sábado, 15 de febrero de 2014

NEORREALISMO, INGRID Y TECHNICOLOR


Rebobinando. Veamos si merece la pena desfacer un entuerto. Para ello hay que viajar al pasado, aplicar la termo mix a aquellos tiempos en los que cada experiencia suponía un continuo descubrimiento del placer de lo inverosímil. En la que el goce inexplicable se mezclaba con la extrañeza ante lo indescifrable. García Márquez decide esperar a que su protagonista cumpla noventa años en aquella asombrosa y singular “Memoria de mis putas tristes” no sólo para hacer repaso. Hay más. En ese instante le concede el capricho vital de lanzarse a la aventura de disfrutar el amor de una adolescente virgen. Todo ello después de confesar que antes de cumplir los cincuenta ya había estado al menos una vez con más de, si no recuerdo mal, 500 mujeres.
Mejor dejemos esto último. Saldría perdiendo por goleada aunque tuviese la posibilidad altamente improbable (perdón imposible) de estar con dos o tres diarias hasta cumplir cifra y fecha. Pero podemos sustituir mujeres por películas. En ese caso, cabría decir que se sigue intentando lo de la virgen adolescente. Y puestos a realizar unas hipotéticas memorias de mis películas tristes o no, en un ejercicio de vuelta al pasado, hay una estación inevitable. Las añejas y entrañables tardes de afición en los cine forum.



Tal vez la frase debiera ir en singular, ya que en realidad el cine forum era casi siempre el mismo. Escaso de medios pero pleno de entusiasmo. Aprovecho la ocasión para agradecer a sus artífices sesiones impagables. Aquello tenía un aroma que mezclaba el aparente debate abierto, la disección de laboratorio, con una mística en la que uno creía tener la oportunidad de acceder sigilosamente a los misterios del arte y su verdad absoluta. Al desvelo de todas las trampas. Al alumbramiento de la verdad artística oficiada en un templo pagano en el que a uno se le abrían (presuntamente) las luces del conocimiento.
Cabe decir que el gozoso aquelarre tenía dos apartados. Música y cine. Tres personas se encargaban de ello. Y a título de ejemplo, en el apartado musical y tras escuchar un disco completo, te explicaban las trascendentales razones que hacían de King Crimson una banda más allá del bien y del mal. O se razonaba sobre el hecho de que el disco “Black & Blue” de los Rolling Stones suponía un punto y aparte respecto de toda la música que el grupo había realizado hasta entonces.


Para el apartado cine tal vez sea mejor presentar a los actores. Por un lado estaba la tríada de organizadores, encendidos amantes de todas las vanguardias posibles, te desvelaban los misterios del free cinema inglés, la nouvelle vague o el expresionismo alemán con absoluta pasión cargada de razones.
En segundo lugar….sí. Las cosas como son. En segundo lugar estaban una pelirroja y una rubia natural guapísimas con unas melenas larguísimas. Siempre se sentaban juntas y por supuesto, decían cosas interesantísimas. Luego estaba el señor de los datos. Un auténtico cifras y letras humano con una enciclopedia cinematográfica instalada en su cerebro. A continuación había un grupo de gente muy diversa opinando a la que en su mayor parte no he vuelto a ver. A los organizadores tampoco.
Eso sí, ya puestos, hay que decirlo todo: aunque no teníamos a Edwige Fenech de profesora no faltaba el que cumplía el papel de Alvaro Vitali-Jaimito al estilo “la profesora y el último de la clase” reventando el incienso del karma con algún chiste malo. Por último, siempre había un tímido con gafas de pasta sentado en la última fila. Solía pasarse toda la sesión callado para al final del debate no estar de acuerdo con casi nada. El típico y molesto tocapelotas con sus rarezas. O sea yo.



