viernes, 15 de noviembre de 2013

LA SEMILLA DEL CAMBIO




Los fabricantes de eslóganes azucarados barnizados de optimismo, de mensajes prefabricados y empaquetados con celofán, debieran ser un tanto cuidadosos cuando los confeccionan y los lanzan a la calle. Todo depende de cómo ande el contador del límite de la paciencia. Teniendo en cuenta que para mucha gente el piloto de la reserva se encendió hace ya mucho, conviene ser prudentes e hilar fino. Por ejemplo, veamos qué sucede con la luz al final del túnel, ese mantra que nos repiten últimamente de forma insistente. Pues, puestos a buscar imágenes icónicas habrá quien lo asocie a la tierna luz de “Ghost”, al final mesiánico de “Viven”. O a “la zona muerta" de Cronenberg. A Charlton Heston separando las aguas. O al milagro de Dreyer en “Ordet”. Depende de gustos.
Habrá quien se acuerde de “El tren del infierno” de Konchalovsky (y Kurosawa). Aunque ganas dan de asociarlo a “Malditos bastardos”. No obstante, para qué complicarse la vida cuando el tema tiene su propia película. Y nada menos que protagonizada por Sylvester Stallone. Algunos films sin proponérselo se convierten en involuntarias metáforas del momento. Una de ellas, “Pánico en el túnel”, en la que sucedían varias cosas, y pocas buenas.
Como nadie nos ha explicado nunca las dimensiones reales del túnel de marras, en mitad de trayecto se producía un deep impact descomunal. Un embotellamiento brutal de consecuencias funestas, con todo el mundo amontonado y pisoteado, atascado sin remedio, abandonado a su suerte, como en la vida real. El objetivo de Stallone, que se conocía las cañerías, era precisamente encontrar la luz al final del túnel en mitad de la espantosa catástrofe. Lo malo de “Pánico en el túnel” es que al final sólo ven la luz Stallone y unos pocos elegidos. Mal asunto. 


Resulta curiosa esa pobre metáfora de que estamos en un túnel. Los que la idearon debieron pensar que visualizaremos un túnel muy corto. Y sobretodo que estamos a oscuras, cuando luz es lo que sobra. Tal vez por eso, puestos a buscar símiles prefiero el desierto, más amplio y con mucha luz. Dice Rafael Argullol que la travesía del desierto está llena de trampas y espejismos burlones. De imágenes que conducen a falsos oasis. Nos hallamos ante un inmenso callejón del gato repleto de espejos deformantes que sólo sirven para hacer que la inagotable sed queme la garganta del caminante.
En la inmensidad salada del desierto, sudorosos, agotados, al límite, como en la sensacional “Camino a la libertad” de Peter Weir, la fantasía en un porvenir mejor sólo tiene un inconveniente, la sospecha de que la luz nos engañe y se trate sólo de eso, una fantasía. Por eso toda travesía del desierto tiene una durísima faceta física y otra aun más dura: la existencial, cargada de preguntas.
El cine actual lo ha visualizado de diferentes maneras. Está la frontal y directa de Ken Loach en “En un mundo libre” o las peripecias de Guillaume Canet en “Una vida mejor”, películas que diagnostican los problemas con desigual fortuna. 


Un aficionado a Shakespeare podría afirmar que tras lo más crudo del crudo invierno siempre llega el sueño de una noche de verano. Para eso es necesario tener capacidad de asimilación, Y según M. Night Shyamalan en “La joven del agua” el hombre hace tiempo que dejó de escuchar y se dedicó a conquistar y a luchar. Teniendo en cuenta que estamos en mitad de un desierto vital, nada como este título que remite al hombre y al agua, y que se presenta como un cuento con tremendas cargas de profundidad.
Paul Giamatti, traumatizado por una tragedia familiar, vive aislado del mundo en una urbanización conviertida en una mezcla de razas, clases y tipos. Es un ejemplo de lo que Tzvetan Teodorov describe como el hombre desplazado en un mundo sin demasiado sentido del rumbo. Tras terminar su jornada de trabajo como hombre de mantenimiento pone la radio. Y lo que escucha le pone en contacto con el apocalypse now versión siglo XXI: “Hoy aquí no todos se han pasado el día preparándose para la guerra. En las misas dominicales los capellanes han alentado a las tropas. Y los marines han tenido un momento para la oración en una misa que será la última antes de combatir”.
El aparentemente plácido e idílico complejo residencial, entendido como simbólico resumen del mundo, no puede esconder el páramo existencial en el que viven sus habitantes, casi recluidos en sus respectivas colmenas. La irrupción de una sirena, un ente fantástico con un mensaje que dejar a los hombres tras descifrar una serie de elementos cabalísticos, marca hasta que punto el grado de desesperanza y frustración existencial lleva al ser humano a aferrarse a lo más insólito. 


