jueves, 21 de mayo de 2015

EL DESIERTO DE LAS ALMAS PERDIDAS






“Los filibusteros eran seis en total. Ni uno más. El resto habían muerto”. Robert Louis Stevenson lo escribió en “La Isla del  tesoro”. Seis jinetes cruzan el agreste paisaje del oeste sin aparente prisa. Dos minutos le bastan a William Wellman para imprimir ritmo a la película, dar una idea del grupo y crear una fuerte y soterrada tensión dramática. Observando su comportamiento natural, pronto sabremos de qué pasta están hechos. Y lo primero es analizar qué terreno pisan. Una flecha india atraviesa un cráneo en el suelo. Territorio apache. Se otean los cuatro puntos cardinales: a un lado agrestes acantilados y ríos salvajes, al otro altísimas montañas nevadas. Al fondo el árido desierto infinito.
Sin embargo, todas esas adversidades no les van a impedir variar el rumbo de sus propósitos, que van encaminados a robar el banco del pueblo más cercano, último punto cardinal. Pese a que el espectador ya conoce que el asunto de la huida no será fácil, el grupo se lo toma con una calma propia de quien conoce muy bien su oficio y lo ha practicado con anterioridad. Lo primero es recabar información en el pueblo, tomarse una copa, cargar las cantimploras y cerciorarse de que el sheriff no está, para limpiamente y sin desenfundar un arma hacerse con el botín.
La huida se convierte en una espectacular cabalgada perseguidos por el ejercito que les conduce directamente al desierto. “un desierto es un espacio, y un espacio se cruza” dice Gregory Peck. La película se titula “Cielo amarillo”.

Si el prólogo descrito resulta modélico por la tensión acumulada y envuelta en una tensa calma, se ve realzado aun más por detalles de puesta en escena formidables. La aparente camaradería del grupo a la hora de servirse el whisky y pasarse los vasos en la barra del bar, las miradas cómplices de quienes van a cometer un delito sin armar ruido, la avidez sexual de quienes hace tiempo que no ven una mujer ante el cuadro de una amazona, las composiciones horizontales de una fotografía bellísima tanto en exteriores como en interiores.  Pequeños rasgos que van definiendo los caracteres de cada miembro de la banda, antiguos  soldados, perdedores de la guerra recién terminada.
Podría decirse sin arriesgar que “Cielo amarillo” comienza del mismo modo que films como “Tres padrinos” de Ford o “El tren de las 3:10” de Daves. Y que el fatigoso y dramático  cruce del desierto posee una fisicidad con tremendas cargas de profundidad: “Si alguien no me da un trago de agua creo que acabaré muriendo de sed” dice uno, respuesta lacónica de otro “sí, es muy posible”. Cuando ya todo parece perdido y las fuerzas y los recursos están agotados, encuentran un pueblo fantasmagórico y surreal llamado “Yellow sky”. Y también podría añadirse que lo que sucede a continuación en ese pueblo, recuerda a lo que sucede en films como “Desafío en la ciudad muerta” de Sturges o en “Hombre del oeste” de Mann. Y que este western es uno más en la línea argumental en la que un grupo de hombres se ven atrapados en el dilema moral de su propia codicia, y lo resuelven, como se resuelven estas cosas en el cine del oeste. Y terminar aquí. 


No se va a hacer, por cuanto considero que se caería en la simplificación. Estamos tan familiarizados con ciertos esquemas narrativos, arquetipos, estructuras visuales y dramáticas, que resulta fácil establecer las analogías citadas, cuando  estamos ante una obra maestra que despliega un abanico tal de sugerencias, que dudo pueda abarcarlas todas.
Es “Cielo amarillo” una cinta que a medida que avanza rompe con todas sus ataduras genéricas, de modo que este cruento relato del viaje a ninguna parte cobra un sentido cercano al fantástico más atávico, sin abandonar la aventura. Una vez llegados cual alienígenas al fantasmal decorado inerte en forma de pueblo sin vida, asistimos a un festival en el que se dan la mano el expresionismo, el aroma del noir, las raíces que alimentan el substrato de los cuentos infantiles, los simbolismos freudianos, la aventura en su sentido más clásico, el relato de terror gótico, pulsiones sexuales exacerbadas, fascinación ante el paisaje, avaricia, lealtad a la palabra dada….y todo ello sin perder su esencia como western.


En este caso, los forajidos aterrizan en una ignota tierra de nadie, como Charlton Heston en “El planeta de los simios”. Y lo que encuentran en ese callejón de las almas perdidas, no es un oasis,  es el máximo exponente de enigma de otro mundo: nada menos que  Anne Baxter con rifle y pantalones acompañada de su abuelo, que aparecen cual espectros guardianes de un siniestro cementerio. No es una tópica femme fatale propia del cine negro, esto no es “Encubridora”, sino una muchacha enigmática, asustada pero valerosa, de ademanes  masculinos e incipiente despertar sexual. Y que piensa defender lo suyo con uñas y dientes. En el momento en que sale a la luz que nieta y abuelo guardan un valioso tesoro, es inevitable volver a Stevenson y su novela inmortal.
La fascinación que ejerce el decorado como islote marciano sobre todos los personajes y el espectador es eléctrica, inaprensible y rotunda. La poderosa, salvaje, inexperta y fuerte personalidad de Anne Baxter, a la que su abuelo llama por nombre masculino “Mike” nos permite rememorar algunos pasajes de la segunda mitad de la tenebrosa y fascinante isla en la que Jim Hawkins libró su particular madre de todas las aventuras.


