Se lamentaba Ortega de que el hombre moderno fuese un “hombre de cera”. Aficionado al goce inmediato, egoísta, soberbio y un tanto irresponsable. Un ser sobradamente pagado de autosuficiencia y ego que confunde el libre albedrío con la auténtica libertad consciente. Y eso que no conoció al postmoderno del siglo 21. Seres orgullosos de vivir por fin en una sociedad sin dogmas y plagada de adelantos tecnológicos. Estímulos de plastilina que a poco que se observen dibujan un panorama engañoso.
Tras la fachada del ser autosuficiente late una tonelada de complejos impostados y decadencia que facilitan que el modelo se derrita con facilidad. Prisionero de la globalización de las conciencias y anulado su crecimiento como ser autónomo sustantivo, el ser que siguiendo a Nietzche dijo que Dios había muerto, veía como su propio endiosamiento se diluía víctima de otros sistemas implacables creados por él mismo. Es el hombre-masa devorado por la sociedad abierta. Otra que también flaquea.
Para paliar semejante desenfreno algunos reaccionaron y se inventaron lo del rearme moral. El hombre podría campar a sus anchas en alas del espejismo liberal y prescindir de toda divinidad, aunque se olvidó un detalle. Tal vez esta no había dicho su última palabra. Y en el fastuoso desfile de vanidades varias, siempre resurgirá quien invoque de nuevo la ira de Dios para tomar venganza justiciera. El implacable castigo por olvidar el fuego y la palabra.
De eso va “Ultima Llamada” film del irregular Joel Schumacher. Los primeros planos nos muestran las plácidas y pomposas nubes de un cielo azul con fondo de gospel angelical. El plácido plano no tarda en cruzarse con un molesto e imprevisto objeto volante, símbolo de la modernidad científica: un satélite espacial. La cámara le sigue por los conductos y cableados en un picado imposible hasta llegar a un teléfono móvil. Uno de los millones de teléfonos móviles que pueblan el enjambre de la grandes urbes de corte babilónico. “antes, alguien hablando sólo era síntoma de demencia. Hoy es un símbolo de distinción social” dice la voz en off.
En la nueva Sodoma del siglo 21, según Schumacher y su guionista Larry Cohen, para orquestar el discurso del azote moral, casi sirve cualquier ciudadano. Para la ocasión escogen a un ventajista agente de prensa (Colin Farrell). Un tipo con aires seductores y mefistofélicos que sobrevive engañando a varias bandas a los clientes a los que representa. El prototipo del postmoderno de temporada. Su juego es el del trueque continuo a base de fachada y mucha labia. Una vuelta al mercado medieval en el que el intercambio de favores se da la mano con el engaño y la amoralidad. Y siempre para sacar provecho y reírse del mundo.
¿Posible atenuante que no termina de colar?: pícaros los hubo, los hay y los habrá siempre. Sin embargo, a este tipo autosuficiente no le basta con ser un traidor profesional jugando con cartas marcadas, vestir de diseño y lucir sonrisa. Entra también en el terreno personal intentando camelarse a una aspirante a actriz (Katie Holmes) a la que dice que ha colocado en una posible terna para un papel, atención, junto a Cameron Díaz y Julia Roberts.
Para hablar con ella se quita su anillo de casado. Para que su mujer (Rhada Mitchell) no descubra sus escarceos telefónicos llama desde una cabina. Pero su sorpresa será mayúscula cuando al otro lado de la línea se encuentre al dios iracundo con la guadaña, dispuesto a desplegar su ira y hacerle pagar sus muchos pecados, que incluyen soberbia, lujuria y avaricia, entre otros. Las artimañas de trilero y su pose de fantasma no le van a servir a la hora de enfrentarse al ojo que todo lo ve.
Y pronto el espectador se da cuenta de que esta no sólo es una película de suspense. Es un film con evidente trasfondo ético y religioso en el que se va a someter a juicio sumarísimo al pobre infeliz, que tendrá oportunidad de conocer un adelanto del infierno de Dante en exclusiva. Y es que el Padre-Creador parece muy enfadado con el comportamiento de su hijo en la tierra.
Por supuesto, el escenario también es simbólico. Para una confesión en toda regla de los más íntimos pecados, la cabina telefónica hará las veces de confesionario. Y todo ante el nuevo altar tecnológico del mundo: “mira a esos turistas grabando con sus videocámaras, esperando a que la policía te acribille para vender las imágenes a una tv sensacionalista” dice la voz. Aquí hay también una acusada ración crítica para la sociedad tecnológica que deshumaniza e incomunica al ser humano. La cuestión es si habrá piedad o perdón para el pecador, ya que de entrada no hay ni propósito de enmienda ni dolor de contrición.
