lunes, 29 de diciembre de 2014

LAS CINCO DEL 14



Enemigo de la guerra y su reverso la medalla. Asi lo cuenta y asi lo canta Luis Eduardo Aute en su elegía a la belleza. Pues bien tomemos la estrofa. Enemigo de las listas y su reverso las clamorosas injusticias vamos por una vez a saltarnos nuestras propias reglas. Y navegando contra la propia costumbre vamos a intentar elegir las (mis) cinco canciones del año, como si el asunto fuese fàcil. Por supuesto, los temas se amontonan y llegan en avalancha. La tarea pronto se antoja tan seductora como imposible. En mitad de una autentica marejada musical, pronto me doy cuenta de que hay que acotar de alguna manera. Lo primero que se me ocurre es borrar de un plumazo todos los clàsicos. Aun asì el montòn de notas sueltas danzando dispersas es enorme.
Para no caer en un absurdo sinsentido, descartando y encartando temas en un bucle sin fín, he optado finalmente por una solucion sencilla y aparentemente infalible. Colocar por orden los discos que màs he escuchado a lo largo del ultimo año y elegir un tema de cada uno de ellos. Muchos se han quedado fuera en una dura pugna en la que, debo admitirlo, he cambiado varias veces de opinión y de opción.
No voy a ocultar que una vez se entra en semejante delirio, el proceso tiene un extraño atractivo no exento de componentes adictivos. Tampoco voy a ocultar que he terminado haciendo trampas al solitario, de modo que al final han sido seis los temas escogidos y no cinco. El experimento tendrá su gracia sobre todo con vistas al futuro. Y servirà como termómetro y testimonio de lo que uno escuchaba allà por el año 2014. Vamos pues con el top five, que en realidad es un top seis. Y que mucho me temo tiene muy poco de top.


El primer tema ni siquiera es de este año. Pertenece a un disco, “Egyptology” de World Party que daba por perdido y que apareció dónde menos lo esperaba. Razón por la que ha sonado mucho. Además viene muy bien ya que comienza con ambiente propio de las fechas. Karl Wallinger absorbe y mete en su thermomix particular tantas influencias que bien se podría decir que la sombra es alargada. Han pasado años, décadas, y aunque los músicos parezcan congelados, se diría que ciertos hechizos y algunas notas sólo hay que invocarlas. 





El auténtico perfume número cinco. La delicatessen con sabor genuino. A Rebecca Ferguson también la escuché de casualidad. Y, por supuesto, llegó para quedarse. Me gusta especialmente de su disco "Freedom" su sencillez y rotundidad. Y que no se decante por esa faceta que se inclina hacia el divismo a grito pelado. Una chica que se lo toma con calma en los tiempos medios que en su caso siempre son profundos. El tema suena en los míticos estudios air de Londres...glamour y leyenda que no falten...





Las cosas como son. Y si he de ser sincero, no soy precisamente  un amante  de la música de los aclamados Keane. Si los ponemos en la balanza me han dado más disgustos que alegrías. Aunque confieso que siempre me ha resultado curiosa la pinta de su líder,mezcla de sabelotodo de la clase y hooligan del Manchester. No sé que pensará Robbie Keane de su disolución. Cuando me regalaron su cuarto álbum pensé que poco habría que rascar. Craso error. Me parece el mejor de la banda. El más dinámico y sentido. Y me lo parece ya que contiene temas como el que sigue.




Y llegamos al top tres. Nunca mejor dicho, la cosa se pone caliente. Todo el concierto de Beth Hart en Amsterdam acompañada de una banda portentosa está entre lo más escuchado del año. Absolutamente recomendable el dvd para verlos en acción. Había que escoger una canción. Aquí Beth no sólo desgarra su garganta como acostumbra en un despliegue sensual y contagioso. Atención al solo de Joe Bonamassa a la guitarra, que también dice cosas. Aguardiente y sudor. Y sí, creo que lo que se promete en la alocución inicial se cumple con creces.




Pues sí. El chaval y su disco se colocan por méritos propios en lugar de privilegio. Si tuviese que escoger el disco del año no dudaría un instante. Sería el mágico, inspirado y esplendoroso debut de Tom Odell. Mucho he tardado en escoger una canción de un disco en el que todos sus temas me parecen portentosos. Al final, me quedo con una versión a palo seco que demuestra que el talento de este chico no es ni mucho menos flor de un día. Al tiempo.



Y sin embargo, el tema que se situa en lo más alto de este repaso no está en el disco de Odell. El lugar de honor lo ocupa Sara Bareilles. Artista irregular e impredecible, de vez en cuando es capaz de sacarse de la manga temas como este. No me voy a detener en explicar las razones de que esté aquí y a esta altura, pero así es. Y habiendo dejado reposar esto una semana, no he decido cambiarlo. Por algo será. De los cementerios del odio al abrigo de la esperanza intentando salir a flote cada día. Si ella lo canta me fío. Y al final va a resultar que sí, que hay luz al final del famoso túnel. Sirvan todos ellos para desear salud y viento favorable en la travesía del año que se inicia.

sábado, 20 de diciembre de 2014

LA VERDAD Y OTRAS MENTIRAS


Para el presente caso vamos a acudir al diccionario. The Oxford English Reference Dictionary recoge el término “character assasination” como todo aquel intento malicioso de dañar o destruir la buena reputación de una persona. Se trata de acabar con el personaje, de criminalizarlo desde todos los puntos de vista posibles (legal, moral, familiar, social, ético). Es un “deux ex machina” con una clara premeditación alevosa que opera en dos direcciones: en primer lugar extirpar, exterminar todas la virtudes posibles de la víctima, para en un segundo paso tornar ese asesinato de la reputación en un glosario de las peores lacras que puedan adornar al ser humano hasta la aniquilación moral, el colapso y la anulación como persona.
En diciembre de 2004 Gary Webb, periodista del San José Mercury News, aparecía muerto con dos tiros en la cabeza. Se dictaminó que la causa de la muerte fue suicidio. Aunque al parecer existe una nota dirigida a su ex esposa en la que dice “nunca me arrepentiré de lo que escribí”, las circunstancias no están ni mucho menos claras.


Diez años después, ese Hollywood que no deja de tener preocupantes y ansiosos problemas de conciencia que de vez en cuando intenta conjurar vía celuloide, se ha ocupado del tema. La película que narra el ascenso y caída de Webb, con “character assasination” incluido se titula “Matar al mensajero”. Esta basada en el propio libro de Webb “Dark Alliance: the CIA, the Contras and the crack cocaine explosion” así como en el análisis de Nick Schows cuyo título ya lo dice casi todo “How the Cia`s crack cocaine controversy destroyed journalist Gary Webb”
Estamos ante un film correoso, tenso y de apariencia vibrante que en pleno siglo 21  pretende una arriesgada reformulación de las claves del cine político en su vertiente más realista conjugándolo con el más arraigado film de tesis. La cámara persigue con nerviosismo las andanzas de Gary Webb en tres ámbitos: el profesional, con su lucha constante indagando de contrabando en las cloacas del poder y sufriendo un continuo acoso institucional y mediático; el familiar y personal; y el de la pura investigación periodística a todos los niveles posibles.
Sus pesquisas pronto le conducen a destapar algo de envergadura: nada menos que las conexiones de la CÍA con los cárteles de la droga sudamericana y las operaciones de introducción masiva de crack entre la población negra de Los Angeles y otras ciudades para financiar a la contra nicaragüense en un cóctel en el que no falta el tráfico de armas.


