viernes, 21 de marzo de 2014

LA ESTRATEGIA HUMANISTA


Se llama Jesse Fisher y se explica así: “el otro día al cruzar la calle empecé a divagar, cosa poco extraña en mi. Gracias por regalarme esta música. Creo que está alterando mi percepción de Nueva York. He descubierto que cambiando los gritos y bocinas por los acordes de Schubert o Vivaldi la ciudad adquiere una belleza insoportable”.
Decía Conrad que hay hombres de acción e individuos más inclinados a la especulación. No todo el mundo es Zalacaín el aventurero, Ivanhoe o D’artagnan. Otros se mueven en un indefinido terreno observando la gran partida de ajedrez de la vida antes de mover ficha. Deleitándose estupefactos ante el panorama que contemplan. Intentando descifrar antes de actuar.
Hoy nos centraremos en la última hornada de tipos taciturnos, anhelantes, reflexivos, meditabundos y nostálgicos. Abstenerse por tanto aquellos que sufran alergia ante ciertas historias ligadas al último cine indie. Acompañaremos a locuaces inofensivos, románticos y modernistas a la vez, silenciosos pero irónicos. Y muy dados a especular (léase divagar). Su sistema coronario y su mente aunque parezcan aletargados hierven y no descansan. Curiosamente, existe una novela de Thomas Wolfe titulada precisamente “Especulación”, en la que un tipo tranquilo vuelve a su pueblo, no lo reconoce y no deja de hacerse preguntas.


Las cuestiones habituales de estos personajes pueden ser de muchos tipos, por ejemplo: ¿en que sociedad vivimos? ¿en la de la mercantilización de la cultura o en la de la culturización de ciertas mercancías? ¿O en ambas?
Pero siempre está presente el eterno misterio del ideal amoroso, las inquietudes sociopolíticas y la vanguardia cultural. Estos urbanitas soñadores conjugan la nostalgia por un tiempo pasado y los infinitos miedos ante un futuro incierto en el que una palabra pesa como una losa. Responsabilidades. Es gente que observa el mundo con asombro y perplejidad intentando descifrar sus enigmas a la vez que destilan melancolía a raudales. Ante lo que surge una pregunta ¿Es la melancolía peligrosa para estos entrañables seres desubicados inmersos en la efímera cultura pop?.
Mejor vamos con ellos. Que vamos a  reducir a tres. Zach Brach, Joseph Gordon Lewitt y Josh Radnor. El primero se ha especializado en componer a ese personaje reflexivo, autocompasivo y taciturno que libra una continua y feroz batalla por comprenderse a si mismo y su entorno. Asolado por implosiones internas, turbulencias varias y dudas existenciales, su objetivo base es que el mundo no se hunda bajo sus pies. En “The last kiss” (no importa que sea un remake) él solito se monta un complejo y monumental embrollo en torno a lo que debe o no debe ser el curso de su vida que lo cortocircuitan completamente.


No es extraño por ello verlo constantemente mirando al horizonte, en un permanente horror vacui, pensando qué hacer ¿Sigo de juerga, bebiendo cervezas y filosofando mientras el tiempo se agota o digo definitivamente adiós y cruzo la puerta hacia la edad adulta?
En semejante estudio sobre la percepción, la mirada contemplativa y la ubicación de quien observa e intenta comprender, se encuentra el mismo actor en “Algo en común” (Garden State). Y podría formar pandilla con los dos anteriores Joseph Gordon Lewitt en “Brick” y “500 días juntos”. Salvo por un detalle.
Aunque todos ellos son gente estupenda, tienen su lado outsider. Un componente extraño que les hace ser vistos a los ojos de quien les rodea como peculiares, curiosos especímenes con un toque excéntrico y singular. Sujetos que pasarían desapercibidos, pero que poseen un poderoso imán que irán llamando la atención en segunda instancia, siendo muy valorados por personajes aun más indefinibles y extraños. Igual de desubicados e infelices.


