Podría pensarse que los directores franceses que escribieron en Cahiers como Claude Chabrol, gran admirador de Fritz Lang, pero sobre todo de Hitchcock, dispusieron de ciertas ventajas sobre sus maestros en algunas cuestiones. Como es bien sabido, don Alfredo cultivaba una abstracta y peculiar obsesión por determinado tipo de mujer, y la sometía a examen e incluso castigo fílmico. No le quedaba otro remedio. Tenía siempre a dos metros a Alma Reville. Pero Hitchcock tuvo que soportar que los objetos de sus anhelos no sólo fuesen espejismos, sino que se esfumaban de verdad. Grace Kelly se casó y le dijo adiós para siempre. Ingrid Bergman se fugó a Italia, y Tippi Hedren tan solo aguantó dos asaltos en pantalla. Además tuvo que sufrir protagonistas impuestas por los estudios como Julie Andrews, que no aportaba la dosis suficiente de erotismo y sofisticación requerida. En la sombra siempre estaba Alma Reville, su esposa y colaboradora. Una mujer inteligente que sólo permitió al director concretar sus masculinas fantasías oníricas en la pantalla.
Claude Chabrol tras ciertos titubeos y pese a filmar con muchas actrices, de Jean Seberg a Jacqueline Sassard, de Jacqueline Bissett a Danielle Darrieux, de Stefanía Sandrelli a Maríe Laforet entre otras, tuvo claro que él también necesitaba su musa particular. En realidad tuvo dos, aunque hoy tan solo se avordará la primera, Stephane Audran. De Isabelle Huppert ya nos ocuparemos. La diferencia con el director británico es que el francés sí hizo realidad sus sueños y obsesiones y se casó con ella. Juntos realizaron casi treinta películas. Pero hasta en eso la mitomanía cinéfila parece terminar imponiéndose a la realidad. Tras años de matrimonio, y como tratando de emular al maestro hasta las últimas consecuencias, Chabrol se divorcia de Stephane Audran para casarse con su script y ayudante de producción Aurore Paquiss. O lo que es lo mismo, con la versión francesa de Alma Reville.
No obstante, el trabajo con Stephane Audran es tan amplio que le permitió a Chabrol moldear a su antojo diferentes variaciones sobre el mundo femenino, su psicología, su atractivo, su capacidad de sugerencia, su moral y por supuesto su sexualidad. No he visto todos los films y sería erróneo generalizar. Sin embargo he tenido oportunidad de repasar tres cintas del francés con Audrán “las ciervas” “la mujer infiel” y “El carnicero”. En las tres está magnífica, seductora, espectacular. En “Las ciervas” sin duda la más esquemática, es una sofisticada lesbiana que se presenta como eje de un conflicto triangular sin solución. En “la mujer infiel” vuelve a encarnar a otra mantis gélida y el director aprovecha para socabar el provincianismo y la tradicional moral familiar burguesa. Coincide con “el carnicero” en la idea de presentar un comienzo muy plácido que se irá enrareciendo hasta acabar en absoluta desolación. En ambas una sonriente pero distante Audran terminará en actitud estática, absolutamente bloqueada en el caso de “El carnicero”. Sobre esta película merece la pena detenerse en particular, ya que las otras dos en el fondo presentan con astucia las causas y efectos de sendos triángulos amorosos. “El carnicero” va mucho más allá.
Ahora bien, resulta complicado mantener la tesis de que estas películas serían lo que son sin infinidad de visionados previos de sus dos directores favoritos, Fritz Lang y Hitchcock. Sin haber paladeado “Perversidad” o “Secreto tras la puerta” de Lang para las dos primeras, y sobre todo “Marnie” “Vértigo” y “Los Pájaros” en el caso de la extraordinaria “El carnicero”. Y me atrevería a decir que también “La sombra de una duda”. Lo cual no significa la existencia de plagio ni de fotocopia, pues el francés posee personalidad propia. “Le boucher” comienza con una boda en el pueblo de Tremolat, al cual está dedicado la película. Con sencillez y extraordinaria maestría el director se encarga de “usar” esa boda para presentarnos el entorno y a sus dos protagonistas: Paupaul, carnicero del pueblo y Helene, la maestra. Ambos parecen congeniar enseguida dentro del ambiente festivo y desenfadado, pero pronto los deseos directos de uno chocarán con la amabilidad distante y la indecisión de la otra.