Y es entonces cuando volvemos al inicio. Desfacer el entuerto tantos años después. Vamos a ello. El motivo del embrollo fue Ingrid Bergman. Aunque mejor sería comenzar por el principio. Se proyectaba “Stromboli” y por supuesto había lección magistral y debate posterior. La cinta servía como ejemplo y expresión del neorrealismo italiano de posguerra. Y allí se nos habló de lo que supusieron “Roma città aperta” y “La terra trema” como puntos de partida a la hora de formalizar un lenguaje cinematográfico diferente.
Aun recuerdo aquello de que el neorrealismo aunaba bajo un mismo techo arte, naturaleza y visión social renunciando a artificios y a trucos. Y también lo de la búsqueda de un cine que describiendo la realidad de forma cruda alcanzaba el más alto grado de poesía. El retrato definitivo del mundo oprimido.
“Stromboli” al respecto, era como un retrato de la propia Italia, que cobraba forma en la figura de Karin (Ingrid Bergman) ejemplo de un destino negrísimo de un país sin escapatoria. Atrapado entre el rencor de su propia estulticia hostil disfrazada de costumbre y el temor a la ira divina en una historia con cierta simbología cristiana y que apelaba a la naturaleza.
Ingrid Bergman se convertía en una moderna María Magdalena. Siguiendo ese patrón, y todo ello según la tesis oficial de la sesión, Karin era la representación de la nueva mujer independiente, feminista y con derechos que no consiente verse reprimida por un entorno que la devuelve a la Edad Media. Un reflejo de la sojuzgada mujer italiana de postguerra, que se niega a vivir y a ser un escombro.



Recuerdo la aportación del señor que reforzó la idea de que ello era así, por cuanto la película estaba en principio prevista para Anna Magnani, pero que la famosa carta de Ingrid Bergman precipitó las cosas. Y que incluso a Rossellini le parecía extraordinario que fuese una actriz extranjera quien incorporase el papel, pues eso reforzaba su sensación de aislamiento ante una sociedad que no comprende. Incluidos sus ritos más cotidianos como el de la pesca.
Si algunas ideas resultaban cuando menos discutibles, la primera daga llegó cuando se ensalzó el novedoso trabajo de experimentación de Ingrid Bergman que nada tenía que ver con todo lo que había hecho hasta el momento bajo los estudios. Al parecer, como si fuese una actriz del método, en “Stromboli” Ingrid y Rosellini habían “trabajado e interiorizado” el personaje y sus simbolismos como nunca. Incluso habían vivido en la isla para entender mejor la experiencia de la mujer libre que se resiste a ser encerrada en una isla convertida en una jaula.
Y la puñalada final llegó cuando se consideró lamentable la vuelta atrás en cuanto a expresión cinematográfica el hecho de que la misma actriz años después vulgarizase una historia a años luz de “Stromboli” en una lamentable película comercial sobre la que mejor no convenía ni perder el tiempo.



Es entonces cuando el de la última fila pide la palabra. Había muchas objeciones. Pero por abreviar decidí ir de lo menos gravoso a lo más irritante. Ante todo, no consideraba esa película el mejor ejemplo del neorrealismo, aunque ese fuese un tema menor. Tampoco consideraba que el personaje de Karin representase a la nueva mujer independiente. Su caso no es fruto de la reflexión como sucede en “Al filo de la navaja” sino de la necesidad.
Sigo viéndola más como una superviviente nata con muchas luces y sombras. No duda en casarse por conveniencia y cuando no le gusta lo que ve, en su desesperado intento por huir usará todas las armas posibles, incluso intentando seducir al cura. Me recordaba al papel de Sarah Miles en “La hija de Ryan” de David Lean. Y como aquella, inspira tanta compasión y atracción como rechazo en algunas de sus actitudes. Cabría preguntarse ante una situación similar, quién demuestra mayor egoísmo y quién más independencia como mujer. Karin o Eleanor Parker en “Cuando ruge la marabunta”. Lo dejo ahí…



No obstante, esos eran temas discutibles pero menores. Al menos para mí. La cuestión central estaba en Ingrid y su interpretación. Y sobre todo en esa película (no hace falta calculadora para adivinarlo) que hizo después y que al parecer no merecía la pena ni ser nombrada. Que no es otra que “El albergue de la sexta felicidad” dirigida por Mark Robson.
Es curioso que una película parezca el reverso de la otra. Y que ambas comiencen igual, con la idea de que los papeles, pasaportes, certificados y cartas de recomendación no sirven ni a Karin para abandonar el país ni a Gladys para irse de misionera a China. “El albergue de la sexta felicidad” narra (con ciertas licencias típicas de Hollywood que no terminaron de gustar a la afectada) las peripecias de Gladys Aylward como misionera en China.
Es esta una gran producción en cinemascope y technicolor, cierto. Pero eso no resta a su acabado formal ni a su eficacia narrativa. Estamos ante una cinta sólida, en la que vivimos una experiencia sólo aparentemente inversa a la italiana. Ingrid Bergman es ahora la tenaz misionera que, sorteando todas las dificultades llega a regentar un albergue en China con el espíritu utópico de quien acaba de leerse “la nueva Atlántida” de Francis Bacon.
Y como la otra, llega a un territorio mísero y violento. Y si Karin se asusta viendo cómo un hurón caza a un conejo, la misionera Gladys tiene que contemplar su primer día cómo a un ladrón le cortan la cabeza  cumpliendo una sentencia del mandarín local.