Josh Radnor en “Liberal arts” (cómo me gusta ese título, amor y letras en castellano) podría considerarse el compendio de todos ellos. Y por eso le vamos a dedicar más espacio. Radnor es Jesse Fisher. A sus 35 años ya denota cierta fatiga ante lo quebradizo de ciertos sueños. Ya vive en una gran ciudad, como siempre quiso. Ya pasó por la universidad, que es lo que deseó. Lee y se interesa por toda actividad cultural, que es lo que le va. Y sin embargo el rostro de la melancolía y el vértigo asoma en cada una de sus sonrisas sin avisar, disfrazada bajo una capa de ironía y cáustico sentido del humor.
Jesse Fisher, paradigma del ingenuo reflexivo e inconformista, de hombre desplazado, dice mantener una relación un tanto hostil con Nueva York, una ciudad que no percibe como soñó. En ese momento, recibe una invitación al pasado. Concretamente al acto de despedida del que fuese uno de sus más admirados profesores.
Eso supone zambullirse en un mundo que hace tiempo dejó atrás. El universitario, del que dice guardar los mejores recuerdos de su vida. A su llegada, cargada de buen rollo e ingenuidad, no puede reprimir tumbarse a mirar el cielo en el verde césped del campus, como antaño. El presunto aroma a “carpe diem” se instala casi de inmediato en sus poros. Y se obra el milagro de volver a revivir esos instantes irrepetibles en los que podía sentarte junto a un árbol a descifrar un poema sin percibir que la rueda del mundo seguía dando vueltas. Cuando el tiempo viajaba a diferente velocidad.


El regreso a la Universidad de Jesse Fisher recuerda al que hace Edward Norton en “La última noche”. Ambos tienen un alto sabor nostálgico. Pero uno es el reverso del otro. Para el personaje de Spike Lee supone recordar con grandísima amargura lo poco que aprovechó aquellos años.
Por eso a la hora de desahogar su frustración, para Norton sobran refinamientos. Su grito desesperado, su alegato contra todo y contra todos cuando la vida le vuelve la espalda es contundente y directo a la yugular. Y puestos a disparar, mejor en todas direcciones: “que se joda la ciudad y todos sus habitantes, que se jodan los mendigos y los negros con su puto basket, que se jodan los puertorriqueños y sus desfiles cutres, que se jodan todos los putos aprendices de terroristas, que se jodan los spaguetti italianos, sus pelos engominados y sus trajes de nylon, que se jodan los agentes de bolsa de wall street, supuestos maestros del universo, que se jodan Bush y Chayne, que se jodan Osama Bin Laden, Al Quaeda y todos los fundamentalistas, que se jodan los polis corruptos y sus porras para dar por el culo, que se jodan los curas que abusan de niños y la iglesia que los protege, que se jodan las esposas de la quinta avenida con sus pañuelos de Hermés, sus trajes de diseño y sus caras operadas y estiradas etc, etc”.


Jesse Fisher en “Liberal arts” jamás se permitiría algo así. Su abultado paquete universitario y su bagaje cultural se lo impiden. Su talante es otro, más apegado a la conjetura. Y el de su película también. La bofetada existencial de Spike Lee es sustituida por un agradable cóctel indie mezcla de melancolía y cinismo. Lo cual no le impide plantear cuestiones: “¿te has dado cuenta de que aquí todo el mundo habla con hipérboles? Todo es lo mejor. El mejor libro, el mejor profesor, la mejor hamburguesa…como si hubiesen leído todos los libros o hubiesen probado todos los profesores y hamburguesas del planeta, lo cual sabemos que es logísticamente imposible”
Pero es que además su regreso cargado de nostalgia supone una especie de puerta abierta a su particular paraíso soñado con sabor a bombón envenenado. Un microclima que en su memoria es idílico y que sólo la sinceridad del director/actor nos revelará sus auténticas luces y sombras.
“Sólo recordamos y nos quedamos con lo agradable” admite. La realidad es bien distinta. Pues esa etapa también lo fue de frustraciones e ideales no cumplidos. Y dolor. En “amor y letras” flota en el ambiente una ambivalencia sobre la etapa estudiantil. Fructífera en sus aspectos más lúdicos, humanistas e intelectuales. Pero que a su vez se rebela como una falsa burbuja, una brújula dorada, una enorme pompa de jabón que poco tiene que ver con la vida real que uno se encuentra después y para la que nadie está preparado. De ahí cierta melancolía y desconfianza en las miradas en su retorno al verde campus.


