viernes, 11 de octubre de 2013

HECHICERAS BLANCAS

Decía el maestro Berlanga que a él le ensañaron que en los momentos importantes de la vida no se tose ni se abren caramelos. Pero que no obstante, los pliegues y contradicciones de la vida, esa mezcla heterogénea de circunstancias anómalas mal resueltas, pueden hacer acto de presencia en cualquier momento y lugar, desde el más solemne al más ridículo. Y que si los hombres nacen libres, las películas y sus temas debían responder al mismo principio, de modo que toda obra respire libertad e igualdad y goce de la máxima amplitud de derechos. Por tanto, aunque de entrada pueda parecer mal asunto, una película puede comenzar incluso en el momento aparentemente más inoportuno.  



En un nevado invierno de Nuevo México, a finales del siglo XIX, a Maggie (Cate Blanchett) el comienzo de una película la pilla justo en el baño. Mejor dicho, en un cuchitril de madera a quince metros de su granja en mitad de ninguna parte. Lejos del mundanal ruido que diría Thomas Hardy, en el territorio propio del western crepuscular. El trabajo se le acumula. Madre, curandera y granjera a tiempo completo. Apenas le queda tiempo para ser amante furtiva contra natura, casi a espaldas de Dios y de sus hijas, que por supuesto están al tanto de todo. Cuando su hija acude al retrete y le dice que alguien la necesita como curandera, ella le contesta que vaya rezando el salmo 23. Ya saben: “el Señor es mi pastor, nada me falta...”. Pronto, cuando su hija sea raptada, vagará en su busca por el valle de las sombras, ayudada tanto de la vara y el callado, como de pócimas y rituales indios para salvar la vida.
La película se titula “the Missing” (Desapariciones). Si toda aventura cinematográfica se convierte en un juego de expectativas para el espectador, en este caso, si no se siguen los consejos de Berlanga, esta inmersión puede convertirse en una trampa invertida que lleve a la decepción. A día de hoy, en un panorama digital en el que incluso lo sublime se ha monitorizado y las categorías estéticas viven en compartimientos estancos, una película como “the Missing” corre ciertos riesgos, de esos que se terminan pagando con un estrepitoso fracaso comercial.



Los riesgos nacen de dos factores. El primero, de aquella idea clásica que decía que una película, para poder venderse, debía poder reunir su atractivo en una sola frase. Ya saben “en el espacio nadie podrá oír tus gritos”. Ese márketing reduccionista le viene muy mal a la película de Ron Howard. De entrada estamos ante los ropajes del western. Pero hay más. El vibrante choque de culturas, el film religioso con toques místicos, la aventura del viaje iniciático, los irrompibles lazos de sangre, la venganza…y todo ello aderezado de consideraciones existencialistas y de un profundo discurso antropológico a propósito de la alquimia, el misticismo y la idea de que la superchería y los ritos paganos pueden cobrar tanta fuerza como los rezos cristianos y convivir con ellos. Y para colmo se añaden algunas formas que remiten al cine de suspense de fuerte calibre.
El segundo factor de riesgo proviene de la herencia propia de los mitos cinéfilos. Lanzarse a narrar una odisea homérica en la que abuelo y madre se adentran por desérticos terrenos inhóspitos a la búsqueda de una adolescente raptada por los indios puede de entrada predisponer a más de un aficionado. Esos que tirando de purismo no dudarán en recordar que han sido muchos los westerns clásicos en los que el pueblo blanco sufre la laceración de perder a alguno de sus miembros y ha de buscarlos más allá de la frontera con tenacidad inquebrantable. Desde  “Centauros del desierto” a “dos cabalgan juntos”. Que Ron Howard se adentre en ese territorio fue catalogado en su momento de tramposo remake oportunista.  



