Ante una imagen como la que encabeza este texto pueden surgir al menos tres perspectivas. Ya se sabe que hay un viejo aserto que dice que la vida es más simple para todos aquellos que la contemplan bajo un solo punto de vista. Y más rica, compleja y arriesgada para los que la abordan desde varios ángulos. Probemos esta segunda senda un tanto inexplorada. Primera opción: el caballero meditabundo de la fotografía tiene un espíritu combativo, soñador, rebelde e indignado. Sí, todo a la vez. Y está meditando soluciones tras leer por ejemplo “Cómo cambiar el mundo”, un libro escrito por un señor nacido justamente el año de la revolución rusa y que responde al nombre de Eric Hobsbawn. Semejante empresa exige cierto análisis y reflexión, no cabe duda.
Segunda opción. Si nos fijamos bien en el sujeto, este tipo italiano puede estar meditando su propia predicción. Aquella en la que ya dijo vía celuloide con letra muy clarita que colocar a un filósofo, a un auténtico pensador al frente de determinado cargo, podría dar lugar a una profundización inédita en el eterno conflicto entre razón y fe con los resultados ya conocidos por todos. Primero en el cine y ahora en la vida real. Tercera opción. Ante la constatación de vivir una realidad exasperada, alucinada, ha decidido hacer un alto y seguir las enseñanzas de Mafalda. Por tanto esto se podría titular hombre bajándose del mundo.
Aunque lo importante es averiguar si esa actitud tiene algún significado. Joseph Heath y Andrew Potter en su ensayo “Rebelarse vende” elaboraron una lista de cosas que a lo largo de los últimos cincuenta años se habían considerado subversivas. Entre ellas estaban la música punk, el jazz, dejarse crecer el pelo los hombres, llevar el pelo muy corto las mujeres, el bikini, la minifalda, los grafitis, el nudismo, el piercing, la marihuana, el surf, la píldora…la lista es muy larga. Según ellos todas esas cosas habían terminado incorporándose sin problemas a la cultura popular.
Es curioso, pero en ningún momento se menciona como tal sentarse a meditar en un banco. Tal vez debido a que se considera muy normal reposar en un parque público, de la misma forma que se da por sentado que el mero hecho de pensar está prácticamente abolido en la actual sociedad de consumo. Y sin embargo Nanni Moretti opta por esta opción tras ciertos acontecimientos que le hacen replantearse la vida incluso a él, que no deja de vivir en un continuo debate interno en el que como en un torbellino se mezcla lo social, lo moral, lo político, lo sexual, lo maniático, lo ético y lo religioso.
En su última aventura cinematográfica “Caos Calmo”, Nanni Moretti debe enfrentarse a sus problemas y neurosis habituales y lidiar una vez más con su propia imagen cinematográfica. Aunque esta película no la dirige él, solo hay que ver el “making off” para darse cuenta de que estamos inmersos en su particular y genuina galaxia y que él lleva el timón del barco. En el fondo, puesto que nuestro hombre jamás se ha planteado demasiados problemas estéticos ni formales, ello le permite descargar las tareas de dirección en otra persona sin problemas. A Moretti no le preocupan demasiado los encuadres ni los tipos de plano, está mucho más interesado en los ingredientes que mete dentro, lo cual en “Caos calmo” no es una excepción.
Dos cuestiones se abordan con su singular y muy particular forma de analizar la sociedad y al hombre moderno. La primera apela a la construcción de un mundo particular y solidario partiendo de la más pura esencia del hombre. Tras sufrir dos trances que le llevan a vivir sin solución de continuidad la fragilidad de la vida y la delgada línea que la separa de la muerte, Pietro (Nanni Moretti) se toma un prolongado tiempo muerto. Tras la pérdida de su esposa decide conscientemente pasar el día en el parque situado junto al colegio de su hija. No vuelve al trabajo y con una serenidad desarmante baja las revoluciones de su vida, convirtiéndola en un aparente oasis. Y cuando todo parecería indicar que ante la tragedia la brújula se dispararía en todas direcciones sin rumbo fijo, Moretti se instala en ese caos calmo en el que no aparece el agudo dolor de “La habitación del hijo” sino un suave desorden anímicamente controlado. Un íntimo encuentro con el yo, pero no en una celda como Santa Teresa o San Agustín, sino en campo abierto.
Tras cierto desconcierto inicial, y con la idea de estar cerca de lo que más quiere, el parque junto al colegio pronto se convertirá en un microcosmos en el que ciertas rutinas se repiten y trazan complicidades con ese padre que está en permanente observación, hacia adentro y hacia afuera. Un chico con síndrome de down que cruza cada día, una chica que pasea a su perro, un vecino que le invita a espaguetis, el barman de la cafetería, las madres que van a recoger a los niños...Todos van construyendo una comunidad improvisada y cómplice, llena de códigos secretos de esos que no es necesario expresar.
