viernes, 28 de septiembre de 2012

LA OLIMPIADA DEL TERROR




Ya sabemos que Fukuyama se encargó de proclamar a los cuatro vientos el fin de la historia. Poco importa que Hegel ya hubiese disertado sobre el tema mucho antes.  El asunto hizo mucho ruido, aunque al final las nueces recogidas tampoco fueron tantas. Pero nos va a servir como punto de partida. Siguiendo el mismo planteamiento, cabe cuestionarse si en materia de cine los géneros clásicos también han muerto. Y si es así cuando y de que modo. Mucho se ha discutido sobre la presunta muerte del western. Incluso hay quien sin problemas sabe exactamente cuando se escribió su epitafio. Al parecer lo rubricó Ford la noche en que liquidó a Liberty Valance y sentó unos minutos más tarde las bases del estado de derecho al oeste del Pecos.
Sin Embargo, esta tesis choca o tropieza con algunos inconvenientes. El primero es que obliga a preguntarse que es entonces “El gran combate” firmada por el mismo Ford después. Para solucionar esta cuestión puede acudirse a una explicación mística. Muerte y resurrección del western. Así queda aclarado que pintan por ahí sueltas películas como “El fuera de la ley” “Wild Bill” o “Appaloosa” por citar alguna. La resurrección permite además acoplar el adjetivo crepuscular a la ecuación. Una argucia lingüística para decir que en realidad el western clásico sí que ha muerto, pero que de cuando en cuando reaparece dando espasmos, transformado y con otra cara, crepuscular en todo caso. Aunque eso no sea siempre así ¿un ejemplo? “Silverado”.

Por otra parte, es obligado decir que no hay unanimidad al respecto. Y no hay que olvidar que fue un western “La puerta del cielo” el que según otros certifica no solo el acta de defunción de un estudio (United Artist), sino del género. Aunque siempre queden cabos sueltos. ¿Es “Vivir y morir en los Angeles” un western, lo es “Harry el sucio”? ¿Lo es “Cowboys & aliens”? En realidad el celuloide actual vive inmerso en una continua miscelánea en la que el trhiller convive con el cine de acción y otros derivados tales como el cómic y los videoclips, formando todo parte de una macedonia no muy fácil de definir. Es muy habitual alabar determinadas películas tipo “La seguridad de los objetos” precisamente por su agridulce mezcolanza genérica, aunando drama y ácida crónica social con unas gotas de humor. Desde luego, si alguien como Todd Haynes se atreve con un melodrama de corte clásico como “Lejos del cielo” siempre tropezará con quienes le acusen de cocinar un pastiche postmoderno a lo Douglas Sirk, aunque la película funcione. 



Lo que si parece claro es que con la desaparición de los estudios, el free cinema, la nouvelle vague y demás inventos surgió por generación espontánea esa famosa mezcla de géneros (como si antes eso no existiera) y por otro lado surgen dos aparentes géneros nuevos que en realidad son más antiguos que el scope: el cine independiente y el cine aún más independiente, ese que está al margen tanto del aparato comercial como de los festivales indies. Cada día son más los directores que a las primeras de cambio se desmarcan de ambas tendencias. Hoy lo que se lleva es el director al que le encanta proclamar que vive en la republica independiente de su casa mientras espera ganar un premio en Sundance o Montreal. Aquellos que están contra el sistema ( ese que ocupan el mercado y las vacas sagradas que tienen plaza fija en Venecia o Berlin) pero que si pueden colocan su película en la quincena de realizadores de Cannes o en Locarno. Es una estrategia que usa hasta Angelina Jolie, que ha realizado una película sobre el conflicto en la ex Yugoslavia y la pretende vender como indie debido a que no cuenta con estrellas, adopta un estilo documental y está realizada (dice) con un presupuesto ajustado. Habría que saber lo que significa eso para ella.     




A simple vista, lo que parece que aguanta  inasequible al desaliento es la comedia y el cine fantástico y de terror. No me voy a detener hoy en la degradación (salvo excepciones) cuesta abajo que vive la comedia actual. La más comercial con boda incluida es una auténtica pandemia peor que el ébola. Los clásicos como Woody Allen, visto su último film pueden aplicarse el cuento. Y ya que los viajes no le sientan bien y está visto que canta mucho mejor en la ducha, lo mejor es que vuelva cuanto antes a Manhattan, su bañera particular. Queda la comedia supuestamente independiente, la alternativa, que cada vez se conforma más con abonarse a texturas que simplemente la distingan del  modelo comercial a través de una fotografía más verista y ciertos detalles, como un aparente y calculado desaliño en el diseño de producción. Si  una parece realizada en un estudio de fotografía y viste de Prada,  la otra lo hace en plena calle con esos atuendos tipo homless que portan las estrellas para pasar ¿inadvertidas? cuando van de paisano. Pero en el fondo no hay tanta diferencia como la que aparenta a simple vista entre “La proposición” y “Happy thank you more please”, por citar una cinta puramente mainstream y otra que va por la vida de indie.
El cine fantástico y sobre todo el de terror parecen tener el campo más abonado para la imaginación. Y es cierto que existe gran variedad y una oferta en principio más amplia. Además son dos géneros que permiten trabajar en ocasiones con escaso presupuesto e ideas atractivas, sobre todo en los márgenes del cine independiente, de donde se pueden extraer algunas gemas. Sin embargo, en el cine comercial el terror no es lo que era. Y temporada tras temporada nos entregan el enésimo capítulo del mismo pack archisabido. Llevan años haciéndolo, aunque en las últimas temporadas resulta particularmente descarado y censurable.


