jueves, 18 de julio de 2013

LOS CAMINOS DE LA REDENCION


Se lamentaba Ortega de que el hombre moderno fuese un “hombre de cera”. Aficionado al goce inmediato, egoísta, soberbio y un tanto irresponsable. Un ser sobradamente pagado de autosuficiencia y ego que confunde el libre albedrío con la auténtica libertad consciente. Y eso que no conoció al postmoderno del siglo 21. Seres orgullosos de vivir por fin en una sociedad sin dogmas y plagada de adelantos tecnológicos. Estímulos de plastilina que a poco que se observen dibujan un panorama engañoso.
Tras la fachada del ser autosuficiente late una tonelada de complejos impostados y decadencia que facilitan que el modelo se derrita con facilidad. Prisionero de la globalización de las conciencias y anulado su crecimiento como ser autónomo sustantivo, el ser que siguiendo a Nietzche dijo que Dios había muerto, veía como su propio endiosamiento se diluía víctima de otros sistemas implacables creados por él mismo. Es el hombre-masa devorado por la sociedad abierta. Otra que también flaquea. 



Para paliar semejante desenfreno algunos reaccionaron y se inventaron lo del rearme moral. El hombre podría campar a sus anchas en alas del espejismo liberal y prescindir de toda divinidad, aunque se olvidó un detalle. Tal vez esta no había dicho su última palabra. Y en el fastuoso desfile de vanidades varias, siempre resurgirá quien invoque de nuevo la ira de Dios para tomar venganza justiciera. El implacable castigo por olvidar el fuego y la palabra.
De eso va “Ultima Llamada” film del irregular Joel Schumacher. Los primeros planos nos muestran las plácidas y pomposas nubes de un cielo azul con fondo de gospel angelical. El plácido plano no tarda en cruzarse con un molesto e imprevisto objeto volante, símbolo de la modernidad científica: un satélite espacial. La cámara le sigue por los conductos y cableados en un picado imposible hasta llegar a un teléfono móvil. Uno de los millones de teléfonos móviles que pueblan el enjambre de la grandes urbes de corte babilónico. “antes, alguien hablando sólo era síntoma de demencia. Hoy es un símbolo de distinción social” dice la voz en off.



En la nueva Sodoma del siglo 21, según Schumacher y su guionista Larry Cohen, para orquestar el discurso del azote moral, casi sirve cualquier ciudadano. Para la ocasión escogen a un ventajista agente de prensa (Colin Farrell). Un tipo con aires seductores y mefistofélicos que sobrevive engañando a varias bandas a los clientes a los que representa. El prototipo del postmoderno de temporada. Su juego es el del trueque continuo a base de fachada y mucha labia. Una vuelta al mercado medieval en el que el intercambio de favores se da la mano con el engaño y la amoralidad. Y siempre para sacar provecho y reírse del mundo.
¿Posible atenuante que no termina de colar?: pícaros los hubo, los hay y los habrá siempre. Sin embargo, a este tipo autosuficiente no le basta con ser un traidor profesional jugando con cartas marcadas, vestir de diseño y lucir sonrisa. Entra también en el terreno personal intentando camelarse a una aspirante a actriz (Katie Holmes) a la que dice que ha colocado en una posible terna para un papel, atención, junto a Cameron Díaz y Julia Roberts.



