viernes, 22 de febrero de 2013

SU BANCO DE CONFIANZA

Ante una imagen como la que encabeza este texto pueden surgir al menos tres perspectivas. Ya se sabe que hay un viejo aserto que dice que la vida es más simple para todos aquellos que la contemplan bajo un solo punto de vista. Y más rica, compleja y arriesgada para los que la abordan desde varios ángulos. Probemos esta segunda senda un tanto inexplorada. Primera opción: el caballero meditabundo de la fotografía tiene un espíritu combativo, soñador, rebelde e indignado. Sí, todo a la vez. Y está meditando soluciones tras leer por ejemplo “Cómo cambiar el mundo”, un libro escrito por un señor nacido justamente el año de la revolución rusa y que responde al nombre de Eric Hobsbawn. Semejante empresa exige cierto análisis y reflexión, no cabe duda.
Segunda opción. Si nos fijamos bien en el sujeto, este tipo italiano puede estar meditando su propia predicción. Aquella en la que ya dijo vía celuloide con letra muy clarita que colocar a un filósofo, a un auténtico pensador al frente de determinado cargo, podría dar lugar a una profundización inédita en el eterno conflicto entre razón y fe con los resultados ya conocidos por todos. Primero en el cine y ahora en la vida real. Tercera opción. Ante la constatación de vivir una realidad exasperada, alucinada, ha decidido hacer un alto y seguir las enseñanzas de Mafalda. Por tanto esto se podría titular hombre bajándose del mundo.

Aunque lo importante es averiguar si esa actitud tiene algún significado. Joseph Heath y Andrew Potter en su ensayo “Rebelarse vende” elaboraron una lista de cosas que a lo largo de los últimos cincuenta años se habían considerado subversivas. Entre ellas estaban la música punk, el jazz, dejarse crecer el pelo los hombres, llevar el pelo muy corto las mujeres, el bikini, la minifalda, los grafitis, el nudismo, el piercing, la marihuana, el surf, la píldora…la lista es muy larga. Según ellos todas esas cosas habían terminado incorporándose sin problemas a la cultura popular.
Es curioso, pero en ningún momento se menciona como tal sentarse a meditar en un banco. Tal vez debido a que se considera muy normal reposar en un parque público, de la misma forma que se da por sentado que el mero hecho de pensar está prácticamente abolido en la actual sociedad de consumo. Y sin embargo Nanni Moretti opta por esta opción tras ciertos acontecimientos que le hacen replantearse la vida incluso a él, que no deja de vivir en un continuo debate interno en el que como en un torbellino se mezcla lo social, lo moral, lo político, lo sexual, lo maniático, lo ético y lo religioso.


En su última aventura cinematográfica “Caos Calmo”, Nanni Moretti debe enfrentarse a sus problemas y neurosis habituales y lidiar una vez más con su propia imagen cinematográfica. Aunque esta película no la dirige él, solo hay que ver el “making off” para darse cuenta de que estamos inmersos en su particular y genuina galaxia y que él lleva el timón del barco. En el fondo, puesto que nuestro hombre jamás se ha planteado demasiados problemas estéticos ni formales, ello le permite descargar las tareas de dirección en otra persona sin problemas. A Moretti no le preocupan demasiado los encuadres ni los tipos de plano, está mucho más interesado en los ingredientes que mete dentro, lo cual en “Caos calmo” no es una excepción.
Dos cuestiones se abordan con su singular y muy particular forma de analizar la sociedad y al hombre moderno. La primera apela a la construcción de un mundo particular y solidario partiendo de la más pura esencia del hombre. Tras sufrir dos trances que le llevan a vivir sin solución de continuidad la fragilidad de la vida y la delgada línea que la separa de la muerte, Pietro (Nanni Moretti) se toma un prolongado tiempo muerto. Tras la pérdida de su esposa decide conscientemente pasar el día en el parque situado junto al colegio de su hija. No vuelve al trabajo y con una serenidad desarmante baja las revoluciones de su vida, convirtiéndola en un aparente oasis. Y cuando todo parecería indicar que ante la tragedia la brújula se dispararía en todas direcciones sin rumbo fijo, Moretti se instala en ese caos calmo en el que no aparece el agudo dolor de “La habitación del hijo” sino un suave desorden anímicamente controlado. Un íntimo encuentro con el yo, pero no en una celda como Santa Teresa o San Agustín, sino en campo abierto.



