se alaba el modelo constitucional y su enorme y amplia carta de derechos, el “Bill of Rights”.















Redford pone todo ello en cuestión y se alinea con John Rawls o Horowitz, quien  en su libro “The crisis of legal ortodoxy” plantea la quiebra de algo por lo que se había luchado desde la Revolución: esto es, un gobierno de leyes pactadas fruto de la soberanía del pueblo y no de hombres viciados y contaminados por la política. Así como la creciente preocupación de que el peso del estado y los diferentes lobbys en sus diversas formas pueda terminar ahogando al individuo.
Todo ello está ahí. En la película de Redford la maquinaria aprieta al indefenso sin compasión y hay demasiados hombres contaminados, con ansias de perpetuar su particular forma de entender el Estado y muy poco preocupados por los derechos individuales. Hipocresía incluida. Para colmo, se enlaza de forma valiente presente con pasado de forma escalofriante. Continuamente estamos inmersos en un cruce de espadas con nuestro pasado, en un duelo perpetuo que no podemos resolver.   Redford lo sabe y nos enfrenta a nítidos espejos que uno casi prefería eludir, pero a los que conviene enfrentarse. Veamos.    
Como a la protagonista, a Saddam Hussein, no solo se le exigía no haber hecho lo que se le imputaba. Se iba más allá. No solo debía demostrar que no poseía unas armas de destrucción masiva que no existían, sino que en el colmo de la perversión, se daba un paso más. Si dice que no las tiene seguramente miente. Y si no, seguro las tendrá escondidas, o ha pedido a algún aliado que se las esconda. En cualquier caso, la excusa es perfecta para incriminar y restablecer ese orden que tanto preocupa. El crimen contra la humanidad, o contra el presidente, tanto da, ya se ha cometido con alevosía y sobre todo con anticipación, según la  implacable maquinaria de la versión oficial.
Redford en su análisis nos dice que el sistema no quebró cuando muchos piensan. Su diagnóstico es mucho más atroz. El problema estaba ya incrustado en la propia raíz del sistema, incluso en los momentos del nacimiento de la misma nación, víctima de rencores intestinos que la película dibuja de maravilla. Todo ello nos conduce a una perspectiva preocupante. El estado de derecho y el conjunto de derechos civiles no los mandan al garete Truman, ni Nixon, ni Bush. El problema es que la carta que los contiene se ha mojado y la tinta ha emborronado el texto. Y ahora cada cual lo usa según su conveniencia. Todo está ya viciado en su propia esencia por hombres contaminados, como en Julio Cesar. Y lo del imperio de la ley adquiere la categoría de broma macabra. Se convierte en la falsaria garantía de un sistema impostado.















Atentos a lo fino que hila Robert Redford. Se da la paradoja, para que no queden dudas, de que en el supuesto de la película si que hay un arma de destrucción masiva escondida y que aparece al final. Pero esa es una de las razones fundamentales por las que creo que Redford eligió este caso para hacer este film. Aun existiendo arma de destrucción escondida, el argumento para él no varía. Y se actuó pavorosamente mal ética, jurídica y políticamente. Entonces y ahora. Fallaron los hombres y falló el sistema, y esto último es lo que verdaderamente preocupa a Redford. Por algo el film no se titula the conspiracy (la conspiración), sino “the conspirator” (el conspirador). Y es entonces cuando sobreviene un auténtico y gélido sudor frío, y el aliento de un terror genuino. Es ese fabuloso ente de múltiples cabezas que denominamos estado democrático de derecho, el que garantiza nuestros derechos y libertades, el que también falla y termina conspirando y volviéndose contra el ciudadano al que se supone ampara. Aterrador retrato que nos concierne a todos. Abandonados por el sistema y a merced de la peor tormenta y los impulsos primarios de los hombres. A ese conspirador apunta directamente con el dedo la película. 
Y en su pesimista discurso, de nada sirve ya la recurrente figura del joven e idealista abogado, inexperto y con dudas, pero que intentará con buena voluntad y su libro de leyes alzar su voz contra toda una maquinaria atascada y sin remedio. Muy buena idea la de escoger a un actor como James Mcavoy para ese cometido de caballero sin espada, pues da la perfecta medida del iluso que cree que todavía puede cambiar las cosas. Como excelente es el trabajo de Robin Wright, ciudadana, madre y con la soga asomando a sus espaldas.















Todo ello es contado por Redford sin aditivos. De forma seca, seria y hasta severa. Es cierto que los elementos que elevan el interés de la propuesta radican más en cuestiones argumentales que en su lectura visual. Lejos estamos aquí de los espectáculos circenses de muchas películas de juicios, donde predomina el efecto sorpresa. Vamos, que esto no es “Algunos hombres buenos” ni “Tiempo de matar”. Ni hay trucos de magia finales del tipo “Testigo de cargo”. Aquí estamos en las antípodas de “Green Zone” donde se utilizaban coartadas similares para orquestar un film de acción. Por una vez se usa el rigor y no se convierte la sala de un Juzgado en un circo de tres pistas con números malabares y parafernalia que deje con la boca abierta al espectador. Redford tiene el cuidado de no cometer los errores sentimentales en los que si cayó Spielberg en “Amistad”.
Y aunque existe una testigo de última hora, la hija de la incriminada, su aparición a la desesperada solo sirve para perfilar aun más la severidad y muy triste seriedad del conjunto. Para acentuar el réquiem. Una hija a la que el procedimiento no le permite siquiera ver el rostro de su madre. La maquinaria del estado-conspirador-terminator es ciega e implacable, y el espectador no queda ajeno. Y sentirá un especial escalofrío cuando llegue y se acerque el final, el cual está narrado con un tempo sobrio y preciso, dejando que la cámara se pasee muy despacio por el horror que vamos a contemplar. Sin aspavientos ni grandilocuencias. Pero con gran solidez. Pero es que, por una vez, igual la intención no era ni mucho menos divertir, ni buscar la lágrima fácil, sino abordar con seriedad temas capitales.