En "la joven del agua" Shyamalan construye un hermoso, complejo y emotivo puzzle cuya excelente premisa inicial para poder participar es la irresistible tentación de lo utópico. Olvidando todo prejuicio. Aunando la melancolía con la sensualidad y una extrema belleza visual, la partida en la que el destino del hombre está en juego comienza. Y para ello no hay que abandonar la tierra media ni recorrer inhóspitos parajes, ni iniciar una larguísima aventura plagada de misterios. En un poderoso alarde minimalista y de contenido metafórico sublime Shyamalan nos dice que todas las respuestas están en nuestro propio barrio, en los detalles más minúsculos y en las personas en principio más triviales con las que nos cruzamos cada día. Nuestro vecino puede y debe ser nuestro mejor aliado.
La misión de la sirena (la dama Narf) es encontrar a un escritor al que debe transmitir un mensaje. Algo que los enemigos externos en forma de bestia salvaje que acecha en el jardín camuflado entre las plantas no pueden permitir. Si el simbolismo permite aunar todas las amenazas exteriores en un solo ente feroz, esa misma idea le permite al director realizar un suculento y extraordinario viaje sin salir del edificio, en busca del escritor. Uno de los elementos más atractivos y deliciosos de la fábula es el hecho de que ningún personaje sabe realmente cual es su papel en la historia, ni tan siquiera si es fundamental en ella o no.


Ello nos permite conocer a toda una variedad de posibles aspirantes que configuran una tipología muy rica y variada. Desde el aficionado a los crucigramas que juega con su hijo, hasta un grupo de vagos fumadores de marihuana que se dedican a no hacer nada, pasando por la única que conoce parte del cuento: una estudiante japonesa amiga de las discotecas.
Por casualidad salta la liebre. Un vecino está escribiendo un libro sobre la relación entre culturas. El primer cruce de miradas entre el escritor y la dama Narf está rodado con tal precisión y detalle que asombra. Y entonces Shyamalan filma con extrema delicadeza ese momento mágico con tintes mesiánicos en el que se transmite el mensaje. El misterio mitológico de toda fábula: “Un niño en el medio oeste de esta tierra crecerá en un hogar en el que estará tu libro. Crecerá con esas ideas. Se convertirá en un gran orador y tu libro será la semilla de muchas de sus ideas. Será la semilla del cambio”.
Por supuesto, el joven escritor, tiene sus dudas y sus objeciones. Él no es nadie aún y pueden pasar décadas antes de que su libro pueda prender en la conciencia de alguien. Pero sobre todo le alarman dos cuestiones: “muchas de las cosas que he escrito en el libro creo que a la gente no le van a gustar”. Y una segunda de carácter personal. ¿Por qué no querría conocerme esa persona? ¿Voy a morir?. El espectador también está en todo su derecho de manifestar sus dudas, sobretodo tras todo lo acontecido con el nuevo mesías laico, presidente y premio nóbel de la paz. Sin embargo, el film sabe muy bien resguardarse de ese posible ataque pues sus intenciones son otras. 



Shyamalan termina por redondear un film notable y de gran fuerza lírica en el que casi de modo subversivo, a través de una fábula, apela al poder de las letras como fuente de conocimiento humano. Pero no se queda ahí. Más que en un mensaje mesiánico y redentor, está interesado en interpelar a cada ciudadano como parte activa en un proceso colectivo de ética antropológica que conduzca a la reforma social. Además hace un llamamiento formidable y revolucionario al concepto de comunidad unida, de polis solidaria, en la que cada uno de sus miembros construyen ellos mismos su propio futuro aunando fuerzas y capacidades. Y todo ello otorgando un papel decisivo a los elementos naturales como catalizadores: agua, viento y lluvia se integran en el relato como un personaje más.
En realidad, estamos ante el reverso de “El bosque”. En esta un grupo de individuos hartos de los vicios de la sociedad se retiraba del mundanal ruido, replegándose sobre sí mismos para sobrevivir en armonía. En “La joven del agua” se adopta la misma premisa (un mundo en descomposición) para apostar por el mensaje inverso. Mucho más humanista, positivo y expansivo, en el que los humanos unidos luchan por un porvenir conjunto mejor de carácter universal. Con una particularidad esencial: No importa que se equivoquen en la elección de los roles que cada uno debe de ocupar en su particular polis. Todos unidos recompondrán el puzzle mal diseñado para completar la historia. 

