Cualquier
excusa sirve para volver al cine y abrir la sala oscura. En este caso, un spot
publicitario sobre la última película de Icíar Bollain “El olivo”. Decía que era
“una película necesaria”. A nadie sorprenderá que Bollain y su guionista Paul
Laverty continúen inasequibles al desaliento inmersos en su particular cruzada por
mostrar al espectador todas aquellas lacras que asolan al mundo moderno
elaborando una vez más un film de tesis con varias lecciones morales. En este
caso en torno al ecosistema, las raíces, nuestra íntima relación con la tierra
y los lazos sanguíneos que nos unen a la naturaleza para terminar apuntando su
diana al corazón de la tormenta económica. Todo en el marco de esa aldea global
presa de una globalización mal entendida. Al respecto he de decir que este
humilde cronista se equivocó, como la paloma de Alberti. No atiné bien las
coordenadas cuando en 2011 finalizaba la crítica de la película de Bollain
“También la lluvia” pronosticando que tras agitar su bienintencionada conciencia
turística de tesis en Sudamérica, su próximo destino tal vez fuese Birmania,
Marruecos o el Sahara.
Craso
error de cálculo, se fue a Katmandu, film que no he tenido oportunidad de ver.
Para cerrar el círculo ineludible, en esta ocasión, siempre acordes a su
sincero compromiso social, Laverty y
Bollain nos proponen un viaje al corazón del problema. Convencidos sin duda de
que ya han aleccionado y avisado suficientemente al espectador mostrando las
desigualdades sociales y derramas éticas en diferentes partes del planeta, toca
dirigirse al núcleo, al alma en el que yace el mal del neoliberalismo
capitalista depredador. Por tanto su film opera en dos direcciones. Por un
lado, el citado apego a la tierra, al vínculo intrínseco que nos une a la
naturaleza como marco. Una lección que lleva en la mochila un claro aviso a la
necesidad urgente de recuperar el humanismo más solidario como fuente de salida
a nuestros muchos problemas.
Pero
el asunto no queda ahí. Bollain da un paso más y embarca a sus protagonistas en
una misión tan quiijotesca como valerosa apuntando con su lanza hacia el origen
del mal, introduciendo a sus héroes en las mazmorras del castillo de donde
surge toda la mancha que corroe el sistema. Un molino de viento muy real.
Abusando de simbolismos un tanto impropios para una empresa de este calibre no
duda en cargar a sus héroes con una enorme estatua de la libertad viento en
popa hacia una multinacional alemana sita en Dusseldorf, empresa falsaria que
por supuesto, engaña implantando como marca de fábrica la imagen bíblica del
olivo del abuelo de la protagonista, mientras incumple deliberadamente con los
niveles medioambientales contaminando a destajo. La lección de pedagogía
fílmica no deja ningún cabo suelto a la hora de elaborar un discurso evidente,
que habrá quien disfrute, si se reactiva esa conciencia que Bollain considera
dormida y habrá quien ignore.
Y
aquí volvemos al comienzo. Al debate sobre el carácter pedagógico del arte. No
deja de ser curioso que sea John Fowles en su ensayo titulado “El árbol” quien
manifieste que” la naturaleza y el arte
son hermanos, ramas de un mismo árbol”. La utilización del arte en sus
diversas expresiones como elemento de arma política, partiendo de la idea
primigenia de la función docente del arte, fue objeto de agitadas discusiones
al hilo del pensamiento decimonónico. En un artículo publicado en 1879 Emile
Zola se alineaba en contra de la función pedagógica del arte defendida por
Proudhon, quien consideraba que la pintura debía decir algo más allá de lo
estrictamente pictórico. Zola, defendiendo a Manet, atacaba a Proudhon
considerando que no se puede exigir al artista obligatoriamente que nos
instruya, negando tajantemente la influencia de una imagen presuntamente
didáctica sobre las ideas y costumbres de la sociedad. Joseph Sloane reivindicó
lo importante que es la conquista por el artista de lo que él denominó la
“neutralidad del sujeto”, afirmando que lo importante en el arte es cómo se
pinta y no solo lo que se pinta.