Tras cierto desconcierto inicial, y con la idea de estar cerca de lo que más quiere, el parque junto al colegio pronto se convertirá en un microcosmos en el que ciertas rutinas se repiten y trazan complicidades con ese padre que está en permanente observación, hacia adentro y hacia afuera. Un chico con síndrome de down que cruza cada día, una chica que pasea a su perro, un vecino que le invita a espaguetis, el barman de la cafetería, las madres que van a recoger a los niños...Todos van construyendo una comunidad improvisada y cómplice, llena de códigos secretos de esos que no es necesario expresar.
Con gran sutilidad se dibuja un pequeño mundo en el que finalmente Moretti actúa como centro de gravedad permanente. Su atribulada cuñada (Valeria Golino), su primo y sus compañeros de trabajo, terminarán acercándose a quien supuestamente está en plena crisis vital como balsa a la que agarrarse. En el naufragio masivo, en el marco del actual desahucio anímico y moral, en ese particular banco también se conceden préstamos, pero de otro tipo y sin interés, en forma de cálida conversación y abrazos sinceros. No es el sacerdote ni el psicólogo, ni imparte lecciones. Pero su presencia , su palabra y su facilidad para escuchar ayudan en un entramado de conexiones invisibles dentro del nuevo habitat. Y como no,  Moretti aprovecha para introducir su fina ironía. Por ejemplo, preguntándose qué es mejor, una fusión empresarial al estilo judío o al cristiano, teniendo muy en cuenta que las escrituras ya nos dicen como acaba por estos lares el hijo del creador de la gran empresa que es el mundo.



La segunda cuestión que se aborda en esta cinta supone un estudio sobre la figura de los límites del personaje de ficción. En este caso, del propio Moretti como arquetipo fílmico. Podemos preguntarnos hasta donde puede llegar Batman o Indiana Jones, que poderes les confiere la gran pantalla. James Bond es un caso claro. Cualquiera sabe que saldrá bien de cualquier apuro, se conoce su destreza en el combate, su agudeza y perspicacia e incluso su innata faceta de seductor. No sorprende cualquier hazaña suya ya que a lo largo de los años se ha construido una tipología que lo permite sin fisuras. Incluso ciertos héroes clásicos como Bogart, Brando o Marilyn poseen sus propios códigos muy pegados a su imgen. Lo que plantea aquí Moretti es muy interesante por cuanto somete al espectador a la visión del cuestionamiento de su propio arquetipo como figura de ficción. Y lo hace en dos sentidos inesperados. En la segunda escena de “Caos Calmo” Moretti ha de actuar casi como héroe de acción salvando a una bañista en una playa. Y más adelante, curiosamente con ese mismo personaje le somete a una escena erótica de alto voltaje.


En principio ello crea extrañeza. En realidad el personaje Moretti recuerda un poco a un Woody Allen a la europea. ¿Se imagina alguien a Woody acudiendo al rescate de una bañista, lanzándose en plancha en pleno mar abierto y nadando con destreza? Al tipo al que el espectador está acostumbrado ¿no le daría miedo simplemente mojarse los pies? ¿No temería que le comerían los tiburones? ¿No estaría aterrorizado ante un posible corte de digestión? Sucede igual con el segundo ejemplo. Ni siquiera en los más húmedos sueños de seductor fracasado el espectador puede imaginarse a Woody en plena faena como si fuese Michael Douglas resolviendo su instinto básico y dando rienda suelta a tensiones sexuales no resueltas. O si se lo imagina es en clave cómica o fracasada. Otro tanto sucede con Nanni Moretti, aficionado a charlar mucho, pensar, dar vueltas en vespa y cultivar sus neurosis socio políticas, pero poco dado a la acción física ni a revolcones con rubias enigmáticas.

