viernes, 26 de octubre de 2012

EL DESPERTAR DE LA CONCIENCIA




El catálogo de la firma de muebles Ikea para su temporada 2013 tiene un eslogan muy curioso “Tu revolución empieza en casa”. Es un eufemismo, por supuesto. Pero existe una soterrada corriente invisible que parece que invita a no pensar demasiado y que cada cual se quede, ya saben, en la república independiente de su casa. Otros ya se ocupan de nosotros y mejor no molestar demasiado. El problema de encerrarse en casa, incluso en la morada interior, de mirar para otro lado es que el día que uno decida por fin salir a dar una vuelta puede encontrarse con el terrible aserto en versión Rafael Argullol: Podemos descubrir que la apacible colina sobre la que vivíamos se ha convertido en un volcán en erupción. Y que la lava no solo se nos mete en casa, sino que golpea nuestras entrañas.
Sobre esas y otras cuestiones se encuentra meditando el hombre de la foto superior. Albert Lory (Charles Laughton) un inofensivo tipo solitario lleno de complejos que ejerce de maestro sin autoridad, débil, miedoso e incapaz de afrontar el más mínimo revés, personal o profesional. Es el auténtico protagonista de la segunda película americana de Jean Renoir, titulada “this land is mine” (Esta tierra es mía).



Nuestro apocado hombre vive bajo la soberanía de su madre y es de los que prefiere no molestar, no destacar, pasar desapercibido. El miedo en abstracto le paraliza, es cierto. Él mismo no duda en calificarse de cobarde en varias ocasiones. Y aunque se puede decir que vio primero a Maureen O`hara que John Wayne, lo tiene complicado dada su indecisión amorosa.
Sin embargo a Albert Lory se le mete la lava en casa cuando los nazis invaden su pueblo sin oposición alguna. Frente a un monumento que simboliza a todos los que dieron su vida por la causa de la libertad en la Primera Guerra Mundial, en unos minutos el pueblo se llena de tanques y ejércitos. Para colmo, su proverbial cobardía, su miedo constante le pondrá en evidencia durante un bombardeo de supuesto fuego amigo.
Y lo que le llega a su buzón por debajo de la puerta no es el catálogo de Ikea, son panfletos con consignas llamando a la libertad y a la resistencia. Esto le crea un serio problema que Jean Renoir capta de forma notable. Su formación intelectual le lleva a compartir esas ideas, pero su miedo le paraliza, y no duda en cumplir órdenes y eliminar las páginas de los libros que son molestas para la educación totalitaria que pretenden los nazis.



Uno de los aspectos más curiosos de esta producción de 1943 es que no presenta a los nazis como sádicos violentos, sino como seres astutos e inteligentes que pretenden imponer su totalitarismo vendiendo la mercancía podrida disfrazada de orgullo y orden. “Esta tierra es mía” no es una película que diserte mucho sobre los nazis y describa masacres ni holocaustos. Es un film que prefiere ser caleidoscópico y aunque no pierde de vista el funcionamiento de la maquinaria totalitaria, prefiere centrar más su atención en los invadidos.
Para ello nos muestra un abanico de aparentes buenas gentes sumisas, colaboracionistas como el alcalde, pragmáticos aduladores de los recién llegados como el empresario que incorpora George Sanders o azotados por el miedo como el propio Lory y su posesiva madre. Por supuesto hay excepciones. Y Renoir es tremendamente hábil a la hora de señalar a los que en principio se nos muestran como contrapunto. En principio alborotadores, elementos molestos que solo hacen entorpecer la paz y la buena marcha del pueblo invadido. A saber, el intelectual y el saboteador resistente que provoca disturbios. Son dos posturas perfectamente dibujadas: El intelectual es el director del colegio, el profesor Sorel, quien da una auténtica lección magistral a su acobardado colega sobre la importantísima función que cumple la educación libre de mordazas ideológicas. Por otro lado el saboteador insurgente que provoca líos es considerado al comienzo de la película una amenaza para la paz social que desean los nazis, amantes del orden y enemigos del que piensa por si mismo. En este apartado no hay que olvidar a la profesora íntegra que con su maestría habitual hace suya Maureen O`hara. Otro ejemplo de librepensadora.


