En ocasiones todo es cuestión de implicación y compromiso, o si se da la vuelta a la moneda de dejarse llevar y actuar con simple rutina o dejadez. Solo así se explican resultados tan dispares en proyectos idénticos a cuyo mando están personas más o menos involucradas en lo que cuentan. Aplicando un ejemplo se verá mejor. En el hipotético caso, absolutamente improbable, de que uno fuese productor, o mejor aún productor ejecutivo con capacidad de decisión, si tuviera que elegir un director para un guión como el de “Gloria” y solo pudiese elegir entre John Cassavetes o Sidney Lumet, de entrada no habría dudas.
Si bien es cierto que el guión es obra de Cassavetes, conviene anticipar la premisa argumental para decidir quien pudiera ser más adecuado. Estamos ante una historia urbana, con Nueva York y sus suburbios como personaje que hace las veces de gran lienzo, de enorme tapiz de fondo donde una mujer de turbio pasado se hace cargo de un niño que esconde ciertas claves e información muy valiosa para la mafia. Prostitutas, chulos de medio pelo, mafiosos de gatillo fácil y callejones sucios y oscuros conforman la tipología ambiental. La mujer y el niño se verán sometidos a una persecución implacable por parte de matones mafiosos en una ciudad hostil y de aires violentos.
Sobre el papel parece un guión con el que Lumet se sentiría muy cómodo. Aborda materiales con los que ha trabajado en varias ocasiones. Las sucias calles y la corrupción policial de “Serpico”. El ambiente mafioso, sórdido e implacable de “Distrito 34” , la descripción minuciosa del crimen organizado de “El príncipe de la ciudad” o la ambigua moral y la corrupción de “La noche cae sobre Manhattan”. Incluso conecta con el itinerario sin fin del perseguido narrado en ese film atípico titulado “Un lugar en ninguna parte”. Desde luego, si alguien conoce esa tipología de la gran ciudad, sus bares y su lumpen ese es Lumet, y en teoría esta es una historia que recuerda a Jim Thompson o Dennis Lehanne, y que le viene como anillo al dedo.
No sucede lo mismo con John Cassavetes. El autor de “Faces” o “Corrientes de amor” se mueve en otras coordenadas. Cineasta independiente mucho antes de que el cine “indie” tomara denominación de origen y se pasease por los festivales. Su radical y arriesgada mirada apuesta por una autoría en la que la introspección en la condición humana, la pareja, el yo y la incomunicación son su marca de autor. A lo que hay que añadir su particular y aparentemente arbitrario estilo narrativo, claramente expansivo, dotando de libertad de acción a los actores. En él siempre cobra protagonismo el rostro humano, espejo de profundas catarsis, de toda una catarata de emociones muchas veces al límite que le sirven como guía para diseccionar el complejo nudo gordiano que constituyen las relaciones humanas. Cassavetes se vuelca en una plasmación naturalista del sufrimiento humano, de la agonía de la existencia otorgando al actor espacio y metraje para que implosione y explosione frente a la cámara.
Sus ecuaciones casi nunca se resuelven, quedan abiertas para el debate posterior cuando las luces se encienden. Y en ocasiones determinadas parcelas resultan indescifrables incógnitas que no hemos resuelto ni en el cine ni a la salida de él. Por tanto su claustrofóbico análisis del ser humano y su microscopio implacable al ser humano abierto en canal no parecen los más proclives para ponerlo al frente de una cinta policial de género.
No obstante y contra pronóstico, los resultados que arroja “Gloria” en 1980 dirigida por Cassavetes y la posterior versión de Sidney Lumet en 1998 desmienten casi por completo todo lo dicho con anterioridad.
La versión de 1980, la original, demuestra una implicación y un dominio de lo que se está narrando poco habitual. La escena de apertura, en la que los mafiosos se ventilan sin contemplaciones a toda la familia del chaval es modélica. Rotunda y expeditiva en la plasmación de una violencia que se abre paso a borbotones con cada fogonazo. Posteriormente, la persecución sin cuartel a tan atípica pareja centrará la acción. Un niño repelente y contestón y una corista de modos y maneras viscerales, de pocas palabras pero contundente en todas sus acciones. Una especie de versión femenina de los héroes firmes, irascibles, atormentados, vengativos y de gran determinación que Anthony Mann dibujó en westerns como “Colorado Jim” o “Winchester 73” . Su manejo del revolver y la mirada felina de Gena Rowlands no dejan lugar a dudas.