Estamos en lo que la también periodista asesinada Anna Politkóvskaya denominaba la deshonra democrática. La infección de las sociedades presuntamente abiertas que arrastran una auténtica gangrena moral y cito “en la que se somete al poder legislativo, se aplica una justicia selectiva tutelada, se discrimina y persigue cualquier medio de comunicación discrepante tapando verdades e imponiendo la más absoluta arbitrariedad; y en la que a su vez se intenta anular la capacidad crítica ciudadana vendiendo con soflamas libertades y paraísos democráticos”.
El contexto es el de sociedades en las que como se dice en la película los poderes del estado conjugan con demasiada frecuencia las garantías y derechos civiles con los secretos de estado. Como afirma Gary Webb “cuando en una misma frase aparecen seguridad nacional y tráfico de drogas algo no marcha bien”
Palabras que seguramente, no tendría ningún inconveniente en suscribir la también asesinada Veronica Guerin, azote de los turbios manejos de su pais. Gary Webb, muy astuto, afirma en la película que a él no le interesan las teorías, sino las prácticas conspiranoicas, y a ello se dedica full time.


Una historia con un potencial de base arrollador para montar un thriller político de gran altura. Que a su vez sirve para articular un film de tesis a la contra de gran envergadura. Siendo “Matar al mensajero” una cinta de interés, si no consigue plenamente sus objetivos es por varias razones que se resumen en una: el continuo flujo y reflujo de retroalimentación entre la ficción y la realidad, que termina por desequilibrar ligeramente la balanza del crédito. Dicho de otra manera, uno termina por abrazar la idea de que los thrillers políticos de raíz conspiranoica basados como es el caso en hechos reales beben más de las fuentes de los arquetipos propios del género que de la acera de la calle.
Y pese a una ambientación cuidada, realista y veraz, sucede que la construcción dramática de los tipos humanos termina presentando aspectos que se acercan sospechosamente al arquetipo cinematográfico. Comenzando por el protagonista Gary Webb, que pese a una interpretación extraordinaria, vibrante y con nervio de Jeremy Renner, el propio actor ha de levantar por encima de un  personaje tejido sobre la base de ciertos mimbres asociados a arquetipos que al espectador le resultan demasiado familiares.


Estamos una vez más, ante el típico periodista tan entregado a la causa como desastrado, descuidado y mal hablado. Por supuesto indispuesto con sus superiores, a los que se gana por su simpatía y por su arrojo. Y como no podía ser de otra manera, con una vida familiar caótica y desordenada. Resumiendo, un poco en la línea de otros trazados dramáticos conocidos, siguiendo una tradición que recuerda bastante al James Woods de “Salvador”. Si el auténtico Gary Webb era así o no lo ignoro. Si lo era, tal vez quepa preguntarse entonces si ese prototipo fílmico tan codificado está basado en personas como él y similares y el cine ha fagocitado esos esquemas.
Sucede otro tanto con toda la tipología humana que desfila por el film. Desde los torvos y enigmáticos agentes de las CIA, pasando por sus compañeros periodistas, sus jefes, la policía, los jueces, narcos y capos de la droga. Todos tienen ese aire, pese al esfuerzo verista, muy semejantes al arquetipo fílmico codificado por el género, lo que afecta a la sustancia del film. Máxime cuando estamos ante la narración de una historia real y no una ficción al uso.
Sin embargo, y pese a ese leve lastre, la película se viene arriba cuando penetra en el sustrato que la cimienta. Las estrategias narrativas son de buena ley en favor de una tesis contundente y un discurso demoledor. Cuando “Matar al mensajero” se centra en el progresivo acorralamiento ciudadano y la anulación del individuo molesto en una presunta sociedad abierta gana muchos enteros. Esta cinta es una muestra de cómo los aparatos de propaganda democráticos son aun más sibilinos y afilados que los de los regímenes totalitarios. Están tan engrasados que la irrupción de un elemento disonante como un periodista local, no afecta en absoluto al sistema, que lo absorbe, lo tritura, lo digiere y lo elimina.


Cualquier apelación a la ética deontológica, a la noción de lo justo y lo bueno tal y como la entendía Aristóteles son arrasados en función de razones perversas propias de una maquinaria imparable una vez que se activa. Y el individuo, como el caminante y su sombra poco o nada pueden hacer ante un demiurgo de semejante naturaleza. Y ahí el film de Michael Cuesta es tan cristalino como efectivo. Y el corredor sin retorno, emprenderá una lucha que pronto de adivina desigual. Un run for cover hacia la aniquilación que hace que la cinta suba muchos enteros y gane en intensidad sobre la base de una narrativa desigual en sus formas pero implacable en el discurso. Y que conduce a episodios tan trágicos como irónicos.
En una pirueta  que muestra la falacia del sistema, Gary Webb, eliminado como amenaza y víctima de ese crimen alevoso contra su reputación, se encuentra con que el propio sistema que le destruye le depara una última sorpresa irónica digna del más puro maquiavelismo que trata de guardar las formas. Nada menos que verse en el trance de tener que recoger un premio periodístico por sus investigaciones. Una escena desoladora, fantasmal, agónica, en la que actor y director ponen toda su garra para mostrar tanto el desamparo y la soledad de este corredor de fondo como la crueldad de un aparato que pisotea y remata a su víctima aparentando reconocer sus méritos en la presunta tierra de promisión, el refugio de la libertad.


Es el momento en el que uno se puede preguntar (si le apetece) si ese propio sistema implacable con toda disidencia necesita limpiar su mala conciencia dedicando una película al sujeto arrasado, o si por el contrario estamos ante una propuesta honesta y valiente. Verónica Guerin también fue adaptada al cine con menos fortuna. En este caso, parece que incluso el actor Jeremy Renner participó en la producción dado su interés en el tema y en un personaje en el que se vuelca a fondo en su interpretación. Mejor que sea así.
En una película de interpretaciones muy ajustadas, no podemos terminar esto sin hacer una breve referencia a la estelar aparición de una de nuestras estrellas internacionales. Una de esas que, al parecer, colocan al cine español en la “champions league” de las cinematografías mundiales dando el salto a Hollywood y colmando de gloria nuestro cine. Pues bien, la intervención de unos diez minutos de Paz Vega, con uñas, vestido y labios rojo pasión (no, no es mamá Claus, ni caperucita) incorporando el papel de misteriosa y seductora mujer fatal esposa de un capo de la droga colombiano resume a la perfección los defectos que hacen que esta estimable, rotunda y valiente película no alcance la cuota de excelencia que se le podría otorgar.


Lástima que un discurso vibrante, contundente y sin fisuras se vea lastrado por la aparición esporádica de tópicos mal asumidos. Aun así, la  diáfana exposición del drama de la libertad humana y las encrucijadas de la conciencia se alzan con potencia por encima de cualquier otra consideración. Tal vez para hacer justicia poética a todos aquellos que indagan e incluso naufragan en la búsqueda de verdades ocultas. Este tipo de héroe jamás salvará a Gotham de sus numerosos Jokers. Pero a estos tipos irreductibles, con alma de francotiradores y convicciones indomables merece la pena acompañarles en su odisea. Aunque esté condenada al fracaso.  

viernes, 28 de noviembre de 2014

CIENCIAS INFUSAS


En la novela de Grace Mcleen “Un mundo soñado” una joven de nombre Judith vive inmersa entre dos mundos e influencias que le resultan tan complementarias como antagónicas. Por un lado está su padre predicador, que roza el fundamentalismo religioso. Por otro el conocimiento científico que le proporcionan su escuela y sus lecturas. De ese contraste surge una excelente novela que indaga con tacto en esa dialéctica.
Una de las paradojas más curiosas del pensamiento moderno se encuentra en la extraña evolución del fenómeno religioso asociado a los estados liberales occidentales. Aunque no lo parezca, seguimos en una página de cine, e intentaremos llegar a puerto. Prosigamos.  Podría decirse que el binomio libertad - religión se presenta bajo dos formas: Por un lado las democracias liberales occidentales reconocen dentro de su amplia carta de derechos la libertad religiosa. Pero por otro puede darse el caso de que determinadas religiones nieguen o censuren ciertas libertades según criterios que no son éticos ni políticos, sino estrictamente religiosos.


