El análisis de algunas películas debiera comenzar como y donde al comentarista le parezca o tenga a bien. En el caso de “Melancholía”, vamos a seguirle el juego a su director. Por cierto, no es que esté mal escrito, es que los distribuidores tienen por costumbre no traducir las obras de los autores de prestigio. Sus razones tendrán. Así pues, decía, este comentario fílmico estará también estructurado, pero en seis partes. Preludio, que va a ser breve, incidente, prólogo, primera parte (Justine), segunda parte (Claire), y una última que vamos a denominar Lars Von Trier.
Preludio: Que en realidad es un aviso. Las hamburguesas de El Corte Inglés no son ni mucho menos lo que eran. Me comí una justo antes de ver el film. Que yo sepa siempre hubo dos tamaños, el normal y el extra grande, que era enorme. Ahora, sin avisar y conservando la nomenclatura, resulta que han eliminado la supergrande y han introducido un tamaño mini, que es el que te dan cuando pides “la normal” de toda la vida, que ahora según ellos es la grande. Resumiendo, la hamburguesa normal es hoy una cosa minúscula y sin chicha. Y la grande es la que antes era de tamaño normal. Cuando se lo digo poco puedo hacer ¿Ah, usted ha pedido la normal, no? Pues eso le hemos traído. La discusión kafkiana se eterniza sin solución posible. Que cada cual saque sus conclusiones, pero conste que si incluyo estos detalles pre partido es por que creo que influyen en el estado de ánimo a la hora de ver un film. Otro tanto sucede con el apartado segundo.
El incidente: Sentados en la sala oigo gente hablando justo detrás cuando llevamos minuto y medio de metraje: ¿Esto es ya la película? Puesss será, contestan ¿seguro? ¿tu crees? “esa yo creo que es la que salía en spiderman 2 ¿no?”. Todo esto con música de Wagner de fondo. Como voy bien acompañado, la que se sienta conmigo presa de cierta ira se vuelve e interviene. A ver si lo reproduzco literal: “Vamos a ver si se dan ustedes cuenta de que sus comentarios de texto no aportan absolutamente nada a la trama. Están de más ¿les queda claro?”. Hasta yo me asusto. Fin del incidente.
Prólogo. En esas lamentables condiciones, y bajo los efectos de una cutre hamburguesa mini presencio uno de los arranques cinematográficos más poderosos y subyugantes que uno recuerda de un tiempo a esta parte. La armonía entre las sucesivas estampas y el acompañamiento musical, extraído del preludio de “Tristan e Isolda” de Wagner, suponen un impacto total que sumerge al espectador en un deleite difícil de describir. Son planos casi estáticos de clara raigambre pictórica en los que se despliega un poderío visual sin límites sobre la base de aparentes trozos vivos de naturaleza muerta. Es cierto que se pueden aventurar influencias, muchas, pero eso no resta un ápice de potencia al conjunto, que ya desde el comienzo tiende hacia el onirismo, la contemplación y lo operístico. Imágenes con auténtico nervio donde el constructivismo, Alain Resnais, el arte prerrafaelista, Brueghel, Carl Sagan y hasta ecos de Edward Hopper se dan la mano sin chirriar en absoluto. Insisto, ello no condiciona la entraña de un minucioso montaje que hipnotiza absolutamente fruto de una imaginería visual desconcertante, extraña y muy hermosa a un tiempo. Emotiva en todo caso. Un prologo que deslumbra por cuanto se eleva al más puro cine, el que reside en el poder intrínseco de la imagen como generadora de arte con mayúsculas. Una cosmovisión poblada de multiples texturas cargadas de fisicidad. La apuesta es alta y arriesgada. Decía Hitchcock que toda película debía comenzar generando un terremoto en el espectador, y de ahí ir hacia arriba. Áquí aun quedan 120 minutos de película. Veamos.
De forma demasiado abrupta el film cambia absolutamente de registro en su capítulo dedicado (aparentemente) a los episodios de Justine y Claire, los cuales se van a analizar conjuntamente. Y ahí es cuando hay que comenzar a hilar muy fino a la hora de comentar, ya que la cinta lo merece. En principio la trama se desarrolla al hilo de la boda que la primera celebra con sus familiares y amigos. Pero lo que en realidad nos narra es el lento pero inexorable, implacable camino hacia al cataclismo del escaso equilibrio emocional de la protagonista para elevarse y reconciliarse consigo misma cuando por fin reina el caos. “Hay algo terrible en la realidad, y no se lo que es” decía Monicca Vitti en “desierto rojo” de Antonioni. En este tramo, Lars Von Trier vuelve a sus tiempos cámara en mano, y como no, vuelve a darnos otro ejemplo de sus maravillosas virtudes y por desgracia de sus defectos de casi siempre. Dibuja con trazo fino y penetrante la relación entre las dos hermanas y el frágil equilibrio que preside todo el enlace, favorecido por dos interpretes entregadas a la causa. Se insinúa desde el comienzo que esa celebración nupcial es un trago incómodo que conviene digerir cuanto antes. Y se nos hace intuir de forma muy sutil que hay un soterrado y tenebroso mundo interior, malos augurios y un aura de fatalismo de consecuencias imprevisibles. Ese caballo que se niega a cruzar el puente actúa como ente revelador.