La apuesta supone un ejercicio metalinguístico en el que vemos al arquetipo codificado en acciones que están fuera de su código. El experimento corre el serio riesgo de alterar el tono compacto de la película, aunque el director y Moretti lo resuelven de modo hábil. Y lo hacen destacando su torpeza, tanto en la escena marítima como en la sexual. Y para esta última, muy explícita, termina cortando en seco con un plano del propio personaje despertando en la cama junto a su hija, lo que permite aventurar que todo lo visto ha sido una ensoñación.


Exceptuando estos sobresaltos, al final “Caos Calmo” navega como su título, bajo esas formas tranquilas y anárquicas tan del gusto de su autor y sostén de la película, aunque aquí ceda los bártulos a otro. Y termina hablando sin altavoces y en voz baja de los grandes temas que siempre le han interesado a su protagonista: El lugar que ocupa el hombre en el mundo y lo complejo y curioso de las relaciones humanas. Y en ese terreno se mueve con soltura al igual que en el diagnóstico y radiografía de la sociedad moderna, el lugar que ocupa el hombre en ella y el que debiera ocupar. En definitiva, una solidaria ración de caótico humanismo. 
Curiosamente, una de las cuestiones que avisaban de por dónde discurriría la última aventura italiana de Woody Allen, fue la elección de su supuesto alter ego romano. El de Manhattan prefirió decantarse por Roberto Benigni, más afín al slapstick y a la comedia bufa. Justo en ese momento uno se percata de que va a asistir a un Allen ligero y menor. Si hubiera deseado profundizar más y cuestionarse más cosas, hincar el diente como sólo él sabe hacer, el candidato idóneo estaba esperando en el banco. Por cierto, que el antihéroe no se ha bajado del mundo, simplemente practica otro tipo de revolución silenciosa.    

sábado, 9 de febrero de 2013

LOS DÍAS MAS OSCUROS


La ventaja de ver una película como “Lincoln”, de Steven Spielberg, es que reactiva y despierta la neurona somnolienta y surgen reflexiones e ideas en múltiples direcciones. En el presente caso son tantas, que abandonando un tanto el modelo de comentario habitual, vamos a proceder por orden. Dado que uno se siente como en el final de “Encuentros en la tercera fase” cuando van llegando naves de todos los tamaños y colores, para no sufrir aturdimiento conviene ordenar la habitación evitando ser farragosos. Y se tratará de ir paso a paso. Pero dicho de entrada, y como en un torbellino, durante el visionado de “Lincoln” aparecieron sin haber sido convocados John Steuart Curry, John Brown, Otto Preminger, Alexis de Tockeville, Edmund Burke, John Rawls, Michael Curtiz, Olivia de Havilland, Cicerón, Jeremy Bentham, Stuart Mill, Kathryn Bigelow, David Puttnam, Condorcet, Spencer Tracy, James Madison, la Biblia...Podría continuar, pero mejor frenar y hacer stop. De hecho, cualquier mal pensado podría llegar a la rápida conclusión de que muy aburrida debía estar resultando la película para que la mente se desvíe a tantos sitios a la vez. Nada de eso. No estamos ante una canónica biografía al uso, sino ante uno de los proyectos más complejos de su director. Por tanto, conviene reagrupar sin perder la perspectiva puramente cinematográfica. 


La primera imagen en aparecer fue la del cuadro de John Steuart Curry sobre la guerra de secesión que figura al comienzo. Forma parte de un inmenso mural colgado en el capitolio de Kansas. Es una estampa que me acompaña desde hace casi treinta años, pues se corresponde con la portada que el grupo de rock Kansas eligió para su primer album. Curiosamente, siempre había asociado la imagen central con un espejo icónico, como un Dios justiciero que con la Biblia en una mano y el fusil en la otra intenta poner paz entre los dos bandos de la guerra civil americana. Pero con el tiempo, la curiosidad llevó a descubrir otras cosas.
En realidad, el cuadro representa a uno de los héroes más controvertidos de la historia americana, John Brown. Un aguerrido abolicionista que sobre la base de las sagradas escrituras y con un grupo de seguidores intentaba imponer tanto con la fuerza de la razón como usando la lucha armada la idea de que la esclavitud era un gravísimo error humano que debía desaparecer a cualquier precio, guerra incluida. Si muchos fueron los desencadenantes de la guerra, hay historiadores que apuntan que las furibundas campañas de Brown fueron una de ellas. Lo interesante Y paradigmático de John Brown es que su clarividencia era tal que llevó su discurso hasta las últimas consecuencias. Y su figura hoy es contemplada en varios sentidos. Héroe popular y anticipado a su tiempo para muchos. Censurable por utilizar métodos sangrientos y cuasi terroristas para otros.