Tal y como afirma Martha Nussbaum esto crea un dilema moral a los estados liberales (tal y como le sucede a la protagonista de la novela de Mcleen). El estado liberal no puede, según su propio mecanismo interno interferir  en la libertad de expresión religiosa sin invadir derechos ciudadanos. Ahora bien, esa no intervención, esa no injerencia puede servir de campo abonado para que florezcan al amparo de la no interferencia, el fanatismo, el fundamentalismo y la discriminación. Que si bien presentan aspectos políticos y sociales, también los pueden tener religiosos.
Los pensadores han tomado diferentes posturas ante el dilema de compatibilizar la fe con un estado moderno y sus derechos. John Stuart Mill critica ácidamente al calvinismo por mezquino, Bertrand Russell razonó su hostilidad hacia la religión de múltiples formas. Cuestión en la que llega a converger con el pensamiento marxista que tiene siempre una visión negativa de la función social de la religión. Marcuse desconfía de la obediencia religiosa y Kant apuesta decididamente por la elaboración de un pensamiento racional ajeno a una fe impostada. No es cuestión de hacer una lista de pensadores ateos. Que por cierto no son los únicos.  


Dado que se va a abordar la cuestión planteada al comienzo en el marco de cuatro películas, y tres de ellas están protagonizadas por mujeres, convendría ampliar el marco y conocer la postura del pensamiento femenino y ya puestos feminista.
Hay pensadoras como Edith Stein cuya moral está indisolublemente unida al fenómeno religioso y otras como Amelia Valcercel o Victoria Camps que indagan sin problemas en la dicotomía entre razón y fé. Pero, curiosamente, el feminismo humanista no se ocupa demasiado del asunto. Siempre según Nussbaum, el feminismo de última hornada, desde Alison Jaggar a Katharine Mackinnon, pasando por Diana Meyer trata muchas cuestiones pero tiende a ignorar el tema religioso.
Aunque existen excepciones. Simone de Beauvoir sin ir más lejos. O Susan Sontag. Mary Becker es muy beligerante. Afirma que la religión perpetúa y refuerza la subordinación de la mujer. Pero para ella la cuestión planteada se convierte en un no-dilema. Y por una razón de peso. Los reclamos morales emplazados en prácticas religiosas tradicionales son sospechosos por cuanto amenazan derechos y valores universales.
Todo lo anterior hay que situarlo en el contexto de la actual sociedad globalizada, mediática, materialista, masificada, consumista y multicultural. Una sociedad presuntamente abierta y en algunos casos laicista, que ha sobrepasado la contracultura para instalarse en un marco global. No olvidemos que para Ortega, la decadencia de occidente provoca una profunda deshumanización y desarraigo cultural pese a todos los avances tecnológicos. 


Ahora, a un paso de ser engullidos por un sistema tecnificado, olvidados y menospreciados los viejos credos ¿se podría decir categóricamente que el árbol de la ciencia ultramoderna se ha convertido en el nuevo catecismo?. Y la religión ¿ha sido sustituida, absorbida totalmente por la solidaridad civil y la apuesta por las conquistas sociales?. Sin olvidar esas cuestiones, sin embargo, lo que aquí nos interesa es valorar la posible compatibilidad e incluso convivencia entre el empirismo de la ciencia y los dogmas de la fe. La posibilidad de vertebrar una doble imagen en la que la más rabiosa modernidad tecnológica encuentre cierta armonía con las creencias religiosas más arraigadas.
E incluso cuestionarse si se puede dar un paso más y si de hecho se ha dado. Es decir, contemplar incluso el devenir del hombre en sociedad al amparo de la razón y la ciencia y al margen de todo credo religioso. ¿Podría ser ello considerado una afrenta por los credos más arraigados? Ante esta perspectiva la ortodoxia religiosa ¿reaccionaría de algún modo o lo dejará correr? La gran cuestión es si los dogmas de la añeja religión y sus múltiples tentáculos se quedarán cruzados de brazos ante el racionalismo laico, el ateísmo laicista, el agnosticismo de nuevo cuño,  el materialismo y la progresiva pérdida de valores o su sustitución por otros laicos.
Fundamentalismos aparte, el nuevo hombre del siglo 21, agnóstico, racional, científico y autoconsciente ¿debe reconsiderar su postura, purgar sus pecados, hacer penitencia y mostrar arrepentimiento? ¿Hay algún altar mejor que el dionisíaco Hollywood para diagnosticar la cuestión? ¿urge indagar en la necesidad de un rearme moral que recobre los valores abandonados? Veámoslo. Bien podríamos utilizar “El fuego y la palabra” o “La noche de la iguana” como campo de experimento. Pero veamos que ocurre en el cine reciente.


Cuatro ejemplos servirán. Y para ello nada mejor que el cine de género, muy capaz de radiografiar la sociedad e introducir mensajes de contrabando.
Primera prueba de laboratorio. Florence Carheart (Rebecca Hall) en “la Maldición de Rookford”. Florence es una escéptica investigadora de fenómenos paranormales. Su cartesiano agnosticismo y su racional visión de la existencia le llevan a cuestionar toda presencia extraña. Para ella, cualquier fenómeno tiene un razonamiento científico. En la primera escena haciendo gala de una sorna británica propia de un personaje de Conan Doyle desenmascara a unos farsantes en una sesión de espiritismo. Basándose en el uso de la razón menosprecia con su fino humor británico todo misticismo de raíz religioso en favor de la razón científica.
Sin embargo, todas sus férreas convicciones basadas en la razón y en la ciencia se pondrán a prueba cuando llegue con todo su arsenal de laboratorio a examinar la posible existencia del fantasma de un niño en un colegio. En principio una superchería más que piensa desmontar con facilidad. La realidad es muy distinta y la tesis de la película también. La investigadora Florence recorrerá un sendero desde la ciencia a la fé en un guión muy astuto y sibilino en el que se nos narran las peripecias de alguien que ha olvidado quien fue y lo ha fiado todo a la razón.
La tesis del film es tan diáfana como soterrada en su exposición, pues plano a plano Florence (y el espectador que se deje arrastrar por la historia con ella) descubrirán que todo su arsenal científico y sus dotes deductivas de nada sirve ante fuerzas superiores. Y lo que se plantea como un film agnóstico y sagaz termina siendo casi un auto sacramental por la vía del sermón.