Cierto es que metido todo en la batidora puede desconcertar al espectador que creyó que iba a pasar el rato con “una del oeste”. Grave error. Estamos ante una  obra arriesgada cargada de un poderoso aliento épico y lírico. Una cinta de enorme fisicidad (el frío, la nieve y el polvo calan hondo en el espectador, se palpan). Una película que no teme trascender un género (en este caso el western) para adentrarse en otros caminos dramáticos e incluso sobrenaturales y esotéricos que dotan al film de una imaginería única e inabarcable. Y en la que el poder supremo de la imagen como generadora de sensaciones e impulsora de la trama hace avanzar la narración por meandros que sorprenden por su aparente desapego a toda norma y concepto genérico.
Fue Jacques Rivette quien afirmó en plena efervescencia de la nouvelle vague que es preciso un talento fuera de lo común y una inspiración especial para trascender la esencia y las claves de un género concreto sin caer en el absurdo. “Desapariciones” es un western en su plano conceptual, pero su desarrollo dramático y sobretodo, una inspiradísima imaginería visual de gran atractivo la acercan a otros modelos, resultando el conjunto una mixtura muy atractiva pero de difícil clasificación. De genuina personalidad difícil de atar a ningún canon.


Someterse a un género tan codificado como el western a estas alturas puede quedarse en el mero aparato ornamental y figurativo, lo que no es el caso. En realidad una de las razones de la continua muerte y resurrección del western deriva de ahí: algunos (por fortuna no todos) creyeron que copiando los clichés del género era suficiente. Y no basta con vestir a los actores de vaqueros, beber en el saloon, mostrar una estampida de ganado y montar un duelo final con miradas torvas. Por eso hay tantos amagos de western que palidecen sin remedio.
La película que nos ocupa opera en sentido contrario. Aun conservando la esencia del western crepuscular, Ron Howard no solo filma de forma notable el armazón puramente físico. Además, incorpora todo un complejo entramado dramático y místico en el que todos los personajes poseen una personalidad arrolladora, compleja y muy trabajada.
Desde Tommy Lee Jones, el padre de Maggie, que abandonó a su familia para irse a vivir con los indios y ahora regresa, hasta la fuerte personalidad de cada una de las niñas. Pasando por la propia curandera (impresionante despliegue de Cate Blanchett), la cual como una nueva Artemisa del far west, emprende una odisea exterior e interior, un viaje de autoconocimiento propio y del medio hostil de gran solvencia dramática. Coraje, valor, recelos, fe, enigmas y sentimientos atávicos se dan la mano en una interpretación desbordante en sus ricos matices. Construyendo una relación paternofilial vibrante, rica y modulada por diversas aristas emocionales y místicas que la cámara atrapa con gran poder de seducción.
Si al inicio del film atiende a su padre (que no es bienvenido) como curandera, lo hace por caridad cristiana (o al menos eso dice). Del mismo modo que el padre acepta acompañarla ya que así cumplirá los vaticinios de un chamán indio que le dijo que si ayudaba a su familia sanaría de la mordedura de una serpiente de cascabel. Posteriormente los papeles se invertirán. Y será ella la que deba recibir tratamiento conforme a los ritos indios. Con la biblia en una mano y los hechizos en la otra. Lástima que Howard cargue excesivamente las tintas en la configuración del chaman indio, pecando de algunos excesos en la plasmación del mal absoluto. Único lastre del film.
Pese a ello, la extraña alianza de fuerzas religiosas y atávicas, junto con los lazos familiares convertirá esta extraordinaria película y el viaje en una variante exuberante de la eterna búsqueda del Santo Grial. Lo cual, puestos a fijar símiles, relaciona esta película con viajes iniciáticos de corte místico y físico como “La selva esmeralda” de John Boorman. Aunando western y mitología, paganismo, tradición luterana y comunión con la naturaleza.


Directamente conectada con esta cinta se encuentra otra curiosamente protagonizada por la misma actriz, Cate Blanchett (ahora de Nombre Annie). También viuda, también con dos hijos. En esta ocasión no es curandera sino vidente que a su manera sana cuerpos y almas. Y ahora no vive en una granja del medio oeste, sino en una comunidad sureña en la actualidad. Un hermoso pueblo cargado de arraigadas costumbres y aromas litúrgicos asociados al estilo puramente gótico, que no obstante, como suele suceder, esconde mil y un secretos y traumas escondidos. Sam Raimi es el responsable de “Premonición”.
Los primeros fotogramas nos pasean por unas apacibles lagunas engañosas y por los hermosos sauces del pueblo, cuya naturaleza permite percibir la presencia de algo indescifrable oculto y ominoso, algo que parece desear expandirse y cuya influencia se incorpora como una segunda piel a la humedad reinante en el ambiente. Acompañado todo por una banda sonora de aromas populares, atávicos y apegados a la tierra, con unos excelentes e inspirados violines rasgados cortesía de Christopher Young.
“Premonición” nos muestra un pequeño pueblo carcomido por sus propios traumas y por la hipocresía reinante. El clasismo imperante y las buenas formas llevan a los guardianes del orden y las verdades oficiales a menospreciar a la vidente, que no obstante, contempla el reverso de una sociedad lastrada. Los menos afortunados, victimas de la depresión, de la violencia, de la ignorancia o del hambre, esos  que la sociedad bienpensante expulsa de forma reaccionaria como si fuesen parásitos Annie los acoge, y les tiende una mano haciendo de médico, psicólogo, o simplemente escuchando.  