Para hablar con ella se quita su anillo de casado. Para que su mujer (Rhada Mitchell) no descubra sus escarceos telefónicos llama desde una cabina. Pero su sorpresa será mayúscula cuando al otro lado de la línea se encuentre al dios iracundo con la guadaña, dispuesto a desplegar su ira y hacerle pagar sus muchos pecados, que incluyen soberbia, lujuria y avaricia, entre otros. Las artimañas de trilero y su pose de fantasma no le van a servir a la hora de enfrentarse al ojo que todo lo ve.
Y pronto el espectador se da cuenta de que esta no sólo es una película de suspense. Es un film con evidente trasfondo ético y religioso en el que se va a someter a juicio sumarísimo al pobre infeliz, que tendrá oportunidad de conocer un adelanto del infierno de Dante en exclusiva. Y es que el Padre-Creador parece muy enfadado con el comportamiento de su hijo en la tierra.
Por supuesto, el escenario también es simbólico. Para una confesión en toda regla de los más íntimos pecados, la cabina telefónica hará las veces de confesionario. Y todo ante el nuevo altar tecnológico del mundo: “mira a esos turistas grabando con sus videocámaras, esperando a que la policía te acribille para vender las imágenes a una tv sensacionalista” dice la voz. Aquí hay también una acusada ración crítica para la sociedad tecnológica que deshumaniza e incomunica al ser humano. La cuestión es si habrá piedad o perdón para el pecador, ya que de entrada no hay ni propósito de enmienda ni dolor de contrición.



Para colmo, hay una advertencia previa que no anima mucho: “antes que tú hubo otros ¿recuerdas al agente de bolsa que murió de un disparo en la cabeza? era un especulador sin escrúpulos que se hizo millonario y retiró sus acciones del mercado justo antes de que cayeran en picado, dejando a los pequeños inversores en la miseria”. ¿Es o no actual esta película?
Dice Martha Nussbaum que una de sus mayores preocupaciones es la vulnerabilidad del ser humano en cualquiera de sus manifestaciones. Económica y social, sí. Pero también ética y moral. Y como el vacío moral lleva a que algunos se crean tocados por un baño de impunidad que les permite actuar como quien juega al monopoly, con los resultados conocidos por todos. El desarrollo de “Ultima llamada” nos permite asistir en tiempo real al rápido proceso de vulnerabilidad de un hombre que pensaba que pisaba firme y se reía del mundo, hasta el extremo de verlo sometido a la humillación moral y casi a la lapidación pública.



Grabado por todas las televisiones, objeto de curiosidad nacional, acordonada la zona por la policía, en apenas una hora la arrogancia ha desaparecido. El helado de vainilla se ha derretido. El super yo se ha venido abajo. Ahora estamos ante el hombre sin atributos, acorralado y chapoteando en su propia miseria. Anulado como ser humano. Se podría discutir si merece la humillación que sufre. Una serie de directos sin descanso que mandan al púgil a la lona. Un auténtico ajuste de cuentas con el ego superlativo del prototipo postmoderno de última generación.



Pero atención, que hay sorpresa. Una penúltima pirueta de guión permite contemplar al protagonista ejerciendo el papel de mártir adoptando la posición de quien vive un vía crucis. Hasta el punto de adoptar la postura del crucificado ante la masa. Lo cual abre perspectivas insólitas y ambíguas en el relato. La confesión final en la plaza pública buscando la redención no permite al film llevar sus propuestas hasta las últimas consecuencias.
Ese es el problema del hombre contemporáneo y del film. Ambos creen que un giro de guión les redimirá de sus pecados y les permitirá renacer como hombres nuevos. Como si todo hubiese sido una mala pesadilla de la que se sale con la lección aprendida. Por desgracia los Stuart Shepard (Colin Farrell) de este mundo son mucho más cínicos. Así nos va.
Ante un film de estas características, siempre cabe preguntarse si la fábula moral que encierra no posee ciertos tintes reaccionarios o cuando menos fundamentalistas de carácter ortodoxo. O si en el fondo, pese a toda la artillería que se despliega este no es un film en el fondo conservador. Es una respuesta que corresponde a cada espectador. El cual dispone de varias opciones.
La primera es disfrutar con los nerviosos movimientos de cámara, las piruetas de guión y la dosificación del suspense de la película sin entrar en otros guisos. El aroma de Richard Matheson dejando al individuo a la intemperie ante fuerzas que no comprende late con fuerza en algunos pasajes, en los que el hombre pierde absolutamente el control de la situación y el cómodo mundo en el que creía vivir parece desmoronarse.