Segunda prueba al microscopio. Kathleen Winter (Hilary Shwank) en “la Cosecha”. La señorita Winter es una bióloga que se declara también agnóstica y escéptica ante fenómenos paranormales. Como la anterior, no tarda en descubrir las razones científicas que explican el culto religioso a un cadáver en Sudamérica. Su próximo asunto se encuentra en un hermoso pueblo de la América profunda. Esa de la que tanto desconfía, precisamente por mostrar un fundamentalismo religioso a la sombra de las misas dominicales, el ponche tradicional y el country más genuino.
Cuando los lugareños le dicen que el río se ha teñido de rojo ella aduce que algún componente químico ha alterado el agua. Cuando las ranas llueven de los árboles, diagnostica que se trata de algún componente de hidrógeno mezclado con algún fungicida. Winter, realiza todo tipo de pruebas de muestras a lo CSI. Y por supuesto, piensa que los vecinos se acercan al fanatismo religioso cuando sostienen que estamos ante un aviso que reproduce las plagas bíblicas, que por supuesto, para ella, tienen una explicación científica.
Sin embargo la película se inclinará por hacer pasar (nunca mejor dicho) un auténtico vía crucis a la protagonista hasta que la auténtica verdad religiosa que había olvidado en favor de la ciencia le sea revelada. En este caso los análisis microscópicos que de poco sirven, simplemente arrojan resultados de aromas biblícos que refuerzan la idea de que el mal apocalíptico acecha


Tercera prueba empírica. Erin Bruner (Laura linney) en “El exorcismo de Emily Rose”. Erin es una abogada de prestigio a la que le encargan la defensa de un sacerdote acusado de negligencia en la práctica de un exorcismo con resultado de muerte. Un personaje también agnóstico que basará su defensa en la ciencia médica. De este modo, Emily habría sufrido un episodio de aguda crisis epiléptica causado por un daño cerebral diagnosticado por diferentes especialistas. Eso y no otra cosa le causó la muerte. Su sonrisa descreída y hasta pícara cuando el sacerdote (su cliente) le sugiere la posibilidad de que el maligno tenga mucho que ver con el asunto lo dice todo.
Por supuesto, el desarrollo del film irá sembrando de incertidumbres el alma de Erin. Sus firmes convicciones se irán haciendo añicos. Y poco a poco irá convenciéndose de que algo que sobrepasa a la razón analítica y a la ciencia médica rodean tanto el caso como su propia vida.
Cuarta Prueba. No todo van a ser mujeres. Ralph Sarchie (Eric Bana) en “Líbranos del mal”. Sarchie es un curtido policía de Nueva York, acostumbrado a patearse las calles, a gestionar los asuntos más turbios al más puro estilo “Training Day”. Con una diferencia: Denzel Washington trafica con droga y mafias diversas, mientras que Sarchie, además, tiene que vérselas con fenómenos paranormales y reproducciones del maligno. Curtido en mil rondas y detenciones, acostumbrado  a las malas calles, cuando un sacerdote le habla del mal y las fuerzas oscuras del maligno, su sentido común a ras de suelo le lleva a una mueca socarrona. Cuando los acontecimientos se vayan precipitando, terminará abrazando la fe y practicando un exorcismo en la propia comisaría. 


Resulta pertinente y digno de análisis comprobar como el moderno cine fantástico, bajo una primera capa de agnosticismo y tecnología científica, se repliega hacia los dogmas de la religión en su acepción más ortodoxa. No se trata ya de que convivan en un mismo plano ciencia, razón y fe. Es que las dos primeras son finalmente borradas de un plumazo a favor de un discurso sin fisuras. Una tesis en la que todos los protagonistas terminan siendo una suerte de pecadores, mártires que han de recuperar las esencias de la una fe olvidada.
El sendero hacia la luz (religiosa) por tanto, dibuja perfiles muy nítidos que el celuloide reproduce para ese espectador agnóstico sentado en su butaca. Aunque lo haga veladamente y con estilo. Por tanto, ya no se trata sólo del castigo (divino o no) que recibe el Dr, Moreau en su isla por jugar a ser Dios.
En los casos expuestos el agnosticismo es finalmente considerado una suerte de pecado, consecuencia de todos los males de la sociedad moderna, que por supuesto se lleva su ración de crítica acerada. Es por ello que todos los citados habrán de sufrir su fase de arrepentimiento y penitencia. Todos ellos son en cierta medida castigados por su vanidoso ideario racionalista y les tocará sufrir remordimientos varios antes de recobrar la autentica fe perdida. Y no falta el martirio moral e incluso físico antes de someterse de nuevo al dogma verdadero. Lo que no tenemos muy claro es si se sale ganando con el cambio de cromos. 


En esa línea se mueve Rafael Argullol cuando manifiesta que a medida que hemos avanzado en nuestra sofisticada tecnología de la simulación, y hemos “creido” en ella con una “fe” inconmovible, más se han ido invirtiendo los personajes de la parábola platónica, siendo ahora las sombras de la caverna lo único verdadero. Aunque según su visión, lo que no cambiará nunca si seguimos ese patrón que ha sustituido la fe del salmo por la fe en la tecnología es nuestra condición de prisioneros. Formulando la ecuación al revés, según su visión tampoco varía. Sólo lo haría como espejismo, para el creyente que recuperando su fe cree haber resuelto todos sus problemas. Tesis que manejan estos films en los que hay escaso margen para las zonas grises. Estamos aquí lejos de Unamuno y las dudas existenciales de su "San Manuel Bueno Martir". Pues aquí aunque existen dudas y zozobra, están al servicio de un mensaje final muy claro, en las antípodas del libro.
Cabría preguntarse, si a través de este tipo de films Hollywood nos sermonea. Los responsables de los dos últimos ejemplos puestos dirían que no, y reforzarían su tesis sobre la base de que se basan en historias verídicas. No obstante, uno tiene cierta sensación, independientemente de la calidad de cada film, de que ese mensaje implícito es algo más que un mensaje.


Cabe dudar también sobre si este cine moderno juega con una baraja con cartas marcadas utilizando el presunto cine comercial para criticar precisamente el materialismo laico de la sociedad tecnológica. Si existe o no cierta voluntad soterrada de adoctrinamiento queda al criterio de cada espectador. En mi opinión,  se puede ver estos films como un simple pasatiempo inocuo y disfrutar de las excelentes interpretaciones sin ir más allá. Es una opción legítima. Conste que no hemos de olvidar que nos movemos en todo caso en el territorio de la ficción, en la que en principio ninguna opción debe ser censurada de raíz.
Sin embargo, la cuestión no es, tal vez hasta dónde quiera ir o profundizar cada espectador, sino hacia dónde pretenden llevarnos ellos con una alambicada estructura en la que bajo los ropajes del cine mainstream late una versión adulterada pero sin fisuras del sermón de la montaña. Paradojas del cuarto milenio        