Desde que Henry James escribiese su novela “Otra vuelta de tuerca” y se comenzase a adaptar al cine la historia de la institutriz y los niños, la maldita tuerca ha dado demasiadas vueltas sobre si misma. Basta con la excelente adaptación de Jack Clayton con Deborah Kerr. Pero es que aunque hay otras incursiones, el mismo tema disfrazado ha sufrido de una forma u otra un expolio sin precedentes. Son diferentes movimientos sobre una misma partitura desgastada. Para comprobarlo he realizado un curioso experimento. Y es ver una serie de películas que en principio no tienen conexión alguna. Por separado e individualmente algunas resultan hasta aceptables y con puntos de interés. Vistas todas en un corto espacio de tiempo (tres meses) el ensayo resulta abominable por reiterativo y uno descubre la aberración carente de originalidad que nos cuelan temporada tras temporada disfrazada de nueva modernidad.
Las películas objeto de estudio son todas recientes y fueron las siguientes: “Silent Hill” de Christopher Gans, “Expediente 39” de Christian Alvart, “Frágiles” de Jaume Balagueró, “La huérfana” de Jaume Collet-Serra, “La llave del mal” de Iain Softley, “el Orfanato” de Juan Antonio Bayona, “Dark Water” de Walter Salles, “El elegido” de Guillaume Niclaux y como colofón “The ring” de Gore Vervinsky. Como dirían en un trailer de una película de terror, no se le ocurra a nadie practicar semejante experimento. Su grado de confianza en el cine actual puede sufrir un serio revés.




Todas responden a una misma fórmula que se aplica a rajatabla y sin faltar a ninguna de sus premisas. Una atractiva mujer en circunstancias personales ansioso-depresivas producto de algún trauma del pasado será la absoluta protagonista. Existirá un traslado a un hábitat nuevo, desconocido y amenazante. Parejas masculinas inanes cumplen la función de un molesto y marchito florero. En casi todas hay una necesidad imperiosa de paliar su ansiedad a través del ejercicio de la maternidad. Se producirá (casi siempre) una adopción de consecuencias problemáticas.  Habrá pérdida (emocional) o desaparición (incluso física) del vínculo materno-filial. O bien desequilibrios graves en la relación entre madre e hija. Pasillos muy largos y oscuros. Lucha a muerte de la madre “contra las fuerzas del mal” por recuperar al retoño perdido o desequilibrado así como la unidad familiar. Sustos varios en dolby stereo y  multitud de presencias siniestras. La heroína vivirá su odisea en soledad absoluta, pues nadie la cree, llegándose a poner en duda su salud mental (como sucede en Henry James). Y por supuesto, como gran guiñol final un giro sorpresa que da un vuelco total a todo lo visto con anterioridad. Todo ello con banda sonora altisonante, ruido que no falte.
No se va a negar que algunas de ellas poseen cierta atmósfera malsana, que están cuidadas en cuanto a su factura y diseño, y que permiten intuir ciertas dotes como narradores en sus autores. Incluso contienen ciertos tiempos muertos sugerentes. Pero no puede ser que a todos los niños (a todos) les de por dibujar cosas extrañas o realizar rompecabezas que hay que descifrar. Y resulta muy repetitivo que en muchos casos exista un trasfondo relativo a creencias atávicas, maleficios e integrismo religioso origen de todos los males. La única película sin aparente “problem child” es “La llave del mal” pero que nadie se engañe, la criatura es sustituida aquí por un anciano que en el fondo es como un niño.