John Brown jamás suscribiría las palabras de Edmund Burke cuando dijo que “los hombres solo son aptos para la libertad civil en proporción exacta a su disposición para imponer ataduras morales a sus propios apetitos”. Para él la libertad estaba asociada a la ley natural que concibe al hombre libre, con la Biblia como guía de viaje que ampara los derechos ciudadanos. Tampoco hubiera coincidido con Tocqueville, que huyendo de las revueltas jacobinas de la revolución francesa, creyó encontrar en el nuevo continente una revolución más templada. Basada más en la razón que en el éxtasis revolucionario. En su libro “la democracia en América” afirma que “nada es más fértil que el arte de ser libre, pero nada más duro que el aprendizaje de la libertad y el conocimiento de sus fronteras”.
  

Resulta verdaderamente curiosa, no solo la trayectoria vital y el aspecto físico de John Brown, sino la forma en que murió. Rodeado de sus fieles y atrincherado en un arsenal federal que tomó por la fuerza, tras una sangrienta batalla en la que perdió a uno de sus hijos fue detenido y condenado a la horca. Hay una película no menos controvertida que recoge los hechos: “Camino de Santa Fe” (Michael Curtiz 1940) en la que dos valerosos soldados, atención, Errol Flynn y Ronald Reagan, persiguen sin tregua al agitador y revolucionario John Brown, mientras se disputan el amor de una deliciosa Olivia de Havilland. En la película, Brown, encarnado por Raimond Massey, es presentado como un iluminado calvinista de corte radical con una misión religiosa que cumplir: liberar a todos los esclavos de su situación al precio que sea. Es cierto que no existe toma de conciencia alguna por parte de la caballería, pero tal vez ello no deba llevar a calificar de reaccionaria y fascista a la película, como se hace a menudo, sino de consecuente con ciertos hechos.
Cierto que el héroe es Errol Flynn, un caballero del sur encantado de cumplir órdenes y servir a su pais, aunque alguna mirada sí delata un posible conflicto interior que, lamentablemente, no se materializa. Se limita a admirar el coraje de Brown, pero no sus formas violentas. Esta película daría para un extenso debate sobre la monopolización de la fuerza por parte del estado y si deben existir límites o no para la conquista de ciertos derechos. Lo curioso es que Brown preside hoy la sala principal del capitolio de Kansas, y es un referente en la lucha por los derechos civiles de los negros, al margen de sus métodos.  


Podría decirse que con respecto a Lincoln, se produce una ambivalencia similar a la que aún hoy día existe entre Martin Luther King y Malcolm X. Verdaderamente sorprendente resulta comprobar en “Camino de Santa Fe” como el asedio final a John Brown al almacén en el que se atrincheró por parte del ejercito hasta su detención es muy similar al que muestra Katrhyn Bigelow en la operación de captura a Osama Bin Laden en “la noche más oscura”.
Para narrar la aparente otra cara de la moneda, sobrado de sutileza, Spielberg llega a “Lincoln”. Siguiendo las estelas de Preminger en “Tempestad sobre Washington” y  Robert Redford en “La conspiración”, nos dibuja un panorama plagado de sombras tenebrosas, que diría Tim Burton. En el apartado político, la película de Spielberg se acerca al utilitarismo de Jeremy Bentham, al mostrar a un Presidente repleto de claroscuros que no duda en utilizar cuantas maniobras le permite su cargo para alcanzar sus objetivos. Es un ejercicio continuo de dialéctica. El fin último perseguido, alcanzar la enmienda sobre la esclavitud, pero antes de que acabe la guerra, lleva al gabinete a jugar peligrosamente con la carpintería del sistema. En ese sentido, la película sigue de entrada las riendas de lo ya dicho por Redford y que Tocqueville ya apuntaló en su momento al afirmar que “las amenazas para la democracia americana y sus libertades no procederán de enemigos externos ni de los que alberguen tendencias autoritarias. El mayor virus se contraerá si no se respetan sus fundamentos,cuando la moral del sistema se vea socavada y se produzca un declive interno que pueda llegar a afectar a los cimientos de la propia democracia volviéndola estéril.”. Y algo de ello se vislumbra en esos encendidos diálogos entre Tommy Lee Jones (Thadeus Stevens) y su adversario demócrata, que recuerdan a los discursos de Cicerón contra Catilina. 