Todo ello provoca que durante la primera hora del film el apocado Charles Lauhgton calle, pase miedo y no reaccione. De momento hay otros que lo hacen por él. Pero cuando los avatares del magnífico guión de Dudley Nichols saquen fuera de escena al saboteador y al intelectual, el profesor Lory se encontrará en una encrucijada. Y deberá decidir si es una oveja integrada más o prefiere mirar cara a cara al apocalipsis de terror que reina en su comarca.
Si ya la película era muy notable hasta entonces, alcanza cotas muy altas en el momento en el que Charles Laughton se sube al pedestal de la dignidad. Cuando toma por fin la palabra para ejercitar sus derechos y denunciar no solo al invasor, sino a sus pasivos cómplices, sus vecinos. Ahí la cinta alcanza momentos de increible fuerza en el discurso y de gran emotividad. Es el despertar de la conciencia dormida. El momento de sacar a la luz los valores internos reprimidos tanto tiempo. La hora de poner las cartas boca arriba y recordar a sus vecinos que están lucrándose colaborando y haciendo negocios con el enemigo. El momento de recordarle al alcalde que está podrido y a su madre que está muy equivocada. Y proclamar alto y claro que su pueblo está sufriendo un expolio totalitario. Es el tránsito del subdito al ciudadano que recobra la libertad a través de la palabra. Y ya de paso, es por fin el marco adecuado para decirle a Maureen O´hara que siempre la ha querido y que está enamorado de ella.
A partir de ahí, Charles Lauhgton lo tiene claro. Lo procedente es restituir el nombre de los que fueron considerados molestos y recuperar los libros que iban a ser pasto de las llamas y transmitir a sus alumnos valores esenciales. Esa sencilla, didáctica y prodigiosa escena en la que en clase y por fin con gran aplomo Charles Laughton va leyendo uno a uno la declaración de los derechos del hombre a sus alumnos, es otra potente carga de profundidad sobre la capital importancia de la educación como transmisora de valores universales a la ciudadanía. Y como los derechos no basta con conocerlos, sino que hay que saber ejercitarlos.



Toda la película está rodada con gran exquisitez y clasicismo. Esto no es solo una película de tesis. También hay una hermosa y compleja historia de amor a cuatro bandas de gran calado. Y suspense de ley. Viendo “Esta tierra es mía” que no es ningún canto nacionalista, sino universal, uno no entiende las razones de ciertas críticas a la etapa americana de Jean Renoir, que consideran este periodo como menor en su carrera.
Todo el elegante desarrollo dramático discurre y potencia un final extraordinario, que va mucho más allá de un film de propaganda. Aquí se introduce una coda final excelente: una vez encendida la mecha de la libertad, solo hay que ir pasando el testigo de mano en mano.  Y el espectador comprende que tal vez no necesitemos de Douglas Fairbanks ni de James Bond para que nos saque de apuros. El héroe es el ciudadano corriente capaz de vencer sus miedos.



Siempre que veo esta película, su poético final y los hermosos planos de Maureen O`hara cogiendo el testigo no puedo evitar pensar en los anónimos y no tan anónimos héroes actuales y en su dramático pero lúcido final. Se podrían escoger muchos ejemplos, pero para el caso vale uno que es paradigma y compendio de tantos otros: Anna Politkóvskaya, periodista asesinada en Moscú en octubre de 2006, acribillada a balazos al salir del ascensor. Auténtico azote del régimen de Vladimir Putin, denunció con valentía y persistencia la sistemática violación de derechos humanos y libertades en Rusia, los sucesivos pucherazos y amaños electorales, la corrupción sistemática del sistema y las atrocidades cometidas en Chechenia. Lo que ella misma denominaba “la deshonra rusa” no tenía límites y se la llevó por delante tal y como ella misma predijo y vaticinó.