Todo ello sin perder en ningún momento la magia que desprende la narración de una fábula cargada de elementos fantasiosos y oníricos de gran belleza. El gran acierto de Shyamalan es conjugar de forma poderosa, elegante y muy lírica, la narrativa popular de raíz oral y el valor de lo atávico con un contundente alegato político de gran alcance en una propuesta en la que tampoco están excluidos elementos del trhiller, el fantástico y un finísimo sentido del humor.
Para ello, y en una última pirueta realmente fantástica, se hace una invitación sin renunciar a la razón, a incorporar a nuestro bagaje todo lo relativo a un estado próximo al propio de la infancia, ese momento en el que todo es posible. En el que el vecino adopta las formas del super-héroe sin traje, y la anciana de curandera milagrosa. Y en la que la resolución de todos los enigmas como no podía ser de otra manera, no está en manos de ningún presunto intelectual, sino de un niño. En ese retorno de los adultos a cierta inocencia en la que todo es posible, sólo el prepotente e implacable crítico de cine que cree saberlo todo es el único que está de más. 
  

Una película de semejante belleza hipnótica, con interpretaciones sobresalientes, punteada por imágenes impagables y por un sentido de la narrativa absolutamente ensoñador, de gran potencia emocional y ética, sin embargo no caló. Ni siquiera ayudó su banda sonora delicada y arrolladora y su contundencia en el mensaje. “La joven del agua” llevó a su director al fracaso comercial y artístico y a un descrédito casi absoluto entre el público. Hoy su nombre es casi veneno para la taquilla. Su película comienza diciendo que hubo un momento en que los humanos dejaron de escuchar. Aunque, ojo, también dice que los críticos muchas veces se equivocan.  

viernes, 8 de noviembre de 2013

ALGUNAS MUJERES BUENAS


El sol sale igual de radiante para los justos que para los injustos, para los menesterosos que para los desalmados. Aunque lo parezca no es ningún sermón, lo dice Simone Weil. Incluso para el ser más diabólico y amoral, aquel que inconsciente de las consecuencias de sus actos, cree que sólo está gastando una broma ilusionando con promesas vanas a una señorita. La mujer de la foto es Isabel. O mejor dicho Betsy Blair. Es ese plano tremendo en el que tras tomar conciencia saca su orgullo tras ser objeto de una descomunal mascarada que arrasa con todo y con todos. No todo el mundo es como Ernest Borgnine en “Marty”. Y ante eso hay que ir prevenido. Habla el detective privado Patrick Kenzie, creación del novelista  Dennis Lehane “de pequeño le pregunté al cura cómo se podía ir al cielo viviendo en este barrio sin morir en el intento, y me respondió: sois ovejas entre lobos, sed sagaces como serpientes e ingenuos como palomas”.

Aunque uno nunca terminará de tener la certeza de si Isabel en “Calle Mayor”, film de Juan Antonio Bardem, es un exponente claro del pensamiento Alicia según Gustavo Bueno o en realidad su actitud es la de una suicida y firme toma de postura en una ciudad de provincias que, aun consciente del peligro que corre, se autoengaña y decide vivir el último aliento de una ensoñación fantasiosa. Aunque su amor esté condenado al fracaso. Ya saben: soñar, dormir, tal vez morir. No sabemos si Isabel tuvo tiempo de leer “Nada” de Carmen Laforet, ni “vindicación de los derechos de la mujer” de Mary Stonewallcraft, pudiera ser que no. Y como aficionada al séptimo arte, no llegó a ver por ejemplo “la mujer indomable”. Se le escapó el recital de Liz Taylor (la gata) dando vida a la heroína de Shakespeare como fiera. Lástima. Lo que sí intuimos es que Bardem sí tuvo tiempo de ver “Los inútiles” de Fellini, aunque él fuera por libre.
 


El ejemplo de Isabel, ilusionada con un falso noviazgo y una falsa boda confeccionada por los graciosos del pueblo para divertirse y humillarla sin compasión, permite traer a colación tres cosas: la primera, esto sobre el papel, no le hubiera pasado ni a Carole Lombard ni a Lauren Bacall, por poner dos ejemplos clásicos. Tal vez sí a Irene Dunne o a Greta Garbo, acostumbradas a sufrir sin límite. La segunda, permite cuestionarse ese sexto sentido, esa innata habilidad para la guerra de sexos tan propicia para la victoria femenina. Tercera, la broma masculina termina pasando factura muy seria al alma sin conciencia que sufrirá de forma severa las consecuencias. En “Calle mayor” es el hombre-cazador quien cruza una puerta y se introduce en una versión realista y muy negra de fantasía. Para el lobo estepario a la española el mundo de Oz se transmuta en un laberinto del que no sabe salir, convirtiéndose en otro corredor sin retorno.
Y ello pese al consejo tanto femenino como intelectual que recibe José Suárez. Curiosamente, uno de los problemas de Betsy Blair en la película de Bardem es lo mal aconsejada que está por otras mujeres que no hacen sino contribuir a su desgracia y meterla aún más si cabe en un pozo sin fondo. Lástima que Isabel no dispusiese a su lado de un personaje como el de Lillian Gish en “La noche del cazador” que tras una conversación de treinta segundos detecta al falso profeta, a la alimaña con piel de cordero: “usted ni es sacerdote ni es el padre de estos niños, lárguese de mi casa”.




