jueves, 30 de mayo de 2013

LA TRAGEDIA SIN ADITIVOS




En algunas ocasiones la explicación aparentemente más sencilla no tiene por qué ser la correcta. No siempre funciona la historia de la navaja de Ockham. Veámoslo con un ejemplo sencillo. ¿Necesita el cine aditivos extra? ¿la visión de una película es mas rica si va acompañada de un refresco o palomitas? Barajemos tres posibles respuestas como hipótesis. Primera: la negativa. Sostendría que una buena película se basta por si sola. Además, el ideario clásico del inconformista enemigo del consumismo y convencido de que la sociedad está “cocacolonizada” pensará que es hasta contraproducente con toda forma artística.
Segunda: la positiva. El razonamiento contracultural y purista frente a lo artístico está errado. Los refrescos, chocolatinas, palomitas y frutos secos multiplican el disfrute. Y los enemigos de la sociedad de consumo se equivocan. No colocan las bebidas y los dulces a la entrada de forma sibilina para que gastemos sin descanso lo que no tenemos. Es por nuestro bien, para que disfrutemos el triple en el parque de atracciones en tres dimensiones en que se ha convertido el negocio de las multisalas.


A contribuir decisivamente a nuestro deleite cinéfilo se ha apuntado la tenista María Sharapova. A día de hoy la número dos del mundo. Al parecer no puede con Serena Williams en las pistas, aunque sí en el campo de la publicidad. Sharapova ha diseñado  una línea de gominolas con las que pretende endulzar aun más la estancia del espectador en una sala de cine.
Sus exclusivos dulces de diseño se denominan  “sugarpova”. Originalidad que no falte. Los hay con forma de pelota de tenis, de labios, de zapatos, de raqueta...Pero Ahí no termina todo, “sugarpova” ofrece diferentes estilos y sabores excitantes. Desde el “sporty” al  “chic”. Los hay estilo “smitter” “flirty” o “silly”. No me pregunten la diferencia. Ante el espectador se abre todo un mundo de dulces tentaciones con efectos presuntamente infalibles que le permitirán ver a Iron Man volar más alto y más rápido, a Scarlett Johansson más seductora que nunca e incluso considerar a Justin Timberlike mejor actor.


Tercera hipótesis: la del consuelo ante los sucesivos desengaños. ¿Sufrió mal de altura con “los amantes pasajeros”? ¿Siente usted pavor viendo como arruinan su carrera artística Robert de Niro, Diane Keaton y Susan Sarandon en una misma comedia? ¿No le convence la última adaptación de la novela de Fitzgerald?. No desespere, un sugarpova chic puede ayudar a pasar el trago. ¿Alucina viendo a Halle Berry esquivando tiburones en una cosa llamada “Marea letal”?  ¿Le espanta ver la “Combustión” del cine español ardiendo en sus propias cenizas? Ignoro si hay algún sabor que remedie esto último, pero para eso está el arsenal palomitero. Para aliviar sufrimientos. Aunque en realidad y ya puestos, ante determinados casos lo que a uno le apetece es tener a mano un buen bocadillo de chorizo ibérico o jamón serrano y una petaca de algo con muchos grados para sobrellevar las emociones fuertes.
Es el caso de la última película de Mariano Barroso, “Lo mejor de Eva”. Cine de género a la española. En ella Leonor Watling interpreta (con gran solidez) a una estricta juez carente de vida propia que como diría Victoria Camps tiene problemas con el gobierno de sus emociones. A partir de un caso de asesinato, la trama toca la inmigración ilegal, la prostitución clandestina, los amaños empresariales de los tiburones de turno y la angustia de un personaje femenino con un pasado familiar tortuoso.
Leonor Watling abandona su sonrisa marca de la casa para componer un personaje seco y rotundo, retorcido y asaltado por muchos demonios interiores. De esos que no desaparecen haciendo footing, su rutina nocturna. Incluso hay cierto pulso dramático y momentos acertados en los que se destaca el flujo constante y la influencia entre lo personal y el trabajo. Las tensiones íntimas y familiares y la presión laboral conviven con atisbos de veracidad. Y planea un off soterrado que esconde la verdadera naturaleza de la protagonista, de ahí su título.