Eso sí, Jesse Fisher adoptará una visón contemplativa y balsámica con el entorno, ayudando con su experiencia a otros estudiantes e incluso profesores más amargados de lo que presuponía. Él ya ha salido de esa burbuja y sabe lo que hay fuera. A todo ello beneficia y mucho que estamos ante un tipo tranquilo que se toma su tiempo, sabe escuchar y goza de una bonhomía a prueba de bomba, aunque no deje de sentirse (como los demás) perplejo, inseguro y con muchos interrogantes no resueltos.
Y al igual que le pasa a Zach Brach en “algo en común” dos detonantes abrirán aún más sus poros cerrados: una mujer vivaz y espontánea y el contacto con la música. Y si Zach tiene la suerte de toparse con una deliciosa Natalie Portman, Jesse Fisher lo hace con una espontánea, estimulante y sensual Elizabeth Olsen, que a la segunda conversación ya le advierte que presiente que…es más avanzada que él. Hasta el punto de que es ella quien lleva la iniciativa en todo momento, alcanzando la relación, gran frescura, tacto y espontaneidad. Deja de pensar le dice ella. Estas con la persona equivocada, contesta él


El contacto con la estudiante de frases ingeniosas les llevará a ese periplo plagado de librerías de viejo, bibliotecas, cafés a media tarde, paseos por el campus y  charla imparable…En un acierto muy propio del género (como sucede en la película de Jonás Trueba “Todas las canciones hablan de mi”) deciden comunicarse a través de cartas escritas a mano…
Y el eterno universitario irá explicando de forma muy lírica (que a alguno le parecerá pedante) en un tramo delicioso y vitalista como “la experiencia de abandonarse a escuchar en plena calle “cossi fan tutte” de Mozart convierte inexplicablemente a todos los habitantes atractivos, llenando las calles de Nueva York de miles de posibles parejas románticas”. Solo es cuestión de poner la banda sonora adecuada. Son unos momentos de gran sensualidad narrativa e inspiración visual, incluso superiores a los que refleja el pelotazo musical que vive el protagonista de “500 días juntos” cuando cree haber conseguido a la chica de sus sueños. Y que explican la mentalidad ensoñadora y posibilista del personaje.
Estas dos películas cargadas de música, al igual que las de Zach Brach, le llevan a uno a recordar a Tolstoi, cuando consideraba (no sabemos si de forma irónica) que la música debía ser una primordial cuestión de estado, pues no podía consentirse que los acordes de una pieza musical pudieran hechizar irremediablemente a las masas.
El film va ahondando en ese ambiente climático en el que el caos emocional, el goce cultural y la belleza conviven con el dolor a cualquier edad. De todo ello surgen personajes de carne y hueso y una sensación muy inteligente y agridulce en la que “Amor y letras” no se limita a indagar en el complejo carácter del protagonista, sino que el relato adquiere un carácter más global, universal, un tapiz coral realmente estimulante sobre la posición del individuo en el mundo y las relaciones con los demás.



Para la salvación del alma moderna en el globalizado mundo caótico no cabe sino una sensual estrategia dirigida a la empatía solidaria y los afectos, viene a decir Radnor. Una estrategia humanista que enarbola la bandera de la palabra en un retablo abierto a los sentidos y la camaradería.
Al final, todos los personajes dan y reciben una o varias lecciones involuntarias sobre amistad, libertad, compromiso, solidaridad, romanticismo y madurez. En un panorama que puede ser tan hermoso como emocionalmente quebradizo, al borde del fracaso emocional. Y eso hace a la película muy cercana, muy reconocible y muy emotiva. Una decidida y sincera apuesta por el factor humano. Sin esconder dónde nos duele ni nuestros errores, los propios de la naturaleza humana. Por cierto, quien piense que los problemas de Jesse Fisher y los demás son alergias generacionales, se equivoca de cabo a rabo. O al menos eso creo.