 Aún así, no todo es morralla. En “Silent Hill” se atisban referencias a Lovecraft y “Dark Water” apunta detalles sobre la sociedad moderna en descomposición. Aunque ello no evita la sensación de estar viendo la misma película multiplicada por seis. Y con encuadres y puesta en escena que se repite sospechosamente. De todas formas, hay un asidero al que agarrarse. Una de las gratas sorpresas que proporciona un ejercicio de esta naturaleza es ver la entrega y despliegue de sus actrices protagonistas. A saber, las estupendas Radha Mitchell, Monica bellucci, Jennifer Connelly, Vera Farmiga, Naomi Watts, Calista Flokhart, Kate Hudson y compañía. Entregadas todas a la causa de la angustia con total frenesí. Un auténtico tour de force, como si compitiesen en una olimpiada de gritos, sustos y coraje femenino. Todas dispuestas a sufrir lo indecible e inimaginable. Sus performances solo tienen un problema y es que sus esquemáticos papeles son perfectamente intercambiables a la película de su vecina de desdichas. Hasta en eso salimos perdiendo. Ya metidos en faena, mucho mejor Barbara Stanwick sufriendo de lo lindo y como es debido en “Voces de muerte” (Anatole Litvak 1948).

Por el camino del sendero trillado y con el escaneado funcionando a pleno rendimiento, Henry James, Poe, Lovecraft, Freud y algún otro son una vez más masacrados de mala manera. Y se ha dado, nunca mejor dicho, otra pusilánime vuelta de tuerca al mismo asunto, solo que cada función es peor que la anterior. Alguien podría detener la fotocopiadora de una vez. Sobre todo debido a una razón esencial. El cine de terror hoy, tal vez no hay que buscarlo en la repetición de una fórmula gastada. la realidad de las matanzas en Siria sobrecogen mucho más que estos presuntos cuentos alegóricos para no dormir. Pero algunos hacen como que no se enteran y siguen haciendo caja. Parece ser que Amy Adams hará la versión americana de “El orfanato”. Será buena ocasión para revisar por ejemplo “Una mujer atrapada”, en la que Olivia de Havilland da un recital en una película de verdad.           


viernes, 21 de septiembre de 2012

LA CONSPIRACION DEL PANICO





Universidad Americana de Washington, verano de 1963: “¿De qué paz hablo y qué paz buscamos? No se trata de una “pax americana” impuesta al mundo entero por las armas. Debemos examinar nuestra actitud ante la Unión Soviética, nuestros lazos comunes. Y es que todos vivimos en este pequeño planeta. Todos respiramos el mismo aire. Todos queremos un futuro mejor para nuestros hijos. Y todos somos mortales”. Se trata de una conferencia de John Fitzgerald Kennedy abogando una vez más por su idea de Camelot y la nueva frontera. Sabiendo lo que ahora sabemos la última frase aún sobrecoge. Todos somos mortales. Parece como si él mismo hubiese escuchado los idus de marzo que avisaron a Julio Cesar y que en este caso volvieron a sonar en pleno otoño cuando un telex enviado de forma anónima al F.B.I avisaba de un posible atentado en Dallas. Cualquier excusa es buena para volver sobre el asunto, sobre esa permanente herida abierta e infectada que nunca deja de supurar en la conciencia del americano medio. En este caso, la ocasión es muy propicia por cuanto el inefable Stephen King se ha ocupado del tema en una extensísima novela titulada “22-11-63”, fecha del magnicidio. Es una prueba más de que la cuestión pasa sin resolverse de generación en generación afectando a la psique de la población y dejándola en un estado de shock permanente.


Para salir del atolladero mental, para adormecer la conciencia surgen de vez en cuando historias como la de Stephen King, que tratan de exorcizar lo sucedido fabricando una trama en la que un profesor universitario es capaz de viajar en el tiempo y plantarse el día de los hechos en Dallas, antes de que el Air Force One aterrice en el aeropuerto Love Field. Y por supuesto, impedir el crimen de forma heroica. De esa forma, al menos de manera ficticia y a través de una novela, el público puede seguir engañándose y creer durante la lectura que todo fue un mal sueño y que nada grave sucedió en la tierra de las oportunidades.
El autoengaño se convierte en una necesidad ante atrocidades que no se comprenden. Se puede recurrir a elementos extraños. Hormigas gigantes, ovnis  o naves misteriosas que siembren en el subconsciente que la amenaza es exterior. Que viene de fuera. Ray Bradbury y Richard Matheson saben mucho de esos simbolismos. A este respecto resulta ilustrativa la cinta de Mark Pellington “Arlington Road” en la que un profesor de historia americana (Jeff Bridges) explica a sus alumnos que ante graves atentados terroristas existe un componente inexplicable en la población asociado a una imperiosa necesidad de seguridad. Y cómo esta se consigue cuando se detiene al artífice, o al menos cuando sabemos que el mismo actúa solo y es un desequilibrado antisocial al que es posible aislar. De esta forma el individuo, el hombre corriente y por extensión la sociedad se tranquilizan por cuanto el sistema no se ve alterado ni mucho menos cuestionado. Todo es obra de un loco paranoico y una vez esté a buen recaudo (o sea extirpado) la ecuación está resuelta y podemos seguir durmiendo tranquilos.