Todo se mantiene en un aceptable punto medio. Justo hasta el momento en que la trama decide lanzarse al vacío a calzón quitado. El testigo clave del caso es un gigoló con inconfundibles aires de macarra de tercera. Y no tarda en llegar la temible escena que marca el punto de no retorno. Esa en la que el guión dice que la juez intachable, retorciendo en exceso la incredulidad del espectador invita a cenar a su casa al spanish gigoló, se queda colgada de él y le pregunta: Oye por cierto ¿Por qué te llamas Rocco? Pausa valorativa. El asunto tiene miga de cara al aficionado al cine. Y el Duque, perdón, Miguel Angel Silvestre contesta: me lo puso mi madre. Es por una película, “Rocco y sus hermanos”. De ahí hasta el final ya puede uno tener a mano todo un arsenal de sugarpovas, refrescos, palomitas o incluso una paella y agarrarse bien fuerte. Lo va a necesitar. Y lo que es peor, no le servirá de nada. Dice Mariano Barroso que el final de su largo se le ocurrió el último día de rodaje y a última hora. Se nota.
Y lo que comienza siendo el acerado retrato femenino de una mujer con un interesante mundo oculto que se intuye pero no sale a flote, viviendo en la tensa cuerda floja que separan las obligaciones impuestas y su íntimo deseo de liberación a todos los niveles, incluido el sexual, se queda a medio camino fruto de giros de guión imposibles y convenciones a la carta filmadas con rutina. Una lástima, ya que “Lo mejor de Eva” apunta entre plano y plano por dónde debiera caminar el cine español que desee practicar los géneros con cierta humildad, oficio y solvencia. Es el momento de abrir una bolsa de patatas fritas y apurar una Pepsi para amortiguar la relativa decepción. Conciliar el thriller con el cine negro y los aromas del melodrama lírico solo está a la altura de los más grandes…



King Vidor, por ejemplo. Sus películas se pueden tomar a palo seco. Sin aditivos ni edulcorantes. Y no hace falta recurrir a obras míticas como “y el mundo marcha” “El manantial” “El gran desfile” o “Duelo al sol”.
Vamos con otra mujer que como Leonor Watling y su Eva, pero a años luz, se ve abocada a vivir pasiones desaforadas, amores sin freno y sufrimiento sin límites. Su nombre Ruby Gentry. El título de la película “Pasión bajo la niebla” dirigida por King Vidor en 1952. Ruby (soberbia Jennifer Jones) es una fuerza de la naturaleza de tremenda carnalidad, deseada por muchos hombres, excepto por Charlton Heston, que aunque admite una evidente atracción animal y coquetea con ella, tiene otros planes. King Vidor muestra con maestría en Ruby la mezcla de un innegable atractivo sexual asociado a un comportamiento típicamente masculino, rudo y sin pulir. Lo que chocará frontalmente con una sociedad ahogada por una moral viciada y retrógrada



El estigma de Ruby, responde a aquel tópico machista que establece que esta chica valiente, sexy, celosa, lenguaraz y que maneja el rifle como nadie, es de las que en una sociedad puritana sirven para divertirse, pero nadie se casará con ella. Trabajadora en un barco pesquero, exuberante y divertida, pero inculta y dominada por sus propias pasiones, es el reverso de la introvertida y reprimida Eva que aunque lo desea, no sabe como soltarse la melena. Ambas comparten serios problemas para gobernar su torrente  emocional. A Ruby Razones no le faltan. Los constantes comentarios de admiración que recibe debido a su belleza y su temperamental caracter esconden en el fondo un profundo menosprecio que nace de un estudio muy calculado por King Vidor de la posición del ser humano individual confrontado a la sociedad como totem. Tema clave en muchas de sus películas.
Dejó dicho Avishai Margalit que una sociedad decente es aquella que no humilla a ninguno de sus miembros. Y si lo hace por razón de raza, origen o cultura, pierde automáticamente la vergüenza y su identidad como tal. Ruby Gentry, tras los continuos halagos machistas disfrazados de cortesía malentendida propia de barra de bar (“solo eres anatomía” o “vales casi como un millón de dólares”) es considerada un ser inferior, comparada a un animal indómito “eres como una gata salvaje” le dicen. Especialmente doloroso resulta comprobar como ante su presencia se elogian la elegancia y los buenos modales de otra chica de buena posición, considerada, esta sí, una auténtica señorita. Y esa herida sangra y no se cierra en todo el metraje.



Ruby Gentry no tiene siquiera la oportunidad de posicionarse socialmente. Cuando decide dar una fiesta formal en su casa no acude nadie salvo el doctor. Por tanto, pese a su fuerte personalidad y su derroche de carnalidad, su orgullo sale herido una vez tras otra al ser pisoteada por una sociedad cainita que actúa como una auténtica jauría humana. No tiene ni la oportunidad de convertirse en femme fatal al uso, ya que en todo momento es una víctima, al más puro estilo Gloria Grahame. En su vía crucis moral no puede olvidarse el papel de su hermano, que la castiga moralmente con un fundamentalismo religioso que la compara a las peores plagas bíblicas. Es el estigma de la mujer como pecadora, portadora del pecado original, culpable incluso de su belleza. En palabras de su hermano, una innata fuente de conflictos que la llevarán directamente a arder en el infierno.
En realidad Ruby solo encontrará verdadero apoyo en la invalida sra, Gentry y su esposo, que tratarán de educarla y refinarla sin éxito. Ellos son la manifestación de la compasión en estado puro, entendida como aquel pesar por los daños infligidos a quien no lo merece. Una vez desparezcan de escena estos personajes, emergerá en toda su virulencia la ira del animal herido.
En “pasión bajo la niebla” se desatarán volcánicas tormentas emocionales de alto voltaje. Aunque aquí las cumbres borrascosas cobran la forma de un pantano repleto de ciénagas a las que el fotógrafo Russel Harlan les otorga un poder dramático de gran intensidad. King Vidor rueda de forma muy física ese escenario y sus pasiones de manera que la ansiedad, los celos y las turbulencias broten en su máximo esplendor a varias bandas.