viernes, 14 de marzo de 2014

EL CALLEJON DEL GENERO


“No tardè en llegar al club. Era el sitio perfecto para obtener respuestas y tomar una copa. Y yo estaba seco. Sólo necesitaba unos dólares para empezar y mucho bicarbonato para salir”. O bien “Tengo por costumbre no fiarme de ningún tipo. Y eso incluye a las mujeres, sobre todo si son bonitas”. Pues sí, es él. No necesita presentación. Nadie como este caballero para volver sobre el tema de los iconos. Los mitos y su influencia.
Cabría preguntarse una vez más si los iconos chocan con la idea de la autoría. Dicho en román paladino, si contratar a este buen hombre condiciona las costuras del film que se va a realizar. John Huston, tenía claro que no, opinaba que todos los temas y todas las historias nacen y se desarrollan libres. Y que si le apetece hacer de Bogart un sediento y codicioso buscador de oro en el “Tesoro de sierra Madre”, lo hace y punto.
Sin embargo, no se debe olvidar que fue precisamente la maquinaria de los estudios la que a base de propaganda reforzó la imagen de ciertos mitos de la pantalla. Hasta el punto de que en muchos casos se invertían los papeles y era el papel de turno el que se amoldaba a las características de la star. Además, ese era un ingrediente que el público demandaba a cada nueva entrega.
El espectador va formando de forma inconsciente en su mochila cinéfila una idea aproximada del arquetipo icónico, del mito. Y sólo la evolución de su carrera le llevará a bucear en otros papeles, en roles distintos. Pero en la memoria colectiva, generación tras generación, Bogart proyecta una imagen que está más ligada a Sam Spade y Rick que al comandante de “El motín del Caine”.





El mito en ciertos casos se merienda el entramado psicológico del personaje. Y eso provoca que cuando Kate Hepburn se sube a la barca en “La reina de Africa” la audiencia se frote las manos, ya que sabe de antemano con que clase de personaje se va a encontrar la misionera. Y viceversa. Aunque luego Huston se encargue de dinamitar esas expectativas.
En los años treinta y cuarenta se forja la imagen de Bogart. Y lo hace bajo el paraguas de un género, el negro. Sobre esto discutieron mucho los cahieristas en los años 50 y 60. Aunque lo correcto sería decir que debatieron sobre todo, incluido el sentido moral de la muerte del perro en “La ventana indiscreta”. Aunque en su obsesión con el cine americano, uno de los temas que más les preocupaba era el de la pervivencia de los géneros y su relación con los iconos cinematográficos. Y sobre todo, cómo sobrepasar los estereotipos del género, cómo superarlos e ir más allá.



Según Chabrol, en su estudio sobre la evolución del film policíaco “la asimilación perfecta a un género conduce a menudo a la sumisión a este. El género por lo general condiciona la inspiración, que ha de someterse a unas reglas concretas y estrictas”. Según él para dar ese salto de calidad “es necesario un talento fuera de lo común y una visión del mundo extraordinaria que encaje bien con las leyes del género, como sucede en “El sueño eterno”.
Tal vez por eso algunos directores disfrutan intentando subvertir o dinamitar las reglas del juego genérico. Mientras, en el otro extremo, hay quien prefiere “refugiarse” en los patrones genéricos como herramienta segura de trabajo. Con sus códigos y líneas prefiguradas, aunque de entrada se juegue a que no es así y se disimule.
Es el caso del film que nos ocupa, “Callejón sin salida”. Si se preguntase a cualquier aficionado por diez films con Bogart, éste seguramente no saldría. Y no por falta de méritos.
La película comienza amagando con la subversión del personaje tipo. Al inicio se ofrecen, no una, sino dos imágenes de Bogart que no cuadran con el arquetipo policíaco a la sombra de Chandler. Huyendo en plena noche, temeroso y con pasos temblorosos busca refugio en una iglesia para confesarse. Su relato nos lleva a otra imagen alejada del tipo. Bogart es nada menos que un paracaidista que vuelve de la Segunda Guerra Mundial con un camarada ¡para ser condecorado!. O sea, un héroe de guerra.