sábado, 15 de noviembre de 2014

ESTELAR O NO ESTELAR





Siete son las notas musicales y siete los colores del arco iris. Y la combinación, como todo el mundo sabe, puede dar lugar a infinitas posibilidades. La cuestión se puede ir complicando por cuanto las notas pueden ser consonantes o disonantes y existen diferentes tonos (crescendo, vibrato, pianísimo, etc) y a su vez escalas. Con la paleta de colores sucede otro tanto. Por eso no es lo mismo un cuadro neoclásico que uno prerafaelista o uno impresionista.
A la hora de narrar una historia vía celuloide el responsable también combina temas,obsesiones, notas y colores que cristalizan en fotogramas. No vamos a insistir en lo evidente. Vayamos con un ejemplo, el último Nolan “Interestellar”. Toda opción es de entrada lícita. Y uno puede proponerse adentrarse y profundizar en las relaciones paterno filiales, los vínculos afectivos, la recuperación de la fe en las posibilidades del ser humano, el afán de superación, el instinto de supervivencia, la degradación de nuestro modo de vida, el paso del tiempo, el olvido, la memoria y los lazos inquebrantables que nos unen. Y se puede hacer de muchas formas.
Y quien pilota la nave para contarlo puede extenderse cuanto quiera en la narración de los desastres y la degradación natural,el páramo vital, la resurrección del superhéroe y los abismos que separan y unen a los seres queridos. Y puede reservarnos asiento en primera fila para emprender odiseas siderales, atravesar agujeros de gusano y viajar en el tiempo hasta el descubrimiento de la cuarta o quinta pared. Y se puede hacer con calma o a distintas velocidades, en un bucle sin fin. Bueno, mejor dicho sin fin en la historia, ya que el celuloide dura 168 minutos.
En cierta ocasión alguien me dijo que aunque no lo parezca, ya que es un género de por sí enigmático, es muy fácil reconocer un gran libro o film de ciencia ficción. Partiendo de la base de que esté bien escrito o bien filmado, tan sólo hay que cuestionarse si ese libro o ese film resuelven y despejan dudas o por el contrario plantean interrogantes y nuevas incógnitas. La clave de bóveda estaría en que la obra que aspire a conjugar la ciencia con la ficción alcanzaría mayores niveles de calidad e interés cuantos más interrogantes surgiesen de la obra generados por el propio texto. Y la razón es muy sencilla. Es más lo que nos queda por saber que lo que conocemos.
No sé si se puede tomar esa tesis al pie de la letra ni si es esa la esencia de la ciencia ficción. Tal vez sea excesivo. Pero viendo  “Interestelar” el primer interrogante surgió a los cinco minutos de visionado “pero ¿de verdad es imperiosamente necesario cargarse de buenas a primeras todos esos maizales?". Los hermanos Nolan creen que al parecer su pluscuamperfecta película incluye otras muchas incógnitas. Muchísimas. Y no seré yo quien les lleve la contraria.
Sin embargo, y hablo en primera persona (cada cual vivirá su propia experiencia) el segundo interrogante que surge es el de la actual hipertrofia fílmica frente a la economía expresiva. ¿Es necesario todo este ampuloso paquete espacio temporal de gran aparato para llegar al nido del alma humana? ¿para volver a redescubrir los sentimientos?. Posible es, la película está en los cines, necesario, necesario...no exactamente. Otra pregunta, y van tres, ¿se puede hacer igual o mucho mejor, con un presupuesto ínfimo, en un cuarto de hora y contando más o menos lo mismo? La respuesta es SI. Con mayúsculas. 

Quien desee pasar 168 minutos embarcado en una aventura iniciática de viajes siderales viviendo la odisea de un resucitado superhéroe que cruzará abismos de pasión en forma de galaxias remotas para recuperar el amor de sus seres queridos, adelante. Es una opción legítima. Y no es una mala película, en absoluto.
Ahora bien, quien prefiera una versión de 15 minutos más potente, escarbando en los mismos temas pero mucho mejor trabajados aquí se la dejo. No aparecen Jessica ni Anne ni Matthew, de acuerdo. Pero la contundencia del discurso y su poética es de buena ley. Su nivel de sugerencia también. Y visualmente es más sutil, elegante y efectivo. Cortesía de Igor Legarreta y Emilio Pérez. Aunque uno de los guionistas seguro que tiene mucho que ver. Algún día resolveremos el enigma de los gorros verdes.

Por supuesto, también para mi existían dos opciones. La primera era hacer una extensa crítica en forma de disección analítica sobre el film de Nolan. La segunda era escribir esto, dejar el vídeo y que cada cual saque sus conclusiones.La mía se resume en que la ambición artística, como los buenos perfumes, también se puede guardar en cofres pequeños.  

viernes, 14 de noviembre de 2014

OTROS FILOS, OTRAS NAVAJAS





De los demonios de la guerra a los abismos del amor. Del devorador íntimo que corroe las entrañas a la inflamación del corazón. Historia e intrahistoria en un mismo segundo. Dignidad, compromiso e infamia. El gozo y la frustración. La memoria y la conciencia. Un viaje dramático y caóticamente gozoso amenazado por la impronta de las sombras. La invasión de tremendas incógnitas. Dos personas inmersas en un viaje laberíntico e innovador.
Vamos primero con la dama. Exploradora en infiernos brumosos. Todo parte de una anécdota.  Resulta ser que Joan Fontaine tiene una amiga. Y esta amiga dice tener un novio soldado. Pero aun no hay compromiso y el tiempo apremia. Estamos en 1942, en plena guerra mundial y el joven está a punto de partir hacia el frente. El caso es que cuando el soldado llega no viene solo, sino que le acompaña un amigo. Y la señorita pretende que Prudence (Joan Fontaine) vaya con ella a la cita y distraiga al otro, dejando el camino libre para que ella pueda estar a solas con el soldado y así arrancarle la petición de mano.    
El caso es que Prudence, o sea Joan Fontaine, casi siempre dispuesta a hacer el bien (menos en algunos episodios de su vida real y en “Nacida para el mal”) acepta sumergirse en lo enigmático. Se encienden las alarmas. Curioso que en la película que nos ocupa “Sé fiel a ti mismo” se llame precisamente Prudence. Pero aún así, conociendo el trato y manejo de Hollywood con sus estrellas, conviene ojear el expediente de la Fontaine y ver su historial. Si nos atenemos al guión de “Mujeres” de George Cukor, al comienzo de la película, se asignaba de forma discutible un animal al carácter de cada dama. Norma Shearer era el cervatillo, Joan Crowford un leopardo, Paulette Godard un zorro, Rosalind Russell una gata….y ¿con que animal se equiparaba a Joan Fontaine?….un desvalido cordero. Lo menos indicado para una cita a ciegas con un desconocido.





Sus pasos por el celuloide, salvo excepciones, son para echarse a temblar. Predispuesta a enamorarse perdidamente a golpe de primer vistazo del primer galán que se le pone delante. Ahí están los casos “Sospecha” “Rebeca” “Alma rebelde” o “Carta de una desconocida”. Y en ocasiones cayendo rendida ante tipos caraduras y misteriosos de los que nada sabe. Luego llegan los sufrimientos, los accesos de melancolía y las bajadas de tensión.
Sin embargo, pese a la imagen que los estudios intentasen proyectar de la actriz, nada hay que temer con Prudence, señorita resuelta de clase alta que contra el parecer de casi toda su familia, se alista en el ejército como voluntaria y soldado raso. El comienzo de la película es estremecedor, pues pronto descubrimos que se libran dos batallas. Una en el frente y a cañonazos. Otra en el salón de casa y por principios. La familia de Prudence, londinenses de alta sociedad aún creen que cerrando las cortinas y apagando la radio que narra los bombardeos se conjuran y  espantan todos los peligros. Su política es no hablar de política. Están convencidos de que en su particular burbuja de sedas y tapices pueden seguir con sus cócteles brindando a la salud de su opulencia.


Todo iría de perlas para ellos si no fuese por Prudence, ese caprichoso espíritu libre. En un formidable alegato ético, Prudence deja de lado la prudencia y les acusa de vivir anclados en el pasado y estancados en sus privilegios, de espaldas a la realidad. Y les advierte que los soldados que combaten en el frente tal vez estén comenzando a tomar conciencia de que no lo hacen para sustentar los privilegios de clase de los que viven tomando brandy tras las cortinas. Su compromiso con la libertad le lleva a ponerse el uniforme ante el avance de las tropas nazis. Y en los barracones se hace amiga de una chica que nos conduce a la cita a ciegas. Al repentino encuentro con la sorpresa.
Vamos pues con el caballero misterioso. Invadido por una larva introspectiva producto de una nausea. De entrada, parece no dar la cara ocultándose bajo su sombrero y la oscuridad de la noche. Cuando por fin enciende un cigarrillo vemos a un Tyrone Power enigmático, carcomido por infiernos interiores. Un hombre que pareciera salido de la pluma de Erich María Remarque o Scott Fitzgerald y que nunca haría migas con John Milius o Kathryn Bigelow, ya que para él la violencia no genera adicción ni dispara la adrenalina. En su ética no cabe el elogio de la barbarie ni siquiera de forma estética.






