sábado, 21 de diciembre de 2013

EL DUKE, EL NIÑO Y LA MADRE




Si en alguna ocasión me viera arrastrado por algún sueño a alguna ficción en el salvaje e inexplorado territorio del medio oeste, no lo dudaría. Haría lo que hizo la joven Mattie Ross en “Valor de ley”. Buscaría su ayuda. Ahí está una vez más. Oteando el horizonte, curtido en cientos de misiones audaces. Al otro lado, en el contraplano, en off visual, hay dos cosas. Por una parte el inmenso paisaje agreste y arenoso. Ese que tan bien conoce y domina ya que lo ha cabalgado mil veces. Pero no sólo eso. Justo enfrente, a unos tres metros, hay un tipo irlandés con una cámara filmando que se llama John Ford. Que o bien está de buenas apurando un trago y contando una anécdota mientras rueda…o bien le hemos pillado con un humor de mil demonios. En ese caso, no lo duden, absolutamente todo estará mal y habrá que repetirlo entre maldiciones varias.
Tratándose de John Ford, siempre me ha llamado la atención que en cierta ocasión leí que en una entrevista, Peter Bogdanovich le expuso minuciosamente sus teorías sobre los múltiples significados de la puerta que se abría y se cerraba al comienzo y al final de “Centauros del desierto”. Y que al parecer, el del parche en el ojo se arrulló en la silla, se arrascó no recuerdo dónde, hizo una mueca extraña y se limitó a decir “Mmmmm”. Y se acabó.



Es por eso que tal vez no me atreva demasiado con él por aquí. Los numerosos tópicos ligados al arquetipo parecen decirnos que en su universo (el famoso universo fordiano) todo está escrito bajo el sol,y por mejores plumas que la mía. Y además, no se debe olvidar su propia falta de adherencia a considerarse autor de nada “yo no suelo ver mis películas. Las haré buenas, malas y regulares, poco importa. Normalmente, cuando estoy terminado una ya estoy pensando en la siguiente”. Afortunadamente son ya muchas las generaciones que no le han prestado ningún caso y su cine se ha visto y se ha estudiado desde todas las formas y variantes posibles.
No obstante, a la hora de comentar un film de Ford, surge la tentación e incluso la necesidad de volver a desmenuzarlo, de someterlo al análisis crítico. Y si voy a hablar de “Tres padrinos”, podría ponerme a disertar sobre su mayor o menor madurez estilística, la focalización de los personajes, su sintaxis cinematográfica, la fidelidad mayor o menor al sustrato narrativo que compone su mundo, sus estrategias visuales, los referentes etc, etc, etc. No lo voy a hacer. Al menos hoy. Su cine se compone de una torrencial e inimitable capacidad para generar emociones de dimensiones tan auténticas y vivas que prenden en el espectador de forma tan instantánea como imperdurable. Ponerse a diseccionar tal o cual plano o panorámica se convierte por tanto en un ejercicio tan respetable y legítimo como inabarcable al hablar de un genio de semejante envergadura.



Es por eso, debido a que el cine de Ford traspasa al ser humano como lo hacían las vulvas en la invasión de los ladrones de cuerpos y se impregna en él para siempre, que se van a hacer otras preguntas. Por ejemplo, hasta que punto influye la visión de su cine en la imaginería de los juegos infantiles y adolescentes. Y quien dice Ford, podría decir Walsh, Tourneur, Thorpe o Hawks.
Con todos ellos, cuando reincidimos en su visionado, ignoramos con alevosía a Sabina cuando dice en una canción “En Comala comprendí que al lugar donde has sido feliz no debieras tratar de volver”. Comala es el pueblo de la novela de Juan Rulfo “Pedro Páramo”. Y vistos los acontecimientos de la misma se entiende el sentido poético de la frase. Pero cómo no volver sobre los grandes clásicos de Ford una y otra vez.  Máxime, ahora que no quedan demasiadas islas para naufragar, léase filmes que nos puedan llegar a impactar como aquellos. Es inevitable desear conectar emocionalmente una vez más con su mundo. Volver y conmovernos una y otra vez con su arte total, riendo, llorando y reflexionando a la vez. Por ejemplo, compartiendo con el Duke su alborotada llegada a la estación de Innisfree o viviendo la tragedia de verlo prender fuego a su rancho.


Cualquier obra suya vale. En este caso “Tres padrinos”. Sobre la cual podríamos entrar en el famoso debate sobre su más que evidente (y sin embargo discutible) simbolismo religioso. El caso es que ahí los tienen. Tres camaradas con Wayne al frente del comando. Tres vaqueros que no traen ningún presente a ningún portal. Al contrario, su intención es llevarse cosas, les da igual oro que incienso. Su única intención es robar el banco de un pueblo que para colmo se llama Wellcome. Tras un delicioso aperitivo costumbrista, Ford mete el acelerador y el robo sale digamos que regular. Mejor para el espectador, ya que así tenemos la oportunidad de ver una larga persecución a caballo espectacular.
Y luego, entre sus fotogramas, uno descubre las muchas razones de que uno pidiera tantas veces un traje de vaquero a los Reyes Magos con el sombrero correspondiente. Las raíces de la emoción por ese tipo de aventura, poco tienen que ver con lo militar ni con lo bélico. En este aspecto, el feminismo más recalcitrante en mi opinión (y sea dicho con todo respeto) se equivoca. Un film de Ford como este, hace volar la imaginación por razones tan rotundas y tan sencillas como esta:



Si un niño desea jugar a indios y vaqueros tras ver esto es debido a que le transporta a un deleite, a un disfrute esencialmente ligado a la aventura en su sentido más lúdico. Muchas son las escenas memorables en el cine de Ford, pero la que va de regalo, en apariencia de transición, resume la esencia de la aventura del western como pocas. Es más, ejemplifica la aventura con mayúsculas en toda su dimensión. Esa que lleva a desear vivir al galope inesperados peligros enfundados en un traje de vaquero. Y eso lo rueda el maestro con esa aparente sencillez en la que sin embargo, absolutamente nada es dejado al azar.


La decisión de bordear los poblados indios y tomar el camino del desierto traerá como mínimo tres consecuencias. Ante todo, imágenes bellísimas, algunas líricas y surreales, otras duras y muy emotivas. Además nos conecta con la actualidad más inmediata. Con los muchísimos tipos y formas de penurias, hambre y sed que atravesamos bajo un sol de (in)justicia.
La travesía de ese desierto sin fin adquiere el valor de la elegía, la épica paso a paso al compás de la sal de la tierra, la entrega y el sacrificio. Un sendero interminable que no es ni mucho menos fácil. Y Ford no es ningún pusilánime: no todos terminan el viaje. A Todos no alcanza la ansiada tierra prometida. Y eso se dice alto y claro.
La tercera pata del banco argumental encierra un simbolismo, que se comparta o no, no impide a la película alzarse y volar muy alto. Nada menos que un niño en mitad del desierto. Y además, le permite a este humilde comentarista regalar de la mano de John Ford y John Wayne una estampa que me sirve como pocas para desear a todo el mundo salud y Feliz Navidad. Con el cowboy por excelencia saludando con el sombrero criatura en mano.  El análisis de los planos y la fotografía lo dejamos para otro día.
 