Para colmo, hay una advertencia previa que no anima mucho: “antes que tú hubo otros ¿recuerdas al agente de bolsa que murió de un disparo en la cabeza? era un especulador sin escrúpulos que se hizo millonario y retiró sus acciones del mercado justo antes de que cayeran en picado, dejando a los pequeños inversores en la miseria”. ¿Es o no actual esta película?
Dice Martha Nussbaum que una de sus mayores preocupaciones es la vulnerabilidad del ser humano en cualquiera de sus manifestaciones. Económica y social, sí. Pero también ética y moral. Y como el vacío moral lleva a que algunos se crean tocados por un baño de impunidad que les permite actuar como quien juega al monopoly, con los resultados conocidos por todos. El desarrollo de “Ultima llamada” nos permite asistir en tiempo real al rápido proceso de vulnerabilidad de un hombre que pensaba que pisaba firme y se reía del mundo, hasta el extremo de verlo sometido a la humillación moral y casi a la lapidación pública.
Grabado por todas las televisiones, objeto de curiosidad nacional, acordonada la zona por la policía, en apenas una hora la arrogancia ha desaparecido. El helado de vainilla se ha derretido. El super yo se ha venido abajo. Ahora estamos ante el hombre sin atributos, acorralado y chapoteando en su propia miseria. Anulado como ser humano. Se podría discutir si merece la humillación que sufre. Una serie de directos sin descanso que mandan al púgil a la lona. Un auténtico ajuste de cuentas con el ego superlativo del prototipo postmoderno de última generación.
Pero atención, que hay sorpresa. Una penúltima pirueta de guión permite contemplar al protagonista ejerciendo el papel de mártir adoptando la posición de quien vive un vía crucis. Hasta el punto de adoptar la postura del crucificado ante la masa. Lo cual abre perspectivas insólitas y ambíguas en el relato. La confesión final en la plaza pública buscando la redención no permite al film llevar sus propuestas hasta las últimas consecuencias.
Ese es el problema del hombre contemporáneo y del film. Ambos creen que un giro de guión les redimirá de sus pecados y les permitirá renacer como hombres nuevos. Como si todo hubiese sido una mala pesadilla de la que se sale con la lección aprendida. Por desgracia los Stuart Shepard (Colin Farrell) de este mundo son mucho más cínicos. Así nos va.
Ante un film de estas características, siempre cabe preguntarse si la fábula moral que encierra no posee ciertos tintes reaccionarios o cuando menos fundamentalistas de carácter ortodoxo. O si en el fondo, pese a toda la artillería que se despliega este no es un film en el fondo conservador. Es una respuesta que corresponde a cada espectador. El cual dispone de varias opciones.
La primera es disfrutar con los nerviosos movimientos de cámara, las piruetas de guión y la dosificación del suspense de la película sin entrar en otros guisos. El aroma de Richard Matheson dejando al individuo a la intemperie ante fuerzas que no comprende late con fuerza en algunos pasajes, en los que el hombre pierde absolutamente el control de la situación y el cómodo mundo en el que creía vivir parece desmoronarse.
La segunda es adentrarse en el conflicto ético y moral que plantea la película, en la que los ecos de la culpa calvinista de raíz protestante asoman en más de una ocasión. Junto con la afición del cine norteamericano por las teorías conspiranoicas y los rifles de repetición en las ventanas. Un complejo no superado desde el magnicidio de Dallas en 1963. Quien no desee verlo por ese lado, puede contemplarlo como un severo correctivo al postmoderno contemporáneo que creyó comerse el mundo no hace tanto. Y adivinar que los problemas económicos son una consecuencia de las grietas éticas. Eso si, rebajado en grados en su final.
No seria justo olvidar que siempre queda una tercera opción. Recrearse en las ajustadas interpretaciones de Colin Farrell y Forest Withaker y en la belleza de Rhada Mitchell y Katie Holmes. O en la nerviosa cámara de Joel Schumacher, quien por una vez captura con sus imágenes un mundo alucinado. Esta película se filmó en diez días. Era el tiempo que duraba el permiso para cortar la calle en la que se rodó. Está claro que en algunos casos, la premura agudiza el ingenio.