La relación entre Jennifer Jones y Charlton Heston se basa en la pura atracción física de carácter fatalista. Ese detalle de comunicarse con silbidos y buscarse como dos animales en celo configura a los personajes. Decía Spinoza que quien no puede gobernar sus deseos ni contenerlos, al estar dominado por sus apetitos, jamás podrá gozar de paz de ánimo. Tras ser informada por Packman (Charlton Heston) de que contraerá matrimonio con una virginal rubia elegante, rica y de buenas maneras, se producirá una formidable pelea primero física y luego moral entre ellos que no tendrá fin. Ahí el deseo se mezcla con el odio y la sed de venganza con el resentimiento. Y de modo tan natural como irracional la imparable reacción en cadena se hará extensible a toda la sociedad que antes la humilló con consecuencias imprevisibles.
Dentro de su “retórica”, uno de los primeros escritos de Aristóteles está dedicado a la ira. Y la definió como un apetito insaciable de venganza por causa de un desprecio que se considera intolerable. Definición que se ajusta como un guante a Ruby Gentry, que para calmar esa sed no duda en casarse con el hacendado del lugar (estupendo Karl Malden) consiguiendo sólo el menosprecio de la comunidad, para la que nunca tuvo un tratamiento ciudadano.
No obstante, por su propia naturaleza, cualquier intento de sacar provecho de la ira se convierte en una pura contradicción. De ahí que paradójicamente, lo que viene después se asemeje al vaticinio de su hermano. Ruby, ahora señora Gentry, rica y con dinero, desatará  el apocalipsis y todas aquellas plagas anunciadas contra toda la comunidad, incluido el diluvio físico sobre las tierras que se pretendían ganar al pantano.



Todo ello eleva la película a niveles máximos. Ya no estamos sólo ante el relato truncado del ardor amoroso, el fuego fatuo y el éxtasis. King Vidor retrata a toda una sociedad, a través de un clima en el que la pasión, los celos y el orgullo son solo el trasfondo de un tapiz más amplio y ambicioso. Un fresco de resonancias morales e incluso bíblicas, con aromas elegíacos de tragedia clásica,  perfilando con gran nitididez los intereses en conflicto y la posición del individuo acorralado, aislado y acosado por diferentes fuerzas: sociales, de clase, religiosas y morales. Y todo bajo unos ferreos principios establecidos por una sociedad bienpensante y clasista que intenta aniquilar todo brote de naturalidad espontánea que no se ajuste a los cánones previstos.
La textura visual y dramática que ofrece King Vidor para dar vida a todo este complejo compendio es extraordinaria. La exaltación amorosa, la salvaje naturaleza del pantano como escenario con fuerza dramática propia, los fuertes caracteres de cada personaje y la narración sobresaliente hasta alcanzar el delirio paroxístico, casi operístico, configuran una cinta mayúscula, otra más en su obra. La cual, por supuesto, se disfruta en todo su esplendor sin necesidad de acompañamiento de bisutería en forma de glucosa y otros derivados. Tal vez debido a que todos los ingredientes necesarios están en el propio film.    

jueves, 16 de mayo de 2013

EL MUSCULO DE LA CONCIENCIA




Cuando María Zambrano estudió las  perspectivas ontológicas, éticas, sociológicas y trascendentales del ser humano intentando acotar la realidad y sus formas, se encontró con un concepto inesperado pero esencial para entender las múltiples circunstancias que afectan al yo: La perplejidad. Cuándo y cómo aparece y de que forma se manifiesta resulta clave para comprendernos a nosotros mismos. De lo que no hay duda es que, según su visión, todo ser racional capaz de hacerse interrogantes debiera terminar de una forma u otra siendo un hombre (o mujer) perplejo. Y a partir de ahí comenzar a cuestionar, a dudar, a evolucionar.
Es más, Zambrano llegó a la absoluta convicción, contraviniendo la tesis del buen salvaje, de que el hombre que no se interroga ni cuestiona nada, el que no participa de forma creativa en el desarrollo de su propio esplendor tenderá a sentirse sediento y abatido. Fracasado. A un paso de verse humillado como ser humano.