El asesino solitario, el desequilibrado, el lunático comunista en el asesinato del presidente Kennedy es Lee Harvey Oswald. Situado en el sexto piso del almacén de libros de la calle Elm disparó tres balas que acabaron con la vida del presidente en 5 segundos. Esa es la conclusión a la que llegó “la comisión Warren” tras una investigación recogida en 27 volúmenes. Y sin embargo la gente, en vez de conciliar el sueño dejó de dormir en paz. Demasiadas cosas no cuadraban. Tres son los ejes sobre los que se asienta el nacimiento de la contracultura, los movimientos contestatarios nacidos en Berkeley y el descrédito absoluto de las instituciones democráticas y la clase política americana: Vietnam, Watergate y el asesinato de Kennedy. Y este último fue el que comenzó a amasar la idea de que había algo más allá de esa explicación y que como poco quienes debían averiguarlo  ocultaban datos y no eran dignos de confianza. Se había perdido la “autoritas”. Estamos ante una de las caras de la famosa fractura social y moral de la que hablaba Marcuse. De la ruptura del implícito contrato social entre el individuo y el estado.


No obstante, en honor a la verdad, no todo el mundo se apunta a las teorías de la conspiración. Sin ir más lejos, el propio Stephen King entiende que solo Oswald es  culpable. Y lógicamente al héroe de su novela le basta con correr lo suficiente como para plantarse frente a él y evitar el magnicidio. Por cierto, en la novela a Oswald no se le concede el derecho a un juicio justo, lo vuelven a matar. Así de simple. Así de reaccionario. En el jugosísimo epílogo King dice basar su tesis en su propia experiencia y en dos de las más reputadas biblias sobre el tema: Los libros “Muerte de un Presidente” de William Manchester y “Oswald, un misterio americano” de Norman Mailer. Ambas se apuntan a la teoría del asesino solitario. Stephen King llega a afirmar sin pestañear que se basa además en el principio de “la navaja de Ockham” según el cual de entre todas las explicaciones posibles, lo más acertado es decantarse por la más sencilla. El loco solitario no solo es más sencillo, evita hacerse preguntas sobre la salud de la democracia y la putrefacción del sistema.
Sin embargo, ocurre que como en todo crimen sin resolver, este presenta multitud de agujeros negros y gran cantidad de pruebas que siembran enormes dudas. Para colmo, no se contó con Abraham Zapruder y su famosa filmación del asesinato. Lástima que en la grabación la pista de sonido apenas aporte nada. Solucionaría de una vez por todas lo del número de disparos y desde dónde provienen.



 Por fortuna existen otras visiones que han preferido indagar (más que especular, como manifiestan algunos peyorativamente). En mi opinión la más completa y exhaustiva es la obra de David Talbot “La Conspiración” sin descartar “¿Quién mató a Kennedy?” de Thomas Buchanan. Oliver Stone, a la hora de abordar el tema se olvidó del discutible glamour Hollywoodiense de la pareja, de sus avatares en los negocios, íntimos y sexuales, así como de los que presentaban al apellido como un clan mafioso católico irlandés. La razón es muy sencilla. De entrada, Kennedy no es la cuestión, solo es el objetivo, el telón de fondo que cuando se abra descubrirá auténticas monstruosidades, un auténtico averno. El verdadero tema a destapar no es si el presidente se acostó con Marilyn o si era adicto a los tranquilizantes. Eso solo oculta a otros actores que se mueven entre bambalinas tras la tramoya mediática y que de una vez por todas deben salir a escena. El objetivo es practicar la autopsia no al presidente, sino al sistema. Para ello y con mucha lógica Stone prefirió basarse en “Fuego Cruzado:el complot que mató a Kennedy” de Jim Marrs y “Tras la pista de los asesinos” que recoge toda la peripecia del fiscal Jim Garrison, el único que a día de hoy ha promovido un juicio a raíz del asesinato.
El resultado es “JFK: caso abierto”. No solo un exhaustivo repaso a todas las luces y sombras que rodean al asunto desde casi todas las perspectivas posibles. Esta película es mucho más. Un auténtico misil, una radiografía milimétrica, el auténtico espejo que coloca a la sociedad frente a si misma al tratar de ignorar, tapar o esconder una y otra vez verdades que denotan aparte de las implicaciones penales, una falta de ética de dimensiones incalculables. Las pesquisas de Jim Garrison como un cruzado en busca de la verdad arrojan un film con una fuerza narrativa imparable y demoledora. Pocas veces forma y fondo se alían de manera tan precisa. “JFK” no solo es arrolladora por su ritmo o por lo que desvela. Estamos ante una lección de cine con mayúsculas, lo que hace que el implacable discurso se eleve a la enésima potencia.