Pero lo más relevante  es que sus columnas y sus libros contenían denuncias claras a los líderes occidentales que no tenían inconveniente en estrechar la mano de Putin y comerciar con él. Y sobre todo llamadas continuas al pueblo ruso, a la ciudadanía, a la que animaba una y otra vez a salir de su letargo y denunciar los estragos escandalosos de un espolio sin descanso. Su valiente discurso es idéntico al del profesor Lory.
Y aunque el fin de Anna Politkóvskaya fuese criminal y escandaloso, la cuestión clave es que su testimonio sirve para dar fe de que el ejemplo que escenifica la película 60 años antes ha cundido. Y que el conmovedor final es exacto. Entonces y ahora. Va más allá de lo puramente cinematográfico, pues siempre habrá gente que como Politkóvskaya recoja el testigo de otros y porte la antorcha. Jean Renoir les puso el rostro de Charles Laughton y Maureen O`hara pero ahora, en nuevos pero idénticos tiempos oscuros nuevas almas con idéntica fuerza  transmiten y renuevan el grito de protesta, denuncian las tiranías y ejercitan sus derechos. Al fin y al cabo puede que Ikea tenga razón. La revolución, el despertar de la conciencia empieza en casa. En lo más íntimo de cada ser humano.                    


viernes, 19 de octubre de 2012

CAMINO DEL ORFANATO




Tal vez sea una casualidad o fruto de la coincidencia. Aun así, resulta cuando menos curioso que el estreno comercial de “Lo imposible” haya coincidido puntualmente con la efemérides de otra tragedia de esas que nadie olvida. Concretamente el 40 aniversario. Fue un 13 de octubre de 1972, cuando el vuelo 571 del ejército urugüayo se estrelló en la cordillera de los Andes con 45 pasajeros a bordo. De ellos solo 16 sobrevivieron. Con motivo de ello tv emitió una entrevista con Nando Parrado, recordando todo lo acontecido. Ya se sabe que Parrado, que había perdido a su madre y a su hermana en el accidente, fue junto con Roberto Canessa uno de los líderes del grupo y quien se lanzó a tumba abierta en la expedición final hasta conseguir ayuda. Habían pasado 72 días tras el accidente. Una proeza humana en condiciones extremas de la que se suele decir en términos coloquiales que resulta tan increíble como “imposible”. Existen libros y documentales sobre ello y Frank Marshall entregó un film “Viven” en el que disertó sobre la eterna dialéctica entre voluntad, razón y fe, y como ambas fueron, según los testimonios recogidos, claves para superar un reto que parecía “imposible”.
Ahora llega el film de Juan Antonio Bayona. Basado en lo vivido por una familia española durante el tsunami que arrasó la costa de Tailandia. Al sentarme en la sala lo primero que aparece en pantalla son unos rótulos que informan que este macro espectáculo está financiado entre otras instituciones con el apoyo del Ministerio de Cultura y de la Generalitat Valenciana. Que cada uno extraiga sus conclusiones. El primer plano de la película es un innecesario e inesperado vuelo de un avión a velocidad del sonido que cruza la pantalla de improviso y que casi se lleva por delante al espectador. ¿Las razones? Las ignoro, aunque me inclino por la idea infantil de dejar al espectador boquiabierto desde el primer fotograma. Es el primer golpe de efecto de una película que abundará en ellos.



Enumerar la catarata de ideas manidas, ineptitudes fílmicas, plagios sin descaro y soluciones argumentales de patio de colegio de esta cinta puede resultar tan cansino que no se si merece la pena.
En lo que si conviene detenerse es en la deriva del nuevo cine español. ¿Esta es la hoja de ruta a seguir? ¿debemos sentirnos orgullosos simplemente con batir records de taquilla mientras nos tapamos la nariz por el hedor? ¿Podemos auto engañarnos afirmando que una operación comercial y especulativa como esta es tan lícita y ética como cualquier otra? ¿Cuántos juguetes caros y defectuosos como este nos podemos permitir? ¿no ha sido precisamente por jugar a nuevos ricos que estamos donde estamos? Si este es el nuevo e internacional cine español, orgulloso de poder “competir” en el box office con las grandes producciones, con todos los respetos, prefiero quedarme con el antiguo, incluida “La tonta del bote”. Antes que buscar un cine auténtico y sincero que narre historias de ahora mismo que conmuevan, hay quien anda mirando de reojo a la taquilla, mientras pretenden engañarnos vendiendo un tsunami espectacular con la coartada de que esto es un sensible drama humano universal. Veamos con que resultados artísticos.