La película se consagra en primera instancia a la muestra de ese utilitarismo aplicado a la ética política propio de Mills o de Rawls (aquel en el que los principios básicos del sistema pueden entrar en colisión con los nobles fines que se persiguen) y al dibujo de esos días oscuros en los que el armazón del sistema se encuentra en la encrucijada. Aquí no se retrata una democracia ejemplarizante e idílica, sino un pálido y oscuro panorama de sombríos aromas bíblicos, en lo que constituye una pirueta sin precedentes. El Lincoln de Spielberg no tiene sólo como posible referente al entrañable alcalde que interpretaba Spencer Tracy en “El último hurra” de Ford. El retrato es todavía más complejo. Aunando lo político con lo religioso Spielberg nos muestra a un oscuro nuevo mesías, que al comienzo de la película conversa, se deja querer y visita a sus discípulos, que se reúne con sus apóstoles y se disgusta ante el comportamiento de los mercaderes en el templo. Pero hay más. Si nos fijamos bien, como sucede en la Biblia, habla y se dirige a los demás siempre a través de parábolas. Ejemplos de su vida cotidiana que utiliza como lecciones magistrales. Y por supuesto, ese fatum solo puede concluir de una forma: muerte y resurrección. El ejemplo y la palabra permanecen.


No es novedosa en Spielberg la utilización de la iconografía judeocristiana a la hora de plantear sus películas. Y baste citar el ejemplo de E.T. Incluso se le ha acusado en muchas ocasiones de blando en su exposición. Sin embargo, aquí da una vuelta de tuerca formidable. Ello se produce cuando descubrimos que para Spielberg Lincoln no es el mesías laico, el enviado. Es el mismo Dios, que no está en los cielos, sino pisando la tierra firme, el fruto de su propia creación. Comprensivo y piadoso unas veces, cruel, iracundo y padre protector que sufre, otras. La parte más audaz y tremenda del film es aquella en la que, usando la historia, se dibuja una especie de trinidad paterno filial. Estamos ante un Dios terrenal que ha enviado a su hijo a la guerra y lo ha perdido. Otro hijo desea sacrificarse en su nombre y en el del pueblo en el campo de batalla. Y un tercero, aun infante, juega con él ante la mirada desconcertante de la madre. Un dibujo a la vez cotidiano y siniestro, repleto de profundas llagas y dolor en la familia presidencial. Una imaginería religiosa tenebrista en la que el peso de la responsabilidad del cargo, sobrepasa lo político y se adentra en lo moral, adoptando formas que lo convierten en una de las cargas de profundidad más penetrantes que Spielberg ha acometido a lo largo de su carrera a la hora de abordar lo divino.


No obstante, la jugada democrática le sale perfecta. Aunque en un momento dado esa divinidad laica llega a gritar dando un puñetazo en la mesa “soy el presidente de los Estados Unidos y estoy investido de un poder inmenso”, lo cierto es que a diferencia de Moisés, para cruzar las aguas ha de enfangarse, comprar votos y amañar argucias. Pero sobre todo, debe someterse a la decisión de la auténtica cámara de representantes. Defectuosa y con vicios, cierto. Pero en última instancia la voz del pueblo. Y el Dios omnipotente que ha perdido a su hijo en el campo de batalla (como en las Escrituras) respira cuando por fin se recuentan los votos. Someter la divinidad del totem laico al criterio democrático de la cámara en plena pugna, no solo es un simbolismo, es toda una declaración de principios que aplaudiría el mismísimo Kant. Y por supuesto corearían otros dos moderados en periodos revolucionarios a ambos lados de atlántico. Madison y Condorcet.
La gran audacia consiste en que se introduce esa tesis obviando la exaltación nacionalista y patriótica e incluso el panfleto (esto no es “Tiempos de Gloria”). Y planteando un escenario en el que tal y como afirma Fernando Quesada en “ética y política” los imaginarios políticos y los cambios civilizatorios no se diseñan de forma teórica como un arquitecto que dibuja planos sobre un papel, sino que obedecen a largas y feroces luchas sociopolíticas e ideológicas. La democracia no es por tanto un panteón pétreo, sino que se reconstruye constantemente como la forma más radical de la actividad política.