Y la cuestión del guión (nada simple) y su posible trasfondo simbólico queda a juicio de cada espectador. Habrá quien lo obvie y se quede con un estupendo y vibrante western. Y habrá quien se agarre a ese clavo como argumento para sublimar una película que se defiende por si misma.
Cuestión diferente es la iconografía que acompaña al héroe. Su tipología labrada a lo largo de décadas. Ahí si se va a hacer una precisión. Este hombre que viajó en la diligencia, que comandó la legión invencible, que surcó los mares en la flota silenciosa, que viajó tranquilo a Innisfree, que cruzó varios ríos (rojo, lobo, grande, bravo), que le dijo a Liberty Valance aquello de “ese es mi filete”, que enamoró a a Maureen O’Hara varias veces, y que peleó innumerables veces contra indios y no indios, tuvo un excepcional y emotivo momento de pudor ante su madre muerta.
John Elder, el temido pistolero, vuelve a casa y contempla la mecedora de la pionera Katie Elder. Una madre bien mirado no tan lejana de la de Gorki. Y en una señal de profundo respeto por la figura materna a la que nunca escuchó, por fin, conociendo los deseos de la difunta, decide quitarse la cartuchera y guardar las pistolas. Al menos mientras esté bajo su techo. John Wayne desarmado por voluntad propia. Es la cadena de la vida. Protegiendo al niño. Recordando a la madre. Principio y fin. Y ahora sí, tras el centauro del desierto podríamos cerrar la puerta. Tampoco lo haré. Es una puerta que, no lo duden, se volverá a abrir innumerables veces. Tal vez es que para él siempre esté abierta.

viernes, 13 de diciembre de 2013

GOLPE AL SUEÑO AMERICANO


Presunto. Quien no conozca este término que levante la mano. Actualmente todo el mundo es presuntamente algo. Ahora está muy de moda, pero el asunto viene de lejos. Ciñéndonos a formatos fílmicos convencionales, en el cine se presumía que el héroe era un valiente. Douglas Fairbanks y Errol Flynn lo dejaban bien claro. Y Bob Hope a la inversa también. Y así fue hasta que llegó Fred Zinnemann y dejó a Gary Cooper sudando solo ante el peligro. El pueblo murmuraba y el patio de butacas también. Y algunos directores como Hawks y  Fuller opinaban: si el sheriff no vale para hacer su trabajo mejor que deje la placa a alguien con carácter. El debate cinéfilo dio para muchos artículos sobre la  profesionalidad y valentía en el ejercicio de las funciones al amparo de los arquetipos clásicos.
Sin embargo el asunto no era nuevo, ni terminaría ahí. Y para ello, vamos con tres presuntos cobardes en diferentes etapas del cine. Tom Destry, Jim Mackey y Urbano Cagigal. Mucho antes de perseguir obstinadamente su Winchester 73, James Stewart es en “Arizona” Tom Destry, un amante de la no violencia en pleno far west, bebedor de vasos de leche que ha de soportar continuas bromas pesadas. Acusado de cobarde, lo lleva con humor, aplicando agudas réplicas a los insultos de los vaqueros y a las insinuaciones de falta de hombría que le hace nada menos que Marlene Dietrich.


Mackey (Gregory Peck) empieza con mal pie. Nada más comenzar “Horizontes de grandeza” tres vaqueros borrachos pretenden dejarlo en ridículo delante de su prometida Carroll Baker. Sin embargo, Mackey no tiene intención ninguna de vengarse y considera lo ocurrido una broma, una novatada sin la mayor importancia. Su novia y su futuro suegro comienzan a mirarle como… pues sí, como presunto cobarde. Y él comienza a verlos a ellos como…en fin, no nos desviemos.
Urbano en “Luz de domingo” parece otro aspirante al trono de la cobardía. Cuando le retan en la cantina a un pulso, dice que no le apetece. Prefiere irse a pintar. Y cuando violan a su prometida y a él mismo por seguir sus principios parece no reaccionar.
Lo curioso es que por supuesto, ninguno de los tres lo es. James Stewart  simplemente no desea usar las armas, pero cuando ha de hacerlo es un gran tirador.
Mackey tampoco. Su filosofía de vida le permite demostrar que si lo desea es capaz de domar al caballo más indómito o mantener una pelea interminable contra Charlton Heston. Simplemente su política es otra.


Y Urbano Cagigal, con calma, citará al retador de la cantina a un pulso en privado. Y por supuesto piensa vengar la afrenta que destrozó su noviazgo. Aunque como él dice, a su debido tiempo. Otro que también tiene su política. Y que curiosamente, como Gregory Peck, debe lidiar con mano izquierda entre dos intestinos clanes enfrentados durante décadas. Ambos tienen su particular forma de hacer las cosas. Y a los tres se les podría aplicar el famoso aserto “la paciencia es la fortaleza del débil y la impaciencia la debilidad del fuerte” salvo por el hecho de que ninguno de los tres es débil. Bien mirado, los tres representan otra forma de heroísmo.
Dos películas recientes abordan el tema de nuevo desde perspectivas insólitas. Y ambas deben de padecer el marchamo publicitario de presentarse como remakes de dos “presuntos” clásicos. Se trata de las nuevas versiones de “Perros de paja” y “Carrie”. Las cuales cuentan con dos antecedentes de postín dirigidas por dos autores de peso. Nada menos que Sam Peckinpah y Brian de Palma.
No se va a proceder a un análisis comparativo de las diferentes versiones. Básicamente por una razón. Ni “Perros de paja” de Peckinpah me parece una de sus películas más afortunadas, ni la versión de la novela de Stephen King realizada por Brian de Palma me parece, ni mucho menos, uno de sus mayores logros. Y lo curioso es que las nuevas versiones, sin alterar demasiado el desarrollo, configuran dos lecturas completamente ajenas y originales, autónomas y compactas.


El caso de “Perros de paja” dirigida por Rod Lurie es sorprendente. Con una simple decisión (trasladar la acción de Inglaterra a Estados Unidos) varía completamente el desarrollo dramático y permite articular un discurso muy potente, el cual se entiende que haya fracasado comercialmente en su país. La historia de un matrimonio de ciudad que se traslada al campo y vive una progresiva espiral de violencia adquiere un nuevo y rico significado. Sobre todo por la visión y el diagnóstico que se hace de la sociedad norteamericana.
La llegada al presuntamente idílico pueblo se verá progresiva y milimétricamente alterada a través de una narración de raíz clásica. Todo contribuye a crear una sensación de extrañeza. Recuérdese que el marido y aspirante a cobarde (James Marsden) es el forastero y ambos van al pueblo de la chica….la cual experimenta una ambigua sensación de sordo temor mezclado con un íntimo placer asociado a  costumbres atávicas con aromas de liberador carácter sexual.


Y lo que Peckinpah dibujaba como una extrema visión del choque entre el cosmopolita de ciudad y el campo asilvestrado aquí adquiere otros matices. En una apuesta de raíz socio político, Rod Lurie realiza un diagnóstico demoledor de los usos y costumbres de la America profunda dinamitando sus ritos uno por uno. En esa falsa arcadia feliz, el antiguo y exitoso entrenador del equipo de rugby (James Woods) ahora es un pendenciero borracho con tendencia a la violencia al que hay que aguantar sus batallitas y su ego. Un auténtico juguete roto.
El antiguo capitán del equipo de rugby local y sus amigos, ya no son los héroes de antaño, los elegidos para la gloria. Su tiempo ya pasó. Ahora se dedican a beber cerveza, cazar y maldecir su efímera suerte con amargura. Rod Lurie dibuja un pueblo por el que el sueño americano pasó de forma fugaz y lo que resta es un fantasmal panorama sombrío. Una amarga pesadilla al abrigo de las verdes praderas. Y cuyos habitantes son despojos de un sistema que los devoró hace tiempo como a juguetes de temporada. Restos inertes y resentidos que ven cómo su momento de gloria solo es un vago recuerdo ahogado en alcohol. Patéticas sombras ancladas en un pasado ilusorio que jamás volverá.



Por si lo anterior fuese poco, en ese barbecho rural de las marchitas esencias patrias, ahora el sheriff resulta que es un negro. Demasiado para la adrenalina de los presuntos hijos del pueblo elegido. Autoengañados por un sistema disfrazado de romerías locales, tartas de arándanos, música country, rezos dominicales y más partidos, que ahora se ven desde la grada. Uno de los momentos claves a la hora de hacer saltar por los aires las añejas costumbres americanas se produce en la oblicua filmación de la fiesta local y el partido de rugby, convertidos en un amasijo de gente vociferante, machismo, bebedores de cerveza e himnos fanáticos al compás de una narración que remarca el rechazo por el deporte convertido en rito pagano y culto fanático.  
Para los antiguos dioses deportivos que un día creyeron en el paraíso del sueño americano y le han visto desmoronarse entre cervezas y rezos, como Tom Cruise en “nacido el 4 de Julio”, encerrados en su particular jaula americana, la intolerancia para preservar la pureza ideológica alcanza a todo lo diferente: disminuidos, negros y claro está, forasteros.
Y lógicamente la tensión y los decibelios van subiendo. Al principio todo son falsas cortesías. Pero pronto James Marsden se enfrentará a un doble peligro que le hará preguntarse si es un cobarde. Atrapado entre la espada de la intolerancia local y la pared de su esposa, que desea que demuestre su hombría.
 
