El catálogo de la firma de muebles Ikea para su temporada 2013 tiene un eslogan muy curioso “Tu revolución empieza en casa”. Es un eufemismo, por supuesto. Pero existe una soterrada corriente invisible que parece que invita a no pensar demasiado y que cada cual se quede, ya saben, en la república independiente de su casa. Otros ya se ocupan de nosotros y mejor no molestar demasiado. El problema de encerrarse en casa, incluso en la morada interior, de mirar para otro lado es que el día que uno decida por fin salir a dar una vuelta puede encontrarse con el terrible aserto en versión Rafael Argullol: Podemos descubrir que la apacible colina sobre la que vivíamos se ha convertido en un volcán en erupción. Y que la lava no solo se nos mete en casa, sino que golpea nuestras entrañas.
Sobre esas y otras cuestiones se encuentra meditando el hombre de la foto superior. Albert Lory (Charles Laughton) un inofensivo tipo solitario lleno de complejos que ejerce de maestro sin autoridad, débil, miedoso e incapaz de afrontar el más mínimo revés, personal o profesional. Es el auténtico protagonista de la segunda película americana de Jean Renoir, titulada “this land is mine” (Esta tierra es mía).
Nuestro apocado hombre vive bajo la soberanía de su madre y es de los que prefiere no molestar, no destacar, pasar desapercibido. El miedo en abstracto le paraliza, es cierto. Él mismo no duda en calificarse de cobarde en varias ocasiones. Y aunque se puede decir que vio primero a Maureen O`hara que John Wayne, lo tiene complicado dada su indecisión amorosa.
Sin embargo a Albert Lory se le mete la lava en casa cuando los nazis invaden su pueblo sin oposición alguna. Frente a un monumento que simboliza a todos los que dieron su vida por la causa de la libertad en la Primera Guerra Mundial, en unos minutos el pueblo se llena de tanques y ejércitos. Para colmo, su proverbial cobardía, su miedo constante le pondrá en evidencia durante un bombardeo de supuesto fuego amigo.
Y lo que le llega a su buzón por debajo de la puerta no es el catálogo de Ikea, son panfletos con consignas llamando a la libertad y a la resistencia. Esto le crea un serio problema que Jean Renoir capta de forma notable. Su formación intelectual le lleva a compartir esas ideas, pero su miedo le paraliza, y no duda en cumplir órdenes y eliminar las páginas de los libros que son molestas para la educación totalitaria que pretenden los nazis.
Uno de los aspectos más curiosos de esta producción de 1943 es que no presenta a los nazis como sádicos violentos, sino como seres astutos e inteligentes que pretenden imponer su totalitarismo vendiendo la mercancía podrida disfrazada de orgullo y orden. “Esta tierra es mía” no es una película que diserte mucho sobre los nazis y describa masacres ni holocaustos. Es un film que prefiere ser caleidoscópico y aunque no pierde de vista el funcionamiento de la maquinaria totalitaria, prefiere centrar más su atención en los invadidos.
Para ello nos muestra un abanico de aparentes buenas gentes sumisas, colaboracionistas como el alcalde, pragmáticos aduladores de los recién llegados como el empresario que incorpora George Sanders o azotados por el miedo como el propio Lory y su posesiva madre. Por supuesto hay excepciones. Y Renoir es tremendamente hábil a la hora de señalar a los que en principio se nos muestran como contrapunto. En principio alborotadores, elementos molestos que solo hacen entorpecer la paz y la buena marcha del pueblo invadido. A saber, el intelectual y el saboteador resistente que provoca disturbios. Son dos posturas perfectamente dibujadas: El intelectual es el director del colegio, el profesor Sorel, quien da una auténtica lección magistral a su acobardado colega sobre la importantísima función que cumple la educación libre de mordazas ideológicas. Por otro lado el saboteador insurgente que provoca líos es considerado al comienzo de la película una amenaza para la paz social que desean los nazis, amantes del orden y enemigos del que piensa por si mismo. En este apartado no hay que olvidar a la profesora íntegra que con su maestría habitual hace suya Maureen O`hara. Otro ejemplo de librepensadora.
Todo ello provoca que durante la primera hora del film el apocado Charles Lauhgton calle, pase miedo y no reaccione. De momento hay otros que lo hacen por él. Pero cuando los avatares del magnífico guión de Dudley Nichols saquen fuera de escena al saboteador y al intelectual, el profesor Lory se encontrará en una encrucijada. Y deberá decidir si es una oveja integrada más o prefiere mirar cara a cara al apocalipsis de terror que reina en su comarca.