Queda una última cuestión por resolver. Si todo esto aburre o apasiona. Si es pura hojarasca o queda impreso en el espectador. Cuando el productor David Puttnam llegó a Columbia, tras el éxito de “Carros de fuego” y “The Killing Fields” expuso su teoría del zumo de naranja. Según él, la misión del cine era dar lecciones de historia debidamente amenizadas sin que el público se duerma. Y ponía un ejemplo gráfico refiriéndose a que el jarabe para la gripe se digiere mejor disuelto en zumo de naranja. Y que en el ámbito audiovisual se debía proceder de igual forma. Duró año y medio en Columbia. Spielberg, casi huelga decirlo, es el cineasta asociado al entretenimiento por excelencia. La cuestión es si un jarabe de estas dimensiones debe dulcificarse con algún zumo o es mejor tomarlo a palo seco. Spielberg ha optado por la segunda opción. No hay concesión de ningún tipo, y el director prefiere agarrarse a un guión de hierro con una puesta en escena ascética como pocas. Rehuyendo incluso momentos espectaculares que podría haberse permitido. A lo que no renuncia es al gusto narrativo, ni a la pasión dramática, ni a la reflexión.



De lo que no cabe duda es que con este director, existe siempre en el espectador una expectativa que se asocia al espectáculo. Tal vez si la película no estuviera dirigida por Spielberg, el interés por Linclon bajaría muchos enteros, como sucedió en el caso de “la conspiración”, excelente para efectuar un programa doble. No obstante, tal vez exista una respuesta. No es esta una película que intente dar lecciones encubiertas de historia dulcificada. Pero ciertos largos parlamentos y algunos tipos están en ocasiones más al servicio de una idea que de un personaje. Y ese es tal vez su único talón de Aquiles, a lo que hay que añadir una esforzada composición de Daniel Day Lewis, demasiado convencido de estar incorporando un papel “importante”. Respecto de la película, su densidad y robustez no permiten las ligerezas del espectáculo circense, ni la mordacidad de la comedia light, ni el soplo del viento propio de la aventura. Esto no es “Tintin”. Sobretodo debido a que asistimos a otro tipo de reflexivo espectáculo interior, magnífico por cierto. Escasean películas de este calibre.                     

viernes, 1 de febrero de 2013

SIN CONVENIENCIA





La actriz de la fotografía superior se llama Bebe Neuwirth. En la película “Matrimonio de conveniencia” (Green Card, Peter Weir, 1990) interpreta a una amiga de la cosmopolita enamorada de las plantas Andie MacDowell. Y aunque esta última trata de impedirlo, no puede evitar toparse con ella y su marido circunstancial, Gerard Depardieu, en pleno supermercado. Inmediatamente queda prendada y no lo disimula. Con su pícara sonrisa y su natural encanto intenta ipso facto acercar posturas y no se le ocurre otra cosa que pronunciar la siguiente frase al enterarse de que el muchacho es francés: “vaya, que casualidad, francés. Últimamente en mi vida todo es francés. Sin ir más lejos, acabo de comprarme una chaqueta de marca francesa. La semana pasada fui al cine y vi una película francesa. Y el otro día salí a cenar con unos amigos y ¿dónde creéis que fuimos? a un restaurante francés”. Resulta curiosa esa suave pero afilada crítica a la simplificación de la cultura ajena, en este caso francesa. Máxime cuando viene de manos de un film con pabellón norteamericano, aunque esté dirigido por un australiano. De todas formas no debiera de sorprender. Ahora es el cine usa el que saquea guiones ajenos, coreanos, nórdicos y de cualquier rincón del planeta. Españoles también.