La tensión se mastica amparada en tres pilares. La rotunda solidez narrativa y visual de Rod Lurie. Su contundencia política y social, imprimiendo una mirada crítica, muy acerada. Y las interpretaciones sobresalientes de Kate Bosworth y sobre todo de Alexander Skarsgard, antiguo novio de la chica. Ambos desarrollan una ambigüedad malsana plagada de matices sexuales y miradas felinas y turbias, en la que el riesgo viaja en múltiples direcciones.
Otro tanto cabría decir de “Carrie” en su versión dirigida por Kimberly Peirce. Interesante, complejo y nada complaciente film fantástico que aborda, como la anterior, la más oscura y siniestra cara del sueño americano a plena luz del día. La atemorizada y cobarde joven, de naturaleza tímida y frágil, deberá afrontar el desarrollo de su propia personalidad anulada, su sexualidad y su singularidad adolescente en un ambiente adverso muy bien retratado. No obstante su único problema no son sus compañeros de instituto que se burlan de sus complejos. En un análisis muy agudo que valora la perniciosa influencia de los ritos, tanto religiosos como paganos, la chica se encontrará sometida a una tensión de fuerzas poderosas que intentarán tirar de ella como un poderoso imán.



Por una parte su madre (Julianne Moore) de pavoroso y distorsionado fanatismo religioso, que reprime a Carrie y ve demonios de la carne por doquier. El arrebato místico de la atribulada sacerdotisa, configura una relación tortuosa en la que ambas son víctimas en este tenso y arrebatador relato de amputaciones anímicas y psíquicas. Pero no menos interesante es la fuerza pagana encarnada por la profesora de gimnasia (Judy Greer) quien con su simpatía y su melosidad cargada de buenas intenciones, intentará integrarla en sociedad.
Lo lamentable es que en ese contexto no existe otra cosa que ese mundo falso y podrido de fiestas de instituto, capitanes de rugby, ponche de arándanos, bailes de graduación y demás parafernalia caduca y egocéntrica. Un mundo en el que quien lee un libro es un bicho muy raro y con el que Kimberly Peirce no muestra compasión alguna y sí otra acerada y lacerante visión crítica.


Inmersa Carrie en el centro de dos tornados (religioso y pagano) el film termina por diagnosticar que es tan peligrosa una fuerza como la otra. La fe llevada al fanatismo que anula al individuo y lo aísla de la sociedad, resulta tan funesta como esa falsa normalidad repleta de animadoras, maquillajes, tartas de manzana y chicos que te recogen para ir a fiestas de cartón piedra. Un american way of life de plastilina que esconde oscuras frustraciones y rincones amargos. Un mundo aparentemente idílico y “normal” que Rod Lurie en “Perros de paja” ya nos ha explicado que es efímero y pernicioso. Y que Kimberly Peirce estruja aun más, cargándolo de caprichosas chicas barbi princesa, musculitos de encefalograma plano, hamburguesas caducadas, embarazos no deseados y un grado de sadismo adolescente y culpa interior nada cómplice y sí muy crítico.


Afortunadamente, nuestra aspirante a eterna cobarde, la pusilánime Carrie no se dejará abducir ni por los salmos ni por ese otro mundo de caramelo con veneno. Y aunque la tentación edulcorada de esa falsa normalidad de instituto la tienta mucho, finalmente se rebelará contra ambas formas de fanatismo en un arrebato que no es de ira purificadora. Lo que parece una espiral de delirio es en realidad un producto de su razón, que tras tanto dormir agazapada se libera y despierta en forma de catarsis.
Carrie, contra todo pronóstico, no sólo desarrolla su propia individualidad como persona, sino que en un acto más revolucionario que reaccionario, dinamita el sistema sacando sus propios bazokas a la calle. Que sea su mente y no la fuerza bruta la desencadene el caos es toda una declaración de principios. Una nueva reformulación del superhombre de Nietzche.


Ambos films convierten el sueño americano en una pesadilla espectral. Sin ser redondos, sí que resultan francamente interesantes. Su discurso compacto golpea desde el primer plano, mostrando nítidamente una realidad distorsianada. En definitiva, dos películas nada cobardes, aunque puedan parecerlo por presentarse como remakes. Ambas se resumen en la frase lapidaria del cacique local en el film de Garci: “las mujeres y las leyes están para violarlas”. A lo que podríamos responderle con Sartre: “a los violentos y a los verdugos se les reconoce por su cara de miedo”.

jueves, 5 de diciembre de 2013

EL HOMBRE MEDICINA


“¡Así pues, estáis decidido a recorrer el mundo; a perseguir vuestro sueño, a ver lo invisible y a encontrar lo inencontrable! (…) Mi joven y galante amigo, poneos el casco si aún os ocupan ideas de viaje; íd con honor a luchar contra los partos, o a sofocar la reputación de Alejandro y construir trofeos sobre el Indo, para al fin ser un día pisoteado por las suelas del salvaje, que empleará las ruinas de vuestro mausoleo para instalar en ellas su marmita y celebrar sobre vuestros ilustres huesos la inauguración de su morada”.
No se puede saber con certeza si el doctor Andrew Manson (Robert Donat) había leído el relato “el joven hechicero” de Baudelaire cuando emprende su viaje a un mísero pueblo minero de Gales para ejercer como médico rural. Se desconoce igualmente si llegó a saborear el diario de Jonathan Harker a su llegada a los Cárpatos en la inmortal novela Bram Stoker. No le hubiese venido mal.
El caso es que su determinación le coloca apeándose del tren una noche lluviosa y desapacible. Joven e impetuoso, pleno de entusiasmo, cargado de ilusiones y con la ética y el rigor del principiante por bandera, el doctor se planta en un lugar desconocido, sombrío y oscuro. Le espera algo peor que el príncipe de las tinieblas. Nada menos que la más cruda realidad. El mundo sin aditivos. Allí donde cuesta mucho ganar el pan nuestro de cada día, pero también donde ronda el inframundo parasitario. La obra de arte se titula “La ciudadela”, dirigida por King Vidor, año 1938.


El recibimiento es más bien frío. Pronto le ponen al corriente de que no dispondrá de aparatos médicos, que las operaciones se realizan encima de una mesa, y que la superstición local y la carencia de medios se dan la mano con cierto laissez faire que nuestro héroe no está dispuesto a consentir.
Su dedicación y entusiasmo le impulsan a ponerse manos a la obra nada más llegar. Y su concepto de la entrega sin fisuras y de la virtud, de clara raíz aristotélica, le llevará a un cumplimiento de su misión hasta las últimas consecuencias, luchando contra las adversidades hasta lo que se ha venido en llamar el finisterre humano. Es decir, hasta lo que su capacidad y su dedicación le permiten.
Afortunadamente, en su titánica lucha contra los innumerables molinos de viento que se le presentan encontrará dos aliados. Un farmacéutico pragmático, parlanchín y bebedor (Ralph Richardson). Y la maestra de la escuela local (maravillosa Rosalind Russell) portadora de un sentido común, una sutileza, una paciencia y una mirada que hacen recordar a dos colegas, la maestra de Josefina Aldecoa y mi propia maestra en séptimo curso, que casualmente también se llamaba Josefina.



King Vidor vuelve a plantear en “La ciudadela” con su maestría habitual uno de sus temas recurrentes: el ciudadano que desea abrirse paso en el mundo y sobre todo ayudar a mejorarle, pero que encuentra trabas de todo tipo. En este caso, al abordar el tema desde el punto de vista médico, la cuestión se vuelve vital. A la lucha contra las enfermedades hay que unir la lucha contra la ignorancia, el miedo, la superstición y la burocracia.
La batalla por la salud, su profesionalidad por amor al pueblo nunca es fácil. Es la épica de lo cotidiano. Y King Vidor pronto nos lo hace saber en una larga escena memorable y grandiosa en la que tras salvar a un recién nacido de una muerte segura, el médico satisfecho y sonriente sale a la calle. Y dando un paseo escucha en otra casa unos murmullos. Son otros vecinos que rezan en un velatorio. Momento de gran potencia que retrata la vida en toda su esencia como pocos.


