Uno de los apartados al parecer más exitosos de la revista Vogue lleva por título “siete días, siete looks”. Consiste en que una afamada modelo colocada en una ciudad del mundo (que nunca es Mombasa o la franja de Gaza) sino Paris, Kuala Lumpur, Sidney o Londres, se fotografía con un look diferente durante una semana según su personalísimo criterio, explicando las razones de su elección. Al menos eso dice la revista.
La modelo Angela Lindvall, situada en la capital francesa no lo dudó un instante. Uno de sus combinados para pasearse por la ciudad parisina no era ni mucho menos original. Como ella misma explica, está directamente inspirado en el atuendo que vestía Diane Keaton en “Annie Hall”. Según ella genuino, moderno y con un toque de ambigüedad masculina. Un reflejo de la mujer liberada e independiente que tres décadas después no ha perdido vigencia a la vista de su reivindicación estética.
Lo que resulta paradójico es que en aquellos tiempos, año 1977, de fiebres del sábado noche, de encuentros en la tercera fase y de guerras de las galaxias, el prototipo de película contracultural, intelectual y de filmoteca haya acabado siendo también pasto de los clichés y el marketing. Y ejemplo para que las nuevas top models varíen de vestuario en las pasarelas virtuales. Cierto es que el look de Diane Keaton, asociado de por vida a “Annie Hall” se convirtió en uno de los atractivos de la cinta. Hasta el punto de que la propia actriz no se deshizo de él en su vida privada e incluso no pierde ocasión de usarlo en la actualidad.
Pero en aquellos años 70 en los que el cine se estaba revolucionando por dentro, aquella película y aquel look, pese a su carácter rupturista, empezaban a ser la excepción y más que al futuro, representaban al pasado. Eran tiempos en los que se vivía una permanente dualidad entre el cine comercial de gran aparato y presupuesto que llenaba las salas y que arrasó casi por completo con las producciones modestas. Se podría decir que el triunfo de “Annie Hall” frente a los colosos en llamas y las aventuras del Poseidón, fue prácticamente el canto del cisne de un tipo de cine muy practicado en los setenta, desde “La noche se mueve” hasta “La chica del adiós” por citar dos ejemplos.
Pero lo más curioso del asunto es que “Annie Hall”, más allá de sus virtudes y defectos, se ha convertido en una película que como los actuales blockbusters se pretende resumir en una sola frase y dos clichés: La puesta de largo de la neurosis judío-romántica del arquetipo Woody Allen y sus problemas con el sexo opuesto, y el vestuario de Annie Hall. Volviendo a ver la película eso resulta muy injusto. Y Woody Allen advierte de ello en el propio film cuando su personaje Alvy Singer, con irritación creciente tiene que escuchar a un tipo soltando tópicos absurdos sobre Fellini, “La Strada ” o el escritor Samuel Beckett.
Y es terriblemente injusto a la par que reduccionista por cuanto Annie Hall, más allá de su vestuario, resulta ser un personaje riquísimo en sus propias contradicciones. Un solo detalle lo confirma. La mujer ultra morfológicamente sensible que se ríe a carcajadas de las enormes langostas crudas esparcidas por la cocina mientras saca fotos, utilizará de forma nada inocente su miedo a una minúscula araña en el baño para reconquistar a su pareja.
Hay películas que poseen personalidad y aplomo y que curiosamente también sacralizan e imponen inconscientemente un look determinado. Con otras sucede al revés como veremos más adelante. En el caso de “Annie Hall” su personalidad y su torrente narrrativo está por encima de su estética. No es un mero producto coyuntural sino que se sublima alzándose más allá de la moda del momento. Curiosamente, Alvy Singer y Annie no van al cine a ver “Aeropuerto 76” ni “El día del fin del mundo” ni “Los locos de Cannonball” ni las secuelas de la pantera rosa ni los bailes discotequeros de Toni Manero. Hacen cola para ver “Cara a cara” de Ingmar Bergman. Y la fila por cierto es larga. Un cine mucho más introspectivo que narra el descenso a los infiernos de una psiquiatra encarnada una vez más, extraordinariamente, por Liv Ullman.
Como todos a estas alturas ya sabemos, no se trata de una pose intelectual de Allen director menospreciando el cine de evasión. En absoluto. Es una reivindicación en toda regla que además casa como un guante con las peripecias existenciales de los personajes. No se debe olvidar que Alvy Singer es un ser gracioso pero desubicado, repleto de interrogantes sin respuesta, depresivo, neurótico, maniático y charlatán. Y en ese contexto, tal vez su psicoanalista le debió aconsejar un poco de relax viendo “La guerra de las galaxias” y no asomarse a los abismos de “Cara a cara”. Aunque a saber si no se hubiera obsesionado con los ecos freudianos sobre la figura del padre que laten en el film de George Lucas.
Lo que si se produce es un efecto de retroalimentación entre el film de Bergman y la ansiosa vida de los personajes del film de Allen, que necesitan tranquilizantes y están en perpetua zozobra neurótica. Viviendo una peripecia divertida y agria a partes iguales.
El itinerario de Alvy Singer parece un preámbulo, un entremés que sirve de aperitivo al profundo y nihilista film de Bergman, en el que Liv Ullman – cuyo look está compuesto de profundas llagas, dolor y confusión - pierde la brújula de modo progresivo adentrándose en ese horror vacui que tanto teme Allen. Ausente el sentido del humor de la trágica peripecia mental de la protagonista, podría decirse que si Allen no varía el rumbo podría acabar también postrado como ella, o siendo su paciente, inmerso en el opaco y rico mundo de “interiores” o en el de la disección amarga de “Otra mujer”.
