viernes, 31 de octubre de 2014

SANSEACABÓ



Pues sí, sanseacabó. Los cines Groucho de Santander cerraron ayer. Se jodió el invento. O a tomar viento la bicicleta o a la farola, como cada uno prefiera. No es una mascarada, es tan real como la vida misma. En realidad, cierran pequeños negocios cada día, no es una novedad. Aunque Groucho lo ha hecho con estilo. Bien pensado, está muy bien escogido el momento para decir adiós. Con cierta ironía y una mueca de humor negro. En mitad de la semana de la presunta fiesta del cine. La víspera del día de difuntos. Para añadir más simbolismo al tema, la última película que proyectaron y que visioné en los Groucho trataba sobre otra despedida, sobre otra desintegración. Nada menos que “la desaparición de Eleanor Rigby”. Perfecto para una adiós que a algunos, como a la protagonista, nos deja huérfanos.
El señor de la foto es José Pinar, su dueño, taquillero, acomodador y lo que hiciese falta. Ayer bajó el telón tras diez años de duro esfuerzo y aventura. El ultimo bastión de resistencia y búsqueda por proyectar otro cine, al que hoy las plumas más escogidas se atreven a denominar cine “marginal”. Como lo oyen. Un cine que al parecer no bastó. Está visto que buscarse la vida para traer el último Oso de oro de Berlín o la última Palma de Oro de Cannes no ha sido suficiente. El IVA galopante, el ninguneo sistemático y las puñaladas traperas que ha sufrido han terminado en k.o en el décimo asalto.
Como siempre en este país, tarde, mal y nunca, todos (incluido yo) nos apuntamos a la hora del entierro. Y cuando voy ayer a estrechar su mano ¿qué me encuentró? A la prensa que siempre le ignoró tomando fotos de la incineración. Y cuando abro el periódico esta mañana ¿qué veo? Nada menos que una catarata de panegíricos. Y cuando pongo la radio ¿qué pasa? Pues el manoseado réquiem habitual cargado de glucosa y que a estas alturas ya no sirve.
No faltan las referencias a la nostalgia del cine, las bobinas que se paran, la luz que se apaga, los fotogramas inolvidables, la magia del celuloide y demás monsergas. Nostalgias impostadas y de manual, lecciones impartidas por quienes, en algunos casos, pasan demasiado tiempo a la sombra de la cultura oficial asociada al presupuesto público. Unos cines a los que jamás se les dedicó más allá de un breve en una esquina, a los que siempre se menospreció por proyectar cine “rarito”, ahora sirven para ejercicios de hipocresía sobre la pantalla que cierra sus ojos y el aroma del séptimo arte. Todo ello adornado, como no, con referencias a la poética de “Cinema Paradiso” y citas, faltaría más, de Groucho Marx. 





Si alguien piensa que aquí vamos a contribuir a semejante lágrima facilona con almíbar barato y de garrafón está muy equivocado. Esto requiere un análisis con la cabeza fría. Y ante todo entonar un mea culpa. Aunque en ocasiones se hizo, en este blog tal vez se debió hablar un poco más de las películas que se vieron en Groucho. Si no se ahondó más, tal vez fue por cuanto el balance a reseñar no era muy positivo. Sin ir más lejos “La desaparición de Eleanor Rigby” está lejos de ser una gran película. Aunque eso es lo de menos y tampoco sirve de disculpa.
No obstante, la desaparición de Groucho debiera llevar a un análisis más general, que es el fracaso no de un negocio privado, sino del balance cultural de una ciudad y sus espectadores, entre los que por supuesto me incluyo. Un fracaso sin paliativos ante una propuesta cultural, la única por estos lares, que abría sus puertas al cine más inesperado. Fuese noruego, coreano, búlgaro o uruguayo. Un lujo que no hemos sabido degustar como se merece y que, salvo los irreductibles, se ha ignorado.
El cierre de Groucho es por tanto una formidable puerta que la ciudad se cierra a si misma. Una bofetada cultural en plena cara a nosotros mismos. Un giro ciudadano que da la espalda a un cine, mejor o peor, pero en todo caso distinto al habitual pack de multisala. Un definitivo peldaño cultural de retroceso, en claro descenso sin freno y en caida libre, un trompazo escaleras abajo camino de las catacumbas de la mediocridad.
Por tanto, más que nostálgicos recuerdos a la magia del celuloide, lo que procede es un severo correctivo a nosotros mismos. Todos aquellos que decimos degustar este arte y tacita a tacita no lo mimamos lo suficiente hasta que cae en desgracia con la inestimable ayuda del 21% y ante la indiferencia general. Además, supone una radiografía muy nítida de qué tipo de  cultura se consume en la sociedad actual. Lamentablemente, el verbo consumir asociado a la cultura es correcto en estos tiempos. Verbo viciado y venenoso que por supuesto nunca se puede conjugar con cines Groucho.