Su afán por descubrir los orígenes de la afección pulmonar que todos los mineros padecen regala al espectador escenas sublimes. Robert Donat y Rosalind Russell, médico e improvisada enfermera, etiquetan muestras en un pequeño cuarto sin medios que utilizan como laboratorio. Aunando lo público (la lucha por desvelar un avance científico que beneficiaría a todos) con lo privado (la hermosa compenetración emocional de la pareja ante un proyecto de vida en común).
Ello da lugar a escenas rodadas de esa manera fluida tan absolutamente arrolladora y lírica de la que sólo King Vidor y algunos pocos más son capaces. El doctor Manson lo mismo rescata a un minero atrapado que atiende a ancianos y niños en un ambiente muy desfavorable. Sin solución de continuidad y sin perder el ánimo. Como si fuese una nueva versión galesa del clásico chamán indio. El hombre medicina del pueblo minero.
No obstante sus problemas no son sólo médicos. La burocracia y las costumbres arraigadas no permiten desarrollar al nuevo médico su labor. Existe cierto paganismo aprovechado por los burócratas que prefieren dejar las cosas como están abandonando al pueblo a su suerte. Y es entonces cuando el doctor decide alzar la voz, subirse al pedestal de la dignidad y tratar de imponer sus principios médicos, éticos y morales ante un sistema que prefiere el inmovilismo a costa de las desgracias ajenas.


Y si hasta entonces habíamos presenciado un emotivo catálogo de vivencias a flor de piel, King Vidor decide apostar también por un elaborado y consistente film de tesis. Su misión: hacer valer como la omnipotencia del aparato, la coacción del sistema, incluso de la sociedad en su conjunto, posee tal fuerza que puede llegar a vencer al individuo más predispuesto e idealista. Es el concepto de civilización devorando a sus propios hijos.
Es lo que Adorno denominó la debilidad del yo. Y dónde y cuando aparece el punto de ruptura que vence la voluntad del hombre. Ese momento en el que tras haberlo intentado todo, el individuo se ve impotente frente a la maquinaria de un sistema elefantiásico que lo oprime. Un sistema que por otra parte presenta a su vez una cara atractiva que invita a no pensar y que pone al inconformista un zumo de naranja frente a sus narices difícil de evitar. Para que la rendición no parezca tal, sino una elección.
Y por supuesto, el doctor Manson cae en la trampa materialista con trasfondo ético. Ante la imposibilidad de concluir sus investigaciones y rechazado por el pueblo por su idealismo irredento, se traslada hacia la ciudad, dónde conocerá otro tipo de medicina (que en realidad no lo es). Aplastado por la seducción del sistema y deseoso de progresar, irá olvidando su férrea fe en sus principios y se dejará seducir por las clínicas privadas de diseño, el lujo, los trajes caros y los nuevos modelos de coche, asistiendo a lo más granado de la frívola sociedad londinense. No conviene dejar dormir la siesta a la esencia de nuestro ser, decía Ortega, puede que se desvanezca y la conciencia no desee despertar.


Aparentemente, estamos ante un modelo inverso al de “El manantial”, en la que Gary Cooper llevaba su individualismo por bandera frente a cualquier sugerencia o imposición. Robert Donat en “La ciudadela” comienza de igual modo, volcado en la consecución de objetivos, en este caso muy nobles. Aunque a mitad de partida parece rendirse para alinearse en un egoísmo sordo olvidando todo lo que fue.
Afortunadamente, el doctor siempre dispuso de dos camaradas fieles que le recordarán quien era. Y que le ayudan a pensar contra esa forma educada y sibilina de barbarie. Y King Vidor vuelve a mostrarse lírico y majestuoso en momentos insuperables como ese en el que, superados todos los conflictos internos, el doctor va (¡por fin!) a visitar a una pobre niña enferma, desahuciada médicamente por desatención, desoyendo todos los protocolos médicos y siendo incluso procesado por ello. Y es que estamos ante una cinta de urgente actualidad ahora que se debate sobre el “modelo sanitario”, concepto o “palabro” que en sí mismo repugna y da nauseas.
El film de tesis cobra entonces una fuerza imposible de parar. Un mercancías impulsado no por carbón, sino por toneladas de sangre bombeada delante y detrás de la cámara por auténticos corazones indomables. Resucita por fín con energía una recobrada ética humanista que si por un momento se quedó dormida, renace con nuevos impulsos. King Vidor hace una apuesta por el individuo consciente en toda su complejidad y su compromiso con el ser humano, pero ojo, no tanto con la sociedad institucional como ente abstracto.


La distinción citada es muy importante en la película, que denuncia la burocracia institucional y las fisuras de la sociedad que la ampara, pero que no duda en apostar por el ser humano y sus derechos en un análisis contundente. El debate sobre la mayor o menor validez de los títulos colgados en una pared a favor de la competencia y la dedicación a la hora de salvar vidas humanas lo resuelve Vidor de forma tajante.
A todo ello hay que añadir que estamos ante una película de gran carga emotiva, tierna, romántica, valiente e incluso revolucionaria. Y que en determinados pasajes encoje el corazón fruto de una narrativa espléndida. Si como film de tesis resulta redondo, sobresale también en su minuciosa atención a los detalles. Así como en lo relativo a la maravillosa relación que mantienen Robert Donat y una Rosalind Russell en estado de gracia (sí, una vez más).
Una preciosa historia de amor que comienza con un encontronazo, pero que vive la ilusión, la pobreza compartida, los sueños rotos, la lucha por los ideales y la esperanza conjunta. Y todo ello apelando a las raíces más nobles del melodrama y de la comedia, pues Vidor es capaz de meter fogonazos con un sutil sentido del humor impensable en principio en un film que incluye alegatos contundentes plenos de emotividad. Es lo que tienen las obras de esta envergadura.

De más está decir que no es esta una de las películas más reconocidas del director. Cotizan más los films con mayor carga de glamour. King Vidor, a su manera vuelve a demostrar que es un autor con mayúsculas, en eterna reivindicación. Poseedor de un campo de visión difícil de igualar.
Particularmente, las peripecias médicas y éticas del doctor Andrew Manson me llevan a pensar en Robert Louis Stevenson. Aquel que pese a su delicado estado de salud, ajeno a la cita del personaje de Baudelaire, no dejó de viajar cuanto pudo. Y que antes de morir escribió aquella carta demoledora en la que afirmaba que en los últimos catorce años de su existencia no había conocido un día de salud. Y que había escrito con todas las enfermedades posibles. Desde hemorragias y fiebres a ataques de tos, bronquitis y asma. Seguramente le habría encantado esta maravillosa película.  

viernes, 15 de noviembre de 2013

LA SEMILLA DEL CAMBIO




Los fabricantes de eslóganes azucarados barnizados de optimismo, de mensajes prefabricados y empaquetados con celofán, debieran ser un tanto cuidadosos cuando los confeccionan y los lanzan a la calle. Todo depende de cómo ande el contador del límite de la paciencia. Teniendo en cuenta que para mucha gente el piloto de la reserva se encendió hace ya mucho, conviene ser prudentes e hilar fino. Por ejemplo, veamos qué sucede con la luz al final del túnel, ese mantra que nos repiten últimamente de forma insistente. Pues, puestos a buscar imágenes icónicas habrá quien lo asocie a la tierna luz de “Ghost”, al final mesiánico de “Viven”. O a “la zona muerta" de Cronenberg. A Charlton Heston separando las aguas. O al milagro de Dreyer en “Ordet”. Depende de gustos.
Habrá quien se acuerde de “El tren del infierno” de Konchalovsky (y Kurosawa). Aunque ganas dan de asociarlo a “Malditos bastardos”. No obstante, para qué complicarse la vida cuando el tema tiene su propia película. Y nada menos que protagonizada por Sylvester Stallone. Algunos films sin proponérselo se convierten en involuntarias metáforas del momento. Una de ellas, “Pánico en el túnel”, en la que sucedían varias cosas, y pocas buenas.
Como nadie nos ha explicado nunca las dimensiones reales del túnel de marras, en mitad de trayecto se producía un deep impact descomunal. Un embotellamiento brutal de consecuencias funestas, con todo el mundo amontonado y pisoteado, atascado sin remedio, abandonado a su suerte, como en la vida real. El objetivo de Stallone, que se conocía las cañerías, era precisamente encontrar la luz al final del túnel en mitad de la espantosa catástrofe. Lo malo de “Pánico en el túnel” es que al final sólo ven la luz Stallone y unos pocos elegidos. Mal asunto. 