El cambio de sexo aporta diferencias, cierto. Pero la idea de los bucaneros a la búsqueda implacable del tesoro en terreno inhóspito aporta muchas similitudes. No sólo es que el abuelo recuerde a Ben Gunn. Además, vemos a ambos bandos concediéndose una tregua y parlamentando una solución, bandera blanca incluida. Otros datos muy significativos de la novela también aparecen en la película. Caso, de la búsqueda física del tesoro y la discusión del liderazgo.
Hasta el punto de que, tal y como sucede en la novela, Gregory Peck se ve destronado y junto con la chica y el abuelo deben hacerse fuertes en la cabaña frente a los ataques del grupo de filibusteros en el que no es difícil distinguir diferentes perfiles: ingenuos, amorales, sádicos y codiciosos. No debe olvidarse que Richard Widmark anda por ahí, con una romántica y trágica historia detrás.
Para quienes consideramos que la novela de Stevenson posee lúgubres aires siniestros, esta atípica versión libre, contiene audacias que le permiten explorar incluso otros campos. Anne Baxter al igual que Jim Hawkins, siente una continua sensación de rechazo-atracción por el forajido Peck remarcada  por prodigiosos claroscuros que conforman una atmosfera irreal y asfixiante que pide a gritos una liberación en forma de catarsis sexual. Wellman apuesta por el uso extremo de la luz como forma de dar fuerza a las tormentas afectivas y codiciosas que jalonan el relato. Y es esa permanente dualidad la que permite poner esta película a la altura de otra joya única en el tratamiento del mal en estado puro y de los miedos infantiles de carácter atávico.


En ese paraje físico y anímico próximo a las montañas de la locura de Lovecraft, Anne Baxter debe decidir si conviene seguir los consejos de Lilliam Gish al comienzo de “La noche del cazador”: “desconfiad niños desconfiad”. El dilema moral en ese irreal paraje mortuorio que roza lo fantasmagórico es si Gregory Peck no será otra alimaña diabólica como Robert Mitchum que intente engatusarla para quedarse con el dinero y su virtud. Asistimos a una ceremonia animal azotada por el polvo y el viento en el que la atracción sexual libra un desaforado combate con el intelecto y el deseo para resolver cuestiones de las que depende la supervivencia.
En este sentido, formalmente la película es prodigiosa, y nada tiene que envidiar en imaginería visual y empleo del  blanco y negro a la película de Laughton. Este último acentúa aun más el carácter mordaz y siniestro de su relato al abrigo de las tinieblas y un impresionante despliegue natural y moral.


Pero William Wellman no se queda atrás a la hora de dibujar las texturas del retrato plástico de la fémina rodeada de lobos en un escenario espectral. Su narrativa es muy poderosa. Lo hace además, en varias direcciones: no es sólo que las fieras acechen el oro y a la fémina. Hay más. Es la propia Anne Baxter quien no puede dormir producto de su fuego en el cuerpo y ha de salir a tomar la brisa al encuentro del lobo estepario en un cóctel en el que la sensualidad y el deseo se dan la mano con el peligro latente. 
El dilema, finalmente, se resuelve en una secuencia magnífica y clave en la película en la que Gregory Peck revela la cara opuesta de Robert Mitchum utilizando sus mismas armas. Prodigioso el momento en que se desnuda moralmente ante la chica y su abuelo y recuerda que él fue un granjero y que leía la biblia. Y posando sus manos sobre el libro, jura sobre esas páginas sagradas que respetará el acuerdo alcanzado de repartirse al 50% el tesoro. La esmerada convicción con que está narrado e interpretado el momento dota a la escena de toda su esencia.


Y es ese respeto por la palabra dada, el que permite marcar diferencias éticas entre este personaje y el de de la novela de Stevenson. En este sentido, sin esa escena de íntima confesión, podría decirse que el final de la novela es más acorde con el espíritu bucanero e irredento del que se nutren las leyendas al margen de la ley. 
El de la película es muy distinto, y la evolución del personaje de Peck es modélica en cuanto ha entendido que ha encontrado una inspiración mejor y una motivación más auténtica y real. En definitiva, un tesoro de mucha mayor valía. A cada espectador le corresponde creerse o no una redención de tal calibre. Stevenson es fiel al espíritu aventurero y sagaz del atractivo del bellaco superlativo de su héroe. Wellman nos dice que su forajido, inmerso en esas arenas de muerte también puede sacar fuerzas de flaqueza y ser fiel a su biblia particular. La que tal vez le enseñó alguien muy parecido a Lilliam Gish. La que dice que los sombreros, aunque cuesten cuatro chelines, se pagan. Y más, si son un regalo para la persona amada.