No
obstante, y viajando hasta el celuloide, el debate sigue abierto. No faltan
voces que denuncian en la actualidad la mística de las imágenes vacías. Films
plagados de fotogramas huecos e inertes, carentes de cualquier discurso
articulado y destinados al mero disfrute fugaz, con ausencia de tema, discurso,
alma. A Iciar Bollain no podrá acusársele jamás de eso. Su cine de tesis está
plagado de ideas. Su periplo fílmico, del que “El Olivo”
no es una excepción, viene siempre cargado de un didactismo que roza el
adoctrinamiento. No estamos ante el disfrute del epicúreo, sino ante la lección
moral. Y ello no tendría por qué ser un debe en el film, si sus valores
intrínsecamente fílmicos estuviesen a la altura.
Pero
lamentablemente, es precisamente en el apartado fílmico en el que Bollain tropieza
una vez más pese a sus intenciones. No
se trata ya de lo obvio, esquemático y simbolista del guión, es que su
plasmación en imágenes aleja al menos a este espectador de aquello que se busca
desesperadamente con cada fotograma: la indignación y la toma de conciencia de
aquellos presuntos valores olvidados. Sus lecciones sobre la importancia de la
tierra y el vínculo con la sangre están muy lejos de Milton y “el paraiso
perdido”. Su simbología con el abuelo y el árbol de la vida resulta pedestre,
esquemática y azucarada. Muy lejos de la complejidad que se expresa en novelas
tan contundentes y recias como “la higuera” de Ramiro Pinilla. La peor noticia llega cuando una película que
se pretende revolucionaria en sus planteamientos reivindicativos, termina
asemejándose en su primera mitad a conservadoras películas amables de
reconsideración moral, como “Un buen año” de Ridley Scott, en la que un agente
de bolsa redescubre sus valores esenciales olvidados al abrigo de los viñedos
de su abuelo.
Y
en su segunda parte, la del viaje y enfrentamiento a una multinacional, el
planteamiento de misión al filo de lo imposible no está muy lejos de otra
película de Ridley Scott. En este caso “the martian”, en la que también se hace
un canto humanista de corte naif, un “sí se puede” sideral al otro lado de la
galaxia, mientras el héroe redescubre el valor de sembrar patatas. Lejos
estamos aquí de “el árbol” film de Julie Bertucelli, con aromas místicos y
fantásticos o “Amama” film de Asier Altuna que deja, por la belleza y sinceridad de sus
imágenes y complejidad dramática casi en pañales al de Bollain. Planteando
idénticos temas pero profundizando con mucho mayor pulso en las razones
atávicas y esotéricas del conflicto del hombre ante el milagro natural, los
lazos de sangre y el apego a la tierra. Sin esconder sus aristas. Aun así queda
en el aire si esta es o no una película necesaria, pues pese a su eje dramático
de corto alcance (esto tampoco es “una historia verdadera” de Lynch) dibuja un
relato, que sin tanta carga ideológica podría resultar sugerente, incluso como
metáfora o cuento.
Iciar
Bollain y Paul Laverty, dibujan parábolas que aspiran a hacernos mejores
personas en un hipotético mundo mejor, desconociendo que hay personas
irrepetibles, que sin dar lecciones de nada, sí reactivan el flujo sanguíneo y
moral sin impartir grandes discursos. Personas que simplemente dan un ejemplo
de libertad, compromiso e independencia insuperable. Personas, estas sí,
necesarias, que disfrutan de la vida y de la naturaleza en todo su esplendor
practicando la camaradería, la generosa solidaridad y el humanismo sin
necesidad de sermonear. Personas que no necesitan que nadie les explique la
importancia de plantar un árbol, ya que tienen su finca llena, de amigos y de
manzanos, limoneros, perales y ciruelos en flor. Personas en suma de raíces muy
profundas. En un rincón de Orense hay un árbol bautizado V.
Esta
entrada está dedicada a la memoria de mariajesusparadela