Resulta curiosa esa pobre metáfora de que estamos en un túnel. Los que la idearon debieron pensar que visualizaremos un túnel muy corto. Y sobretodo que estamos a oscuras, cuando luz es lo que sobra. Tal vez por eso, puestos a buscar símiles prefiero el desierto, más amplio y con mucha luz. Dice Rafael Argullol que la travesía del desierto está llena de trampas y espejismos burlones. De imágenes que conducen a falsos oasis. Nos hallamos ante un inmenso callejón del gato repleto de espejos deformantes que sólo sirven para hacer que la inagotable sed queme la garganta del caminante.
En la inmensidad salada del desierto, sudorosos, agotados, al límite, como en la sensacional “Camino a la libertad” de Peter Weir, la fantasía en un porvenir mejor sólo tiene un inconveniente, la sospecha de que la luz nos engañe y se trate sólo de eso, una fantasía. Por eso toda travesía del desierto tiene una durísima faceta física y otra aun más dura: la existencial, cargada de preguntas.
El cine actual lo ha visualizado de diferentes maneras. Está la frontal y directa de Ken Loach en “En un mundo libre” o las peripecias de Guillaume Canet en “Una vida mejor”, películas que diagnostican los problemas con desigual fortuna. 


Un aficionado a Shakespeare podría afirmar que tras lo más crudo del crudo invierno siempre llega el sueño de una noche de verano. Para eso es necesario tener capacidad de asimilación, Y según M. Night Shyamalan en “La joven del agua” el hombre hace tiempo que dejó de escuchar y se dedicó a conquistar y a luchar. Teniendo en cuenta que estamos en mitad de un desierto vital, nada como este título que remite al hombre y al agua, y que se presenta como un cuento con tremendas cargas de profundidad.
Paul Giamatti, traumatizado por una tragedia familiar, vive aislado del mundo en una urbanización conviertida en una mezcla de razas, clases y tipos. Es un ejemplo de lo que Tzvetan Teodorov describe como el hombre desplazado en un mundo sin demasiado sentido del rumbo. Tras terminar su jornada de trabajo como hombre de mantenimiento pone la radio. Y lo que escucha le pone en contacto con el apocalypse now versión siglo XXI: “Hoy aquí no todos se han pasado el día preparándose para la guerra. En las misas dominicales los capellanes han alentado a las tropas. Y los marines han tenido un momento para la oración en una misa que será la última antes de combatir”.
El aparentemente plácido e idílico complejo residencial, entendido como simbólico resumen del mundo, no puede esconder el páramo existencial en el que viven sus habitantes, casi recluidos en sus respectivas colmenas. La irrupción de una sirena, un ente fantástico con un mensaje que dejar a los hombres tras descifrar una serie de elementos cabalísticos, marca hasta que punto el grado de desesperanza y frustración existencial lleva al ser humano a aferrarse a lo más insólito. 


En "la joven del agua" Shyamalan construye un hermoso, complejo y emotivo puzzle cuya excelente premisa inicial para poder participar es la irresistible tentación de lo utópico. Olvidando todo prejuicio. Aunando la melancolía con la sensualidad y una extrema belleza visual, la partida en la que el destino del hombre está en juego comienza. Y para ello no hay que abandonar la tierra media ni recorrer inhóspitos parajes, ni iniciar una larguísima aventura plagada de misterios. En un poderoso alarde minimalista y de contenido metafórico sublime Shyamalan nos dice que todas las respuestas están en nuestro propio barrio, en los detalles más minúsculos y en las personas en principio más triviales con las que nos cruzamos cada día. Nuestro vecino puede y debe ser nuestro mejor aliado.
La misión de la sirena (la dama Narf) es encontrar a un escritor al que debe transmitir un mensaje. Algo que los enemigos externos en forma de bestia salvaje que acecha en el jardín camuflado entre las plantas no pueden permitir. Si el simbolismo permite aunar todas las amenazas exteriores en un solo ente feroz, esa misma idea le permite al director realizar un suculento y extraordinario viaje sin salir del edificio, en busca del escritor. Uno de los elementos más atractivos y deliciosos de la fábula es el hecho de que ningún personaje sabe realmente cual es su papel en la historia, ni tan siquiera si es fundamental en ella o no.


Ello nos permite conocer a toda una variedad de posibles aspirantes que configuran una tipología muy rica y variada. Desde el aficionado a los crucigramas que juega con su hijo, hasta un grupo de vagos fumadores de marihuana que se dedican a no hacer nada, pasando por la única que conoce parte del cuento: una estudiante japonesa amiga de las discotecas.
Por casualidad salta la liebre. Un vecino está escribiendo un libro sobre la relación entre culturas. El primer cruce de miradas entre el escritor y la dama Narf está rodado con tal precisión y detalle que asombra. Y entonces Shyamalan filma con extrema delicadeza ese momento mágico con tintes mesiánicos en el que se transmite el mensaje. El misterio mitológico de toda fábula: “Un niño en el medio oeste de esta tierra crecerá en un hogar en el que estará tu libro. Crecerá con esas ideas. Se convertirá en un gran orador y tu libro será la semilla de muchas de sus ideas. Será la semilla del cambio”.
Por supuesto, el joven escritor, tiene sus dudas y sus objeciones. Él no es nadie aún y pueden pasar décadas antes de que su libro pueda prender en la conciencia de alguien. Pero sobre todo le alarman dos cuestiones: “muchas de las cosas que he escrito en el libro creo que a la gente no le van a gustar”. Y una segunda de carácter personal. ¿Por qué no querría conocerme esa persona? ¿Voy a morir?. El espectador también está en todo su derecho de manifestar sus dudas, sobretodo tras todo lo acontecido con el nuevo mesías laico, presidente y premio nóbel de la paz. Sin embargo, el film sabe muy bien resguardarse de ese posible ataque pues sus intenciones son otras. 



Shyamalan termina por redondear un film notable y de gran fuerza lírica en el que casi de modo subversivo, a través de una fábula, apela al poder de las letras como fuente de conocimiento humano. Pero no se queda ahí. Más que en un mensaje mesiánico y redentor, está interesado en interpelar a cada ciudadano como parte activa en un proceso colectivo de ética antropológica que conduzca a la reforma social. Además hace un llamamiento formidable y revolucionario al concepto de comunidad unida, de polis solidaria, en la que cada uno de sus miembros construyen ellos mismos su propio futuro aunando fuerzas y capacidades. Y todo ello otorgando un papel decisivo a los elementos naturales como catalizadores: agua, viento y lluvia se integran en el relato como un personaje más.
En realidad, estamos ante el reverso de “El bosque”. En esta un grupo de individuos hartos de los vicios de la sociedad se retiraba del mundanal ruido, replegándose sobre sí mismos para sobrevivir en armonía. En “La joven del agua” se adopta la misma premisa (un mundo en descomposición) para apostar por el mensaje inverso. Mucho más humanista, positivo y expansivo, en el que los humanos unidos luchan por un porvenir conjunto mejor de carácter universal. Con una particularidad esencial: No importa que se equivoquen en la elección de los roles que cada uno debe de ocupar en su particular polis. Todos unidos recompondrán el puzzle mal diseñado para completar la historia. 

Todo ello sin perder en ningún momento la magia que desprende la narración de una fábula cargada de elementos fantasiosos y oníricos de gran belleza. El gran acierto de Shyamalan es conjugar de forma poderosa, elegante y muy lírica, la narrativa popular de raíz oral y el valor de lo atávico con un contundente alegato político de gran alcance en una propuesta en la que tampoco están excluidos elementos del trhiller, el fantástico y un finísimo sentido del humor.
Para ello, y en una última pirueta realmente fantástica, se hace una invitación sin renunciar a la razón, a incorporar a nuestro bagaje todo lo relativo a un estado próximo al propio de la infancia, ese momento en el que todo es posible. En el que el vecino adopta las formas del super-héroe sin traje, y la anciana de curandera milagrosa. Y en la que la resolución de todos los enigmas como no podía ser de otra manera, no está en manos de ningún presunto intelectual, sino de un niño. En ese retorno de los adultos a cierta inocencia en la que todo es posible, sólo el prepotente e implacable crítico de cine que cree saberlo todo es el único que está de más. 
  