 El guión es sumamente inteligente. Desde una posición ética, honesta y respetuosa con la ley, Jim Garrison, a la manera de un nuevo Elliott Ness sin placa ni pistola, durante la primera mitad de la película seguirá el procedimiento e intentará desenmarañar la tupida red que se teje en torno al caso.
Y ello pese a las advertencias que recibe. Cuando interroga a un posible implicado (Jack Lemmon) y le anima a que hable sin complejos este le contesta “es usted un ingenuo”. Y cuando charla con una de las testigos, la Sra. Mercer (Jo Anderson) y esta le dice que su declaración ante el F.B.I está completamente amañada y corregida, Garrison, paladín de la justicia y todavía con fe en las instituciones le contesta “Mire señora, conociendo como conozco al F.B.I, me cuesta muchísimo aceptar lo que me está diciendo”. El entusiasmo de Garrison (y de Oliver Stone), su vitalidad y tenacidad contagiosa le llevan a apuntar a todos los frentes sin descartar ninguno: Oswald, los cubanos anticastristas, Jack Ruby, la mafia, los servicios secretos...Pero de entrada no cuestiona el sistema. Su minucioso análisis de cada pista le lleva a un bucle continuo que Stone rueda de forma envolvente y magnífica. Una catarata de posibilidades que rozan lo kafkiano y que parecen no tener fin ni solución.



 Es a partir de una conversación en Washington cuando todo da un vuelco definitivo. Paseando frente a los símbolos icónicos de la democracia, monumento a Lincoln incluido, conversa con un alto mando que no se identifica. Ahí todos (Garrison el primero) nos damos cuenta de que estábamos dando palos de ciego y apuntando muy bajo. Esa charla le hará salir por fin de la confusión, abrir los ojos y despertar del aparente plácido sueño en el que vive su esposa (que es de las que prefiere olvidar). Y todo para confirmar sus peores temores y penetrar en las más oscuras tinieblas. Esas que se intuyen como la verdad pero ante las que la gente mira de soslayo. El momento es magnífico. Cuando Donald Sutherland, el misterioso señor X, personaje compendio de diversos informadores reales afirma “¿quién mató al Presidente? Esa no es la pregunta correcta. La pregunta es ¿por qué? el cómo y el quién solo son montajes para el público ¿Oswald, Ruby, la Mafia, los cubanos? Eso solo sirve para jugar a las adivinanzas y para distraer la atención. Nos impide hacer la gran pregunta ¿por qué? Con su muerte ¿quién se benefició? Y sobre todo ¿Quién realmente tiene el poder para encubrirlo?”.
Las revelaciones de ciertas actas sobre recortes presupuestarios en defensa y supresión de más de 70 bases militares en todo el mundo, la firme decisión del presidente de retirarse de Vietnam y ampliar los tratados de paz con los soviéticos, la prohibición de ensayos nucleares, la amputación de muchas de las funciones de la C.I.A (sobre todo en operaciones encubiertas en el extranjero) así como la negativa rotunda a aventurarse en otra invasión cubana, cambian el escenario. Y por fin Garrison entiende que se enfrenta a un dragón de múltiples cabezas y de mayor envergadura de la esperada. A lobbies muy poderosos, a ese temible, voraz e insaciable complejo militar-industrial de cuyo peligro ya advirtió Eisenhower en su despedida. Es cuando el ciudadano (o el espectador) descubren que el enemigo no es el peligroso comunista exterior, sino que tal vez esté alojado en casa, elegido en las urnas por nosotros. Un impacto tan traumático como la película Zapruder.


Es en ese momento, sólo en ese, cuando Stone decide llevar a Garrison a visitar la tumba de Kennedy dónde siempre está prendida una antorcha en el suelo.
La conspiración a gran escala y el golpe de estado, con J. Edgar Hoover y el Pentágono en la recámara toman forma tan lúcida como dolorosa. Y es a partir de ahí cuando el espectador comprende por fin las razones de que el fantasma de Kennedy permanezca intacto. Nos enfrenta como ciudadanos al asesinato secreto del sueño americano y al cuestionamiento de nuestro papel como ciudadanos ante una maquinaria aplastante que no es sino un fascismo encubierto. Un asesinato del que nadie es culpable ya que según la versión oficial es fruto de la mente perturbada de un loco solitario. Tal tesis conspirativa se ve reforzada por los posteriores asesinatos de Martin Luther King y Robert Kennedy, sin olvidar a Malcolm X. Todo ello narrado con un frenesí que lleva a la película (y al espectador) a momentos de intensidad máxima.
En un momento de su alegato final durante el juicio Jim Garrison (excelente Kevin Costner) hace una alusión a Julio Cesar y otra a Shakespeare: “en este país todos somos ya un poco Hamlet, hijos de un padre asesinado por quien ahora se sienta en el trono”. Y Oliver Stone tiene la habilidad de colar de contrabando una foto real y ciertamente grotesca de Lyndon B. Johnson jurando furtivamente el cargo de Presidente en el avión, en el vuelo de vuelta, con el cadáver de cuerpo presente, algo que “había que hacer” antes de aterrizar, para evitar preguntas embarazosas del Fiscal General, Robert Kennedy. La referencia a Hamlet (algo huele a podrido en Washington, según Thomas Buchanan) describe como muy pocas el estado esquizoide y lúcido a la vez de la sociedad americana de los 60 y 70, antes de que llegase el desolador “rearme moral” de Reagan.  


