Ya saben lo que decía Norma Desmond en “Sunset Boulevard”, muy altiva ella: “mis películas siguen siendo grandes, es el cine el que ha empequeñecido”. Podría resultar fácil darle la razón, viendo lo que circula hoy por ahí. Pero no conviene ser tan drásticos. Apliquémoslo a un director, a uno grande. Y ya puestos, venga, al más grande. John Ford. A ver qué resulta. Como todo el mundo sabe, dado que se había convertido ya en una tradición, el rodaje de su última película “Siete mujeres” lo comenzó John Ford de muy malas pulgas. Ya se sabe también lo que decía con cierta guasa cuando estaba de buen humor “lo peor de mi profesión es mi profesión”. Pues imagínensele de malas. Andaba muy cabreado por muchas razones, como de costumbre. El estudio le medio convenció para que contase con Sue Lyon en un papel secundario, que acababa de triunfar con “Lolita”. Pero a él no le hacía mucha gracia la idea. Para colmo la actriz protagonista con la que ya se había comenzado el rodaje, Patricia Neal, tuvo no se que contratiempo, debió abandonar el film y hubo que empezar prácticamente todo de cero. Había que buscar otra actriz un poco como a contrareloj. Hizo pruebas a muchas, algunas de renombre, pero ninguna le gustaba. Nuevo y monumental cabreo. Y ya se sabe que cuando Ford se enfadaba era de verdad. No valían bromas y había que coger distancia, a pesar de la edad.
Con la que terminó contratando muy a regañadientes (Anne Bancroft) la cosa comenzó como no podía ser de otra manera: a encontronazo limpio. Durante el rodaje, y sobre todo al comienzo Ford no paraba de corregirle y de hacer gestos ostentosos de desaprobación. Había que repetir tomas varias veces “por culpa de la nueva” y eso lo odiaba. Y para dirigirse a ella lo hacía de forma peculiar y le decía “a ver duquesa…”. Y no era por ningún tratamiento de rango aristocrático. Era una indirecta muy directa que la actriz terminó captando. Invocar al “Duke” y su espíritu dio como resultado uno de los personajes más complejos y completos de toda la filmografía fordiana, que ya es decir. Pasado el diluvio, Anne Bancroft recordaba la experiencia en “siete mujeres” como una de las más intensas de toda su carrera profesional.
Un personaje por cierto, un tanto olvidado. O relegado a un segundo plano. Es cierto que el cine de John Ford ha dado lugar a toda una serie de personajes míticos que forman parte de la memoria colectiva. Auténticos seres con alma propia que perviven de generación en generación. Se puede comenzar y seguir hasta el infinito y más allá. El cine de este hombre no se agota nunca. Sin embargo, uno de los que debiera figurar en lugares de honor, compartiendo trono con Ramsom Stodard, Ethan Edwards, Sean Thorton, Kate Danaher, Tom Joad, el general Sherman o los incontenibles Doc Boone y Michaleen Flynn es la doctora Cartrwight, aunténtico pilar de la cinematografía del irlandés del parche. Emprendemos pues un nuevo episodio de las un tanto olvidadas operaciones rescate.
Abordar este personaje supone entrar en tres apartados. La mujer en el cine de Ford, “siete mujeres” en el contexto de su cine y en el del año en que se realizó, y el del propio personaje y lo que este significa. Vamos allá.
Cuando se piensa en la prototípica mujer fordiana la mente se va inequívocamente hacia Maureen O´Hara. O hacia mujeres como la protagonista de “La taberna del irlandes” o hasta Dorothy Lamour en “Huracán sobre la isla”. Es lógico. Pero en primer lugar y ante todo Maureen. Ella encarnó perfectamente esos rasgos de mujer emprendedora, apasionada, soñadora y muy fuerte que tanto le gustaban a Ford. Eso no quiere decir que no hubiera otros tipos como iremos viendo. De hecho, se podría hacer también un jugoso estudio sobre la figura de la madre en el cine de Ford que arrojaría resultados apasionantes. Hoy toca la matasanos.