Y eso que durante décadas la tendencia fue a la inversa. Mientras Paris era la ciudad del amor en multitud de comedias y melodramas de los años 40 y 50 la mirada europea estaba puesta en Nueva York o en las grandes praderas. Sin ir más lejos y con la escusa de los costes, en Almería se construyó un amago de Monument Valley. Pero ya se sabe que quienes cargaron con la fama durante décadas fueron precisamente los cineastas franceses, que no dejaban de estudiar desde todos los puntos de vista posibles la cultura y el cine norteamericano. Sobre algunos como Truffaut, la mitomanía y la cinefilia ya sentenciaron que su obsesión y amor por el cine y sus claves era tal, que le llevaron incluso a desertar del ejército en busca de una sala. Aunque no hay que descartar que simplemente siguiera los consejos aprendidos en “Adiós a las armas” o “Senderos de gloria”. O que los viviera en carne propia. Pero dado su eterno cuestionamiento sobre la vivacidad del celuloide,  llega su fama de visionar muchísimo cine americano e incluso de basarse en algunos de sus patrones, aunque eso no sea del todo cierto. O al menos exacto.
Y para muestra un ejemplo. A su pareja sentimental y musa en sus últimos años, Fanny Ardant, la descubrió al parecer viendo una serie de tv francesa. Y sobre lo de reinventar el patrón genérico americano, tampoco es exacto. Para ello solo hay que escucharle: " yo no muestro nunca gentes que nadan, esquían o bailan, pues no sé ni nadar, ni bailar ni esquiar y no entiendo nada de deportes. Entonces, para elegir a mis personajes y procediendo por eliminación, trabajo con lo que queda:las historias de amor y las historias de niños. Un realizador se puede comparar a un capitán de barco a la deriva. Hago mío ese eslogan bien conocido: "las mujeres y los niños primero". (Tay Garnett: portrait de cieneastes)


Tras el extraordinario éxito cosechado por “El último metro” cualquiera podría decir que sus dos siguientes largometrajes con Fanny Ardant, “la mujer de al lado” y “Vivamente el domingo” son dos puestas de largo a la francesa del cine negro americano y del policíaco respectivamente. Tal vez ello pueda parecer más evidente en su último film, en el que Fanny Ardant, es cierto, se pone en la piel de una Sam Spade de segunda y sin experiencia y se dedica a resolver asesinatos. Y si en la tradición del noir americano el detective sin licencia no está libre de alguna paliza, aquí Fanny recibe al menos tres bofetadas de impresión marca del género. Sin embargo no puede decirse lo mismo de su experiencia previa. “La mujer de al lado” no es un pastiche mirando de reojo las claves del género negro, sino que se presenta como un estudio de personajes en una situación aparentemente cotidiana que esconde pasiones a punto de entrar en erupción.



La experiencia es un grado. Y en un rasgo metalinguístico que remite a “la noche americana” al inicio del film, la narradora del relato (extraordinaria Veronique Silver) le pide al realizador que la enfoque bien antes de comenzar a narrar. Como propietaria de un club de tenis al que acuden todos los protagonistas, está acostumbrada a observar el comportamiento humano y su proceder. Más de uno podría querer apuntarse el tanto de inmediato: Ahí está la influencia de su admirado Hitchcock. Sin embargo, esta mujer habla por experiencia propia. Sabe que algo sentimentalmente tremendo se cierne. Ella misma vivió una relación amorosa muy intensa y frustrada que la llevó a lanzarse por un séptimo piso. Y sabe cuando se debe poner tierra de por medio ante determinadas pasiones incandescentes. Justo lo que no harán Gerard Depardieu y Fanny Ardant. La casualidad les lleva a ser vecinos. Y el espectador asiste a unos primeros minutos de desconcierto, de mutuo rechazo y de cierto pánico. Ambos conocen lo convulso de su naturaleza cuando entra en colisión. Y debido a ello Bernard (Depardieu) intentará esquivar el encuentro cuanto pueda.