En el colmo de lo nauseabundo, ayer escuché en una radio que lo de los Groucho tal vez sea un problema de mercadotecnia, de no haberse adaptado a la nuevas tecnologías digitales, junto a su rechazo al cine comercial. Argumentos de este tipo terminan resultando lógicos si pienso que la semana pasada entré en una librería y en el primer estante de novedades está un libro titulado “Por qué unas tiendas venden y otras no”. Al parecer, a eso andamos y así nos va.
No nos engañemos, Groucho era el refugio de unos pocos. Ajenos al mercado y mucho más atentos al género, al contenido. El resto de potenciales espectadores lo ignoró olímpicamente. Ver, oír y leer cómo se llora su desaparición (y quienes lo lloran) no sólo da grima sino que revela una hipocresía galopante. Más nos valdría buscarnos un espejo y llorar por nosotros mismos, que en más de una ocasión sobrados de vanidad damos la espalda a cuanto nos enriquece. Y si nos queda aliento pasmémonos ante el páramo cultural en el que nos movemos en ciertas provincias, mientras se da la puntilla a los últimos reductos, como es el caso.
Hace un par de años, asistí a una mesa redonda sobre la situación del cine en nuestra región. La mesa de ponentes, como de costumbre, estaba repleta de representantes culturales asociados al sector público. Seis ponentes en total. Podían haberse ahorrado cinco por cuanto el diagnostico era único: el cine vivía un alentador momento de relanzamiento y buena salud. No había duda. Los asistentes éramos tres.  Sí, es correcto, había más ponentes que asistentes. Y adivinen. El único empresario privado, el único emprendedor según el lenguaje actual que podía aportar algo sustancial sin ser un cargo público estaba sentado a mi lado entre el público de tres almas en pena. Ni siquiera había sido invitado. Era el propietario de Groucho. Que cada cual saque sus consecuencias. Las mías las tengo claras. No voy a llorar por Groucho, la indignación ante tanta hipocresía no lo permite.     

sábado, 4 de octubre de 2014

LAS ILUSIONES PERDIDAS




En 1789 se aprobó la declaración de derechos del hombre y del ciudadano. Ante tal envido, Olympe de Gouges se atrevió con un órdago y publicó en 1791 “la declaración de los derechos de la mujer y la ciudadana”. No era una frivolidad ni una redundancia. De convicciones profundamente arraigadas proclamó aquello tan rotundo de “si la mujer tiene el derecho de subir al cadalso debe tener también el derecho de subir a la tribuna”.
Sin embargo, no todo el mundo es Marie Curie, ni Simone de Beauvoir, ni Susan Sontag, Mary Wollstonecraft, ni Josephine Baker, ni Amelia Earhart por citar alguien que probó sus alas sin metáfora alguna.
Hubo (y hay) mujeres sobradas de inquietudes, impetuosas, dotadas de gran arrojo intelectual y valentía a la hora de defender sus derechos y su condición. Y que sin embargo ven truncados sus sueños, atrapadas en una maraña de intereses creados, normas sociales, imposiciones de clase, condicionantes políticos…a lo que hay que añadir la siempre peliaguda cuestión del compromiso marital cargado de hipotecas. Es el terreno de una solapada discriminación que asoma su feroz rostro entre licores espumosos y perfumes exquisitos.  