La doctora Cartrwight llega en 1935 a una misión religiosa en China en circunstancias bastante convulsas y adversas. Las revueltas entre chinos y mongoles y el posible asedio de saqueadores y bandidos a la misión son el telón de fondo. Pero en esta pieza de cámara, Ford enfrenta a la doctora con otras adversidades digamos internas. Un mundo cerrado, opresivo, jerárquico y de ambigua moral soterrada. Su llegada a la misión es espectacular y toda una declaración de principios. A caballo, con personalidad, energía y portando el característico sombrero de cowboy. Y sin prisas. Aun así, es recibida con recelo ya que, lástima, se esperaba a un hombre. Una vez ella entre y se cierre el portón de la misión la cámara no volverá a salir de ese espacio cargado de atmosfera tenebrosa. Es la última frontera convertida en el último refugio y una vuelta de tuerca, perversamente curiosa. La última versión fordiana del clásico fuerte del oeste. Solo que aquí no está Victor Maclaglen poniendo orden, cantando y echando un trago al frente de la guarnición. Las cosas están más para un réquiem que para un brindis. Menos para la recien llegada.
Muy pronto la doctora con su comportamiento libre, abierto y desinhibido choca con las estrictas normas del lugar que marca una rígida y reprimida Margaret Leighton con mano de hierro. En realidad, muy poco para nuestra heroína, que es una mujer que ha trabajado en los peores lugares, y lo que es más, piensa lo que dice y dice lo que piensa con total franqueza. Dirigiéndose al pastor, único hombre de la misión le espeta con sarcasmo e ironía y para escándalo general “Bueno, bueno ¿y que tal se las arregla el único gallo del gallinero dentro de este corral?” Y todo mientras enciende un cigarrillo tras otro, cosa prohibida en la misión. Su pragmatismo es demoledor: “¿el amor? Bueno, estuvo bien mientras duró” dice tras echar un trago. Y es entonces cuando Ford comienza a desarrollar su demoledor discurso moral sobre la ética y el sacrificio. El rezo ante las adversidades frente a la acción, el compromiso activo, solidario y carente de monsergas.
Frente a la moral castradora y aparentemente bienpensante que reina en la misión, represora en el fondo, esta doctora librepensadora comienza mal ya que olvida que hay que bendecir la mesa y se pone a comer sin más. Tarjeta amarilla. Y para colmo bebe, es un tanto mal hablada y no para de encender cigarrillos. Con uno en la mano, tras expulsar el humo y sin alterarse lo más mínimo se pronuncia para que no queden dudas: “hermana, yo no he venido aquí a realizar ninguna labor evangelizadora, he venido a practicar la medicina”. Esta mujer introduce un soplo, una bocanada de auténtico aire fresco en un clima enrarecido y viciado, repleto de inconfesables secretos que es difícil ocultar. Y no se corta a la hora de denunciar los métodos dictatoriales de la institución. Todo ello tiene su efecto en el grupo. Y en un momento de debilidad es por fin la rectora del centro quien se confiesa llorando a ella, invirtiéndose los papeles: “he tratado de suplir lo que me falta buscando a Dios con todas mis fuerzas. Pero no me basta, no es suficiente” dice la directora del centro confesando una inclinación carnal que le cuesta reprimir hacia una novicia. Ahí queda eso.
Esta hermosa pieza telúrica y de franco nihilismo supone un gran paso adelante, arriesgado y muy significativo en el conjunto de la obra de Ford, quien a esas alturas parecía habérnoslo contado todo. Aunque bien es cierto que el fondo es muy coherente con el pesimismo sobre el que ya había dejado buenas muestras en su disertación sobre la muerte del western tanto en Liberty Valance como en “el último combate”. Aquí la épica gloriosa es sustituida por un lirismo extremo, ascético, de marcados contornos oscuros y muy íntima observación.