Todo ese cerrado microcosmos viciado no deja de tener un claro eco metafórico, y toda la comitiva nupcial, la orquesta completa, aunque se supone que se sabe la partitura, empieza a desordenarse y a desafinar, y su solista principal, la novia del mundo, no puede con semejante empeño. Tanto es así, que más que novia parece mártir que necesita liberarse de toda atadura ligada a la comunidad y a lo convencionalmente mundano. Poco a poco el espectador va impregnandose de esa tupida maleza donde el pavor y el vértigo convierten en doloroso trance ese amago de evento en el que se intentan guardar las apariencias. Esas que ocultan el ahogo, el desgarrador grito existencial que va adueñándose del clima.
Se llega a duras penas a cortar la tarta. Pero la eterna e infinita angustia en la que depositamos nuestro pesar no se va ni dando un lacerante y vertiginoso paseo a caballo. De forma estremecedora vuelve a sonar Wagner como leit motiv por tercera vez. Curioso, dado el tema podría haberse tirado de algún réquiem, el de Bizet por ejemplo, o de la Pasión según san Mateo de Bach, pero se ha preferido ir por el lado del romanticismo al más puro estilo germánico. Y es entonces, a la tercera audición, cuando comenzamos a detectar ciertos desajustes y entramos en el terreno de la redundancia innecesaria. Ya habíamos intuido perfectamente lo frágil y quebradizo del ambiente familiar y laboral. Sobran pues las gratuitas exhibiciones de Charlotte Rampling (que por cierto, a los que estaban sentados detrás les hizo mucha gracia) las de John Hurt robando cucharas, y por supuesto todo lo referente al jefe que pretende explotar a la débil novia incluso el día de su boda con miradas lascivas y proposiciones ridículas.
Todo ello arroja un bloque desequilibrado, con fascinantes momentos excelsos en los que el director sabe sacar petróleo de la evanescencia y del pánico en la escena. Esa cámara que se mueve entre los invitados permite al espectador extraer a través de la sugerencia mucha información sobre su estado de ánimo y sus miedos. Pero luego hay otros pasajes decididamente obvios, reiterativos y prescindibles, que solo pretenden despejar incógnitas que ya estaban resueltas. ¿O es que no sabíamos todos lo que no iba a suceder en el dormitorio y si en el jardin?.
En el segundo tramo (Claire) la ecuación se complica extraordinariamente. Se toman otros ángulos que arrojan nuevas perspectivas. No se trata ya solo del choque melancólico y brutal de Justine contra el mundo, ni de la confrontación (otro choque) cargada de mutua dependencia entre las dos hermanas. Ahora resulta que un planeta de nombre Melancholía se acerca peligrosamente a la tierra. Y Lars Von Trier nos impone de nuevo otro lento pero inexorable viaje hacia el Apocalipsis. Now, por supuesto. Es su particular y lírico argameddon, repleto de íntimos recovecos que afectan al espíritu. Un trance de nuevo con una fuerte carga operística en el que se contraponen dos formas de ver el final absoluto. Por un lado, la angustiosa de Claire, presa de una ansiedad progresiva y creciente, que se palpa a cada latido, en cada exhalación al respirar. Por otro, la de quien se siente cómoda inmersa en el caos (Justine) y de forma estoica mira de frente una realidad irrefrenable muy reconocible para ella. Hasta tal punto que incluso se ve con fuerzas para organizar el rito de la ceremonia final, correspondiendo así a su hermana, que organizó su boda. En todo caso, un seductor viaje contra reloj por las distintas caligrafías del yo cargado de fatalismo.
Dentro de ese éxtasis y progresivo delirio romántico cabe rescatar, una vez más, momentos de auténtica inspiración visual y emocional, junto con otros de afectada trascendencia operística, como ese que nos presenta a madre e hijo bajo un manto de nieve incapaces de avanzar. Estamos ante un catártico deep impact, una implosión demoledora que devuelve al hombre (en este caso la mujer) a su estadio más primitivo. Y las dos heroinas se convierten en una suerte de diosas griegas castigadas por una ignota mitología cósmica. No así el personaje masculino que adolece de menor definición. Asi pues, esa vuelta al origen resulta sugerente. Y Aunque se poseen complejos catalejos ultramodernos, se descartan y al final será un primitivo palo con una simple argolla de alambre el que marque el timming de la distancia a la tierra del planeta que se acerca, midiendo su circunferencia. Otro tanto cabe decir del final, que nos devuelve casi a Platon y su caverna. En última instancia, la auténtica inspiración se da la mano en todo momento con el plúmbeo esteticismo en un torbellino arrollador en su irregularidad, pero que pese a todo no defrauda.