Si ya la película era muy notable hasta entonces, alcanza cotas muy altas en el momento en el que Charles Laughton se sube al pedestal de la dignidad. Cuando toma por fin la palabra para ejercitar sus derechos y denunciar no solo al invasor, sino a sus pasivos cómplices, sus vecinos. Ahí la cinta alcanza momentos de increible fuerza en el discurso y de gran emotividad. Es el despertar de la conciencia dormida. El momento de sacar a la luz los valores internos reprimidos tanto tiempo. La hora de poner las cartas boca arriba y recordar a sus vecinos que están lucrándose colaborando y haciendo negocios con el enemigo. El momento de recordarle al alcalde que está podrido y a su madre que está muy equivocada. Y proclamar alto y claro que su pueblo está sufriendo un expolio totalitario. Es el tránsito del subdito al ciudadano que recobra la libertad a través de la palabra. Y ya de paso, es por fin el marco adecuado para decirle a Maureen O´hara que siempre la ha querido y que está enamorado de ella.
A partir de ahí, Charles Lauhgton lo tiene claro. Lo procedente es restituir el nombre de los que fueron considerados molestos y recuperar los libros que iban a ser pasto de las llamas y transmitir a sus alumnos valores esenciales. Esa sencilla, didáctica y prodigiosa escena en la que en clase y por fin con gran aplomo Charles Laughton va leyendo uno a uno la declaración de los derechos del hombre a sus alumnos, es otra potente carga de profundidad sobre la capital importancia de la educación como transmisora de valores universales a la ciudadanía. Y como los derechos no basta con conocerlos, sino que hay que saber ejercitarlos.
Toda la película está rodada con gran exquisitez y clasicismo. Esto no es solo una película de tesis. También hay una hermosa y compleja historia de amor a cuatro bandas de gran calado. Y suspense de ley. Viendo “Esta tierra es mía” que no es ningún canto nacionalista, sino universal, uno no entiende las razones de ciertas críticas a la etapa americana de Jean Renoir, que consideran este periodo como menor en su carrera.
Todo el elegante desarrollo dramático discurre y potencia un final extraordinario, que va mucho más allá de un film de propaganda. Aquí se introduce una coda final excelente: una vez encendida la mecha de la libertad, solo hay que ir pasando el testigo de mano en mano. Y el espectador comprende que tal vez no necesitemos de Douglas Fairbanks ni de James Bond para que nos saque de apuros. El héroe es el ciudadano corriente capaz de vencer sus miedos.
Siempre que veo esta película, su poético final y los hermosos planos de Maureen O`hara cogiendo el testigo no puedo evitar pensar en los anónimos y no tan anónimos héroes actuales y en su dramático pero lúcido final. Se podrían escoger muchos ejemplos, pero para el caso vale uno que es paradigma y compendio de tantos otros: Anna Politkóvskaya, periodista asesinada en Moscú en octubre de 2006, acribillada a balazos al salir del ascensor. Auténtico azote del régimen de Vladimir Putin, denunció con valentía y persistencia la sistemática violación de derechos humanos y libertades en Rusia, los sucesivos pucherazos y amaños electorales, la corrupción sistemática del sistema y las atrocidades cometidas en Chechenia. Lo que ella misma denominaba “la deshonra rusa” no tenía límites y se la llevó por delante tal y como ella misma predijo y vaticinó.
Pero lo más relevante es que sus columnas y sus libros contenían denuncias claras a los líderes occidentales que no tenían inconveniente en estrechar la mano de Putin y comerciar con él. Y sobre todo llamadas continuas al pueblo ruso, a la ciudadanía, a la que animaba una y otra vez a salir de su letargo y denunciar los estragos escandalosos de un espolio sin descanso. Su valiente discurso es idéntico al del profesor Lory.
Y aunque el fin de Anna Politkóvskaya fuese criminal y escandaloso, la cuestión clave es que su testimonio sirve para dar fe de que el ejemplo que escenifica la película 60 años antes ha cundido. Y que el conmovedor final es exacto. Entonces y ahora. Va más allá de lo puramente cinematográfico, pues siempre habrá gente que como Politkóvskaya recoja el testigo de otros y porte la antorcha. Jean Renoir les puso el rostro de Charles Laughton y Maureen O`hara pero ahora, en nuevos pero idénticos tiempos oscuros nuevas almas con idéntica fuerza transmiten y renuevan el grito de protesta, denuncian las tiranías y ejercitan sus derechos. Al fin y al cabo puede que Ikea tenga razón. La revolución, el despertar de la conciencia empieza en casa. En lo más íntimo de cada ser humano.