En “Lo imposible”, Bayona nos vuelve a entregar su particular ración de anhelos y delirios adolescentes. De cinefilia muy mal entendida y peor asumida. Este director pertenece a esa generación que como Martin Luther King tienen un sueño. Consiste no en potenciar y dar rienda suelta su personalidad, sino en llevar a la práctica y concretar como cineasta el cine con el que disfrutó horrores siendo adolescente. En su megalomanía, intentará no solo emular, sino sobrepasar a los que considera sus maestros, a los que se ve que no ha entendido en absoluto.
Mucho se ha dicho respecto de las influencias de este film. De entrada podría decirse que cualquier obra está incluso inconscientemente influenciada por los libros que se han leído, la música que se ha oído, las películas que se han visto, los museos que se han visitado, los viajes que se han realizado….Es algo inevitable. El gravísimo problema aquí no es que se detecte una influencia u otra, sino que todo el proyecto está pensado sobre la base de la imitación, del calco, del ejercicio de cine sobre cine sin auténtica personalidad. En el presente caso, el asunto es mucho más aterrador de lo que parece. Es evidente viendo el film que Bayona disfrutó con el comienzo de “salvar al soldado Ryan”, con “El imperio del sol” de Steven Spielberg y con “La delgada línea roja” de Malick. También es evidente que solo se ha quedado con la cáscara, con la envoltura formal de aquellos films complejos y desgarradores y que los copia sin descaro, sin profundizar en absoluto, y lo que es peor, sin adoptar una mirada personal. Sin embargo, ojala fuese ese el único grave atasco de este film. Al fin y al cabo, sería un mal menor. Esto es mucho más aberrante.



Lo peor de este lujoso espectáculo  con tsunami incluido disfrazado de docudrama es que está confeccionado, pensado y concebido desde su inicio para ver con palomitas en una mano y un refresco en la otra. Un viaje aparentemente hiperrealista estratégicamente calculado como una visita a un parque de atracciones con emociones fuertes y final feliz, en el que no se arriesga más que algún escobazo, como en el tren de la bruja. Estamos ante un viaje guiado por Port Aventura, Terra Mítica o Eurodisney. En definitiva, un parque temático. ¿Y cual es el parque temático cinematográfico por excelencia? Esta claro “Parque Jurásico” de Spielberg, película con la que “Lo imposible” guarda muchísimas semejanzas. El gravísimo error de Bayona es que pese a que habrá visto esta película varias veces, no ha comprendido su significado en la carrera del director, el cual tuvo la aguda perspicacia de darse un toque de atención a sí mismo.
Sin tener en cuenta la carga irónica y sobre todo autocrítica que el propio Spielberg aplicó al film, Bayona ejerce aquí de Richard Attemborough, aquel tierno profesor Hammond que como él también tenía un sueño: Poblar una isla de dinosaurios. Construir un espectáculo prefabricado tan aparentemente inocente como a la postre delirante. Jugar a ser más listo que la propia naturaleza y dar gato por liebre al visitante.
Spielberg siempre ha considerado al personaje del profesor Hammond como un aviso, el perfecto ejemplo de lo que el cine moderno (incluso su cine) estaba a un peligroso paso de convertirse: Un falso parque de atracciones turísticas donde todo es de mentira aunque parezca muy espectacular. Lo curioso es que Spielberg fiel a su discurso, se olvidó progresivamente de espectáculos grandilocuentes y se adentró en apuestas más personales y adultas. Esa es una de las razones por la que los falsos fuegos de artificio como “Twister” (Jan de Bont) no los dirija él y se los encargue a otros. Él prefiere “Inteligencia Artificial”.
Al final de “Parque Jurásico”, el multimillonario John Hammond, cuando su proyecto infantiloide se va al garete, admite haberse equivocado en su megalomanía al pretender recrear un sueño artificial con pies de barro.
Poco podíamos sospechar que en el año 2012, un director español, no solo no tomase debida nota, sino que se erige en el nuevo Hammond a la búsqueda de su  imposible sueño cinéfilo, maniqueo, lacrimógeno, efectista y manipulador.
 