Una película de semejante belleza hipnótica, con interpretaciones sobresalientes, punteada por imágenes impagables y por un sentido de la narrativa absolutamente ensoñador, de gran potencia emocional y ética, sin embargo no caló. Ni siquiera ayudó su banda sonora delicada y arrolladora y su contundencia en el mensaje. “La joven del agua” llevó a su director al fracaso comercial y artístico y a un descrédito casi absoluto entre el público. Hoy su nombre es casi veneno para la taquilla. Su película comienza diciendo que hubo un momento en que los humanos dejaron de escuchar. Aunque, ojo, también dice que los críticos muchas veces se equivocan.  

viernes, 8 de noviembre de 2013

ALGUNAS MUJERES BUENAS


El sol sale igual de radiante para los justos que para los injustos, para los menesterosos que para los desalmados. Aunque lo parezca no es ningún sermón, lo dice Simone Weil. Incluso para el ser más diabólico y amoral, aquel que inconsciente de las consecuencias de sus actos, cree que sólo está gastando una broma ilusionando con promesas vanas a una señorita. La mujer de la foto es Isabel. O mejor dicho Betsy Blair. Es ese plano tremendo en el que tras tomar conciencia saca su orgullo tras ser objeto de una descomunal mascarada que arrasa con todo y con todos. No todo el mundo es como Ernest Borgnine en “Marty”. Y ante eso hay que ir prevenido. Habla el detective privado Patrick Kenzie, creación del novelista  Dennis Lehane “de pequeño le pregunté al cura cómo se podía ir al cielo viviendo en este barrio sin morir en el intento, y me respondió: sois ovejas entre lobos, sed sagaces como serpientes e ingenuos como palomas”.

Aunque uno nunca terminará de tener la certeza de si Isabel en “Calle Mayor”, film de Juan Antonio Bardem, es un exponente claro del pensamiento Alicia según Gustavo Bueno o en realidad su actitud es la de una suicida y firme toma de postura en una ciudad de provincias que, aun consciente del peligro que corre, se autoengaña y decide vivir el último aliento de una ensoñación fantasiosa. Aunque su amor esté condenado al fracaso. Ya saben: soñar, dormir, tal vez morir. No sabemos si Isabel tuvo tiempo de leer “Nada” de Carmen Laforet, ni “vindicación de los derechos de la mujer” de Mary Stonewallcraft, pudiera ser que no. Y como aficionada al séptimo arte, no llegó a ver por ejemplo “la mujer indomable”. Se le escapó el recital de Liz Taylor (la gata) dando vida a la heroína de Shakespeare como fiera. Lástima. Lo que sí intuimos es que Bardem sí tuvo tiempo de ver “Los inútiles” de Fellini, aunque él fuera por libre.
 


El ejemplo de Isabel, ilusionada con un falso noviazgo y una falsa boda confeccionada por los graciosos del pueblo para divertirse y humillarla sin compasión, permite traer a colación tres cosas: la primera, esto sobre el papel, no le hubiera pasado ni a Carole Lombard ni a Lauren Bacall, por poner dos ejemplos clásicos. Tal vez sí a Irene Dunne o a Greta Garbo, acostumbradas a sufrir sin límite. La segunda, permite cuestionarse ese sexto sentido, esa innata habilidad para la guerra de sexos tan propicia para la victoria femenina. Tercera, la broma masculina termina pasando factura muy seria al alma sin conciencia que sufrirá de forma severa las consecuencias. En “Calle mayor” es el hombre-cazador quien cruza una puerta y se introduce en una versión realista y muy negra de fantasía. Para el lobo estepario a la española el mundo de Oz se transmuta en un laberinto del que no sabe salir, convirtiéndose en otro corredor sin retorno.
Y ello pese al consejo tanto femenino como intelectual que recibe José Suárez. Curiosamente, uno de los problemas de Betsy Blair en la película de Bardem es lo mal aconsejada que está por otras mujeres que no hacen sino contribuir a su desgracia y meterla aún más si cabe en un pozo sin fondo. Lástima que Isabel no dispusiese a su lado de un personaje como el de Lillian Gish en “La noche del cazador” que tras una conversación de treinta segundos detecta al falso profeta, a la alimaña con piel de cordero: “usted ni es sacerdote ni es el padre de estos niños, lárguese de mi casa”.




Curioso resulta recordar como Isabel está rodeada de un elenco femenino pernicioso idéntico al que padece Shelley Winters en la película de Laughton. Y a esta ya sabemos como le va y como termina. Lilliam Gish hace una referencia en el pueblo a la ingenuidad de ciertas mujeres que se dejan engatusar muy fácilmente por las palabras candorosas del primer truhán que se les acerca. A que en ocasiones las jovencitas no tienen muy claro dónde se están metiendo y caen en telas de araña muy tupidas.
A ello, pero de forma oblicua y bien distinta, se refiere Ana María Matute en una entrevista en la que le preguntaron las razones de que no le gustase el cuento de Caperucita. “Porque es idiota. Porque una se puede acostar con el lobo, pero no confundirlo con su abuelita. Es lo que yo digo siempre, las mujeres no somos tan tontas. Cuando nos acostamos con lobos sabemos que nos acostamos con lobos. Después, ay ay ay que tonta fuí. Pero nos acostamos con el lobo y lo sabemos. No tiene que venir un leñador a salvarnos y sacarnos de la panza”. Lo curioso del asunto, y dramático, es que quien conozca mínimamente la biografía de la autora de “La torre vigía”, sabe que ella misma se enamoró, se casó y se acostó con un lobo de incluso mayor envergadura y vileza del interpretado por Robert Mitchum en el film de Laughton. De tal crudeza, según su versión, que espanta.


Son muchas por tanto las caras de Eva, como bien sabe Joanne Woodward, que incorporó a tres en un mismo film. El comentario de Ana María Matute, trasladado al cine, sirve por tanto para todas aquellas que han manejado con mano maestra los hilos de la comedia o del noir. Desde Mirna Loy hasta Kate Hepburn, pasando por las más tenebrosas y escurridizas, esas que hicieron considerar cierta misoginia en la confección de ciertos tipos femeninos. Están en la mente de todos, son las que tienen carita de angel, las que el cielo juzgará, las que llevan a los agentes de seguros a la perdición, las del fuego en el cuerpo, las que hacen llamar al cartero dos veces, por no hablar de las que jugando el papel de verdugo y víctima, son presas de su propia ambición desmedida.
Particular mención merece aquella que fue capaz en dos ocasiones de poner contra las cuerdas incluso al que no hace tanto sembraba el terror en las calles a punta de pistola, en un particular duelo en el que  Edward G Robinson es el cervatillo y Joan Bennett la perversa loba insaciable. Los títulos “Perversidad” y “La mujer del cuadro”.



Sin embargo, existen otros modelos. Y muy variados. Dejando de lado a las que sufren en silencio por amor y a las que las asola el terror, uno de los que se repite es el de la mujer de buen corazón, calidez humana, amable y comprensiva que se ve sometida al yugo y a los manejos de lobos esteparios que intentan por la vía del arribismo llevarlas a los abismos de la anulación e incluso a la locura. El cine clásico contiene muchas de ellas, frágiles, sometidas psicológicamente, engañadas y saboteadas. Sin ánimo de hacer un top five, pueden preguntar a Claudette Colbert en “Pacto Tenebroso” de Douglas Sirk, amenazada y confundida por su intrigante marido (Don Ameche) y por una fatal Hazel Brooks. El mismo trauma de engaños y acechantes hombres siniestros sufre Anne Baxter en “Gardenia azul” de Fritz Lang. Vera Cluzot en “las diabólicas”. O Dorothy Mcguire en “la escalera de caracol” de Robert Siodmack.
Aunque en este terreno de prototipo dramático de mujer a la que se intenta desquiciar y hacer pasar por desequilibrada, quien se lleva la palma es Ingrid Bergman. Sería larga la lista. Citaremos “Atormentada” de Hitchcock y por supuesto “Stromboli” de Rossellini, desquiciada aquí por todo un ecosistema opresivo no muy distinto al descrito por Bardem. Aunque tal vez el film por el que más recordada sea en este sentido sea “Luz que agoniza”, en la que debe enfrentarse a un pérfido Charles Boyer que literalmente intenta que pierda el juicio y la razón.
Curiosamente, existe una construcción dramática de mujer que lejos de la sufridora nata por amor, demuestra intuición e inteligencia y se mueve en el terreno de la sospecha, en la sombra de una duda, por escoger dos filmes de Hitchcock en los que la heroína femenina sin salir del rol tradicional de mujer que arrastra un excesivo buenismo, intuye, observa y sabe reaccionar frente al arribista masculino. Al mal hecho carne. Es el caso de Olivia de Havilland ante Monty Clift en “la heredera” o el expuesto de Teresa Wright con el tío Charlie. O Mía Farrow en la semilla de Polansky. E incluso Elsa Pataky con Romasanta.