Diana (Uma Thurman) no puede conciliar el sueño. Vive inquieta, atenta a cada detalle de cuanto le rodea, intentando asimilar y comprender la realidad que le ha tocado vivir. Sus pulsaciones no descansan ni cuando hace footing para esta mujer casada, profesora de arte y madre de una niña con demasiados interrogantes sin respuesta. En el coche, camino del colegio, cuando su hija le pregunta qué es la conciencia, no sabe que responder. Le sudan las manos, los recuerdos se amontonan y su única solución como respuesta es admitir que la pregunta es demasiado difícil y buscar un canal de radio en el coche que le permita coger aire al menos por un instante. Diana podría contestar a Heráclito que para ella no todo fluye.
De hecho hay que admitir que no vive su semana más apacible. En su pueblo del medio oeste, se conmemora a los fallecidos quince años antes cuando un alumno perturbado entró en su instituto con un arma. Uno de esos momentos límite que en un segundo puede alterar la vida de cualquiera para siempre. Y comprobamos como volver a recordar los días de instituto suponer volver a vivir la sacudida de los juveniles días  placenteros mezclados y agitados con lo más amargo, aquello que gustaría desterrar. Y es ahora, en la etapa adulta cuando cada aroma, cada detalle, cada esquina, cada baldosa, cada aula, cada estatua, cada flor, cada nube, cada estampa condicionan el estado de ánimo actual y rememoran aquellas sensaciones. Las que culminan el fatídico día en que ante sus ojos, la vida cambió para siempre.



Hoy vamos a hablar de una insólita obra maestra. Una película bellísima, inmensa e inabarcable, de esas que no terminan al encenderse las luces sino que se quedan grabadas a fuego para siempre. Su título “La vida ante sus ojos” (the life before her eyes) dirigida por Vadim Perelman, quien ya entregó un notable melodrama repleto de sugerencias con “Casa de arena y niebla”.
Para el film que nos ocupa indaga con absoluta maestría en el efecto atmosférico, moral y metafísico que cada acto de la vida cotidiana tiene en el  pasado, presente y futuro de cada ser humano, hilvanando un majestuoso collage audiovisual en el que se intercalan tiempos, emociones, sensaciones y sugerencias para llegar a una reflexión ética de profundísimo calado y deleite indiscutible. Y eso que se parte de lo que podría parecer un tema manido: el recuerdo de un tiempo no tan lejano y la amistad con una compañera que dejó una huella imborrable a la luz de la conmemoración de unos hechos que las separaron para siempre.



A partir de ahí Vadim Perelman, con un minucioso gusto por el detalle, elabora una sinfonía sublime en la que cada nota está en su lugar exacto. Alternando los episodios del pasado con los del presente forma una ecuación tan perfecta como repleta de sugerencias. De este modo, sin solución de continuidad y en un montaje sincopado cargado de sensualidad, se irá conociendo a Diana en su fase Juvenil (interpretada por Evan Rachel Wood) su vida adolescente y su íntima amistad con otra chica de nombre Maureen (Eva Amurri) intercalado con el devenir cotidiano que vive Uma Thurman, que incorpora a Diana en la edad adulta.


Argumentalmente, nada de lo dicho con anterioridad llamaría poderosamente la atención. No obstante hay varios elementos, dramáticos y estilísticos, que elevan la película a unas cotas de inspiración sobresalientes. El primero de ellos es la estudiada descripción de personajes y ambientes. Nada es dejado al azar a la hora de describir las pulsiones internas y externas de los personajes. Se podría decir que este sí es el relato del auténtico crepúsculo, pues hacía mucho tiempo que no se veía en pantalla una visión del mundo adolescente tan compleja, detallada y acertada.
La adolescencia contemplada con minuciosidad, cargada de ambivalencias en las que se dan la mano la euforia, la irreverencia propia de la edad y los arrebatos de felicidad intensa junto a momentos de desánimo, desaliento, incomprensión, furia y depresión. En la adolescencia, periodo de crecimiento y aprendizaje, de dicha y sufrimiento, conviven la conversación frívola y banal con la mirada profunda hacia la propia existencia. Y eso Perelman lo capta de maravilla. Dos caracteres en principio antagónicos se encontrarán en una visión hermosísima y muy adulta de la amistad femenina.