La diferencia está en la actitud de una y otra en su relación con un entorno hostil. La de Gladys es positiva ante cualquier adversidad. Su fe la acompaña. La de Karin está mucho más cercana al existencialismo, al del individuo a solas en su morada moral. Y curiosamente, en el tramo final, ambas recorrerán fatigadas el valle de las sombras para salvar niños. Que una lo haga presa de la desesperación y la otra también pero confiando en su fe para salvarse sólo dibuja dos formas de entender el mundo. Pero eso no quiere decir que una película suponga un avance revolucionario en la expresión fílmica y la otra sea un ínfimo producto comercial de usar y tirar.
No obstante, claro está, al abordar este tema con los prejuicios hemos topado. Los exégetas del padre del neorrealismo alabaran el blanco y negro reflejo de un alma torturada y la mirada social y simbólica de Rosselini.
Del mismo modo que siempre habrá quien rechazará “Stromboli” calificándola precisamente de cine de autor, de pedante experimento vanguardista de arte y ensayo con tesis discutible. Por otra parte pude comprobar como los analistas rechazaban hostilmente “El albergue de la sexta felicidad" por considerarla añejo cine mainstream, una cinta amparada por los nefastos estudios yankys (gran pecado) glosando la labor de una religiosa (mayor pecado si cabe). Temas que, para algunos aún hoy constituyen el rancio pasado, lo viejo en el peor sentido de la palabra. El reino de la convención. Ambas posturas terminan siendo reduccionistas.  


A día de hoy, pasado el tiempo, considero que la película de Rosellini contiene momentos de gran fuerza dramática junto con otros más deslavazados e incluso torpes. Por muy neorrealista que sea. Robson, es una opinión personal,  se muestra más cerca del artesanado eficiente que de la maestría. Lo que arroja una obra   nada desdeñable y mucho menos a ignorar o menospreciar. Cine de género realizado con solvencia.
Sobre en qué película Ingrid Bergman está mejor es cuestión que dejo a analistas más expertos. En mi opinión está muy bien en ambas. Soberbia. A Ingrid le sienta tan bien el neorrealismo como el technicolor. Conclusión, tal vez lo idóneo hubiese sido poner las dos películas. Y etiquetar menos. Antes y ahora.

viernes, 7 de febrero de 2014

VACACIONES EN EL INFIERNO


No puedo asegurarlo. Pero apostaría algo a que el ex agente de la CIA, asesino profesional, cazador de recompensas y lo que se tercie John Creasy (Denzel Washington) no ha visto “Sin Perdón”. Si lo hubiera hecho, tal vez hubiera tomado nota de la receta del asesino William Munny: para reconducir una vida plagada de excesos, matanzas y remordimientos sin que a uno le abrasen las llamas del mismísimo infierno cada día, hay que establecerse y mejor no beber ni gota. Ni probarlo.
Sin embargo, Creasy en “El fuego de la venganza”, lo primero que hace al cruzar El Paso en dirección a México es sacar la petaca. Bebe mucho y reza mucho. Hay quien sostiene que o bien se reza por devoción y fe o bien debido a que uno tiene muchos motivos por los que rezar, como diría Sidney Lumet, antes que el diablo sepa que hayas muerto.


Sin embargo, en esta ocasión parece ser el propio diablo quien cruza la frontera. Con barba de tres días y cegado por el sol. Abatido, en el pozo del cielo, respirando un constante sentimiento de ausencia. En un continuo exilio interior, perdido por los derroteros de lo inadecuado. Se podría decir que este tipo se encuentra en el auténtico corazón de las tinieblas. No se nos explica de momento en que turbios, amorales y delictivos asuntos ha estado metido. Al encontrarse con un viejo amigo de fechorías le pregunta “¿Crees que Dios nos perdonará lo que hemos hecho?. Los dos tienen muy claro que no.
John Creasy atraviesa una situación límite, difuminado, noqueado, a un paso del hombre desesperado de Gustave Courbet. Conviviendo con un sufrimiento continuo, un sentimiento inapelable de desajuste y torpeza. Como solución temporal ante tantas fugas morales el amigo le recomienda que se tome un respiro y acepte un trabajo fácil. De guardaespaldas. Un problema para esta especie de enchilada de samurai, loser errático y solitario lobo estepario, con códigos tan firmes como herméticos. “Tendré que hablar. Y ya sabes que eso no se me da nada bien”.