Hay quien entiende que todo ese carrusel de mujeres en principio dóciles a las que se quiere enloquecer y anular, supone en el fondo una muestra del aburguesamiento reduccionista propio de la sociedad que se trata de reimplantar en los años 40 y 50. Y ello, pese a que muchos casos citados respondan a adaptaciones literarias. Esa mujer que tan bien retrata Clint Eastwood en “Los puentes de Madison” es un ejemplo paradigmático. Consagrada a la misión de procrear, hacer tartas de manzana y cuidar la casa. Alejada de todo compromiso intelectual. Y lejos en principio de tomar la iniciativa fuera de toda moral sexual impuesta.
Fue Betty Friedan quien en los años 60 puso sobre el tapete que esa mística de la feminidad, ese retorno al puritanismo, no solo debía ser cuestionado, sino que suponía un retroceso en la consideración de la mujer como ser autónomo y libre. Meryl Streep tan solo disfruta de un fin de semana de lo que reclama a gritos Betty Friedan. Y lo reclama para todas las mujeres, incluidas Isabel, la “tía Tula” y regentas varias.

Esa efímera revolución contracultural tuvo sus efectos. Llegamos a un punto en el que la plasmación de la mujer en la pantalla, por tanto, tiende a no etiquetarse sólo en dos modelos: el de la malvada femme fatale que paga por sus pecados por un lado, y la virtuosa y sufridora ama de casa, esposa y al cuidado del hogar. El resultado fue la reaparición fugaz de mujeres solas como Ellen Burstyn en “Alicia ya no vive aquí” o Vanessa Redgrave y Jane Fonda en "Julia". Un espejismo de vuelta a los libres años 30, pues pronto llegaron las atracciones fatales y los instíntos básicos.
En la actualidad, inmersos en la quiebra del mundo del fitness women, la profesional liberada y el smartphone, ello no evita que ciertos roles y esquemas se repitan. Si antes era Edward G Robinson el que caía en las redes de la encantadora perversión de Joan Bennett, ahora es el hombre del nexpresso, el prototipo de la sofisticación masculina el que pierde la partida “up in the air”. Viendo la foto, que cada cual adivine que rol juega cada cual en un contexto en el que los roles parecen haberse difuminado.

Ahora, como en los tiempos de Mae West, las conjugaciones verbales ángel o diablo han dado tantas vueltas que resulta difícil situar la brújula pese a varias revoluciones sexuales y de costumbres. Es una partida que no terminará jamás. Los juegos de dominación psicológico-sexual y la lucha de sexos al parecer perviven y hasta se fomentan. Y aunque  se proclame que ciertas especies están en vías de extinción, que nadie se fíe. Los lobos y las malas hierbas perviven.
Tiene razón Ana María Matute. Diane Lane sabe dónde se mete y con qué lobo se acuesta en “Infiel”. A George Clooney, le pasa otro tanto con Vera Farmiga. Es el encuentro con la parte indómita de nosotros mismos. Esa, sobre la que advierte Lillian Gish escopeta en mano para espantar a las malas bestias, por muy seductoras que sean. Otra cosa es que ahora la publicidad más sexista nos invite en cada anuncio de perfume a caer en la tentación.

Las fotos corresponden a Betsy Blair en “Calle Mayor”, Joan Fontaine y Cary Grant en “Sospecha”, a Dorothy McGuire  y Rhonda Fleming en “la escalera de caracol”,  Shelley Winters, Robert Mitchum en “la noche del cazador”, Joanne Woodward en “Las tres caras de Eva”, Joan Bennett y Edward G. Robinson en “Perversidad”, Olivia de Havilland y Montgomery Clift en “la heredera”, Charles Boyer e Ingrid Bergman en “luz que agoniza” y George Clooney y Vera Farmiga en “up in the air”.        




viernes, 11 de octubre de 2013

HECHICERAS BLANCAS

Decía el maestro Berlanga que a él le ensañaron que en los momentos importantes de la vida no se tose ni se abren caramelos. Pero que no obstante, los pliegues y contradicciones de la vida, esa mezcla heterogénea de circunstancias anómalas mal resueltas, pueden hacer acto de presencia en cualquier momento y lugar, desde el más solemne al más ridículo. Y que si los hombres nacen libres, las películas y sus temas debían responder al mismo principio, de modo que toda obra respire libertad e igualdad y goce de la máxima amplitud de derechos. Por tanto, aunque de entrada pueda parecer mal asunto, una película puede comenzar incluso en el momento aparentemente más inoportuno.  



En un nevado invierno de Nuevo México, a finales del siglo XIX, a Maggie (Cate Blanchett) el comienzo de una película la pilla justo en el baño. Mejor dicho, en un cuchitril de madera a quince metros de su granja en mitad de ninguna parte. Lejos del mundanal ruido que diría Thomas Hardy, en el territorio propio del western crepuscular. El trabajo se le acumula. Madre, curandera y granjera a tiempo completo. Apenas le queda tiempo para ser amante furtiva contra natura, casi a espaldas de Dios y de sus hijas, que por supuesto están al tanto de todo. Cuando su hija acude al retrete y le dice que alguien la necesita como curandera, ella le contesta que vaya rezando el salmo 23. Ya saben: “el Señor es mi pastor, nada me falta...”. Pronto, cuando su hija sea raptada, vagará en su busca por el valle de las sombras, ayudada tanto de la vara y el callado, como de pócimas y rituales indios para salvar la vida.
La película se titula “the Missing” (Desapariciones). Si toda aventura cinematográfica se convierte en un juego de expectativas para el espectador, en este caso, si no se siguen los consejos de Berlanga, esta inmersión puede convertirse en una trampa invertida que lleve a la decepción. A día de hoy, en un panorama digital en el que incluso lo sublime se ha monitorizado y las categorías estéticas viven en compartimientos estancos, una película como “the Missing” corre ciertos riesgos, de esos que se terminan pagando con un estrepitoso fracaso comercial.



Los riesgos nacen de dos factores. El primero, de aquella idea clásica que decía que una película, para poder venderse, debía poder reunir su atractivo en una sola frase. Ya saben “en el espacio nadie podrá oír tus gritos”. Ese márketing reduccionista le viene muy mal a la película de Ron Howard. De entrada estamos ante los ropajes del western. Pero hay más. El vibrante choque de culturas, el film religioso con toques místicos, la aventura del viaje iniciático, los irrompibles lazos de sangre, la venganza…y todo ello aderezado de consideraciones existencialistas y de un profundo discurso antropológico a propósito de la alquimia, el misticismo y la idea de que la superchería y los ritos paganos pueden cobrar tanta fuerza como los rezos cristianos y convivir con ellos. Y para colmo se añaden algunas formas que remiten al cine de suspense de fuerte calibre.
El segundo factor de riesgo proviene de la herencia propia de los mitos cinéfilos. Lanzarse a narrar una odisea homérica en la que abuelo y madre se adentran por desérticos terrenos inhóspitos a la búsqueda de una adolescente raptada por los indios puede de entrada predisponer a más de un aficionado. Esos que tirando de purismo no dudarán en recordar que han sido muchos los westerns clásicos en los que el pueblo blanco sufre la laceración de perder a alguno de sus miembros y ha de buscarlos más allá de la frontera con tenacidad inquebrantable. Desde  “Centauros del desierto” a “dos cabalgan juntos”. Que Ron Howard se adentre en ese territorio fue catalogado en su momento de tramposo remake oportunista.  