En Diana se dibuja el perfil de la adolescente avispada, talentosa, chispeante, pero también fragil y plenamente consciente de su carga fatalista, de sus errores fruto de un carácter impetuoso y rebelde que no atiende a demasiadas normas. Una chica que disfruta y sufre al mismo tiempo cuando las incumple. Y que es plenamente consciente de que vivir al instante le proporciona un goce irrefrenable no exento de amargura que puede condicionar su futuro. Su profesor le dice que no basta con tener excelentes alas si no existe rumbo alguno. Por su parte Maureen es en principio la recatada, religiosa, cauta y formal. Pero a su vez está deseosa de experimentar las revoluciones a las que vive la vida su amiga, aunque no se vea capaz de ello. Ambas se preguntan cuando va a comenzar su vida. Lo magistral llega cuando el espectador comprueba como sus respectivos caracteres interactúan y se influyen mutuamente de forma aparentemente involuntaria.
Todo ello tiene su repercusión en la vida adulta, en la que Diana se ha convertido en una mujer que huye de todo lo que ella misma fue y mira con pavor como su propia hija repite frases y actitudes propias de su fase adolescente, mientras que ella misma inconscientemente reproduce los cautos comportamientos de su amiga e incluso de su madre. Es lo que Xavier Zubiri entendía cuando explicaba que la individualidad no tiene un carácter absoluto sino diferencial. Cuando se entiende la diversidad como una más de las dimensiones del yo.



Vadim Perelman tiene la sabiduría de intercalar sin descanso ambos tempos hasta fundirlos. Afrontando en un flujo de corrientes alternas como el pasado ha influido en el presente, como lo ha condicionado, y como ha variado el rumbo de los acontecimientos vitales en lo más íntimo de la existencia humana.
No obstante, la maestría del relato subyace en que para colmo, nada de lo que estamos viendo tiene carácter objetivo y la narración se despliega y repliega sobre si misma apuntando la posibilidad real y puramente física de que estemos asistiendo al fascinante desarrollo de una historia sobrenatural con toques fantásticos en la que absolutamente nada es lo que parece y los tiempos, las sensaciones, el ahogo juvenil, la dicha de ayer y las angustias de hoy conformen un caudal ilusorio de caracter fantasmagórico y torrencial que parece no tener final.
En el continuo juego de espejos, Uma Thurman da ahora clases de arte. Y se preocupa sin éxito por una alumna inteligente pero pasota que es su propio reflejo adolescente. Y les muestra a sus alumnos un cuadro de Gauguin que sirve para interrogarse sobre como en el arte y en la vida se pueden romper todas las fronteras que separan lo real de lo imaginario.
Cuando los recuerdos se agolpan sin descanso todos sin excepción se disparan. Y reaparecen como despertando de un sueño las bromas, el sensual baño en la piscina o la hamburguesa compartida. Pero también llegan a la memoria los momentos agridulces. Y los ejemplos que permanecen intactos en la memoria. Como aquel día en el que un profesor dijo a la clase que jamás olvidasen tres cosas: Que el corazón es el músculo más fuerte del cuerpo humano, que el cerebro tiene más células que toda nuestra galaxia, y que más del 70% de nuestro cuerpo es agua. Y como influyó decisivamente en su vida aquella conferencia en la que otro profesor citando a William James les habló de la conciencia como motor para proyectar y moldear nuestro propio ser, nuestro futuro.



Todas esas experiencias, los anhelos adolescentes, esos consejos impagables, el ejemplo de la amiga, los errores propios, la reflexión sobre los mismos y el cultivo de una sincera camaradería forjada en acero tomaran cuerpo el día que el estudiante armado entra en el baño del instituto y se encuentre a las dos chicas. Ese día en que apareció de improviso lo desconocido enfrentando al ser a su propia moral y hubo que poner en práctica los principios. El momento crucial en el que hace acto de presencia la perplejidad y es necesario resolver en un instante todos los interrogantes. Obligando a activar al máximo dos músculos:el del corazón y el de la conciencia. Y todo ello para resolver los enigmas perpetuos del ser más esencial. Esos que reaparecen como una incógnita perpétua quince años después en la edad adulta, si es que alguna vez se fueron.
“La vida ante sus ojos” aborda por tanto de forma magistral cuestiones como la conciencia, la fe, la amistad, el peso de los errores cometidos, el individuo contemplado como el caminante y su sombra, el futuro soñado, los sueños truncados. Pero sobre todo, sobrevolando a todo lo anterior un estudio magnífico sobre el ser perplejo en el marco de su propia existencia.
Estamos por tanto, ante una obra de máxima envergadura que además culmina de forma apoteósica con un giro final que deja casi en pañales a los acontecidos en “El sexto sentido” o “Los otros”. Aquí no se trata sólo de dar un sensacional golpe de efecto que haga girar el sentido de la historia vista revolucionando la lógica interna del relato, sino que su aparición tiene como misión además acentuar aun más si cabe lo complejo de la existencia y su devenir, poniendo un notable acento en el poder de la imaginación como catalizadora e impulsora del devenir humano. La audacia de Vadim Perelman es formidable. Y no se priva del aliento romántico ni de la lírica de buena ley. Si comúnmente se dice que ante un momento límite y catártico uno ve pasar “La vida ante sus ojos” el director lleva esta premisa hasta sus últimas consecuencias conjugando pasado, presente y futuro, para ofrecer, adentrandose en lo hipotético, una visión cosmogónica de la existencia.