Con gran sutilidad se dibuja un pequeño mundo en el que finalmente Moretti actúa como centro de gravedad permanente. Su atribulada cuñada (Valeria Golino), su primo y sus compañeros de trabajo, terminarán acercándose a quien supuestamente está en plena crisis vital como balsa a la que agarrarse. En el naufragio masivo, en el marco del actual desahucio anímico y moral, en ese particular banco también se conceden préstamos, pero de otro tipo y sin interés, en forma de cálida conversación y abrazos sinceros. No es el sacerdote ni el psicólogo, ni imparte lecciones. Pero su presencia , su palabra y su facilidad para escuchar ayudan en un entramado de conexiones invisibles dentro del nuevo habitat. Y como no, Moretti aprovecha para introducir su fina ironía. Por ejemplo, preguntándose qué es mejor, una fusión empresarial al estilo judío o al cristiano, teniendo muy en cuenta que las escrituras ya nos dicen como acaba por estos lares el hijo del creador de la gran empresa que es el mundo.
La segunda cuestión que se aborda en esta cinta supone un estudio sobre la figura de los límites del personaje de ficción. En este caso, del propio Moretti como arquetipo fílmico. Podemos preguntarnos hasta donde puede llegar Batman o Indiana Jones, que poderes les confiere la gran pantalla. James Bond es un caso claro. Cualquiera sabe que saldrá bien de cualquier apuro, se conoce su destreza en el combate, su agudeza y perspicacia e incluso su innata faceta de seductor. No sorprende cualquier hazaña suya ya que a lo largo de los años se ha construido una tipología que lo permite sin fisuras. Incluso ciertos héroes clásicos como Bogart, Brando o Marilyn poseen sus propios códigos muy pegados a su imgen. Lo que plantea aquí Moretti es muy interesante por cuanto somete al espectador a la visión del cuestionamiento de su propio arquetipo como figura de ficción. Y lo hace en dos sentidos inesperados. En la segunda escena de “Caos Calmo” Moretti ha de actuar casi como héroe de acción salvando a una bañista en una playa. Y más adelante, curiosamente con ese mismo personaje le somete a una escena erótica de alto voltaje.
En principio ello crea extrañeza. En realidad el personaje Moretti recuerda un poco a un Woody Allen a la europea. ¿Se imagina alguien a Woody acudiendo al rescate de una bañista, lanzándose en plancha en pleno mar abierto y nadando con destreza? Al tipo al que el espectador está acostumbrado ¿no le daría miedo simplemente mojarse los pies? ¿No temería que le comerían los tiburones? ¿No estaría aterrorizado ante un posible corte de digestión? Sucede igual con el segundo ejemplo. Ni siquiera en los más húmedos sueños de seductor fracasado el espectador puede imaginarse a Woody en plena faena como si fuese Michael Douglas resolviendo su instinto básico y dando rienda suelta a tensiones sexuales no resueltas. O si se lo imagina es en clave cómica o fracasada. Otro tanto sucede con Nanni Moretti, aficionado a charlar mucho, pensar, dar vueltas en vespa y cultivar sus neurosis socio políticas, pero poco dado a la acción física ni a revolcones con rubias enigmáticas.
La apuesta supone un ejercicio metalinguístico en el que vemos al arquetipo codificado en acciones que están fuera de su código. El experimento corre el serio riesgo de alterar el tono compacto de la película, aunque el director y Moretti lo resuelven de modo hábil. Y lo hacen destacando su torpeza, tanto en la escena marítima como en la sexual. Y para esta última, muy explícita, termina cortando en seco con un plano del propio personaje despertando en la cama junto a su hija, lo que permite aventurar que todo lo visto ha sido una ensoñación.
Exceptuando estos sobresaltos, al final “Caos Calmo” navega como su título, bajo esas formas tranquilas y anárquicas tan del gusto de su autor y sostén de la película, aunque aquí ceda los bártulos a otro. Y termina hablando sin altavoces y en voz baja de los grandes temas que siempre le han interesado a su protagonista: El lugar que ocupa el hombre en el mundo y lo complejo y curioso de las relaciones humanas. Y en ese terreno se mueve con soltura al igual que en el diagnóstico y radiografía de la sociedad moderna, el lugar que ocupa el hombre en ella y el que debiera ocupar. En definitiva, una solidaria ración de caótico humanismo.
Curiosamente, una de las cuestiones que avisaban de por dónde discurriría la última aventura italiana de Woody Allen, fue la elección de su supuesto alter ego romano. El de Manhattan prefirió decantarse por Roberto Benigni, más afín al slapstick y a la comedia bufa. Justo en ese momento uno se percata de que va a asistir a un Allen ligero y menor. Si hubiera deseado profundizar más y cuestionarse más cosas, hincar el diente como sólo él sabe hacer, el candidato idóneo estaba esperando en el banco. Por cierto, que el antihéroe no se ha bajado del mundo, simplemente practica otro tipo de revolución silenciosa.