Pero incluso podría irse más allá. Annie Hall jamás llega a comprender del todo al complejo Alvi Singer, que es lo mismo que decir Woody Allen. En este sentido, quien si que consiguió penetrar de forma incisiva en la intrincada tela de araña neurótico obsesiva del director fue otra psiquiatra, la doctora Eudora Fletcher (Mia Farrow), que consigue desentrañar el enigma de la aparente múltiple personalidad de Allen transmutado ahora en el camaleónico Leonard Zelig, al que Scott Fitzgerald en una fiesta ve transformarse de recalcitrante republicano con acento de Boston a demócrata solidario con acento vulgar, según esté charlando con los ricos señores o con los criados.
Lo que Susan Sontag, Saul Bellow o Bruno Bettelheim son incapaces de descifrar, la doctora Fletcher lo resuelve con una pirueta de gran ironía. Tras sus impagables sesiones de psicoanálisis en el cuarto blanco, auténtica pieza de orfebrería en el cine del neoyorkino, llega la irónica respuesta. Zelig muta debido a que desea ser aceptado por la comunidad. Su objetivo es pasar desapercibido entre la masa y no hacerse notar. Y para ello es capaz de llegar al extremo de anularse como persona, viajar a Europa y afiliarse al partido nazi.
La pregunta surge rápida. ¿Es eso lo que está haciendo Allen en la actualidad? ¿Mutar en camaleón las veces que sea necesario para sin dejar de ser reconocible triunfar y ser aceptado en su periplo por Londres, Barcelona, Paris y Roma? ¿Dando a cada nuevo film el camaleónico toque local?. Leonard Zelig adopta las formas de quienes están a su lado. E incluso es capaz de adquirir sus habilidades, sea como músico negro, jugador de béisbol o psiquiatra.
Lo que en principio parece una mera cuestión de look pronto revela un estudio más profundo sobre los temores del hombre moderno ante una sociedad alienante. Lo revolucionario de la tesis es que la película hace una apuesta en firme por el individuo. La solución no es asemejarse a la masa para pasar desapercibido, sino acentuar nuestra individualidad potenciando lo genuino de cada uno. Por eso su heroica victoria final, irónicamente, es fruto de su involuntario camaleonismo emulando a Lindbergh cruzando el atlántico.
Curiosamente, “Zelig” radiografía tanto al hombre moderno carente de atributos como al propio cine en sus aspectos más perversos. Ese que no tiene inconveniente en actuar como un camaleón. Pero ahora para hacerse notar, fotocopiar modelos previos y rentabilizar sus resultados. Ahora y en 1977. Curiosamente, sobre el papel, la película diseñada milimétricamente para escalar los puestos de taquilla también jugaba sus dos mayores bazas en la utilización del camaleonismo fílmico y el look. Su título “Abismo”. Un film que pretendía llenar las arcas sobre la base de otra narración marina de Peter Benchley, autor de Tiburón, en la que se aunase aventura, suspense, romance, acción, enigmas históricos y trhiller submarino. Demasiadas cartas para un solo film.
Pero por si todo lo anterior fallaba “Abismo” cuenta con tres ases en la manga que ya desearía el cine actual. Robert Shaw, repitiendo el rol de rudo lobo solitario de mar, y dos jóvenes de gran talento, nada menos que Nick Nolte y Jacqueline Bisset, esta última con camiseta transparente mojada y escotes de vértigo.
Sobre el papel, la espectacular peripecia de unos cazatesoros que tropiezan con un galeón español hundido y han de luchar contra amenazas submarinas y la mafia local de las Bermudas supongo que no la habrá leído Pérez Reverte, aunque la verdad es que recuerda y mucho a “La carta esférica”. Y no es un halago. El soplo de la auténtica aventura no termina de agitar el viento en las velas por culpa de un guión tópico y por su falta de inspiración en la puesta en escena y pulso narrativo, que pide a gritos mayor nervio y tensión.
Pero Hollywood tiene previstos estos contratiempos. Y es en esos momentos cuando se tira del star system y del look. Y aquí volvemos al principio. La pregunta es inevitable. ¿Cómo es posible que una película de alto presupuesto pensada para lanzar a la maravillosa Jacqueline Bisset como estrella y sex symbol internacional se vea superada ampliamente en la memoria cinéfila por una Diane Keaton con chaqueta de pana? La respuesta es muy sencilla y va mucho más allá del look. Es una cuestión de definición y construcción robusta de un personaje. De verlo cobrar vida en la pantalla sobre la base de un guión inteligente.
Por su parte, Jaqueline Bisset, estupenda, salva su personaje gracias a la profesionalidad de la actriz. Personalmente me alegro de que la operación Bisset como sex symbol no cuajara. Ella no la necesitaba y todos salimos ganando. “Abismo” sí que termina siendo la típica película de despacho. Construida partiendo de un look y aferrándose al magnetismo de las estrellas. Que el guión esté más o menos pulido es cuestión secundaria. El resultado es una cinta que no molesta pero que ofrece mucho menos de lo que promete. Aun así, resulta mucho mejor que muchos productos actuales. En esto seguimos el camino del cangrejo.
Para finalizar, constatar una obviedad que no lo es tanto a la luz de nuestro panorama actual. En el año 1977 aun se podía optar a la hora de ir al cine por tres propuestas muy diferentes que sirven de mero ejemplo. La aventura de evasión fallida pero realizada con cierta solvencia, el cáustico retrato de la personal neurosis de Allen o el tremendo film de Bergman. Tal vez sea necesario someter al cine actual a los experimentos de la doctora Eudora Fletcher, psicoanalizarlo y encontrar el antídoto, la cura ante tanto celuloide disfrazado. Como Zelig, necesita urgentemente recuperar su identidad.