Como los caminos del señor y los otros son inescrutables nunca sabe uno dónde va a encontrar la redención. Al igual que uno no sabe en que esquina aparece una soberbia película para hablarnos de la culpa, el pecado, de la amargura del alma negra y del perdón. Eso sólo en su primera mitad.
Martin Sheen en “Apocalypse now” comenzaba la película diciendo aquello de yo deseaba una misión, y por mis muchos pecados me la dieron. Y Dante caminaba por el purgatorio sorprendido ante cada nueva estación. A Denzel Washington le encargan custodiar y hacer de guardaespaldas de una niña en Distrito Federal, dónde los secuestros están a la orden del día y la violencia campa a sus anchas. Le cuesta comenzar su trabajo tanto como a William Munny subir al caballo. Y para colmo, por si acaso fuese poco el no encontrar respuestas a su infinito dolor ni en las escrituras ni en la petaca, lo que le faltaba es que una monja capte al instante su agonía vital.
En su primer viaje para entregar a la niña en el colegio se encuentra con la Hermana Ana, religiosa del centro: “Hijo, ¿alguna vez ve la mano de Dios en lo que hace?” “no hermana, desde hace mucho tiempo”. Y en ese momento de gran lirismo la monja le intenta explicar que la Biblia dice que uno no se debe dejar vencer por el mal, sino que hay que vencer al mal con el bien. Pero en un  prodigioso alarde de gran inspiración dramática, con una infinita tristeza en la mirada, Denzel Washington se adelanta y antes de que la monja termine el salmo le dice: “Lo sé, lo sé. Romanos capítulo 12, versículo 21. Yo soy el cordero que se perdió madre”.




Si largo es el camino que conduce de las tinieblas a la luz, en el caso de este pecador atormentado por mil llagas la procesión y el vía crucis tomaran un giro inesperado al entrar en contacto con la niña de nueve años a la que debe custodiar (adorable Dakota Fanning). Un ser inteligente y despierto que pronto se da cuenta que en realidad el guardaespaldas es un ser mucho más desvalido que ella y que es un osito grande al que hay que cuidar. Y John Creasy emprende un inesperado viaje hacia lo nuevo, una fuga hacia lo olvidado.
La infancia como catalizador remueve todos los resortes. Estamos ante una niña que para calibrar el talante y valía de su nuevo guardaespaldas le pone rápidamente a prueba con contundencia “Señor Creasy. Ha habido 24 secuestros en Distrito Federal  en los últimos seis días. Son 4 al día ¿Qué opina?”. La primera toma de contacto es ruda, pero la determinación de la niña no se queda en preguntarle de dónde es, de qué estado, si tiene novia, por qué no está casado, etc etc. Va mucho más allá. Con preguntas con una carga de profundidad de este calibre: “¿Ser negro es positivo o negativo para ser un guardaespaldas en México?”. Lo extraordinario surge al contemplar el contraplano alucinado de Denzel Washington, que comprende que en una sola frase, la niña ha dado con muchas de las claves que han marcado su existencia.



Paso a paso se irá fragüando una confianza marcada a fuego. Un muestrario plagado de miradas cómplices y silencios que culminan rompiendo la gélida indiferencia inicial con la primera victoria de Dakota Faning, cuando consigue que ambos sonrían por primera vez juntos y acompasados. En armonía. Es una auténtica delicia ver como se desarrolla un invisible vínculo entre ambos que tiene dos momentos culminantes.
El primero es aquel en el que en una magnífica idea de guión el guardaespaldas logra mejorar los resultados de natación de la niña con sus peculiares y nada ortodoxos métodos educativos. Ahí averiguamos mucho sobre quien es Creasy y por lo que ha pasado. Enseñar a  una niña a deleitarse con el sonido de un disparo es una lección de dudosa ética. Cuanto menos discutible. Y verla gritar una y otra vez “el disparo no me asusta” resulta un adiestramiento educativo tan ambiguo como efectivo. Tan subversivo como eficaz.  
El segundo momento se produce cuando, en comunión total con la niña, el tormento y el éxtasis se aparten a un lado y se acaricie por unos instantes la paz. Siguiendo con los simbolismos religiosos que acompañan todo el metraje de “El fuego de la venganza” la niña le regala una medalla de San Judas, patrón de las causas perdidas. La va a necesitar. Estamos ante un momento de felicidad mágico y efímero antes de que suceda justo lo que las estadísticas marcaban.