Ambos han construido sendas aparentes familias apacibles, ¿matrimonios de conveniencia? Y el único pensamiento de Bernard es no resucitar la peligrosísima y adictiva sustancia química de altísimo voltaje que se produce al menor contacto con Mathilde (Fanny Ardant). Para ello es capaz de engañarse a si mismo y huir, refugiándose en el club de tenis y restando importancia a la cuestión. Pero en cuanto la dueña del club ve a Mathilde, se le encienden todas las alarmas: “Señor Bernard, no me parece a mi esta señora como usted me la había descrito, de esas que a las dos de la tarde aun andan buscando el mediodía”.
Truffaut alterna detalles de gran belleza en la plasmación de la derrota ante lo inevitable con otros más explícitos, que curiosamente más que sumar restan. Pero el conjunto resulta satisfactorio. Esa incertidumbre que se instala en ambos, esos fugaces momentos de felicidad pasajera, sus miradas huidizas, el remordimiento y la culpa están muy bien dibujados. Resulta tan conmovedor como tendente al patetismo observar como ambos, sin desearlo, se espían continuamente y a cualquier hora. Y como se entregan al amor furtivo. 





La curva emocional es distinta en ambos. Bernard, al enterarse de quien es su nueva vecina se descontrola y los nervios le hacen decir estupideces. No es fácil bailar con cuatro tazas de café y Fanny Ardant al mismo tiempo sin que se desmorone el chiringuito. Por eso alternará cierta impasibilidad con accesos de  euforia y pasión descontrolada. Sin importarle ya si hay público presente. Mathilde parece más centrada al comienzo. Cree que pueden ser amigos y comportarse civilizadamente. Error. Terminará muy herida víctima de una tortuosa y amarga pasión que no controla. Y todo lo narra Truffaut sobre la base de pequeñas escenas cotidianas que encierran fuego bajo las buenas formas y la educación. Uno de los grandes valores de esta cinta está en off visual. En un pasado tormentoso y fantasmagórico que compartieron juntos, que a ambos aterroriza y sobre el cual el espectador solo puede intuir, adivinar.




Y la película, pese a no mantener el tono sobresaliente durante todo el metraje, se beneficia de unos actores excelentes y de una mirada muy atenta a todo el abanico de sensaciones que experimentan, que son muchas. Y ello sin convertir la cinta en un film de género y mucho menos en un espectáculo, ya que como manifestaba el propio Truffaut “existe una contradicción entre la vida y el espectáculo. La vida va hacia la degradación, la vejez y la muerte; el espectáculo va hacia lo que yo llamaría una exaltación. ¿En un espectáculo circense, no se ordenan acaso los números en orden ascendente? Si se aplica a un film la curva ascendente se respeta la ley del espectáculo, pero se le hace una trampa a la ley de la vida. Es necesario respetar la ley de la vida y distinguirla del espectáculo” (le nouvel observateur)
Es por ello que en esta película, por mucho que Truffaut haya estudiado en el plano teórico a Hitchcock, no se comete el error que si cometieron otros intentando emularle, caso de Gus Van Sant o incluso Brian de Palma. Estos últimos copiaron las formas, la fotografía y creyeron poder superar al maestro imitando su caparazón, pero sin traspasar al alma de un celuloide inimitable. Caso de James Dearden en el remake de “Bésame antes de morir”, que busca desesperadamente la atmósfera y la textura propias del director de “La ventana indiscreta” con resultados discutibles.



Truffaut prefiere admirar al maestro a través de sus libros y escritos. Viendo una y otra vez su cine y entrevistándole. Pero a la hora de filmar realiza una película genuina y personal, alejada en apariencia de las constantes que identifican a su ídolo y despojándola de su suspense característico. Aquí estamos más cerca del cuadro impresionista combinado con el espíritu trágico de Emily Brontë. El espectador siente el desgarro fantasmal, la pasión desenfrenada más allá de la vida y la muerte. Curiosamente, resulta revelador que años después Bebe Neuwirth esté tan dispuesta a ligar en el supermercado con Depardieu. Tal vez su esquematismo cultural no le ha llevado a fijarse en que su amiga (Andie Macdowell) se llama, curiosamente, Brontë. Y desde luego, tal vez tomaría más precauciones y no jugaría en el alambre de la frivolidad si la película francesa que dice haber visto fuese la penúltima de Truffaut.