La
señorita de la foto es Imogen Robertson,
alias Imogen Wilson, alias Ingenia Robertson, alias Mary Nolan. Su caso puede
resultar ilustrativo para poner en cuestión esa verdad oficial que dictamina
que el periodo pre-code fue el territorio de mejor expresión de los divinos
y locos años veinte. Un espacio de libertad artística, autoafirmación femenina
y creatividad sin censura tanto fuera como dentro de la pantalla. Periodo fulminado por el Código Hays. Robertson se
inicia como artista en los años 20, y es reclutada por el gran Ziegfeld como
estrella de sus conjuntos musicales en Broadway. La publicidad (siempre
exagerada) de la época llegó a decir que había tres motivos para conocer New
York. Visitar la estatua de la libertad, conocer al presidente y ver en acción
a Imogen “burbujas” Wilson. Su paso por Hollywood sería fugaz. Un tormentoso
affaire amoroso con el cómico casado Jack Tinney le llevó al hospital fruto de
un par de caricias. Sin embargo, lejos de condenarse el suceso y las agresiones,
fue acosada sin tregua y marcada con una letra escarlata que le obligó a
abandonar la meca del cine y trasladarse a Alemania, donde trabajó varios años bajo el nombre de Ingenia Robertson.
Poco
podía sospechar lo que le esperaba a su vuelta a Hollywood. Irving Thalberg le
dio la oportunidad en 1928 bajo el nombre de Mary Nolan en una película que
comienza con un rótulo sobrecogedor: “Ashes
to ashes, dust to dust”. Su título “Los pantanos de Zanzibar”, nuevo
proyecto del tándem Tod Browning- Lon Chaney, que tan buenos resultados había
dado a la Metro. Un viaje desde lo poético a la abyección física y moral de
altísimo voltaje. Sin abandonar las constantes artísticas y temáticas de
Browning, el film se inicia de forma lírica en el ámbito del espectáculo
circense. Lon Chaney es un mago de trucos un tanto macabros. Un romántico que
en un instante lo pierde todo. Esposa,
oficio, cuerpo y todo aquello que ama. En un requiebro malabar, ve como su
esposa no solo no le ama sino que planea fugarse con otro actor (Lionel Barrymore)
a Africa donde piensan hacerse ricos comerciando con marfil. En plena disputa
con su antagonista sufre una caída que le deja parapléjico de cintura para
abajo. Para colmo, poco después encuentra a su mujer muerta junta a un bebé,
una niña fruto del adulterio.
Es
en ese momento en el que se produce una
catarsis fílmica de ira sin límites fruto del genio de Browning. Frente a la
imagen de una virgen, al más puro estilo Escarlata,desata su cólera, aprieta el puño y maldice sin descanso jurando venganza
eterna. Escena de gran poderío dramático. Lo que viene a continuación es el
tormentoso relato macabro de una purulenta obsesión sin posibilidad de vuelta
atrás. Lon Chaney se traslada siguiendo a su enemigo años después a Zanzibar,
zona que Browning describe como una ciénaga repleta de insectos,reptiles,fango,
caníbales y mugre. El decorado no puede ser más decadente. Una obscena
acumulación de inmundicia. Chaney, ahora rapado al cero arrastrando su tullido
cuerpo por el suelo regenta un tugurio subvertido por el vicio y la indolencia
en el que corre el alcohol y asoman las más bajas tentaciones.
Todas
las constantes de Tod Browning se dan cita: degradación moral y física,
deformidades, turbiedad y odio sin freno con un único propósito. Satisfacer los
más bajos instintos intentando culminar una venganza contra su enemigo. No le
basta arrebatarle el marfil con sucias artes, su tormento le obliga a ir mucho
más allá. En el corazón de las tinieblas el plan resulta desquiciante. Nada
menos que utilizar a la hija de su enemigo cobrándola como pieza tras un
proceso de degradación que pasa por criarla, prostituirla, alcoholizarla y
rematar la faena entregándola a una siniestra tribu para que sea pasto de las
llamas en un ancestral rito purificador. Papel que le toca en suerte a María
Nolan. Una especie de dejá vu de todo el infierno personal que ella ya ha
vivido en sus propias carnes, y que ahora debe revivir vía celuloide.
Memorable
resulta en “los pantanos de Zanzibar” la fisicidad pegajosa con la que Browning
construye el conjunto y la gestualidad de cada rostro. Del mismo modo que lo
son sus estrategias narrativas. Lon Chaney se servirá de sus trucos de mago
para engañar a las tribus caníbales y proclamarse sumo sacerdote al que adorar,
el chamán de la zona al que todos rinden obediencia. Como si de un Coronel
Kurtz hablásemos, pero cuya mirada al horror del alma es aun más siniestra y
subversiva. Preso de la obsesión vengativa, sus retorcidos planes marchan
viento en popa, hasta que de nuevo aparece su antiguo rival. Y el corroído y
vengativo Chaney desea mostrarle la obra infecta que ha realizado con su hija y
el final que le tiene preparado. No obstante, como suele suceder en Browning,
las obsesiones llevadas hasta el último extremo guardan sorpresas fruto del
destino o el azar que provocan un repentino giro de los acontecimientos. A
semejanza de lo que le sucedía al trapecista Alonzo en “Garras humanas” todo da
un vuelco irremediable y atroz cuando Lionel Barrymore le confiese que en
realidad la chica que interpreta Mary Nolan no es hija suya sino del propio Chaney.
Tod
Browning, no lo olvidemos, es un convencido poeta romántico metido a cineasta. Y
el último tercio de la cinta es buena prueba de ello. La lírica majestuosa y la
piedad, el patetismo y la melancolía hacen acto de presencia cuando el monstruo
selvático asomado al horror deja entrever su lado más poético, humano y liríco.
Dedicando ahora contra reloj todos sus esfuerzos en salvar a la chica de la
tribu y su funesto rito. Como los héroes infortunados en las grandes tragedias griegas. Para ello utilizará como último recurso sus trucos de
mago. Y no será aquí donde se desvele el tremendo desenlace, muy de acuerdo con
todo el espíritu de obsesivo sacrificio y poética desmesurada que ha presidido toda la cinta. La propia de un romántico irremediable. Lo que da
como resultado una obra irrepetible.
No
merece la pena comparar este viaje
surreal filmado en 1928 con otros que ha realizado el cine. Ni siquiera con versiones posteriores del mismo tema. Sería injusto dada
la magnitud y envergadura de la obra, intentar buscar posibles paralelismos en
cintas posteriores que hubiesen tomado a esta como referente. Es tarea inútil.
Ni las epopeyas delirantes de Werner Herzog ni el “Apocalypto” de Mel Gibson poseen el poder de
fascinación de “los pantanos de zanzibar”. No es cuestión de ser más explicito
mostrando hipotéticas atrocidades selváticas al amparo de la naturaleza y lo
indígena, ya que todo lo que aquí se sugiere y muestra está a otro nivel
artístico, el que separa el fotograma hiperrealista de última generación, de la
poética de la genialidad, del incunable que auna misticismo macabro y poesía de buena ley. Volviendo al comienzo, cabe
preguntarse si una cinta tan arrebatada, sórdida,tremendista, surreal y tenebrosa
al asomarse a lo más siniestro del alma, sin obviar su arrebatado lirismo,
hubiera pasado el corte del código Hays.