Nada de lo anterior serviría de mucho si a la vez no se tuviese la oportunidad de disfrutar de un espectáculo visual y narrativo fastuoso. Podría decirse que la narrativa de Perelman contiene elementos que recuerdan a la sensualidad física del Peter Weir en su fase australiana, de Bergman, Erice, Malick, Anderson, Dreyer o de Aranofsky. Sería injusto. Este director posee una personalidad propia, genuina e incontestable.
Su manejo del puro y esencial lenguaje cinematográfico es tan elegante como exquisito, y en todo caso personal. Su trabajo con cada encuadre y los sensitivos movimientos de cámara para formar su particular collage son únicos. Y de un talento a la altura de los grandes. La imaginería visual para plasmar los saltos en el tiempo es cine en estado puro. Su particular uso del cromatismo, bellísimo y nada esteticista, se da la mano con un uso del formato panorámico cargado de hermosas sugerencias e inquietantes presagios. Su muy personal atención al rostro humano como generador de emociones y reflejo del mundo interior, lo consagran como autor mayor.
Y como sucede con las notas de las mejores partituras, parece que a un plano soberbio solo puede seguirle el siguiente y no otro. Y siempre al servicio de la historia narrada. Pura hipnosis cinematográfica. A lo que no es ajeno un James Horner lejos de azucares y efectismos que entrega una banda sonora ajustada como un guante a las imágenes.
Podría decirse que en el ámbito formal y narrativo estamos ante un auténtico festival para los sentidos, entre los que también hay que incluir muy especialmente el sexto. Y en el que se da un absoluto protagonismo a la naturaleza en todo su esplendor como co-protagonista del relato y generadora de sugerencias oníricas.  



A ello ayudan de forma decisiva unas actrices en estado de absoluta gracia. Si Uma Thurman se esfuerza en componer su personaje confuso y progresivamente atormentado, la relativa sorpresa la da la pareja adolescente. Eva Amurri ofrece un personaje riquísimo en matices, ingenuidad, tesón y dudas. Y Evan Rachel Wood sencillamente ofrece una interpretación magistral, insuperable a la hora de mostrar las diferentes caras de la adolescente confusa y abierta, simpática y atormentada, rebelde y asustada. Las miradas y complicidades entre ambas, sus discusiones sinceras, sus paseos compartiendo camaradería, sus lazos aparentemente irrompibles, toman cuerpo en la escena cumbre del asalto al colegio. Un auténtico tour de force de resonancias simbólicas y existenciales, recordando vagamente, más que a Chris Marker, al Terry Gilliam de “12 monos” en su plasmación del caos con pretensión cósmica.
Un proyecto de semejante alcance es normal que pase casi desapercibido en el negocio de las multisalas como una presunta rareza. Pero un momento de potencia narrativa y suprema lírica como ese en el que Diana reconoce abatida y llorando que “en su caso, el músculo más fuerte no es el corazón” no abunda hoy en día. Como se comentaba al inicio, esta soberbia película, como sucede con las más subyugantes películas-enigma como “Jennie” de William Dieterle, no acaban jamás. El proyectil romántico existencial se traslada al espectador, que sumará más motivos para la perplejidad y encontrará nuevas razones para seguir cuestionándose sobre el ser y la naturaleza humana. 

jueves, 9 de mayo de 2013

DOS ILUSTRES FREGONAS





Aunque parezca lo contrario no sería la primera vez que las apariencias engañen. Por tanto conviene no perder de vista a esta mujer con aspecto de pícara puritana, de fierecilla indomable, de libertina sin complejos. Como resulta fácil sucumbir a sus encantos conviene estar alerta, diría la moral puritana. Podría ser una amiga o pariente lejana de Moll Flanders. Aunque no, se llama simplemente Celestine. La tradicional y añeja misoginia decimonónica diría que debemos desconfiar de ella y buscar motivos para colocarle la letra escarlata cuanto antes. Rápidamente surgen tres o cuatro razones de mucho peso: Piensa por si misma, es inteligente y de espíritu revolucionario, es hermosa y es mujer ¿es necesario más? Pues se pueden aportar más datos.
Esta controvertida mujer que disfraza su presunta ingenuidad con ademanes pícaros además tiene la osadía de escribir. Y ya hubo algún lord que advirtió y previno sobre las mujeres que escriben, sobre todo si eran sufragistas. En el caso de Celestine, todo lo que le ronda por la cabeza va a parar a un diario íntimo y personal. Y efectivamente la controversia la acompaña. Su curriculum vitae es espectacular: doce trabajos en los últimos dos años como doncella. Un récord inviable en nuestros días. En sus labores ha conocido diferentes casas, se ha visto inmersa en innumerables líos y como ella misma dice ha conocido demasiadas almas torturadas.