Este último aspecto era de capital importancia en la burguesía tradicional y en la nobleza, y ni siquiera la ilustración acabó con ello. Ya lo explica con diáfana claridad John Stuart Mill en “la sujeción de las mujeres” cuando dice: “El hombre no quiere únicamente la obediencia de la mujer, quiere sus sentimientos. Todos los hombres desean tener en la mujer más íntimamente relacionada con ellos, no una esclava forzada, sino una favorita. Por eso harán todo lo posible por esclavizar su espíritu. De ahí que todas las mujeres sean educadas desde su niñez en la creencia de que el ideal de su carácter consiste en no tener iniciativa, sometiéndose a voluntades ajenas”.
Es oportuno recordar que estas palabras fueron escritas en 1869. Y si tienen plena vigencia hoy o no lo dejamos a juicio del lector.
Dos recientes películas centradas en dos mujeres amputadas como tales van a servir para ilustrar la cuestión. Por una parte Georgina Spencer, Duquesa de Devonshire. Por otra, al otro lado del canal de la mancha Thérèse Desqueyroux. Las películas, “La duquesa” y “Thérèse D”, protagonizadas respectivamente por Keira Knightley y Audrey Tautou. 





Uno puede pensar que ambas tuvieron la desgracia de no llegar a tiempo de conocer a las nuevas musas del eco feminismo new age, como Eva Lootz o Yasmina Reza. O rompedoras como Caitlin Moran, que en un libro titulado “Cómo ser mujer” explica con ironía digna de mejor causa la importancia del color del vello púbico, el valor terapéutico de ir o no de compras, los mil y un nombres sexys con que bautiza a su “vestíbulo interior”, la relevancia del tacón como arma sexual femenina y el curioso sabor de la sangre menstrual.
Georgina Spencer y Thérèse Desqueyroux suponemos accederían a otras lecturas. No parece que “las amistades peligrosas” esté entre ellas. Tal vez “Moll Flanders”, Jane Austen, o quizás “las bostonianas” de Henry James, novela en la que una sufragista expone “me gustaría que los hombres nos admirasen menos y confiasen un poco más en nosotras. Hemos delegado demasiado en ellos y creo que tal vez ha llegado el momento de juzgarlos”.    
La primera escena de “La duquesa” es tan rotunda como directa. Mientras la aun doncella flirtea y juega alegremente al pañuelo con unos amigos, su madre (Chartlotte Rampling) y el duque de Devonshire (Ralph Fiennes) conciertan notarialmente las estrictas condiciones de su casamiento a sus espaldas.





Conste que la primera puñalada se la da su propia madre al comunicarle la noticia y manifestarle un falso e hipócrita pesar: Desearía que continuase con ella hasta que alcanzase la mayoría de edad, pero sería muy egoísta por su parte poner freno a la “felicidad” que le espera.
De forma implacable y sinuosa la nueva duquesa, menor de edad, forzada una y otra vez para concebir un varón, ultrajada de mil formas, unas más sutiles que otras, irá adentrándose en un vía crucis doloroso con diferentes paradas. El suntuoso mundo de porcelana, lienzos y tapices repleto de ornamento, palacios, fiestas, bailes, cortesía y oropel esconde en cada aposento un auténtico descenso a los infiernos con parada en el purgatorio de la subordinación. Un vaiven con tenebroso sabor a habitación cerrada, a tormento interior. Wellcome to the pleasure down, se titulaba una famosa canción.
Pronto la ingenuidad de la nueva duquesa, su actitud librepensadora, sus muchas inquietudes le jugarán una mala pasada. Durante una cena con unos políticos, un representante de la cámara manifiesta que no conviene ser radicales, que la libertad está bien pero con moderación. La mujer de ideas propias responde al instante que no se puede ser moderadamente libre ni moderadamente esclavo, que no hay término medio posible.