Bayona construye su parque temático, su Excalestric particular, su Ibertren de siete pistas basándose en tres pilares básicos: el impacto a cualquier precio, el efectismo a ultranza y el calco de sus fetiches cinéfilos. Solo un personaje tiene entidad propia y desarrollo en la cinta, el hijo mayor Lucas (Tom Holland). El resto son meros arquetipos, simples marionetas a la deriva, figurantes sin entidad propia ante los que el espectador no siente ninguna empatía, con particular mención para la “esforzada” composición de una Naomi Watts que ha de sacar a flote un personaje de la nada.
Y como los personajes no están debidamente construidos dramáticamente, en el momento del impacto se pierde una de las razones de ser del cine: la citada empatía, la identificación y el imperioso deseo desde la butaca de que se salven. Aquí, como estamos inmersos en un parque temático, el tsunámi y sus efectos forman parte del espectáculo entre palomita y palomita. Es vistoso, faltaría más, pero sin fuerza dramática.
Lo que viene después tiene el armazón dramático de cualquier telefilm de tercera división. No hay una visión global de la magnitud de la tragedia y su impacto en la población local, no hay reflexión alguna sobre el hombre sin brújula en mitad de la aldea global. Solo una obscena exhibición de escenas cargantes y presuntamente fuertes, que no potencian en modo alguno la angustia del relato. Se puede seguir arrastrando a Naomi Watts 50 metros más por el lodo, que tanta acumulación sin construcción dramática satura por exceso. Al final queda una versión caramelizada de “No sin mi hija”. Y una pedestre y trasnochada demostración del viejo aserto de que la unión familiar puede más que cualquier tormenta, tsunami, crisis o lo que venga. Comparar esto con películas como “Missing” de Costa Gavras o incluso la reciente “Monsters” es una pérdida de tiempo. Y mejor obviar la peripatética aparición de Geraldine Chaplin y sus cursis metáforas sobre las estrellas.


Para colmo de males aún queda lo peor. Como Bayona es un tipo avispado, sabe que no puede pasarse hora y media de hospital en hospital mostrando horrores. Y en un ejercicio bochornoso de aparente suspense se permite regalar al espectador la traca final de su castillo de fuegos artificiales. Otra ración de furia acuática submarina, una escena vergonzante en la que Bayona recrea la supuesta belleza interna del tsunami, una hermosa coreografía de objetos, luces y cuerpos bañados por la luz del sol. Es el toque personal, la firma del autor que pese a todo nos viene a decir que “el tsunami es bello”. Se le olvidó a Bayona introducir en esa escena los compases  de “así habló Zaratustra” de Richard Strauss para completar el ridículo.
El balance final deja al espectador y al cine español como a los protagonistas. Solo que nosotros y nuestro cine seguimos a la espera. No sabemos si acudirá un agente se seguros al rescate y nos flete un avión en exclusiva ¡para nosotros solos! Mientras tanto, con las salas haciendo caja pero víctimas de un cine desahuciado artísticamente, huérfano, solo atisbo una solución momentánea en espera de tiempos mejores. Ir buscando refugio en algún internado. Perdón orfanato. 
 


jueves, 4 de octubre de 2012

MANZANAS Y PIEL DE TORO




Algunos proyectos deben completarse. Hace unos meses se analizó el mito de Blancanieves usando como excusa la coincidencia en cartelera de dos versiones del cuento de los hermanos Grimm. En el mismo texto se habló de las películas. Puede revisarse pulsando aquí. Muy injusto sería dejar fuera de juego esta tercera aproximación, que para colmo está causando admiración. Tal vez la aparente radicalidad de la propuesta tenga algo que ver, sin descartar los resultados. Para solventar cualquier duda nada como ver la película. Y para realizar un comentario sobre ella surgen dos opciones. Una rápida y otra más sosegada. Vamos con la rápida que consiste en acogerse al núcleo central del cuento, aprovechar la coyuntura y realizar tres o cuatro preguntas al “espejito”. Primera pregunta ¿Cuál de estas tres últimas películas sobre Blancanieves es la más bonita? La española, sin duda. Segunda Pregunta, en su papel de malvada madrastra ¿Quién es la más retorcida, esquiva, cruel y sibilina, y que interpretación es mejor? Pues aunque puedan surgir dudas, finalmente se impone la concursante local, Maribel Verdú. Cada mirada suya inyecta veneno y bilis. Tercera pregunta, y de las chicas puras y blancas como la nieve ¿Con quien nos quedamos? No hay duda, con la mirada limpia, la frescura inmaculada, la ternura y la sonrisa del dúo Macarena García y Sofía Oria. Cuarta ¿Que film resulta más innovador y sorprendente como adaptación del cuento tradicional? Pues el de Pablo Berger again. Y por último ¿Cuál de las tres versiones perdurará más en la memoria cinéfila? Pregunta tramposa que elude convenientemente la versión Disney. Pues la española otra vez, y eso que es un film mudo en blanco y negro y las otras dos son superproducciones carísimas. No hacen falta más preguntas. Ahí lo tienen: Cinco de cinco. Ganas dan de sacar la camiseta de “la roja” que no tengo a la ventana y celebrarlo como cuando Iniesta fusiló la portería holandesa y España ganó el mundial de futbol.