Es entonces cuando nos damos cuenta de que esta película va a dar un paso más allá. Ya no se trata solo del vía crucis moral, de la agonía, la culpa y la redención. Es que ahora, desaparecida la niña, vamos a asistir a la resurrección del diablo. Aquel que no teme cruzar todas las fronteras y adentrarse como Dante, en el infierno. No hay límites a la hora de tratar y reencontrarse con esa gran conocida, la muerte.
El estallido de violencia que surge es el fuego purificador de la venganza, el sonido de las siete trompetas manejadas por un ángel exterminador que acaba de recuperar su frase totem de antaño. Y esa no está en la Biblia. Su nuevo catecismo lleva como firma un solo lema “las balas siempre cuentan la verdad”. Y por fin, aunque esta vez con una causa, Denzel Washington desatará toda la furia contenida haciendo lo que mejor sabe hacer, remover cielo y tierra en una catarsis desenfrenada para encontrar a la niña.



Toda esa segunda parte se convierte en un ejercicio visceral, fascinante y ciertamente violento. Sin cortapisas ni aditivos a la hora de desplegar sin compasión  la ira de los dioses con la ayuda de una periodista (Rachel Ticotin) que le facilita los datos necesarios. Todos los fantasmas soterrados del pasado salen a la luz para desafiar un presente en el que la noción de sacrificio va tomando forma hasta adquirir solidez.
No obstante pese a todo lo dicho “El fuego de la venganza” alcanza su auténtica fuerza telúrica e inusual debido a su potente virtuosismo formal. A una forma de narrar sincopada y cuasi epiléptica que por una vez cobra todo su sentido y que se amolda perfectamente a un relato arrebatado y en crisis.
En este sentido, todos los vicios formales que se suelen atribuir a Tony Scott, a quien un amigo define en su forma de filmar como propia de Kiko Rivera DJ, se vuelven en su favor. Scott narra y monta su película a diferentes velocidades en un ejercicio de estilo agresivo y sensual a la vez.



Así pues, cada plano ayuda a mostrar el desequilibrio alucinado de la trama y su personaje central y dibuja el espejo de una urbe espontánea, contradictoria y tensa a un tiempo. Su fórmula de narración, inquieta e inquisitiva, busca captar múltiples impresiones como un fotógrafo que dispara su cámara sin descanso. Perfecto para retratar el caos moral y urbano. Lo acertado está en que Tony Scott usa su particular estilismo al servicio de la historia, sabiendo cuando cerrar el grifo del frenesí visual e incluso no mover la cámara si la ocasión lo requiere.
La experiencia se convierte, por tanto, en una narración visual vibrante, inestable, exuberante y elegante a un tiempo, aunque pueda parecer contradictorio. Muy lejos del clásico polar. Combinando ritmos acelerados y potentes con envolventes pausas alargadas de gran suavidad estilística. Una apuesta formal impresionista muy estudiada, acorde con cada estado de ánimo del protagonista y ambiental. Y si en algunos momentos fuertes el montaje parece rozar lo caótico, en otros depura la elegancia en las formas, alternando fogonazos visuales de pura adrenalina con indagaciones internas, travellings muy suaves y precisos que buscan indagar en el entorno psíquico y anímico de una realidad de múltiples caras (tan amable como desquiciada) que el individuo a duras penas puede controlar.


El resultado es una película notable. Tan poética como violenta. Tan lírica como vitriólica. Que afronta el tema de la última oportunidad agarrándose a la belleza como Baudelaire cuando se preguntaba “¿Qué hombre no querría, incluso a cambio de la mitad de sus días, ver su verdadero sueño posar sin velo alguno ante él?”.
A esa pregunta deberán dar una respuesta ética el guardaespaldas y la madre de la niña. Pero cuando hierve la sangre, no hay polar que valga. Su ética es tan contundente como visceral: “mátelos a todos. A cualquiera que haya tenido algo que ver”. Y es que para algunos, encontrar razones para vivir no es una ecuación complicada. Es tan sencillo como mirar y ver sonreir al ocupante del asiento trasero del conductor. O el delantero. O ambos.