La segunda es adentrarse en el conflicto ético y moral que plantea la película, en la que los ecos de la culpa calvinista de raíz protestante asoman en más de una ocasión. Junto con la afición del cine norteamericano por las teorías conspiranoicas y los rifles de repetición en las ventanas. Un complejo no superado desde el magnicidio de Dallas en 1963. Quien no desee verlo por ese lado, puede contemplarlo como un severo correctivo al postmoderno contemporáneo que creyó comerse el mundo no hace tanto. Y adivinar que los problemas económicos son una consecuencia de las grietas éticas. Eso si, rebajado en grados en su final.
No seria justo olvidar que siempre queda una tercera opción. Recrearse en las ajustadas interpretaciones de Colin Farrell y Forest Withaker y en la belleza de Rhada Mitchell y Katie Holmes. O en la nerviosa cámara de Joel Schumacher, quien por una vez captura con sus imágenes un mundo alucinado. Esta película se filmó en diez días. Era el tiempo que duraba el permiso para cortar la calle en la que se rodó. Está claro que en algunos casos, la premura agudiza el ingenio.        

viernes, 12 de julio de 2013

LA SEDUCCION DEL MAL


Deconstrucción. Partamos de una cotidiana estampa familiar. De la imagen serena de un ama de casa leyendo el periódico mientras desayuna con su marido. ¿Cuánto tardará Alfred Hitchcock en poner en tela de juicio a la dama? ¿Cuánto en sembrar dudas sobre la institución familiar? ¿Qué tiempo le llevará crear en el espectador una sensación de hipocresía y falsas apariencias en la pareja? Nada mejor que poner el cronómetro en marcha. Exactamente 48 segundos. Y ya nada es lo que parece. Pasado un minuto ya sabemos que la mujer es infiel, que el marido lo sabe y que no se va a quedar de brazos cruzados. Pero, cuidado, su refinamiento no le permite planear una vulgar venganza pasional fruto de los celos.
Aquí no hierve la sangre ni se pierden las formas. El cornudo caballero, con frialdad matemática, simplemente aprovecha la coyuntura que se le pone en bandeja para sanear sus míseras finanzas y perder de vista a una mujer con la que se casó por interés. Según se insinúa ella también. Lo que le llamó la atención es que era un atlético y apuesto tenista. Ahora, pasado el primer fulgor y el atractivo de la fama, se refugia en brazos de algo mucho más chic: y que mejor que un elegante y bronceado norteamericano que escribe cartas. Para su encuentro, la dama se viste de rojo pasión y juega a mostrarse como una víctima atrapada en un matrimonio en el que el yanqui hace las veces de Lancelot que cabalga al rescate.


Muchos momentos iconográficos posee la filmografía de Alfred Hitchcock. Son tan conocidos que resultaría obvio enumerarlos. Esta película cuenta con uno de ellos, el tour de force con Grace Kelly alargando el brazo para alcanzar las tijeras. Suerte de la que no dispuso Marion Crane en “Psicosis”. El de la foto superior no figura entre ellos. Corresponde a Ray Milland en “Crimen Perfecto”. Y sin embargo, ejemplifica perfectamente uno de los ejes de su cine: asomar al espectador al inexplicable deleite que produce el mal.
Ray Milland, tras elaborar lo que considera un plan infalible, maquiavélico y sin fisuras, se sienta con comodidad a saborear el instante. Delitándose orgulloso de su propia perversidad. Y Hitchcock, profundo conocedor de la naturaleza humana, nos convierte en testigos privilegiados del momento. Nos invita con su cámara a compartir el atractivo de lo malsano, la peculiar faceta artística de un minucioso puzzle en el que el ejercicio y la práctica del mal se ejercen sin cortapisas, ya que se cree que los actos no tendrán consecuencias