Quien desee puede dejar de leer aquí. Vamos con el análisis más reposado. Este proyecto que se gesta por parte de su responsable Pablo Berger como un viaje en el tiempo, un homenaje al cine mudo, una experiencia sensorial y un melodrama gótico, todo en uno, provoca de entrada curiosidad no exenta de perplejidad ante lo que se concibe como una relectura del cuento inusitada en el fondo y ciertamente arriesgada en la forma. Si todo proyecto debe contener en su esencia un punto de locura, de genio cinematográfico, este puede presumir de ser, al menos sobre el papel, innovador y rupturista, al borde de la extravagancia, pero apetecible, sobretodo teniendo en cuenta el marasmo tedioso que domina hoy la mayor parte de producciones españolas.


En lo formal, apostar por los cánones del cine mudo con orquesta, carteles explicativos y música popular es una opción cuando menos insólita en estos tiempos del 3D digital. En cuanto al fondo, situar el meollo del cuento en el marco de todas y cada una de las referencias a la España cañí con fiesta nacional incluida, coplas, pasión gitana, sangre española y toros en el albero, parece estéticamente chocante, aunque pasado el primer efecto-sorpresa resulta adecuado y compacto. Un marco que termina por resultar idóneo para dotar de músculo al drama y que aflore la magia del cine. Y esa idea es de principio a fin de Pablo Berger, que pudiendo situar la historia en el espacio, en el oeste, en la edad media o en el futuro opta por conectar dos mitos, el del cuento y el de lo español con “ñ” mayúscula.  La conjunción de forma y fondo cuaja, aunque de forma intermitente ya que tropieza con algunos lastres que impiden que esta sea la obra maestra que tanto se proclama.


Resulta curiosa esa incidencia de “Blancanieves” en el tópico y en el arquetipo de la España más reconocible y que eso sea reconocido sin fisuras como uno de los grandes logros de la película.
Paradojas del destino. No imagino que pensarán los responsables de “Manolete”, con “nuestra” Penélope Cruz a la cabeza. Su película, problemas financieros a parte, ha sido masacrada sin piedad precisamente por constituir un catálogo sin fin de los más rancios tópicos sobre el mundo del toreo y la España profunda, con copla incluida y jazmín en el ojal. Todos aquellos especialistas que abominaron de la supuesta grosería que significaba utilizar todos esos arquetipos de forma al parecer vergonzante, ahora se deshacen en elogios y no dudan a la hora de hablar de acierto absoluto, de maravilla y obra maestra. Coartadas no sobran. Entre sus exégetas, abundan las citas y referencias a Murnau, a Buñuel, al expresionismo alemán, a King Vidor, a Abel Gance, a Max Ophüls, al esperpento, a Picasso y como la cosa acaba en una circense feria ambulante, como no a Tod Browning. Que es tanto como decir que uno acaba de ver un óleo en un museo que le recuerda a Rembrandt, a Cezanne, a Sorolla, a Monet, a Kandinsky y a Tintoretto a un tiempo. El entusiasmo es así. He llegado a escuchar que “Blancanieves” recuerda a “La mujer marcada” (Victor Sjoström 1926), adaptación de “la letra escarlata” de Nathaniel Hawthorne protagonizada por Lilliam Gish. Cuestión que deja perplejo si uno conoce uno y otro film.  