Y es curiosa esa relación con la ranchera anterior, por cuanto Annie Wilkes ejerce su magisterio basándose (como aquella) más en el sentido común que en sus dones como vidente. Ello lleva a conectar a ambas protagonistas, las cuales hacen convivir en armonía las arraigadas creencias religiosas con la idea de atávicas fuerzas sobrenaturales que cobran vida integrándose en el marco vital.
Aunque esta película tiene un enigmático eslogan como marketing (“el único testigo del crimen ni siquiera estuvo allí”) este tampoco puede dar respuesta a todas las ramificaciones que aborda el film. Desde una óptica costumbrista, se aborda la violencia de género, la infidelidad, los matrimonios de conveniencia, el incesto, la pederastia y la corrupción judicial. Y todo ello cubierto por un manto general que aborda las diferencias de clase. La tupida red con el entramado de pacientes radiografía una sociedad mutilada emocionalmente a la que solo le falta un crimen para disparar la adrenalina.
Curiosamente, este es un film que aun respetando las formas más clásicas de un género concreto, se permite aportar una mirada personal sobre las comunidades cerradas y sus traumas. Y el diagnóstico es lúcido. Y aunque Sam Raimi no puede evitar un par de sustos visuales efectistas subrayados a golpe de música, “Premonición” destaca por su aplomo y su clasicismo. Por cierta elegancia visual que se traslada incluso al juicio que se celebra. Al gusto por cierta mirada contemplativa.
Su conclusión, como en el film anterior vuelve a conjugar la naturaleza con lo fantástico y esotérico, en un final que intenta abrazar lo poético y cierta amargura lírica que se agradece. Lejos de grandes pirotecnias y efectos visuales, esta película hace de la sobriedad y el cuidado por el matiz su mejor baza. Y como en la anterior se juega con un as ganador: una interpretación portentosa de Cate Blanchett, mujer frágil y de gran fortaleza al mismo tiempo. En constante lucha consigo misma y su entorno.



Una tipología femenina que va evolucionando. En 1953, Robert Mitchum ya tenía que lidiar río arriba con una enfermera de fuerte carácter y firmes convicciones en el corazón de África. En las exóticas producciones de la Fox, recién estrenado el technicolor, Susan Hayward en “La hechicera blanca” se las tenía que ver con el paisaje hostil, los mosquitos, las tribus amenazantes, la malaria, los buscadores de oro, y por supuesto la virilidad de un cazador como Robert Mitchum, recio, aventurero y condenado a enamorarse de la señorita con modales.
Tal y como le sucedía a Charlton Heston cuando rugía la marabunta. Esta película, considerada injustamente como un trabajo artesanal y rutinario, ofrece una muy solvente dirección de Henry Hattaway y una aventura exótica, pero con nervio, que no se priva incluso de realizar comentarios políticos sobre la amenaza belga al Congo. Una mezcla extraña pero rotunda y atractiva que tampoco elude lo emocional, equidistante de la que vivía Ava Gardner en “Mogambo” o Kate Hepburn con Bogart. La diferencia está en que aquí se sube río arriba.
 

Sin embargo, los tres tipos femeninos descritos no responden a un arquetipo ni son meramente formularios. Al contrario. Son tres muestras de la evolución de los géneros, de su propia alquimia, más allá de los canones impuestos. En el paisaje del western, en el sur gótico de la América profunda o en el corazón del Congo hay cabida para aunar lo puramente físico con lo místico. La ciencia con lo esotérico. La razón versus la sangre. Y en los tres casos con atractivos resultados.