Al contrario. Moralmente tocado ante lo que ha visto en el frente, hastiado de los uniformes y de los horrores de la guerra, va incluso más allá de la frustración moral resignada de John Gavin en “tiempo de amar tiempo de morir”. Clive (Tyrone Power) es el ser transfigurado en sus entrañas tras una experiencia traumática.  No sólo es que sin conocer a Mafalda haya dicho hasta aquí, paren el mundo que yo me bajo. Estamos ante el atormentado héroe de guerra que ha dicho adiós a las armas. La vileza de lo vivido ha tocado sus fibras más íntimas y tiene muy claro que de la guerra y el combate no puede salir nada bueno salvo dolor, miseria,  pérdidas y humillación moral.
Curiosamente, el personaje recuerda y mucho al que el mismo Tyrone Power interpreta en “El filo de la navaja”. Ambos buscan sin descanso una paz interior que la guerra les ha arrebatado. Ambos padecen de heridas morales que tratan de restituir incluso poniendo tierra de por medio. Y sobre todo ambos exhiben un posibilismo utópico de raíz profundamente humanista.  Los dos son transgresores y rupturistas. Creen que existe otro mundo posible, una posibilidad de escape hacia horizontes limpios.





Si recordamos, la situación que vive Tyrone Power al comienzo del film de Edmund Goulding es muy similar a la que vive Joan Fontaine al inicio de “Sé fiel a ti mismo”. De cierta condescendencia, humillación y menosprecio por parte de la sociedad.  El clasismo bienpensante abomina de una opción libre y distinta que se rechaza por no ser propia de la clase que cree imponer las normas de conducta. Las puñaladas constantes con lengua viperina del acomodado y lenguaraz Clifton Webb acusando a Power de vago, indecente y caradura por no seguir su patrón de clase son idénticas a las que le dedica la venenosa Gladys Cooper a Joan Fontaine en “Sé fiel a ti mismo”.
No obstante, la dramaturgia de uno y otro film opera en distinta dirección. “Al filo de la navaja” propone un viaje de conocimiento interior y exterior (no confundir con la experiencia tibetana de Julia Roberts en “Come, reza, ama”  ni tampoco con la búsqueda del horizonte virgen y natural de raíz entre psicodélica y new age de “Hacia rutas salvajes” de Sean Penn) al margen de los condicionantes sociales y sobre todo de clase.
“Sé fiel a ti mismo” ofrece un discurso que en principio podría parecer más plano pero que en el fondo es tan ambiguo y complejo como el anterior. La colisión entre la comprometida voluntaria que lucha por las libertades y el personaje que huye de la bestia de la guerra da mucho juego. No es una simple atracción entre opuestos. Podría haberse planteado de forma panfletaria abogando por el film de tesis a favor del compromiso idealista de la soldado voluntaria. Sin embargo, aunque así parece, el film discurre narrativamente por una serie de corrientes alternas que permiten al espectador reflexionar sobre ambas opciones y sus motivaciones.






Prudence (Joan Fontaine) entiende la guerra como un mal necesario para conservar todas las conquistas ciudadanas, el respeto a los derechos civiles, las libertades, la cultura y las artes. Y como un freno al totalitarismo. Es un argumento discutible que por cierto, ha utilizado de forma lastimosamente demagógica más de un presidente antes de bombardear algún que otro país. Pero claro, aquí no hay trampa ni falsa demagogia. Joan Fontaine lo expresa de forma sincera y además, lo usa como mecanismo de defensa, ya que los bombardeos sobre Londres son inminentes.
Clive Briggs (Tyrone Power) considera la guerra un mal en si mismo. El cáncer irreversible que corroe las entrañas humanas en su máxima expresión. Y aunque ha sido condecorado varias veces por acciones heroicas salvando a compañeros de trincheras, eso para él supone la glorificación de todo cuanto detesta en la lucha entre seres humanos. Aunque es precisamente su humanismo el que le impide no ayudar a un herido en combate
Su historia de amor por tanto alcanza dos niveles de los cuales la película se nutre con una elegancia romántica que permite también el ejercicio de una jugosa dialéctica y la reflexión. Así pues, el aspecto puramente romántico pleno de melancolía regala escenas deliciosas y pasajes intensos cargados de sensualidad. Por otro lado el film ofrece un segundo plano de lectura basado en esa vivencia truncada.Una visión en la que cada opción ética determina lo personal. Y en la que para avanzar como pareja hay que vencer diferentes obstáculos, barreras que trascienden lo amoroso para adentrarse en lo moral.
Los vasos comunicantes son inevitables y lamentablemente, el romance se ve una y otra vez interrumpido por el conflicto bélico y las distintas posturas éticas. Incluso cuando escapan a un balneario de la costa huyendo del clima bélico, el panorama es desolador. Una imagen de los dos amantes en el exterior del hotel contemplando una preciosa vista es estropeada por las vallas de alambre de espino y las sirenas de alarma. Pero hay más. Eso les lleva a un interrogante continuo sobre otras vallas invisibles fundadas en diferentes opciones morales y vitales sobre el ser que están por resolver. Y ahí están las grandes bazas que juega muy sabiamente el film, ya que la pelota queda siempre en el tejado del espectador, que sacará sus propias conclusiones.

En la actualidad, los eufemismos son muy variados. Hoy se habla mucho de los ejércitos como fuerzas de paz y de ayuda humanitaria, interviniendo en conflictos varios. Sin embargo, aún hay una delgada línea roja, que separa a Prudence (Joan Fontaine) de Meg Ryan en “En honor a la verdad”. Como también la hay entre Clive (Tyrone Power) y Charlie Sheen en “Platoon”.
También se habla mucho de las películas de propaganda. Que las hubo y las hay. Y en casos como el que nos ocupa, se puede caer en esa tentación. No obstante, la compleja ambigüedad de la propuesta de la cinta de Anatole Litvak le hace alejarse a distancia de otros ejemplos mucho más evidentes. Aquí la línea separadora con los films amigos de la apología de brocha gorda es más gruesa que delgada. Vamos, que esto no es en el amor y en la guerra, ni la recluta benjamín, ni amar en tiempos revueltos. De eso nada. Todo depende de lo afilada que esté cada navaja, léase guión. Y cuando el guión está bien afilado, el apurado queda sino perfecto, de notable alto.        