 Estamos ante una película formidable también en lo puramente cinematográfico, intensa, emotiva y arropada por un John Williams pletórico. Un film de una potencia narrativa incuestionable. Un excelente collage audiovisual, un aparente rompecabezas narrado en tres tiempos narrativos: El  de la acción real, el que proporcionan las imágenes de archivo, y el puramente conjetural. Los tres tempos son intercalados sin descanso y se articulan funcionando como un guante.
 De este modo y a título de ejemplo, cuando el fiscal interroga por primera vez a David Ferrie, Oliver Stone narra el interrogatorio en tiempo real, intercalando imágenes del entierro de Kennedy que pasan por tv, y a su vez introduciendo otras imágenes sobre lo que el fiscal especula que pudo suceder respecto de lo interrogado. Es un sistema que se repetirá como figura de estilo a lo largo de todo el metraje y que sirve de forma perfecta a la arrolladora narración, la cual adopta dos formas: La del thriller especulativo y de raíz conspirativa combinado con el más puro estilo Frank Capra, de raíz clásica, con fe ciega en el individuo como ciudadano. No solo es que el personaje de Kevin Costner esté construido sobre los patrones propios del “caballero sin espada”. Es que Stone refuerza esa idea del honrado idealista que debe enfrentarse a la corrupción generalizada con la palabra. El director tiene el ingenio de extraer una anécdota real. Kevin Costner como Jimmy Stewart, también saca durante su parlamento un puñado de cartas enviadas por ciudadanos anónimos interesados en la causa que le envían un dólar o unos centavos y que le animan a continuar.


 Puestos a buscar al último francotirador desde algún lugar oculto, ya lo tenemos. Se llama Oliver Stone, que dispara sin cesar contra toda la falacia y el armazón oficialista con vigor y contundencia, desmontando muchas de las verdades oficiales. Para ello aplicará la mira telescópica con suma precisión para no errar el tiro, como sucede en toda la sensacional reconstrucción del asesinato y la trayectoria de la famosa “bala mágica”, esa que causó nada menos que siete heridas en dos personas y al parecer apareció intacta.
Y en un ejercicio de justicia y audacia, Oliver Stone no olvida el segundo asesinato. Si Stephen King en su novela decide asesinar de nuevo a Oswald (si, otra vez) para solucionar el asunto y acallar conciencias, Oliver Stone opera en sentido inverso. El de Oswald es el segundo asesinato a traición y provoca si cabe tanta o más repugnancia que el del presidente. Un crimen que muestra unas carencias gravísimas en el estado de derecho, pero del que tampoco nadie habla y cuyas motivaciones e implicaciones prefieren taparse de forma vergonzante. No es aquí el caso. La vida y obra de Oswald ocupan incluso más metraje que la de Kennedy y al final Kevin Costner se permite una sentida dedicatoria: “utilizado como cabeza de turco, se le tomó declaración sin asistencia letrada y luego las notas desaparecieron. Y cuando va a ser trasladado, rodeado de policías, custodiado por la ley, es asesinado como un perro en un callejón ¿Quién llora hoy a Lee Harvey Oswald? Enterrado en un cementerio inmundo con una lápida barata en la que tan solo reza Oswald”. El mundo ya puede dormir tranquilo.