Inmersa en la tenue frontera que separa la esperanza de la incertidumbre, el escepticismo del coraje, le seguiremos la pista en su trabajo nº 13. Un auténtico viaje hacia lo desconocido de la mano del director Jean Renoir. Para su segunda aventura americana adaptó la muy popular novela satírica de Octave Mirbeau “le Journal d’une femme de chambre”. Y para interpretar a Celestine se obstinó y no dejó lugar a dudas. Su actriz debía ser y fue la maravillosa Paulette Goddard. El resultado se tituló “Memorias de una doncella”.
Uno de los aspectos que llama la atención al ver este film de 1946 radica en su aparente economía expresiva, que en ningún caso está reñida con una extrema complejidad e infinidad de lecturas. En esto el cine ha cambiado enormemente. Frente a la morosidad actual, Jean Renoir apenas necesita tres minutos para presentarnos a su protagonista y mostrar las principales líneas de acción de la película. Esperando en la estación de tren para su nuevo trabajo, el administrador de la mansión le pide sus referencias. Y Renoir muy astuto nos muestra un bellísimo y muy intencionado plano en el que Celestine se sube muy despacio la falda, nos muestra su pierna en aparente  insinuación erótica, para inmediatamente descubrir que ese gesto es tan pícaro como inocente, pues es en sus enagüas donde guarda la carta de recomendación.



Sus problemas comienzan de inmediato. La dicharachera doncella irá a parar, seguramente por enésima vez, a un ambiente de atmósfera opresiva, un escenario decadente, caduco y caótico. Un reducto reaccionario y moralmente opresor en el que la virtud de Celestine deberá sortear diferentes obstáculos. Los primeros de orden sentimental y sensual. Ante la llegada de semejante soplo de aire fresco, tanto el señor de la casa, como su antagonista vecino, así como el criado la pretenden sin reservas, le declaran su amor y le prometen incluso matrimonio, joyas y posición. Todo ello da lugar a que Renoir juegue a la picaresca, al folletín desenfadado, e introduzca elementos satíricos y surrealistas convirtiendo la primera parte de la película en una especie de ensoñación con toques humorísticos de gran inteligencia. Todo es caótico y desenfrenado en esa casa en la que parece misión difícil poner orden y concierto. Los vecinos parecen eternizarse en un nuevo episodio del coloquio de los perros cervantino, y el ambiente surreal parece un antecedente de la familia Leguineche berlanguiana agitado con el camarote de los hermanos Marx.


Solo que aquí no está Margaret Dummont riendo gracias. Nada de eso. En un momento espléndido aparece para poner orden nada menos que Judith Anderson. Y se hace el silencio. Cualquier aficionado al cine ya sabe como las gasta esta señora, solo hay que preguntar en Manderley. Su retorcimiento lleva a imponer mano dura e intentar una maniobra tramposa con nuestra ilustre fregona. Nada menos que urdir un retorcido plan de boda, una nueva variante del casamiento engañoso, en este caso con un hijo enfermo y deprimido. Es el cuarto pretendiente que le colocan a Celestine y no llevamos ni media hora de metraje.
No obstante, la maestría de “Memorias de una doncella” reside en como progresivamente se va dando un giro de lo particular a lo general, de la comedia del absurdo a cuestiones políticas, morales y sociales de hondo calado sin solución de continuidad. En esa rancia casa en la que  aún se brinda ceremoniosamente por el “ancien regime” y se obvia la celebración de la república, Renoir introduce un discurso de mucho mayor alcance. La república ha llegado, cierto, pero en muchas anquilosadas mansiones el germen del totalitarismo y la pervivencia de las clases dominantes permanece impasible bajo el manto de una moral retrograda y reaccionaria.



 A partir de ahí, Paulette Goddard y su Celestine no serán solo un soplo de aire fresco en un lugar anclado en el pasado. Será el símbolo encarnado en forma de mujer de los valores de la república: libertad, igualdad, fraternidad. Ya no se trata solo de lavar las cortinas y fregar la casa. Es el polvo ético, la sórdida atmósfera opresiva y la podredumbre moral lo que necesita una buena refriega. El resultado es que Celestine deviene heroína involuntaria que asesta un soberano golpe moral a esa familia retrógrada anclada en los privilegios de clase, la banalidad, los caprichos y la opulencia. Hablando alto y claro y convirtiéndose en improvisada portavoz de una sociedad más solidaria y justa. Abandonando la picaresca y abriendo su corazón al amor sincero.
Cuajar los dos estilos (la cínica sátira folletinesca con el discurso sociopolítico y moral) es algo que no está al alcance de cualquiera. Jean Renoir lo consigue sin perder el sentido del humor ni la perspectiva histórica, puliendo con mimo una película en la que asoma incluso el drama y el espíritu de la revolución. Un retablo surrealista en el que se construye una fábula que formula un viaje que zarpa desde lo caótico pero cuya travesía conduce a un mensaje ejemplarizante. A un puerto con remanso bajo el paraguas de la tesis ética.