Curioso resulta recordar como Isabel está rodeada de un elenco femenino pernicioso idéntico al que padece Shelley Winters en la película de Laughton. Y a esta ya sabemos como le va y como termina. Lilliam Gish hace una referencia en el pueblo a la ingenuidad de ciertas mujeres que se dejan engatusar muy fácilmente por las palabras candorosas del primer truhán que se les acerca. A que en ocasiones las jovencitas no tienen muy claro dónde se están metiendo y caen en telas de araña muy tupidas.
A ello, pero de forma oblicua y bien distinta, se refiere Ana María Matute en una entrevista en la que le preguntaron las razones de que no le gustase el cuento de Caperucita. “Porque es idiota. Porque una se puede acostar con el lobo, pero no confundirlo con su abuelita. Es lo que yo digo siempre, las mujeres no somos tan tontas. Cuando nos acostamos con lobos sabemos que nos acostamos con lobos. Después, ay ay ay que tonta fuí. Pero nos acostamos con el lobo y lo sabemos. No tiene que venir un leñador a salvarnos y sacarnos de la panza”. Lo curioso del asunto, y dramático, es que quien conozca mínimamente la biografía de la autora de “La torre vigía”, sabe que ella misma se enamoró, se casó y se acostó con un lobo de incluso mayor envergadura y vileza del interpretado por Robert Mitchum en el film de Laughton. De tal crudeza, según su versión, que espanta.


Son muchas por tanto las caras de Eva, como bien sabe Joanne Woodward, que incorporó a tres en un mismo film. El comentario de Ana María Matute, trasladado al cine, sirve por tanto para todas aquellas que han manejado con mano maestra los hilos de la comedia o del noir. Desde Mirna Loy hasta Kate Hepburn, pasando por las más tenebrosas y escurridizas, esas que hicieron considerar cierta misoginia en la confección de ciertos tipos femeninos. Están en la mente de todos, son las que tienen carita de angel, las que el cielo juzgará, las que llevan a los agentes de seguros a la perdición, las del fuego en el cuerpo, las que hacen llamar al cartero dos veces, por no hablar de las que jugando el papel de verdugo y víctima, son presas de su propia ambición desmedida.
Particular mención merece aquella que fue capaz en dos ocasiones de poner contra las cuerdas incluso al que no hace tanto sembraba el terror en las calles a punta de pistola, en un particular duelo en el que  Edward G Robinson es el cervatillo y Joan Bennett la perversa loba insaciable. Los títulos “Perversidad” y “La mujer del cuadro”.



Sin embargo, existen otros modelos. Y muy variados. Dejando de lado a las que sufren en silencio por amor y a las que las asola el terror, uno de los que se repite es el de la mujer de buen corazón, calidez humana, amable y comprensiva que se ve sometida al yugo y a los manejos de lobos esteparios que intentan por la vía del arribismo llevarlas a los abismos de la anulación e incluso a la locura. El cine clásico contiene muchas de ellas, frágiles, sometidas psicológicamente, engañadas y saboteadas. Sin ánimo de hacer un top five, pueden preguntar a Claudette Colbert en “Pacto Tenebroso” de Douglas Sirk, amenazada y confundida por su intrigante marido (Don Ameche) y por una fatal Hazel Brooks. El mismo trauma de engaños y acechantes hombres siniestros sufre Anne Baxter en “Gardenia azul” de Fritz Lang. Vera Cluzot en “las diabólicas”. O Dorothy Mcguire en “la escalera de caracol” de Robert Siodmack.
Aunque en este terreno de prototipo dramático de mujer a la que se intenta desquiciar y hacer pasar por desequilibrada, quien se lleva la palma es Ingrid Bergman. Sería larga la lista. Citaremos “Atormentada” de Hitchcock y por supuesto “Stromboli” de Rossellini, desquiciada aquí por todo un ecosistema opresivo no muy distinto al descrito por Bardem. Aunque tal vez el film por el que más recordada sea en este sentido sea “Luz que agoniza”, en la que debe enfrentarse a un pérfido Charles Boyer que literalmente intenta que pierda el juicio y la razón.
Curiosamente, existe una construcción dramática de mujer que lejos de la sufridora nata por amor, demuestra intuición e inteligencia y se mueve en el terreno de la sospecha, en la sombra de una duda, por escoger dos filmes de Hitchcock en los que la heroína femenina sin salir del rol tradicional de mujer que arrastra un excesivo buenismo, intuye, observa y sabe reaccionar frente al arribista masculino. Al mal hecho carne. Es el caso de Olivia de Havilland ante Monty Clift en “la heredera” o el expuesto de Teresa Wright con el tío Charlie. O Mía Farrow en la semilla de Polansky. E incluso Elsa Pataky con Romasanta.