Pues bien, toda la película gira en torno a esa idea, que actúa como condena. Un vibrante y angustioso corredor sin retorno en el que todas las aspiraciones, amorosas, políticas, éticas, sociales y familiares se irán truncando una tras otra en una continua implosión sin descanso que le lleva a una conclusión atroz: la búsqueda entre tanto hastío disfrazado de machismo y clasismo de una felicidad mínima, moderada incluso, que le permita respirar.
Excelente el momento en el que ebria de alcohol y de tanto sopor, se tambalea como una muñeca, como un maniquí fuera de órbita en un salón de baile repleto de máscaras empolvadas que la miran con patetismo al no ser capaz de guardar las obligadas apariencias.
Ni siquiera se le concede un mínimo triunfo cuando inicia una aventura amorosa…el machismo clasista y misógino del duque y la intransigencia implacable de la madre (excepcionales ambos en sus roles) actuarán una y otra vez de cortafuegos. Estamos muy lejos de los corteses juegos y lances amorosos victorianos en la campiña tan celebrados en el cine actual. Aquí la realidad es más cruda y cruel.
Y cuando encuentra una amiga en su misma situación, esta utilizará su lecho para conseguir el favor del duque ¡ojo! no en su propio beneficio, sino para que este interceda y le permitan ver a sus hijos de los que está separada.






Este personaje, vital en la película, será poco a poco comprendido por Georgina, compartiendo ambas infortunios varios en un panorama desolador. En una misma escena de gran tensión son insultadas y vejadas por el duque por igual. Esposa y amante son para el patriarca dos cargantes y lloriqueantes bustos parlantes, más molestas que sus fieles perros de caza.
En ese coctel de lujo y vejación, la duquesa asiste a la crónica de su particular oprobio. Atrapada entre visillos en un opaco jardín eterno y oscuro, anulada como persona, terminará por adoptar un castrante pragmatismo que le permitirá fingir en los actos sociales como una marioneta más. Lucir moda, falsas sonrisas e indagar en las relatividad de los dogmas.
Saltamos a Francia. Para Thérèse, mujer hermética, lacónica e indescifrable, las cosas comienzan mal. Cuando uno concierta su boda en función del número de pinos que sumarán ambas familias, la ecuación no puede salir bien. El autoengaño de la vida palaciega dura muy poco, ya que para colmo Thérèse se hace confidente de su cuñada, amiga de juventud que sufre un amor prohibido, arrebatado, real y apasionado truncado por su familia por razones de clase y religión.





Ese espejo coloca a Thérèse definitivamente ante todo lo hueco y falso que rodea su aparente vida armoniosa carente de vida y de chispa. Ello le llevará a tomar decisiones drásticas que una vez fracasen, la sumen en un letargo sin fin, en un ser aislado y meditabundo, enrocada en un caparazón emocional y moral del que no es fácil salir. Esa imagen de los pinos ardiendo mientras Thérèse, auténtica naturaleza muerta, asiste inmutable e impasible al fuego fatuo del símbolo de su unión lo dice todo.  
Ambas películas afianzan su discurso al tomar como punto de partida a mujeres privilegiadas y rodeadas de lujos materiales que, pese a su posición, terminan perdiendo su condición humana convirtiéndose en parte del suntuoso decorado. En estatuas inertes. Sin embargo, los dos films son ambiguos en este sentido, por cuanto articulan un discurso con una tesis clara, pero no renuncian a la exquisitez del cine de época, a la qualité de última hornada como coartada. Regodeándose en la banalidad de los escenarios del arte.
Se diría que ambos directores juegan a la vez dos cartas. La del film con mensaje por un lado, y la de la vistosidad ornamental por otra. De tal modo que si lo primero no seduce, el espectador puede caer en la misma trampa que sus protagonistas. Esto es, verse inmerso en un paseo lujoso por los decorados, fotografía y ropajes detallistas del cine histórico de gran aparato y diseño.



El espectador que busque en estos dos retratos lances y requiebros sentimentales y heroínas impetuosas que al final vencen en la partida del amor contra toda convención social a la luz de hermosas campiñas se equivocará de película. Como las dos protagonistas, relegadas a la penumbra, vagará como un fantasma por fastuosos decorados y en última instancia verá, como el protagonista de Balzac, sus ilusiones perdidas.
Ahora bien,  quien busque un retrato ambiguo y amargo de la tenebrosa miseria de la condición femenina a merced de los designios de clase y del peso del yugo masculino encontrará perlas a su gusto. Y quien prefiera indagar en el desorden anímico y el desgarro ético preso de un pensamiento cautivo, tendrá mucho y bueno donde rascar. Eso sí, para penetrar en estas tormentas de hielo, mejor ir bien provisto. Un buen picahielos, por ejemplo.