Nos quejamos a menudo de que nos ponen en bandeja productos de fácil digestión. Libros cuyo final conoces a la tercera línea, series de tv que son un calco difuso de otras anteriores, películas cómodas con guiones miméticos y fórmulas aplicadas que convierten el celuloide en una máquina fotocopiadora. Dar con un film con estilo y discurso propio y que sea proclive a la sugerencia permitiendo al espectador pensar y sentirse adulto no sucede todos los días.
“Solo una noche” (last night) coproducción franco-norteamericana dirigida por Massy Tadjedin, resulta una propuesta insólita, auténtica, esquinada y sobre todo incómoda por la sinceridad que despliega. Un atractivo, denso y brumoso pasaje hacia un tunel sin salida arrollador, contradictorio, inaprensible, basado en el principio de la incertidumbre. Una aparente inmersión en el mundo de la pareja, pero cuyo alcance afecta a las esencias más íntimas de todo ser humano y sus enrevesadas circunstancias. Una apuesta seductora pero nada complaciente que requiere de la participación del espectador, el cual es interpelado una y otra vez como si la directora y guionista fuese consciente de que está tratando temas que nos incumben de una forma u otra a todos.
La película se centra en una pareja que por razones de trabajo ha de estar separada. El viajará con una tentadora compañera de trabajo y ella casualmente se reencuentra con alguien que significó mucho en el pasado. Luego, de forma sutil y a lo largo de un día y sobre todo una sola noche se tratará de poner sobre la mesa todo el complejo rompecabezas que constituye el ser humano, sus decisiones, su egoismo, su perversidad, su necesidad de apoyo y protección y la aleatoriedad que nos acompaña mas a menudo de lo que creemos.
¿Nos conocemos realmente? se pregunta Massy Tadjedin. Que nadie espere la solución al final del cuento pues esto no es una melosa comedia romántica, sino una honda reflexión sobre la identidad y la provisionalidad en su versión más existencialista que se lanza como un puñetazo al hígado del espectador, que claro, acostumbrado a cosas como la recién estrenada “algo prestado” está desprevenido y recibe el golpe por sorpresa.
En esta cinta aparentemente modesta, que carga con algunos lastres pero decididamente robusta, de complejos personajes torturados, llama la atención una puesta en escena valiente y atenta a los detalles, al matiz de cada gesto y cada mirada. Parece pues que estemos, pese a parecer un film de género, en los márgenes de un cine impresionista, donde la captación fugaz de una mueca, una sonrisa forzada o una mirada al vacio se convierten en los auténticos valores de la película. Para ello se dota al film de una textura sombría obra del fotógrafo Peter Dening que confiere al film un singular y acertado clima ominoso, corrosivo y nihilista a juego con la trama.
Para lograr algo así la puesta en escena es fundamental. El estudio de cada plano se convierte pues en una obsesión y los movimientos de cámara nunca son gratuitos ni casuales. El prodigioso comienzo alterna planos cargados de perversa intención de una fiesta de trabajo en la que la esposa (Keira Knigtley) conocerá a la compañera de trabajo (Eva Mendes) de su marido (Sam Worthington) intercalados en un sensual e intencionado montaje con otros previos a la fiesta mientras el matrimonio se arregla, y a su vez con otros posteriores de su vuelta a casa en coche. No se sigue el orden cronológico por cuanto lo que se busca es indagar en los distintos y fugaces estados anímicos, antes, durante y después de la fiesta en un periodo corto de tiempo, buscando un enrarecido ambiente climático. El resultado, con una cámara inquieta que escudriña e indaga en cada situación y en cada rostro es ejemplar. Al espectador en tres minutos le ha quedado claro aun antes del conflicto que en esa pareja algo no muy facil de descifrar pasa.
En una soberbia vuelta a casa las diferencias afloran, y en una misma secuencia se dan cita la sospecha, la incomunicación, el cariño, los celos, la inseguridad, la necesidad del otro, el enfado, el autoengaño y la reconciliación fugaz. La escena culmina con un desayuno a media noche cargado de magia, humor y presagios indescifrables. Un claro en la tormenta.
La ecuación se complica aun más cuando aparecen en escena un escritor francés con el que la esposa compartió vida en Paris (Guillaume Canet) y cuando toma cuerpo progresivamente el personaje de Eva Mendes, aparente mujer de mundo que también esconde heridas sin cicatrizar. Y el film, cargado de ambivalencias, va descubriéndonos poco a poco que nada sabíamos de los personajes del comienzo ni tampoco de los que se incorporan, pues todos esconden pliegues insospechados. Si algo resulta diáfano es que todos ellos viven un tanto a la deriva, sometidos a corrientes y fuerzas externas mucho más poderosas que lo que les permite su débil voluntad y sus propias inseguridades y equivocaciones.
Extraordinariamente complejo, rico y doloroso es ese encontronazo con el pasado repleto de infinidad de matices y reproches mutuos, lleno de inseguridad, egoismo y casi a tientas que protagonizan Keira Knigtley y Guillaume Canet. Una implosión donde se mezclan la alegría del reencuentro, el gozo de la cena, las urgencias físicas de quien necesita física y dolorosamente al otro, y la amargura del despertar. Uno nunca sabrá con certeza quien lleva las riendas en esa relación cercenada pero inacabada, ya que la propia confusión e incertidumbre no se lo permite tampoco a los propios personajes.
En el otro lado de la balanza las cosas tampoco son sencillas. Lástima que todos los actores no estén a la misma altura. Se diría a primera vista que el marido se ve sometido a un lento proceso de seducción, acoso y derribo. Pero calificar de mala de película al personaje de Eva Mendes sería simplificador y muy injusto, sobre todo a raiz de ese sobrecogedor y revelador plano final en el que espera con la mirada perdida y sola en la terminal del aeropuerto, y que nos muestra que ella es otro ente confuso más que aun no hemos descifrado y que tal vez no ha sabido jugar bien sus cartas.
Todos resultan al final ser víctimas y todos salen perdiendo en esta partida de forma irremisible. Y las heridas son de consideración. El final abierto, o tal vez menos abierto de lo que parece prefigura nubarrones y tormenta eléctrica de alto voltaje en el matrimonio, institución que no les va a servir de cobijo de cara al futuro, como muy bien sabe Virginia Wolf. El resultado es positivo. “solo una noche” es un film poliédrico, atípico, con aristas, una singularidad fílmica no exenta de errores, cierto, pero con una textura y una cadencia sinceras, una especie de conocimiento carnal y moral que desnuda a sus personajes en una irregular pero singular experiencia sin paracaídas y a la intemperie. El espectador se convierte así en testigo directo de un puzzle inacabado que cada uno ha de completar, porque esto es un auténtico iceberg, del que solo hemos visto un diez por ciento de su compleja y esplendorosa magnitud.