Flaco favor se hace con toda esta catarata de elogios a una película que posee aciertos considerables y errores de bulto en igual medida. Cierto que está narrada con pasión y lirismo, que otorga cierta fuerza visual a su particular ideario del mito, pero  a su vez adolece de cierta falta de complejidad en su conjunto, sobre todo en su armazón dramático, pese a pasajes excelentes.
Pablo Berger se entrega a su reconstrucción fílmica con una imaginería surrealista y fantasmal no exenta de claroscuros que la benefician. Y salta al ruedo recibiendo de rodillas, entregado a fondo a la causa melodramática, con sus intrigas y pasiones desde el primer momento. Pero para ello se sirve tanto del capote como de la muleta. O lo que es lo mismo, de la complejidad dramática como del tópico. Las escenas que abren el film en la plaza de toros son muestra de ello. “Traicionando” las formas clásicas mudas a las que intenta homenajear no duda en usar la steadycam para, cámara en mano aproximarse al torero y plasmar de forma vigorosa la tensión del diestro antes de enfrentarse al astado. Y el resultado dramático es un completo acierto. Del mismo modo que utiliza idéntico sistema para recoger el momento del brindis fallido a su amada. Ello potencia el fatalismo y la tensión contenida, muy bien acompañados por el contrapunto musical. Y el espectador palpa, mastica en primera persona la vibración del momento, las pisadas en la arena, el sudor frío y el miedo a la muerte. Sin embargo, la escena es periódicamente estropeada por las exageradas composiciones de Imma Cuesta y Angela Molina sonriendo, moviendo el abanico y aplaudiendo desmesuradamente durante la faena, digámoslo ya, como marcan los cánones del cine mudo. Diríase que estamos ante el pago de un innecesario peaje estilístico.



Esta alternancia o bipolaridad entre clasicismo teñido de homenaje al mudo y modernidad narrativa se convertirá en una constante en todo el film. El uso de la elipsis que transforma a la enfermera en señora de la casa, los barridos de cámara violentos, los travellings circulares en torno a la niña mientras baila y se prueba su traje de comunión, alternan con una idea un tanto rancia de homenajear al periodo mudo, incluyendo planos muy reconocibles y tópicos que el espectador asocia al periodo, como el de la multitud acudiendo a la plaza o el de Angela Molina gritando al cielo tras la tragedia. Pero eso no evita que dentro del film haya cabida para buenas ideas subversivas y vitriólicas, tan oníricas como sugestivas, como esa en la que diferentes personas se fotografían junto al cadáver del torero muerto y vestido para la ocasión, de un fetichismo fúnebre inesperado.


Sin descanso, los aciertos conviven con momentos banales. Entre estos, la aparición del  espíritu del mono Amedio de Marco en forma de gallo. Es el preludio de un largo episodio repleto de miradas lánguidas y sonrisas de fotonovela en el que padre e hija juegan a ser Heidy y Clara. Esta cuestión no es baladí. Aunque esas escenas tienen una función clave para la resolución de la trama, son en exceso almibaradas y afectan sobremanera al personaje de Maribel Verdú, que a punto está de tirar por la borda su personaje y convertirse en una Srta. Rotenmeyer con tendencias sado. Afortunadamente, la actriz se encarga de que no sea así. Y pese a escenas poco trabajadas y demasiado evidentes sobre su condición de malvada de cartón piedra, termina remontando el vuelo, pero gracias a la actriz, no al guión. Ese es el hándicap con el que carga la película: Si su imaginería visual funciona de forma poética pero arrítmica, la mala noticia es que su cuerpo dramático también es en blanco y negro, sin apenas matices. Como en los cuentos que se cuentan deprisa.
  

De todas formas, personajes patéticos en su formulación como el de Pere Ponce conviven con otros de más calado como el del enano-torero enamorado. Estas irregularidades no evitan que Pablo Berger practique con éxito toda una notable lección dramática sobre la pérdida de la inocencia y el acceso a la edad adulta del personaje “Blancanieves”. Estamos ante un narrador que, con aciertos y errores, con influencias o sin ellas, se lanza a practicar el lenguaje del cine en su pura esencia, esto es con plena confianza y fe ciega en el poder de la imagen como generadora y propulsora de estados de ánimo y como auténtico motor del melodrama. Y eso es de agradecer. El resultado no es una obra maestra, pero si una obra que bombea sangre. Que más allá de las estampas rezuma una intermitente vitalidad. Y que es capaz de trazar una curva elíptica ingeniosa para despedirse tras un emotivo final taurino (eso si, políticamente correcto) con una filigrana poética de altura. Tal vez no merezca las dos orejas y el rabo. Ni siquiera una oreja, pero si una vuelta ruedo. O lo que es lo mismo, al cine.