No obstante, el espejismo dura poco. Ante la desaparición del amigo, y en sus pesquisas para encontrarlo, pronto abandonará el uniforme militar y se pondrá el traje de faena, sombrero y cigarrillo incluidos. Rápidamente empezará a llamar a las chicas “muñeca” y “encanto” y por supuesto no tardará en meterse en líos entre sarcasmo y sarcasmo. Se diría que como los superhéroes, Bogart el mito, ha vuelto. 
Sobre este aspecto cabe algún comentario. A la hora de afrontar esta nueva peripecia detectivesca cabe decir que de cara al espectador, este héroe tiene ya un bagaje. Está acostumbrado a sendas tenebrosas, a  damas de doble filo que buscan halcones malteses y tienen miradas peligrosas, e incluso a presuntos ángeles con caras sucias.
Y está muy familiarizado con policías ineptos y hampones de medio pelo que regentan clubs en los que cantan rubias evanescentes a las que hay que encenderles un pitillo. Conoce muy bien el amargo sabor de whisky y el tacto de los dados marcados. Vamos, que en esta nueva peripecia aparentemente nada es novedoso y el arquetipo se mueve por el género como por el salón de su casa. Incluso sabe que tarde o temprano recibirá una paliza.



Para no perder la costumbre, él mismo nos lo va contando con su particular voz en off. Cuando se encuentra con el enigma del caso, este por supuesto lleva nombre de mujer misteriosa. Aquí el aficionado cree siempre ir un  par de pasos por delante incluso del detective, por cuanto la femme fatele aparentemente también está muy codificada. La cuestión capital una vez más es si debemos o no fiarnos de ella. Lizabeth Scott, dicen, tenía cierto parecido con la que le quitó el sueño a Bogart en la vida real.
Para ponerla a prueba saca a pasear su misoginia. Desea bailar con ella y tenerla bien sujeta para ver cómo reacciona cuando le comunique a bocajarro que su amante ha muerto. Todo es cuestión de verificar si es un témpano de hielo, el prototipo de mujer fatal, o si tiene sangre en las venas y se estremece al conocer la noticia.
No es cuestión de analizar toda la trama. Pero en “Callejón sin salida”, como dirían en los trailers de la época hay intriga, romance, misterio, asesinato, seducción y frases lapidarias. A lo que yo añadiría buen cine. La película se adscribe sin problemas al género detectivesco con fondo noir. Y su director John Cromwell se siente cómodo manejando sus claves. Lizabeth Scott rezuma ambigua elegancia, bebe “gin fizz” y fuma muy despacio. Y hasta los sabuesos de la policía cumplen su papel.


Se podría decir que todo es típico y tópico en “Callejón sin Salida”. Y siendo verdad sería muy injusto. Tan inapropiado como aseverar que estamos ante un mero film artesanal realizado con oficio. Nada de eso. Esto no es un pastiche ni una fotocopia, sino una cinta vibrante en la que cada fotograma rebosa autenticidad. El humo del club es genuino, los claroscuros de los hoteles respiran veracidad y las interpretaciones se acoplan como un guante al fatalismo propio del género.
Y el engranaje de la historia, que como mandan los cánones da varias vueltas sobre sí misma, envuelve tanto al espectador como a los personajes. Un viaje cuya atmósfera podría resumirse en pocas pero rotundas palabras: ambigüedad, sordidez y perversidad sin perder su cáustico sentido del humor. Los diálogos ágiles y cargados de dobles intenciones sirven a una narración perfectamente engrasada.



Y sin embargo, volvemos al principio. Esta película, ni ha pasado a la historia, ni está especialmente considerada dentro del género. No ha quedado grabada como otras en la retina ni en la memoria cinéfila. No obstante, cometerá un grave error quien piense que esto es una película-fórmula que se puede repetíir o subvertir creyendo que se está reinventando el noir clásico.
En absoluto, aquí hay personalidad y celuloide de buena ley. Esto no es un ejercicio de cine sobre cine siguiendo un manual. Y la sóla idea de plantearse la imitación se antoja estéril. El cineasta de última generación que crea que puede recrear el género negro limitandose a copiar sus claves tropezará con graves escollos. Es mucho más dificil de lo parece tomar la autopista del escaneado genérico. En muchas ocasiones ese atajo conduce precisamente a un callejón sin salida.
Pero para llegar a esa conclusión no hay que ser cahierista ni escribir en Positif. Woody Allen lo explica muy bien en una de sus obras cuando pretende ligar como Bogart copiando sus frases y su look de tipo duro. El fracaso es estrepitoso. Y eso no sólo es una película. Es una auténtica lección magistral sobre cine.