El gozo de Ray Milland llega a extremos psicológicamente retorcidos y de un atractivo solo entendible desde la posición del que contempla el crimen como un arte refinado. Solo así se puede explicar como el esposo cornudo invita a una copa a quien le roba a su esposa y como después insiste a propósito en que ambos vayan solos a cenar. Existe una mirada sibilina e indescifrable cuando los despide con una excusa que va más allá de lo anecdótico.
Cierto es que su ausencia le viene bien para rematar la detallista cocción de alta cocina de su “crimen perfecto”. Para ello Hitchcock se sirve de un modelo utilizado en otros films. El de la relación masculina disfrazada de falsa camaradería, con un punto fuerte y otro más débil.Ello trae al recuerdo otras cintas del autor, básicamente las que se contienen en “La soga” y “Extraños en un tren”. En ambas existe también un individuo confuso que se ve dominado por el maquiavelismo y el atractivo de otro más inteligente y seductor. Y ello hasta el punto de considerar que merece la pena brindar por ser tan astutos de burlar no ya la ley, sino la inteligencia mundana, incluidos los agentes del orden.


En realidad, lo que se pone en práctica es un acto subversivo que trata de colocar al hombre a la altura de su potencial creador y por encima de toda ética y moral subyacente. Ray Milland en su sillón, contemplando su obra se regodea considerándose un Dios. Es el ser supra inteligente de Nietzche, capaz de burlarse de su destino y manejar a los hombres como a marionetas en un tablero de ajedrez. Y eso, como diría el personaje, bien merece una copa.
Para colmo, el desarrollo le llevará a confirmar sus sospechas bañadas de ego. Si el plan falla, el demiurgo es capaz de reorganizarlo y trazar nuevas rutas. Cosa que hace hasta en tres ocasiones de forma que sus propósitos se lleven a efecto. Y todo ello lo plasma Hitchcock con una soltura impecable. No se priva de accionar su implacable mecanismo de relojería a la vez que disecciona a esa sociedad de suaves maneras y atroces comportamientos, de sonrisas, cortesías y amables virtudes públicas, en contraste con el abismo interior que esconde la hipocresía burguesa. Y todo ello al ritmo calculado que impone un delicioso run for cover sin descanso.



No obstante, las cosas como son. Ciertamente,esta no es precisamente una de las películas más reputadas del autor. Todo lo contrario. Es más, cuando Truffaut le preguntó por “Crimen perfecto” en su libro-entrevista, el mago del suspense se encogió de hombros y manifestó que “no tenía gran cosa que decir”. No importa, ya que Claude Chabrol, en su defensa numantina de todas y cada una de las obras del británico, llegó a negar al propio Htchcock cuando el británico afirmaba que muchas de sus películas eran simplemente fruto de una técnica impecable. Y que de la misma forma que Ford era un cineasta “que hacía películas del oeste” él las hacía de suspense. Y que en muchas ocasiones no había que buscar mayores trascendencias, ni místicas, ni metafísicas.
Fue entonces cuando Chabrol, en su condición de abogado defensor, llegó a decir aquello tan rotundo de “Hitchcock miente, nos vuelve a engañar”. Lo que equivalía a proclamarlo una vez más como un maestro.
Es entendible que dentro de su obra esta pieza pueda parecer menor. Aunque el calificativo menor no conjugue para nada con Hitchcock. En “Crimen perfecto” desarrolla un juego metalingüístico de gran interés en torno a la realidad y la ficción. Partiendo del hecho de que el amante (Robert Cummings) es escritor de novela negra, se pone sobre el tapete la idea de fabricar una ficción que parezca real para salvar la vida de Margot (Grace Kelly). E inventa una aparentemente descabellada historia que curiosamente coincide con lo que realmente sucedió. A lo que habría que añadir. Sí, pero en la ficción fílmica. Relatado por el amante desesperado resulta como dice Ray Milland: “Absurdo. Si lo cuento así, parecerá el desesperado intento del esposo por salvar a su mujer y nadie lo creerá”. Incluso al inspector el relato in extremis le parece inverosímil y ridículo.
Sin embargo, el espectador sabe que no es así. Como dispone de toda la información, sabe que esa versión aparentemente descabellada es la correcta. Y lo sabe ya que se lo acaba de tragar con avidez y sin pestañear.Lo cual demuestra una vez más la maestría del director para llevarnos de la mano por terrenos tan atractivos que hacen posible que hasta lo más descabellado sea racionalmente creible y cierto. Una vez más somos víctimas del maestro que vuelve a engatusar al público con una maniobra que afecta a la propia esencia del lenguaje cinematográfico.