El último apartado lo habíamos denominado Lars Von Trier. Y se incluye precisamente para dar gusto al director. Este decidió no terminar su película aquí. Pues bien, vamos a complacer al personaje y juguemos a su juego. Tras el pase de la cinta en el festival de Cannes decidió incluir un epílogo en forma de rueda de prensa de alto voltaje, declarándose ferviente admirador de Hitler y del movimiento nazi, del cual, según él, hay muchas enseñanzas positivas que extraer y cosas que aprender. También arremetió de forma furibunda y sin venir a cuento contra la directora Suzanne Bier, poniendo en tela de juicio la capacidad de las mujeres cineastas y vertiendo insultos sobre ella claramente machistas.
Hay quien le disculpa argumentando que los artistas de verdad tienen estas cosas y que no hay que prestar mayor atención, que una cosa es su obra y otra sus excéntricas salidas de pata de banco. En absoluto. Quiero pensar que esa rueda de prensa fue un premeditado acto deliberado, perfectamente calculado, milimetrado hasta el más mínimo detalle para conseguir sus efectos. Lo contrario sería sencillamente abominable,aunque no lo descarto. el esperpento incluyó incluso la participación estelar de Kirsten Dunst, que interviene en el acto e intenta aparentemente frenar la cadena de despropósitos de forma infructuosa. Por supuesto el citado epílogo termina muy bien. Dicen que “Melancholía” no fue premiada en el palmarés a excepción de la interpretación femenina. Grave error. Para un polemista y provocador nato como este, no hay mejor premio que el que Cannes le concedió este año emitiendo un solemne comunicado en el que se le declaraba persona non grata. Eso si, temporalmente, pues la vigencia del castigo termina a final de año, supongo que para que pueda presentar su próxima obra el año que viene.
Lars Von Trier es un buen cienasta, excelente en algunos casos, irregular y tedioso otros, no tan original como él cree. En ningún caso un autor mayor. Pero su vergonzoso y continuo marketing de si mismo a costa de procaces polémicas y su calculada, constante y vomitiva autopromoción es absolutamente injustificable, bochornosa y lamentable. Le define y no precisamente para bien. Claro que nunca se sabe, como va vendiendo por ahí que es una mezcla de genio e idiota inclasificable, y como nos cuenta que es un artista maldito que usa sus presuntas depresiones como inagotable fuente de inspiración, pues no sabemos cual será lo próximo que saldrá de su boca. En ocasiones se habla y diserta mucho sobre el concepto de inteligencia emocional. Muy pocas se hace sobre su reverso, la estupidez emocional.
Ahora bien, sus exégetas son numerosos, lo se. Este hombre que se considera y es considerado por muchos un artista total, cree muy iluso estar a la altura de los grandes maestros. Hay quien le considera el nuevo Dreyer, la resurrección de Bergman, el Antonioni de la nueva era. Por supuesto se considera y le consideran más allá de Tarkovski y tan complejo como Visconti o Bresson. O al menos a su altura. Pero no perdamos tiempo con comparaciones inútiles, es Lars Von Trier, el mismo que es capaz de rodar, es cierto, planos inspirados e historias sugerentes, pero que en mi opinión todavía a día de hoy no ha entregado esa majestuosa obra maestra absoluta que tanto se preconiza. El culpable no es otro que él mismo. Esta última película es ejemplo de ello. Tiene momentos sublimes pero analizada en su conjunto peca de un exceso de grandilocuencia.
Cabe por tanto hacerse la siguiente pregunta ¿Puede una obra ser víctima de un exceso de autoría? ¿Es posible ese supuesto? Pues si, este es el caso. Hay muchos que fracasan por defecto, por falta de inspiración o talento o por desconocimiento del medio. No es su caso. Lars Von Trier, cineasta ambicioso, siempre dispara por elevación y termina errando por exceso. Este es un autor que construye siempre limusinas hermosas pero hipertrofiadas, tan enormes que terminan teniendo problemas al encarar una simple curva. Y todo ello lleva a una reflexión final. Este señor muy capaz y dotado para el cine tiene un problema y acabo de dar con él. No es un planeta el que se dirige hacia la tierra para arrasarla, es el inmenso e inabarcable ego de su autor el que se nos viene encima, con todas sus virtudes y defectos. Ante ello, dos soluciones tiene el espectador. La primera es rendirse a su belleza indiscutible pero intermitente y postrarse desnudo a la luz de la luna como hace Kirsten Dunst a medio metraje reconfortándose ante la epicúrea belleza de lo que se avecina. La segunda es buscar desesperadamente refugio ante el posible empacho de una egolatría sin límites. No hay término medio. Lo digo por cuanto los de la fila de atrás se marcharon a los 45 minutos de metraje.