Hay quien afirma que Oliver Stone exagera, que es un paranoico. Un fanático de las conspiraciones. El boomerang parece haberse vuelto en su contra. Sobre todo cuando ya existe una verdad oficial. Me sucedió en un curso de verano sobre cine judicial. Hay cosas que parecen no cambiar. Cuando pregunté a dos profesores americanos sobre Oliver Stone y “JFK” hicieron una mueca extraña. Zanjaron pronto la cuestión. Me dijeron que el mundo entero sabía quien era el asesino. Que las conclusiones de la comisión Warren lo dejaban muy claro y que no tenían absolutamente nada más que decir.   

jueves, 6 de septiembre de 2012

BARRERAS INVISIBLES





En 1759 Adam Smith en su “Teoría de los sentimientos morales” escribió “por más egoísta que se pueda suponer al hombre, existen en su naturaleza principios que le hacen interesarse por la suerte de otros, y que hacen que la felicidad de estos hasta le resulte necesaria, aunque quien así obre no saque provecho propio y de ello solo obtenga el placer de contemplarla”. Con similar espíritu, tras la segunda guerra mundial, Phillip Green (Gregory Peck) periodista con arraigado sentido humanista se planta en la ciudad de Nueva York. Viudo con un niño pequeño y acompañado de su madre enferma, pretende iniciar una nueva etapa en esos días que William Wyler definió con irónica amargura como los mejores años de nuestra vida. La película se titula “La barrera invisible” y aunque está dirigida por Elia Kazan, responde a un proyecto muy personal del Productor Darryl F. Zanuck para la Fox. Aun así, esto no debe entenderse en demérito del director, en absoluto.

Pronto descubriremos que el innato optimismo vitalista de Green, su innato buen humor y su honradez bien pudieran ser fruto de lecturas ilustradas como las de Smith. Su madre, que detecta su preocupación constante por el devenir de la sociedad que le ha tocado vivir le dice que “deje ya de cargar con el mundo sobre sus espaldas”. No estamos por tanto ante un americano impasible, sino comprometido. Sin embargo, el editor de la revista para la que trabaja le encarga un artículo en profundidad sobre un peliagudo asunto que antes de empezar a escribir ya le suena a fracaso. Nada menos que el creciente antisemitismo latente en la sociedad norteamericana. Su jefe le pide un artículo que remueva conciencias y Green no desea pergeñar algo sensacionalista. Bloqueado, no consigue dar con el tono del artículo e incluso está a punto de abandonar.


Sentado en la cocina con su hijo (Dean Stockwell en su primer film) este le pone en aprietos “papá pero ¿Qué es un judío exactamente? Y dime ¿Por qué al parecer hay gente que los odia? Atención a la tercera pregunta ya que es de esas que demuestran que los niños ponen muchas veces el dedo en la llaga: “Pero y a nosotros ¿nadie nos odia por ser estadounidenses?”. Esos interrogantes y el recuerdo de un amigo judío (John Garfield) a punto de volver del frente le hacen dudar. Tras mucho pensar da con el enfoque: “cuando hice la serie de artículos sobre los mineros, no le daba una palmada en el hombro al obrero para conseguir respuestas. Conseguí trabajo en la mina y viví en la oscuridad. Ahí estaban las respuestas. Y cuando hice el reportaje sobre la indigencia en las carreteras, no me senté junto a un pobre diablo asustado que mendigaba, ni preguntaba  a los viajeros. Con lo poco que tenía me compré un viejo coche y yo mismo hice la ruta 66 sin un centavo”.
Por lo tanto el sistema ahora será el mismo. Durante ocho semanas, él y su familia serán judíos a todos los efectos. Según Green esa es la prueba del nueve. Vivir la circunstancia de ser judío en carne propia y en primera persona.


Con lo que no cuenta el optimista Gregory Peck es con la existencia de otros escritores que no vieron la vida tan apacible como Adam Smith. A la hora de poner en práctica y en plena calle su particular “ensayo sobre la tolerancia” de Locke, nuestro protagonista debió cargar también en la maleta con otros autores para ir sobre aviso. Ahora solo queda experimentar no desde la barrera, sino en el propio cuadrilátero los peligros de la sociedad abierta y sus muchos enemigos, según el clásico de Popper, así como las diversas variantes del miedo a la libertad versión Erich Fromm. Lo primero que comprobará son los muchos desajustes que se producen en la tierra de las oportunidades, una sociedad aparentemente plural y con una amplia carta de derechos, muchos de los cuales solo constan en un papel cada vez más arrugado y que no se ejercitan.