Se establece un juego muy sensual y de marcada carga sexual, aun cuando ambos no dejen en toda la película de tratarse de usted. La maestra sufrió en el pasado un fuerte desengaño amoroso. Refugiada en sus alumnos, es cortés y educada pero no está por dar un paso. El carnicero, muy afable y espontáneo en apariencia, pronto presenta sus cartas y sus carencias. Su soledad, un trauma de guerra no superado y la nula relación con su padre. Su torpeza le lleva a obrar como buenamente sabe. Y Chabrol nos le muestra acudiendo a la escuela para regalar a la maestra una pata de cordero envuelta que hace las funciones de ramo de flores. Su pasión y la irrersistible atracción que ejerce sobre él la profesora suponen una ecuación imposible de resolver. Aunque el respeto que tiene por su amada le llevará a liberar esa energía contenida en otra parte y de otro modo. De forma violenta y elíptica.
La aparición de diversos cadáveres de chicas jóvenes en el pueblo siembra la incertidumbre. Y el carnicero entretanto, no tardará en declararse a su amada. Eso sí, a su manera “si no se hace el amor de vez en cuando, se vuelve uno loco”. A lo que ella contesta sonriendo “eso no tiene nada que ver, haciéndolo también se vuelve uno loco, créame”. Destaca este filme por el impresionante caudal de pasión subterránea que envuelve la relación. Ella recuerda a las frías rubias reprimidas de Hitchcock, concretamente a la de “Vértigo”. Es incapaz de aceptar y corresponder a un personaje apasionado en extremo que tampoco sabe controlar la situación y a quien de forma involuntaria definió perfectamente Franco Battiato cuando cantaba aquello de “el animal que yo llevo dentro no me ha dejado nunca ser feliz. Me roba todo, hasta el café, me vuelve esclavo de mis pasiones, sin desistir jamás y nunca espera, el animal que llevo dentro te ama a ti”.
La película, muy sobria y elegante, está repleta de simbolismos muy acertados. La profesora con sus alumnos visitan unas cuevas del período Cromagnon, y ella les explica como vivían esos “hombres de las cavernas”. La gota de sangre de una de las víctimas cae sobre la tostada de una alumna cuando están de picnic escolar. Paupaul de forma lastimosa suplica en plena noche tras el cristal de una ventana del colegio para que la profesora abra la puerta, en una reformulación curiosa del cuento de caperucita y el lobo.
Hay detalles en apariencia menores pero que demuestran el cuidado con que está trabajada cada escena. Cuando quedan para cenar, ella está corrigiendo unos deberes y él debe esperar un momento. Helene le pide que se siente junto a ella en la mesa y cuando lo hace, se trata de un pequeño taburete que le deja a menor altura, en posición inferior, como si fuese un niño grande, resumen perfecto de la relación. Razón por la cual, Helene comprende a ese alumno repetidor al que es incapaz de delatar, enamorado sin remedio en la escuela de la vida y de la carne.
Se plantea al espectador al final una cuestión que también rondaba en otro film de Hitchcock “La soga”. El grado de responsabilidad de la mujer fría y pasiva en todo lo sucedido. ¿Es ella con su actitud diesel, su refugio emocional, sus dudas, su negativa al compromiso y su amable frialdad la instigadora del crimen? En el caso de “la soga” lo que se planteaba de forma sutil era si los comentarios del profesor Rupert Cadell (James Stewart) provocaron en cierta medida lo sucedido. Hitchcock lo sugiere pero prefiere dar la última palabra a James Stewart para aclarar las cosas. Chabrol deja a Stephane Audran en estado de shock y con muchas incógnitas. Sabe que una sola palabra suya hubiera dado un giro total no solo a los acontecimientos, sino a su propia vida.
Podría decirse que Stephane Audran vivió tres planos secuencia con Chabrol. El primero en su vida privada. El segundo en el ámbito artístico a lo largo de varios años. El tercero en este film que contiene uno magnífico de casi cuatro minutos, a la salida de la boda. Sobre los planos secuencia se ha escrito mucho. El virtuosismo de Chabrol le lleva a aplicarlo con sentido y personalidad. Aquí no estamos ante ejercicios pirotécnicos de cámara a lo Brian de Palma en “la hoguera de la vanidades”. Ante todo, ya que como en ocasiones se ha dicho, De Palma utiliza el telescopio y Chabrol el microscopio. Tampoco estamos ante los alardes visuales de Scorsese entrando a un restaurante en "Goodfellas" ni de Robert Altman en “The Player”. Y esto no es “Sed de mal”, que se abre con el plano secuencia por excelencia. Chabrol aparenta ser más modesto. Casi prefiere que no se note. Pero en ese paseo en un único plano narra y proporciona mucha información. Y permite adivinar las razones que pueden llevar a un hombre a volverse completamente loco de amor por una mujer. Sobre todo si sonríe, camina y fuma de ese modo. Esa prestancia y ese inolvidable conjunto de lunares pueden terminar nublando la vista.