Un lujo humanista que no se permitió Luis Buñuel en su adaptación de la misma novela en el año 1964. Celestine es ahora Jeanne Maureau, que vuelve a coger otro ascensor para el cadalso. Ya no estamos en los tiempos de la república francesa. El aragonés prefiere situar la acción en el periodo de entreguerras, con la sombra del totalitarismo nazi acechando en el ambiente. La película, “Diario de una camarera”. Buñuel dibuja un ambiente opresivo, ominoso, delirante y caótico, mucho más sórdido y enfermizo que Renoir. Se comprende que le pudo interesar al aragonés de esta pieza, pues encerrar a una sirvienta en una mansión repleta de vicios privados le sirve perfectamente para dar rienda suelta a los demonios interiores, los fantasmas, las obsesiones sexuales, el fetichismo y los nada discretos encantos de una burguesía cargada de fobias internas y represión sexual.
Déjame acostarme contigo, prometo no dejarte preñada” le dice Michel Piccoli a una Jeanne Moreau mucho más oscura y siniestra en su composición que Paulette Goddard, que rebosa vitalismo. La Celestine de Buñuel ya no es solo una ilustre fregona, es una mantis calculadora bañada en una desconcertante ambigüedad definitivamente amoral. Soporta el fetichismo de uno, los intentos de acceso carnal de otro, una perversa tensión con el criado y todo bajo un manto de oscura y nunca revelada ambición.



Para Buñuel, en su ácida y negra visión de la lucha de clases, los criados no luchan por ideales ni valores nuevos. Tan solo quieren parecerse cuanto antes a sus despreciables amos. Su acerada crítica social es demoledora. Ni la vieja y caduca aristocracia, ni la burguesía emergente ni la iglesia salen nada bien paradas. Pero tampoco los criados con tendencias sádicas.
Y para añadir más leña al fuego existe una mirada nada complaciente a comportamientos fascistas y reaccionarios que son el preludio de un magma político autoritario en plena ebullición. Buñuel pone todo su empeño en dibujar de forma penetrante los enigmas de la doble moral provinciana. Los cuales según su diagnóstico se despliegan en una tensión irresoluble entre las falsas apariencias y ritos de la vida pública y los oscuros mundos internos de la represión sexual, los complejos y el crimen.  



De este modo, lo que Jean Renoir solo insinuaba con leves pinceladas que se acentuaban al final, Buñuel en “Diario de una camarera” lo lleva al centro del relato convirtiendo la decadencia social en una atmósfera más que opresiva, viciada e irrespirable. Sin posibilidad de redención. Y lo que es más, sin ningún afán ejemplarizante o aleccionador que permita respirar y ver una salida a un túnel negrísimo. En este sentido, la lucidez de Buñuel se transforma en acerado nihilismo. Y Celestine transitará por una cuerda floja en la que prima un ambiguo y secreto interés personal por subir peldaños en la escala social. Para ello utiliza diversas argucias, incluido un esquivo sentido del humor. Aunque su arma de destrucción masiva es su cuerpo y el deseo irrefrenable que despierta en el género masculino. Existen momentos de autoflagelación moral y física que entroncan y anticipan los que más tarde se pueden contemplar en “Viridiana” o “Belle de Jour”.


Ambas películas resultan en todo caso de mucho interés. Sobretodo por cuanto permiten cristalizar la mirada nada inocente de dos cineastas muy personales, Renoir y Buñuel. Poderosos narrativamente así como en la construcción de universos muy reconocibles y propios. Claramente identificados con sus idearios personales. Dos obras de notable personalidad. La diferencia está en que Renoir prefiere construir un sutil retablo surreal, onírico y caótico que se transforma en novela ejemplar. Mientras que Buñuel, hunde su mirada en el delirio paranoico del esperpento más oscuro. Ambas obras, por su crítica modernidad surrealista gustarían a André Breton, que entendía que el surrealismo debía ser puesto al servicio de la revolución.
Existe una tercera película dirigida por el recientemente desaparecido Jesús Franco, con Lina Romay como protagonista. Nada se puede aportar sobre ella por cuanto no se ha visto. No obstante, se avecina una cuarta aproximación a este clásico de la literatura gala. La dirigirá Benoit Jacquot y su protagonista será Marion Cotillard. Como bien dijo Henry James y aplicado al cine, será una buena oportunidad para dar otra vuelta de tuerca a una historia con infinidad de posiblidades.