Cierto es que metido todo en la batidora puede desconcertar al espectador que creyó que iba a pasar el rato con “una del oeste”. Grave error. Estamos ante una  obra arriesgada cargada de un poderoso aliento épico y lírico. Una cinta de enorme fisicidad (el frío, la nieve y el polvo calan hondo en el espectador, se palpan). Una película que no teme trascender un género (en este caso el western) para adentrarse en otros caminos dramáticos e incluso sobrenaturales y esotéricos que dotan al film de una imaginería única e inabarcable. Y en la que el poder supremo de la imagen como generadora de sensaciones e impulsora de la trama hace avanzar la narración por meandros que sorprenden por su aparente desapego a toda norma y concepto genérico.
Fue Jacques Rivette quien afirmó en plena efervescencia de la nouvelle vague que es preciso un talento fuera de lo común y una inspiración especial para trascender la esencia y las claves de un género concreto sin caer en el absurdo. “Desapariciones” es un western en su plano conceptual, pero su desarrollo dramático y sobretodo, una inspiradísima imaginería visual de gran atractivo la acercan a otros modelos, resultando el conjunto una mixtura muy atractiva pero de difícil clasificación. De genuina personalidad difícil de atar a ningún canon.


Someterse a un género tan codificado como el western a estas alturas puede quedarse en el mero aparato ornamental y figurativo, lo que no es el caso. En realidad una de las razones de la continua muerte y resurrección del western deriva de ahí: algunos (por fortuna no todos) creyeron que copiando los clichés del género era suficiente. Y no basta con vestir a los actores de vaqueros, beber en el saloon, mostrar una estampida de ganado y montar un duelo final con miradas torvas. Por eso hay tantos amagos de western que palidecen sin remedio.
La película que nos ocupa opera en sentido contrario. Aun conservando la esencia del western crepuscular, Ron Howard no solo filma de forma notable el armazón puramente físico. Además, incorpora todo un complejo entramado dramático y místico en el que todos los personajes poseen una personalidad arrolladora, compleja y muy trabajada.
Desde Tommy Lee Jones, el padre de Maggie, que abandonó a su familia para irse a vivir con los indios y ahora regresa, hasta la fuerte personalidad de cada una de las niñas. Pasando por la propia curandera (impresionante despliegue de Cate Blanchett), la cual como una nueva Artemisa del far west, emprende una odisea exterior e interior, un viaje de autoconocimiento propio y del medio hostil de gran solvencia dramática. Coraje, valor, recelos, fe, enigmas y sentimientos atávicos se dan la mano en una interpretación desbordante en sus ricos matices. Construyendo una relación paternofilial vibrante, rica y modulada por diversas aristas emocionales y místicas que la cámara atrapa con gran poder de seducción.
Si al inicio del film atiende a su padre (que no es bienvenido) como curandera, lo hace por caridad cristiana (o al menos eso dice). Del mismo modo que el padre acepta acompañarla ya que así cumplirá los vaticinios de un chamán indio que le dijo que si ayudaba a su familia sanaría de la mordedura de una serpiente de cascabel. Posteriormente los papeles se invertirán. Y será ella la que deba recibir tratamiento conforme a los ritos indios. Con la biblia en una mano y los hechizos en la otra. Lástima que Howard cargue excesivamente las tintas en la configuración del chaman indio, pecando de algunos excesos en la plasmación del mal absoluto. Único lastre del film.
Pese a ello, la extraña alianza de fuerzas religiosas y atávicas, junto con los lazos familiares convertirá esta extraordinaria película y el viaje en una variante exuberante de la eterna búsqueda del Santo Grial. Lo cual, puestos a fijar símiles, relaciona esta película con viajes iniciáticos de corte místico y físico como “La selva esmeralda” de John Boorman. Aunando western y mitología, paganismo, tradición luterana y comunión con la naturaleza.


Directamente conectada con esta cinta se encuentra otra curiosamente protagonizada por la misma actriz, Cate Blanchett (ahora de Nombre Annie). También viuda, también con dos hijos. En esta ocasión no es curandera sino vidente que a su manera sana cuerpos y almas. Y ahora no vive en una granja del medio oeste, sino en una comunidad sureña en la actualidad. Un hermoso pueblo cargado de arraigadas costumbres y aromas litúrgicos asociados al estilo puramente gótico, que no obstante, como suele suceder, esconde mil y un secretos y traumas escondidos. Sam Raimi es el responsable de “Premonición”.
Los primeros fotogramas nos pasean por unas apacibles lagunas engañosas y por los hermosos sauces del pueblo, cuya naturaleza permite percibir la presencia de algo indescifrable oculto y ominoso, algo que parece desear expandirse y cuya influencia se incorpora como una segunda piel a la humedad reinante en el ambiente. Acompañado todo por una banda sonora de aromas populares, atávicos y apegados a la tierra, con unos excelentes e inspirados violines rasgados cortesía de Christopher Young.
“Premonición” nos muestra un pequeño pueblo carcomido por sus propios traumas y por la hipocresía reinante. El clasismo imperante y las buenas formas llevan a los guardianes del orden y las verdades oficiales a menospreciar a la vidente, que no obstante, contempla el reverso de una sociedad lastrada. Los menos afortunados, victimas de la depresión, de la violencia, de la ignorancia o del hambre, esos  que la sociedad bienpensante expulsa de forma reaccionaria como si fuesen parásitos Annie los acoge, y les tiende una mano haciendo de médico, psicólogo, o simplemente escuchando.  


Y es curiosa esa relación con la ranchera anterior, por cuanto Annie Wilkes ejerce su magisterio basándose (como aquella) más en el sentido común que en sus dones como vidente. Ello lleva a conectar a ambas protagonistas, las cuales hacen convivir en armonía las arraigadas creencias religiosas con la idea de atávicas fuerzas sobrenaturales que cobran vida integrándose en el marco vital.
Aunque esta película tiene un enigmático eslogan como marketing (“el único testigo del crimen ni siquiera estuvo allí”) este tampoco puede dar respuesta a todas las ramificaciones que aborda el film. Desde una óptica costumbrista, se aborda la violencia de género, la infidelidad, los matrimonios de conveniencia, el incesto, la pederastia y la corrupción judicial. Y todo ello cubierto por un manto general que aborda las diferencias de clase. La tupida red con el entramado de pacientes radiografía una sociedad mutilada emocionalmente a la que solo le falta un crimen para disparar la adrenalina.
Curiosamente, este es un film que aun respetando las formas más clásicas de un género concreto, se permite aportar una mirada personal sobre las comunidades cerradas y sus traumas. Y el diagnóstico es lúcido. Y aunque Sam Raimi no puede evitar un par de sustos visuales efectistas subrayados a golpe de música, “Premonición” destaca por su aplomo y su clasicismo. Por cierta elegancia visual que se traslada incluso al juicio que se celebra. Al gusto por cierta mirada contemplativa.
Su conclusión, como en el film anterior vuelve a conjugar la naturaleza con lo fantástico y esotérico, en un final que intenta abrazar lo poético y cierta amargura lírica que se agradece. Lejos de grandes pirotecnias y efectos visuales, esta película hace de la sobriedad y el cuidado por el matiz su mejor baza. Y como en la anterior se juega con un as ganador: una interpretación portentosa de Cate Blanchett, mujer frágil y de gran fortaleza al mismo tiempo. En constante lucha consigo misma y su entorno.



Una tipología femenina que va evolucionando. En 1953, Robert Mitchum ya tenía que lidiar río arriba con una enfermera de fuerte carácter y firmes convicciones en el corazón de África. En las exóticas producciones de la Fox, recién estrenado el technicolor, Susan Hayward en “La hechicera blanca” se las tenía que ver con el paisaje hostil, los mosquitos, las tribus amenazantes, la malaria, los buscadores de oro, y por supuesto la virilidad de un cazador como Robert Mitchum, recio, aventurero y condenado a enamorarse de la señorita con modales.
Tal y como le sucedía a Charlton Heston cuando rugía la marabunta. Esta película, considerada injustamente como un trabajo artesanal y rutinario, ofrece una muy solvente dirección de Henry Hattaway y una aventura exótica, pero con nervio, que no se priva incluso de realizar comentarios políticos sobre la amenaza belga al Congo. Una mezcla extraña pero rotunda y atractiva que tampoco elude lo emocional, equidistante de la que vivía Ava Gardner en “Mogambo” o Kate Hepburn con Bogart. La diferencia está en que aquí se sube río arriba.
 

Sin embargo, los tres tipos femeninos descritos no responden a un arquetipo ni son meramente formularios. Al contrario. Son tres muestras de la evolución de los géneros, de su propia alquimia, más allá de los canones impuestos. En el paisaje del western, en el sur gótico de la América profunda o en el corazón del Congo hay cabida para aunar lo puramente físico con lo místico. La ciencia con lo esotérico. La razón versus la sangre. Y en los tres casos con atractivos resultados.