Hay quien entiende que todo ese carrusel de mujeres en principio dóciles a las que se quiere enloquecer y anular, supone en el fondo una muestra del aburguesamiento reduccionista propio de la sociedad que se trata de reimplantar en los años 40 y 50. Y ello, pese a que muchos casos citados respondan a adaptaciones literarias. Esa mujer que tan bien retrata Clint Eastwood en “Los puentes de Madison” es un ejemplo paradigmático. Consagrada a la misión de procrear, hacer tartas de manzana y cuidar la casa. Alejada de todo compromiso intelectual. Y lejos en principio de tomar la iniciativa fuera de toda moral sexual impuesta.
Fue Betty Friedan quien en los años 60 puso sobre el tapete que esa mística de la feminidad, ese retorno al puritanismo, no solo debía ser cuestionado, sino que suponía un retroceso en la consideración de la mujer como ser autónomo y libre. Meryl Streep tan solo disfruta de un fin de semana de lo que reclama a gritos Betty Friedan. Y lo reclama para todas las mujeres, incluidas Isabel, la “tía Tula” y regentas varias.

Esa efímera revolución contracultural tuvo sus efectos. Llegamos a un punto en el que la plasmación de la mujer en la pantalla, por tanto, tiende a no etiquetarse sólo en dos modelos: el de la malvada femme fatale que paga por sus pecados por un lado, y la virtuosa y sufridora ama de casa, esposa y al cuidado del hogar. El resultado fue la reaparición fugaz de mujeres solas como Ellen Burstyn en “Alicia ya no vive aquí” o Vanessa Redgrave y Jane Fonda en "Julia". Un espejismo de vuelta a los libres años 30, pues pronto llegaron las atracciones fatales y los instíntos básicos.
En la actualidad, inmersos en la quiebra del mundo del fitness women, la profesional liberada y el smartphone, ello no evita que ciertos roles y esquemas se repitan. Si antes era Edward G Robinson el que caía en las redes de la encantadora perversión de Joan Bennett, ahora es el hombre del nexpresso, el prototipo de la sofisticación masculina el que pierde la partida “up in the air”. Viendo la foto, que cada cual adivine que rol juega cada cual en un contexto en el que los roles parecen haberse difuminado.

Ahora, como en los tiempos de Mae West, las conjugaciones verbales ángel o diablo han dado tantas vueltas que resulta difícil situar la brújula pese a varias revoluciones sexuales y de costumbres. Es una partida que no terminará jamás. Los juegos de dominación psicológico-sexual y la lucha de sexos al parecer perviven y hasta se fomentan. Y aunque  se proclame que ciertas especies están en vías de extinción, que nadie se fíe. Los lobos y las malas hierbas perviven.
Tiene razón Ana María Matute. Diane Lane sabe dónde se mete y con qué lobo se acuesta en “Infiel”. A George Clooney, le pasa otro tanto con Vera Farmiga. Es el encuentro con la parte indómita de nosotros mismos. Esa, sobre la que advierte Lillian Gish escopeta en mano para espantar a las malas bestias, por muy seductoras que sean. Otra cosa es que ahora la publicidad más sexista nos invite en cada anuncio de perfume a caer en la tentación.

Las fotos corresponden a Betsy Blair en “Calle Mayor”, Joan Fontaine y Cary Grant en “Sospecha”, a Dorothy McGuire  y Rhonda Fleming en “la escalera de caracol”,  Shelley Winters, Robert Mitchum en “la noche del cazador”, Joanne Woodward en “Las tres caras de Eva”, Joan Bennett y Edward G. Robinson en “Perversidad”, Olivia de Havilland y Montgomery Clift en “la heredera”, Charles Boyer e Ingrid Bergman en “luz que agoniza” y George Clooney y Vera Farmiga en “up in the air”.