El film alternará con mucho criterio un ritmo narrativo tenso e incesante que incluye estallidos de áspera violencia, con ciertas pausas para coger un respiro que permitirán afianzar la relación entre la pareja y fortalecer su retrato psicológico. Dos perdedores que encontrarán refugio precisamente en un medio que conocen, esa ciudad inhóspita y cruel. El retrato muy veraz de los personajes se terminará confundiendo con el decorado, esa selva urbana, esa jungla de asfalto que se convierte en el único lugar dónde poder imponer la ley de la calle a sangre y fuego. Lástima que el director pierda el pie en el último momento con un final impropio y por debajo de lo esperado. Aun así, Cassavetes, aun firmando su film más convencional, adscrito a un género y lejos de títulos como “Una mujer bajo la influencia” no pierde su personalidad y entrega una obra contundente y robusta. Su autoría, como plasmación de una visión muy personal del mundo queda patente.
No se puede decir lo mismo de Sidney Lumet en el remake de 1998, quien ciertamente conoció tiempos mejores, y que despacha un film rutinario. Poco o nada aporta cambiar algunos aspectos del guión. Ahora la fémina (Sharon Stone) es una recién salida de la cárcel que no delató a su novio mafioso (Jeremy Northam) y que al verse estafada opta por llevarse a la desesperada al niño que los mafiosos tienen raptado. Y no sirve de mucho por cuanto todo suena a visto, incluso aséptico, sin la mordacidad y verismo que él mismo supo aportar en otros films. Lumet se queda en la mera carpintería argumental que sustentaba la cinta original, y al final nos encontramos con los temibles tics de toda típica película de adulto con niño, con sus peleas, sus abrazos y sus reconciliaciones. El dibujo de la amenaza mafiosa es mucho más light, y las peripecias de la pareja burlando a los malos resulta un tanto anodina. Desde luego sin el nervio y el pulso de la película de 1980. Otro tanto se podría decir del desdibujado y muy tópico retrato urbano, cuestión esta que sorprende poderosamente tratándose de Lumet.
Para finalizar se ha dejado el plato fuerte. Ambas películas no tienen razón de ser sin la aportación capital del personaje femenino, absoluto protagonista de la función. Sharon Stone en la película de Lumet, parece muy preocupada por vulgarizar su imagen de sex symbol sofisticada construida en los años 90. Su interpretación sin ser ni mucho menos despreciable, está repleta de guiños a su imagen y acusa los muchos tópicos del guión. Su verborrea y sus maneras poligoneras no impiden al espectador asistir impasible a su temible lado más sensiblero. Ese en el que terminará haciendo migas sentimentales con el niño. Curiosamente, y esto alegrará a unos más que a otros, nunca dejamos de ver a Sharon Stone haciendo de Sharon Stone, casi con el piloto automático puesto.
Gena Rowlands entrega una composición memorable, soberbia. Diría que insuperable. Uno de esos casos en los que se aprecia la existencia de un trabajo previo muy concienzudo en la preparación del personaje y todos sus matices. Nadie como su marido a los mandos para extraer de ella esa penetrante mirada, esa constante tensión acumulada en cada músculo, ese nervio acerado y esa contundencia ascética y rotunda a la hora de formular cada réplica. Se percibe como le hierve la sangre. Su osadía y su innegable estilo provoca dos sentimientos opuestos. Deja al espectador clavado en la butaca por sus viscerales formas expeditivas de gran personalidad, y enternece por su condición de outsider, de loser errático que se niega a ir a la deriva.
Lo curioso es que a quien se ha convertido en mito es a Sharon Stone, mujer de belleza y atractivo indiscutible pero a la cual solo reconozco tres interpretaciones de auténtico mérito. Gena Rowlands por el contrario, pertenece a esa estirpe de actores de carácter que sin alcanzar nunca el estrellato, poseen un ramillete de películas muy estimables. Es como muy bien vio Woody Allen, que la exprimió al máximo “Otra mujer”. Solo se ha relajado ahora, cuando de forma rutinaria le toca hacer de madre de o de abuela de. Y aun así siempre cumple. Es la diferencia entre el sex symbol y el actor. Lo muy distinto que es estar bajo la influencia del star system o de un marido dirigiendo por y para ti. Igual va siendo hora de reconsiderar esto de los mitos del celuloide. Y ya de paso, hacer lo propio con los proyectos que se considera que sientan como un guante a ciertos directores. A veces está visto que lo que se cuece en los despachos luego no cuaja como se esperaba.