Los problemas no tardarán en surgir de forma natural, como caen las hojas en otoño. Pronto descubre que su secretaria obtuvo su trabajo tras ocultar en su curriculum el dato de que era judía. Y no tardará en apreciar que ella también es antisemita. Otro tanto ocurre con el doctor que atiende a su madre, o lo difícil  que es alojarse en un hotel. Pero lo que menos podía sospechar es que este rasgo pudiera afectar incluso a su prometida Kathy (Dorothy Maguire), una chica amable y de buena familia y que realmente está enamorada del periodista. En una escena culminante y muy bien rodada, cuando el niño llega llorando del colegio debido a que le han llamado sucio judío, Kathy le dice que no se preocupe, que la gente que le quiere sabe muy bien que eso no es verdad, y que los niños se equivocan ya que no es judío. Y lógicamente el conflicto estalla.
Poco a poco y día a día Green va descubriendo la conspiración de silencio que abarca a gran parte de la sociedad bienpensante. Curiosamente la película tiene un demoledor y curioso título original “Gentlemans agreement”.O lo que es lo mismo pacto de caballeros. Al periodista y su amigo vuelto del frente se les caerá la venda de los ojos al descubrir un siniestro matrix en el que los enemigos ya no son los nazis contra los que lucharon en la 2ª Guerra Mundial. Ahora el veneno de la intolerancia de formas sutiles y corteses está inoculado en personas amables, educadas, buenos padres de familia y agradables vecinos. Pero cuyo sistema de exclusión se palpa en escenas como la de la fiesta, en la que Kathy disculpa ante su prometido a los numerosos ausentes que finalmente “no han podido” (en realidad no han querido) acudir. A ese pacto de caballeros, a esta nueva conspiración de silencio de raíz masónica señala la película de forma frontal.



Aunque esté interpretado por el mismo personaje, hay que reconocer que Phillip Green, aún no posee la templanza y la mano izquierda de Atticus Finch. Su juventud le lleva a sacar a pasear su temperamento ante las injusticias e hipocresías de diverso pelaje con firmeza, incluso ante su prometida Kathy, la cual no está dispuesta a que un artículo le amargue su relación ni a recibir clases baratas de tolerancia (sic). Esto supone un serio revés para Green que está enamorado pero ve que sus ideales y principios los distancian. Mayor aún es su desazón cuando el único apoyo profesional que recibe proviene de una compañera de trabajo abierta, simpática y liberal, y que considera que la labor de Green es pura dinamita, un necesario golpe a las conciencias hipócritas. Justo lo que el atribulado Gregory Peck le gustaría oir de labios de su prometida, la cual está deseando que acaben las ocho semanas de marras y que le recuerda una y otra vez que un artículo no va a cambiar el mundo.
Y lo que se presentaba como una aproximación ética y social, como un debate de ideas, se traslada al plano personal. Un tránsito de lo colectivo a lo individual que Elia Kazan resuelve de forma modélica. Por tanto a Green, aparte de su particular y titánica lucha frente al mundo,  se le presentan dos opciones: su prometida Kathy, tierna, dulce, honesta y de buenos modales de la que está enamorado, pero atada a las convenciones y desconectada de sus ideas. Y Anne, la periodista valiente, atrevida y liberal, que odia toda convención e hipocresía y que rezuma vitalidad y un sentido del humor a prueba de bomba, enamorada más de las ideas que del corazón del hombre que las porta. Sirva este texto como homenaje a una actriz que acaba de fallecer y que ganó el oscar por este trabajo: Celeste Holm, espléndida. Cada una de sus deliciosas apariciones en pantalla sabe a burbujas de champagne. Dinámica, lúcida, corrosiva y mordaz. Y Green deberá resolver la eterna batalla entre corazón e intelecto. No se desvelará el desenlace pero sí que esta cuestión fue al parecer motivo de discrepancias varias entre Kazan y Zanuck, optándose al final por la versión que prefería el productor, eso si, acorde con la novela en la que se basa el guión.
 
Esta excelente película, muy bien rodada, elegante en sus formas y con buenas interpretaciones duerme el sueño de los justos, tanto dentro de la historia del cine como en la propia carrera del realizador Elia Kazan. Parece como si el propio título hubiese jugado contra ella y una barrera invisible hubiese impuesto sobre ella un manto de silencio que la ignorase. Ese pacto de caballeros al que alude. Tal vez su carácter coyuntural al apelar a un tema concreto influya. No obstante, el alegato firme contra toda forma de intolerancia es rotundo. Si entendemos que el antisemitismo es solo un ejemplo perfectamente sustituible la película gana mucho en alcance y profundidad de campo. Su amplitud global ampara perfectamente a otros términos: racismo, xenofobia, homofobia etc.

Para terminar una anécdota curiosa. Esta película compitió en 1947 en los oscars con otro film que trataba el mismo tema “Encrucijada de odios” de Edward Dmytryck. Y parece ser que esa ceremonia de los oscars fue una de las muchas gotas que colmaron el vaso de la paciencia de los guardianes del orden. Y fue en parte el germen que reactivó el comité de actividades antiamericanas y la paranoia subsiguiente. Ante el comité, ya se sabe que hubo de todo, desde quienes abrazaron sin reservas ese dominante “pacto de caballeros”, quienes resistieron cuanto pudieron pero finalmente se rindieron, hasta los que decidieron que jamás traspasarían esa barrera invisible y no serían cómplices, aunque les costase su carrera o el exilio. En el caso que nos ocupa, no es costumbre de esta casa a la hora de comentar un film confundir al hombre con su obra artística.