viernes, 31 de octubre de 2014

SANSEACABÓ



Pues sí, sanseacabó. Los cines Groucho de Santander cerraron ayer. Se jodió el invento. O a tomar viento la bicicleta o a la farola, como cada uno prefiera. No es una mascarada, es tan real como la vida misma. En realidad, cierran pequeños negocios cada día, no es una novedad. Aunque Groucho lo ha hecho con estilo. Bien pensado, está muy bien escogido el momento para decir adiós. Con cierta ironía y una mueca de humor negro. En mitad de la semana de la presunta fiesta del cine. La víspera del día de difuntos. Para añadir más simbolismo al tema, la última película que proyectaron y que visioné en los Groucho trataba sobre otra despedida, sobre otra desintegración. Nada menos que “la desaparición de Eleanor Rigby”. Perfecto para una adiós que a algunos, como a la protagonista, nos deja huérfanos.
El señor de la foto es José Pinar, su dueño, taquillero, acomodador y lo que hiciese falta. Ayer bajó el telón tras diez años de duro esfuerzo y aventura. El ultimo bastión de resistencia y búsqueda por proyectar otro cine, al que hoy las plumas más escogidas se atreven a denominar cine “marginal”. Como lo oyen. Un cine que al parecer no bastó. Está visto que buscarse la vida para traer el último Oso de oro de Berlín o la última Palma de Oro de Cannes no ha sido suficiente. El IVA galopante, el ninguneo sistemático y las puñaladas traperas que ha sufrido han terminado en k.o en el décimo asalto.
Como siempre en este país, tarde, mal y nunca, todos (incluido yo) nos apuntamos a la hora del entierro. Y cuando voy ayer a estrechar su mano ¿qué me encuentró? A la prensa que siempre le ignoró tomando fotos de la incineración. Y cuando abro el periódico esta mañana ¿qué veo? Nada menos que una catarata de panegíricos. Y cuando pongo la radio ¿qué pasa? Pues el manoseado réquiem habitual cargado de glucosa y que a estas alturas ya no sirve.
No faltan las referencias a la nostalgia del cine, las bobinas que se paran, la luz que se apaga, los fotogramas inolvidables, la magia del celuloide y demás monsergas. Nostalgias impostadas y de manual, lecciones impartidas por quienes, en algunos casos, pasan demasiado tiempo a la sombra de la cultura oficial asociada al presupuesto público. Unos cines a los que jamás se les dedicó más allá de un breve en una esquina, a los que siempre se menospreció por proyectar cine “rarito”, ahora sirven para ejercicios de hipocresía sobre la pantalla que cierra sus ojos y el aroma del séptimo arte. Todo ello adornado, como no, con referencias a la poética de “Cinema Paradiso” y citas, faltaría más, de Groucho Marx. 





Si alguien piensa que aquí vamos a contribuir a semejante lágrima facilona con almíbar barato y de garrafón está muy equivocado. Esto requiere un análisis con la cabeza fría. Y ante todo entonar un mea culpa. Aunque en ocasiones se hizo, en este blog tal vez se debió hablar un poco más de las películas que se vieron en Groucho. Si no se ahondó más, tal vez fue por cuanto el balance a reseñar no era muy positivo. Sin ir más lejos “La desaparición de Eleanor Rigby” está lejos de ser una gran película. Aunque eso es lo de menos y tampoco sirve de disculpa.
No obstante, la desaparición de Groucho debiera llevar a un análisis más general, que es el fracaso no de un negocio privado, sino del balance cultural de una ciudad y sus espectadores, entre los que por supuesto me incluyo. Un fracaso sin paliativos ante una propuesta cultural, la única por estos lares, que abría sus puertas al cine más inesperado. Fuese noruego, coreano, búlgaro o uruguayo. Un lujo que no hemos sabido degustar como se merece y que, salvo los irreductibles, se ha ignorado.
El cierre de Groucho es por tanto una formidable puerta que la ciudad se cierra a si misma. Una bofetada cultural en plena cara a nosotros mismos. Un giro ciudadano que da la espalda a un cine, mejor o peor, pero en todo caso distinto al habitual pack de multisala. Un definitivo peldaño cultural de retroceso, en claro descenso sin freno y en caida libre, un trompazo escaleras abajo camino de las catacumbas de la mediocridad.
Por tanto, más que nostálgicos recuerdos a la magia del celuloide, lo que procede es un severo correctivo a nosotros mismos. Todos aquellos que decimos degustar este arte y tacita a tacita no lo mimamos lo suficiente hasta que cae en desgracia con la inestimable ayuda del 21% y ante la indiferencia general. Además, supone una radiografía muy nítida de qué tipo de  cultura se consume en la sociedad actual. Lamentablemente, el verbo consumir asociado a la cultura es correcto en estos tiempos. Verbo viciado y venenoso que por supuesto nunca se puede conjugar con cines Groucho.


En el colmo de lo nauseabundo, ayer escuché en una radio que lo de los Groucho tal vez sea un problema de mercadotecnia, de no haberse adaptado a la nuevas tecnologías digitales, junto a su rechazo al cine comercial. Argumentos de este tipo terminan resultando lógicos si pienso que la semana pasada entré en una librería y en el primer estante de novedades está un libro titulado “Por qué unas tiendas venden y otras no”. Al parecer, a eso andamos y así nos va.
No nos engañemos, Groucho era el refugio de unos pocos. Ajenos al mercado y mucho más atentos al género, al contenido. El resto de potenciales espectadores lo ignoró olímpicamente. Ver, oír y leer cómo se llora su desaparición (y quienes lo lloran) no sólo da grima sino que revela una hipocresía galopante. Más nos valdría buscarnos un espejo y llorar por nosotros mismos, que en más de una ocasión sobrados de vanidad damos la espalda a cuanto nos enriquece. Y si nos queda aliento pasmémonos ante el páramo cultural en el que nos movemos en ciertas provincias, mientras se da la puntilla a los últimos reductos, como es el caso.
Hace un par de años, asistí a una mesa redonda sobre la situación del cine en nuestra región. La mesa de ponentes, como de costumbre, estaba repleta de representantes culturales asociados al sector público. Seis ponentes en total. Podían haberse ahorrado cinco por cuanto el diagnostico era único: el cine vivía un alentador momento de relanzamiento y buena salud. No había duda. Los asistentes éramos tres.  Sí, es correcto, había más ponentes que asistentes. Y adivinen. El único empresario privado, el único emprendedor según el lenguaje actual que podía aportar algo sustancial sin ser un cargo público estaba sentado a mi lado entre el público de tres almas en pena. Ni siquiera había sido invitado. Era el propietario de Groucho. Que cada cual saque sus consecuencias. Las mías las tengo claras. No voy a llorar por Groucho, la indignación ante tanta hipocresía no lo permite.     

sábado, 4 de octubre de 2014

LAS ILUSIONES PERDIDAS




En 1789 se aprobó la declaración de derechos del hombre y del ciudadano. Ante tal envido, Olympe de Gouges se atrevió con un órdago y publicó en 1791 “la declaración de los derechos de la mujer y la ciudadana”. No era una frivolidad ni una redundancia. De convicciones profundamente arraigadas proclamó aquello tan rotundo de “si la mujer tiene el derecho de subir al cadalso debe tener también el derecho de subir a la tribuna”.
Sin embargo, no todo el mundo es Marie Curie, ni Simone de Beauvoir, ni Susan Sontag, Mary Wollstonecraft, ni Josephine Baker, ni Amelia Earhart por citar alguien que probó sus alas sin metáfora alguna.
Hubo (y hay) mujeres sobradas de inquietudes, impetuosas, dotadas de gran arrojo intelectual y valentía a la hora de defender sus derechos y su condición. Y que sin embargo ven truncados sus sueños, atrapadas en una maraña de intereses creados, normas sociales, imposiciones de clase, condicionantes políticos…a lo que hay que añadir la siempre peliaguda cuestión del compromiso marital cargado de hipotecas. Es el terreno de una solapada discriminación que asoma su feroz rostro entre licores espumosos y perfumes exquisitos.  

Este último aspecto era de capital importancia en la burguesía tradicional y en la nobleza, y ni siquiera la ilustración acabó con ello. Ya lo explica con diáfana claridad John Stuart Mill en “la sujeción de las mujeres” cuando dice: “El hombre no quiere únicamente la obediencia de la mujer, quiere sus sentimientos. Todos los hombres desean tener en la mujer más íntimamente relacionada con ellos, no una esclava forzada, sino una favorita. Por eso harán todo lo posible por esclavizar su espíritu. De ahí que todas las mujeres sean educadas desde su niñez en la creencia de que el ideal de su carácter consiste en no tener iniciativa, sometiéndose a voluntades ajenas”.
Es oportuno recordar que estas palabras fueron escritas en 1869. Y si tienen plena vigencia hoy o no lo dejamos a juicio del lector.
Dos recientes películas centradas en dos mujeres amputadas como tales van a servir para ilustrar la cuestión. Por una parte Georgina Spencer, Duquesa de Devonshire. Por otra, al otro lado del canal de la mancha Thérèse Desqueyroux. Las películas, “La duquesa” y “Thérèse D”, protagonizadas respectivamente por Keira Knightley y Audrey Tautou. 