Ahora ya sabemos que las realidades paralelas y los pliegues entre realidad y ficción se inventaron mucho antes que en "Origen", el film de Christhoper Nolan. Por eso resulta tremendamente irónico y malévolo que la película comience y termine como un film de propaganda en el que las fuerzas de Scotland Yard siempre vencen y hacen cumplir la ley. Esa es una de las esencias del film. Una muy aguda reflexión sobre la creación cinematográfica. Se diría que el audaz director está detrás susurrando con su habitual picardía: “¿Scotland Yard? sí que vencen, pero sólo en las películas, no lo olviden”.
Podría aventurarse por tanto, que toda la labor de sabueso del severo y dígido innspector incorporado por John Williams, no deja deja de estar teñida de cierta ironía sobre el rigor y la eficacia policial. Similar a la que protagonizaba Michael Caine figurando ser un tópico y aguerrido inspector en "La huella" el formidable film de Mankiewcz. Cinta en la que derrotaba en su terreno a otro demiurgo del crimen, Laurence Olivier, y posteriormente se quitaba la máscara de un personaje impostado y prefabricado. Como aquí, pura ficción fílmica.


Alfred Hitchcock, no solo se permite jugar con los conceptos de realidad y ficción, sino que lo hace sin renunciar ni al suspense ni a la malévola ironía. Por cada fotograma respiran gotas de su habitual veneno narrativo. Es cierto que dejó que el inspector ganara la partida jugando a ser más suspicaz que su oponente. Pero que quede constancia. La victoria final, apretada y por los pelos, de Scotland Yard sobre el artista del crimen no encierra para el director, por mucho que lo aparente, ninguna lección moral sobre el triunfo del bien sobre el mal. Y si mucha ironía y segundas lecturas. Lo cual no priva al espectador de contemplar un agudo combate entre el inspector y el maquinador repleto de astucia, sofisticación y geniales vueltas de tuerca. El maquiavélico protagonista gana enteros cuando debe enfrentarse por fin a alguien de su altura intelectual.



Para Hitchcock, no obstante,  el mal en sus variadas formas no se detiene jamás. Y su intención no es dar una lección al mal, sino disfrutar con él. La ambigüedad y el refinamiento malsano llevan al director a deleitarse más con la excitación que puede llegar a producir al protagonista el chantaje a la propia esposa, siempre bajo las apariencias de un gentleman. O como esta se permite lujos como tomar un aperitivo con marido y amante como si tal cosa.
Y es que a Grace Kelly, el director le prepara un auténtico vía crucis como castigo por sus alegres aventuras e infidelidades. Aquí habría que volver sobre la eterna cuestión, tan debatida, sobre si Hitchcock era o no un moralista misógino que disfrutaba viendo arder en la hoguera a sus actrices. Cuestión que no pienso resolver hoy. Otra cosa es su indiscutible excelencia como cineasta, también en películas menos reconocidas como esta. Y es que el británico maneja los juegos de llaves fílmicas mucho mejor que su protagonista.
En 1998, Andrew Davis, con más presupuesto y muchos más escenarios volvió sobre el tema en “Un crimen perfecto”. Ello podría servir para constatar una vez más el saqueo continuo de los clásicos. Para evidenciar cómo se narraba ayer y como se hace hoy. Y cómo palidece el star system de hoy en relación al de ayer, por mucho que la película la protagonicen Michael Douglas, Viggo Mortensen y Gwynett Paltrow. A esta última, Hitchcock le hubiera sacado muchísimo más partido en ese papel.
Pero los problemas son otros, comenzando por el guión. En realidad son tantos que se resumen en uno. Vuelvo a tomar el cronómetro. En este caso para medir durante cuanto tiempo me aburro. Resultado: 107 minutos. Termino con una frase que no es de Hitchcock, es de Wilder. La auténtica medida de una buena o mala película la marca el aburrimiento.