Frente a quienes opinan que “Siete mujeres” no termina de “parecer” una obra de Ford, remarcar que aquí están presentes muchas de sus constantes. El papel de la doctora y la dialéctica que se establece frente a las rígidas normas de la misión, recuerda mucho al que se produce entre los personajes de Ava Gardner y Grace Kelly en “Mogambo”. Es más, la doctora Cartrwight que incorpora maravillosamente Anne Bancroft es una heredera directa de la señorita Kelly que hizo Ava. Esta también actuaba con mucha sorna frente al aparente puritanismo de Grace Kelly. Y si vamos más atrás, esa misma dialéctica, curioso, también aparecía (aunque en otro registro) en “la diligencia” entre Dallas y la esposa embarazada del teniente. Solo que Ford durante todos esos años ha evolucionado. Dallas se acobardaba y se avergonzaba, miss Kelly menos aunque se sentía atropellada sentimentalmente. Pero a la doctora ya no la para nada ni nadie. Ni un bestia mongol de dos metros y ciento cincuenta kilos. Ella se encarga. Y todo sobre la base de su propio código moral, basado en un aplastante y práctico sentido común muy humanista y muy arraigado. Una conciencia muy asentada, muy propia de quien ha vivido mucho y que la lleva lejos del papel solitario del cowboy y camino del compromiso por y para con los demás.
El tratamiento del factor religioso está por tanto muy presente. Y se acentúa cuando llegan los momentos extremadamente duros del sacrificio. Cuando sea necesario arremangarse ella (la impía) será la primera en hacerlo,justo cuando comienzan a entrar las vías de agua y el Titanic (la misión) se vaya a pique por momentos. La diferencia está en que aquí Ford va más lejos que nunca a la hora de poner en escena el pago de un altísimo precio para salvar almas y vidas. Ya no estamos ante una noción de sacrificio como la que mostró en “Tres padrinos”, ni en la muy querida por él “el delator”. Aquí Ford sobrepasa todas las barreras y nos entrega un tercer acto memorable en el que la doctora se entrega en cuerpo y alma y lo da todo absolutamente por todos, olvidándose de si misma, eso si, cigarrillo en mano. Se da un paso más a la hora de mostrar la idea de entrega del perdedor en favor de la comunidad, algo que parecía imposible después de conocer a Tom Doniphon (personaje con el que existen ciertas analogías). Pero se consigue. Aunque hay una gran diferencia. Doniphon tiene quien le coloque una flor de cactus y llore en su funeral. La doctora, pues ya saben, prefiere despedirse a lo grande tomándose un buen trago… Estamos ante una visión y ante una misión de un carácter moral radical y sin concesiones. Una lección humana sin aspavientos y absolutamente contundente. Tal vez por eso resulta aun más demoledora.
La película fue un fracaso. Anne Bancroft ni siquiera obtuvo mención alguna por su espléndido trabajo, aunque eso no importe mucho. Ese año fue el de Liz Taylor y su Virginia Wolf. Estamos en 1966, y el cine estaba cambiando, por desgracia para mal. Inmersos en plena Nouvelle Vague y en el free cinema en Europa y con un cine americano que se despedía para siempre del formato clásico. O se reformulaban sus claves. Eran los tiempos de “En el calor de la noche” de “Bonnie & Clyde”, de “Blow up” de Antonioni, de “Alfie” o de presuntas obritas de última moda como “un hombre y una mujer” de Lelouch. Ya saben, con su musiquilla dabadabada.
Algunos se atrevieron a llegar hasta la infamia. Vamos como que el viejo Ford había perdido el punch, y con él el tren de los nuevos tiempos. Pues nada de eso. El viejo no chocheaba. Simplemente como siempre iba a otra onda, la suya, y siempre por delante. El nunca se apuntó a la última temporada otoño-invierno, sencillamente porque es intemporal. Y nos entregó otra obra maestra. Este año pasado algunos reputados especialistas han alucinado con un film titulado “De dioses y hombres” que no sirve ni para descalzar a este film emotivo y complejo como pocos. Tampoco le llega a la altura Zang Yimou con esa estimable cinta que pudiera estar conectada con esta titulada “la linterna roja”. Y es que es muy difícil alcanzar al maestro. Juzgue ahora cada cual si, para el caso de este genio, la frase de Norma Desmond, camino del endiosamiento y la demencia sirve o no. Que me parece que si.