Uno puede pensar que ambas tuvieron la desgracia de no llegar a tiempo de conocer a las nuevas musas del eco feminismo new age, como Eva Lootz o Yasmina Reza. O rompedoras como Caitlin Moran, que en un libro titulado “Cómo ser mujer” explica con ironía digna de mejor causa la importancia del color del vello púbico, el valor terapéutico de ir o no de compras, los mil y un nombres sexys con que bautiza a su “vestíbulo interior”, la relevancia del tacón como arma sexual femenina y el curioso sabor de la sangre menstrual.
Georgina Spencer y Thérèse Desqueyroux suponemos accederían a otras lecturas. No parece que “las amistades peligrosas” esté entre ellas. Tal vez “Moll Flanders”, Jane Austen, o quizás “las bostonianas” de Henry James, novela en la que una sufragista expone “me gustaría que los hombres nos admirasen menos y confiasen un poco más en nosotras. Hemos delegado demasiado en ellos y creo que tal vez ha llegado el momento de juzgarlos”.    
La primera escena de “La duquesa” es tan rotunda como directa. Mientras la aun doncella flirtea y juega alegremente al pañuelo con unos amigos, su madre (Chartlotte Rampling) y el duque de Devonshire (Ralph Fiennes) conciertan notarialmente las estrictas condiciones de su casamiento a sus espaldas.





Conste que la primera puñalada se la da su propia madre al comunicarle la noticia y manifestarle un falso e hipócrita pesar: Desearía que continuase con ella hasta que alcanzase la mayoría de edad, pero sería muy egoísta por su parte poner freno a la “felicidad” que le espera.
De forma implacable y sinuosa la nueva duquesa, menor de edad, forzada una y otra vez para concebir un varón, ultrajada de mil formas, unas más sutiles que otras, irá adentrándose en un vía crucis doloroso con diferentes paradas. El suntuoso mundo de porcelana, lienzos y tapices repleto de ornamento, palacios, fiestas, bailes, cortesía y oropel esconde en cada aposento un auténtico descenso a los infiernos con parada en el purgatorio de la subordinación. Un vaiven con tenebroso sabor a habitación cerrada, a tormento interior. Wellcome to the pleasure down, se titulaba una famosa canción.
Pronto la ingenuidad de la nueva duquesa, su actitud librepensadora, sus muchas inquietudes le jugarán una mala pasada. Durante una cena con unos políticos, un representante de la cámara manifiesta que no conviene ser radicales, que la libertad está bien pero con moderación. La mujer de ideas propias responde al instante que no se puede ser moderadamente libre ni moderadamente esclavo, que no hay término medio posible.





Pues bien, toda la película gira en torno a esa idea, que actúa como condena. Un vibrante y angustioso corredor sin retorno en el que todas las aspiraciones, amorosas, políticas, éticas, sociales y familiares se irán truncando una tras otra en una continua implosión sin descanso que le lleva a una conclusión atroz: la búsqueda entre tanto hastío disfrazado de machismo y clasismo de una felicidad mínima, moderada incluso, que le permita respirar.
Excelente el momento en el que ebria de alcohol y de tanto sopor, se tambalea como una muñeca, como un maniquí fuera de órbita en un salón de baile repleto de máscaras empolvadas que la miran con patetismo al no ser capaz de guardar las obligadas apariencias.
Ni siquiera se le concede un mínimo triunfo cuando inicia una aventura amorosa…el machismo clasista y misógino del duque y la intransigencia implacable de la madre (excepcionales ambos en sus roles) actuarán una y otra vez de cortafuegos. Estamos muy lejos de los corteses juegos y lances amorosos victorianos en la campiña tan celebrados en el cine actual. Aquí la realidad es más cruda y cruel.
Y cuando encuentra una amiga en su misma situación, esta utilizará su lecho para conseguir el favor del duque ¡ojo! no en su propio beneficio, sino para que este interceda y le permitan ver a sus hijos de los que está separada.






Este personaje, vital en la película, será poco a poco comprendido por Georgina, compartiendo ambas infortunios varios en un panorama desolador. En una misma escena de gran tensión son insultadas y vejadas por el duque por igual. Esposa y amante son para el patriarca dos cargantes y lloriqueantes bustos parlantes, más molestas que sus fieles perros de caza.
En ese coctel de lujo y vejación, la duquesa asiste a la crónica de su particular oprobio. Atrapada entre visillos en un opaco jardín eterno y oscuro, anulada como persona, terminará por adoptar un castrante pragmatismo que le permitirá fingir en los actos sociales como una marioneta más. Lucir moda, falsas sonrisas e indagar en las relatividad de los dogmas.
Saltamos a Francia. Para Thérèse, mujer hermética, lacónica e indescifrable, las cosas comienzan mal. Cuando uno concierta su boda en función del número de pinos que sumarán ambas familias, la ecuación no puede salir bien. El autoengaño de la vida palaciega dura muy poco, ya que para colmo Thérèse se hace confidente de su cuñada, amiga de juventud que sufre un amor prohibido, arrebatado, real y apasionado truncado por su familia por razones de clase y religión.





Ese espejo coloca a Thérèse definitivamente ante todo lo hueco y falso que rodea su aparente vida armoniosa carente de vida y de chispa. Ello le llevará a tomar decisiones drásticas que una vez fracasen, la sumen en un letargo sin fin, en un ser aislado y meditabundo, enrocada en un caparazón emocional y moral del que no es fácil salir. Esa imagen de los pinos ardiendo mientras Thérèse, auténtica naturaleza muerta, asiste inmutable e impasible al fuego fatuo del símbolo de su unión lo dice todo.  
Ambas películas afianzan su discurso al tomar como punto de partida a mujeres privilegiadas y rodeadas de lujos materiales que, pese a su posición, terminan perdiendo su condición humana convirtiéndose en parte del suntuoso decorado. En estatuas inertes. Sin embargo, los dos films son ambiguos en este sentido, por cuanto articulan un discurso con una tesis clara, pero no renuncian a la exquisitez del cine de época, a la qualité de última hornada como coartada. Regodeándose en la banalidad de los escenarios del arte.
Se diría que ambos directores juegan a la vez dos cartas. La del film con mensaje por un lado, y la de la vistosidad ornamental por otra. De tal modo que si lo primero no seduce, el espectador puede caer en la misma trampa que sus protagonistas. Esto es, verse inmerso en un paseo lujoso por los decorados, fotografía y ropajes detallistas del cine histórico de gran aparato y diseño.



El espectador que busque en estos dos retratos lances y requiebros sentimentales y heroínas impetuosas que al final vencen en la partida del amor contra toda convención social a la luz de hermosas campiñas se equivocará de película. Como las dos protagonistas, relegadas a la penumbra, vagará como un fantasma por fastuosos decorados y en última instancia verá, como el protagonista de Balzac, sus ilusiones perdidas.
Ahora bien,  quien busque un retrato ambiguo y amargo de la tenebrosa miseria de la condición femenina a merced de los designios de clase y del peso del yugo masculino encontrará perlas a su gusto. Y quien prefiera indagar en el desorden anímico y el desgarro ético preso de un pensamiento cautivo, tendrá mucho y bueno donde rascar. Eso sí, para penetrar en estas tormentas de hielo, mejor ir bien provisto. Un buen picahielos, por ejemplo.