A algunas personas, la agonía de la paz y la llegada de la barbarie les cogió con el pie cambiado. Stefan Zweig empezó a percibir los primeros síntomas cuando preguntó a su editor en 1933 si prohibirían sus libros en Alemania y este le contestó “¿Quién habría de prohibir sus libros? Usted no ha escrito ni una sola palabra contra Alemania”. Rememorando aquellos días previos a la llegada del tercer Reich se pregunta si en su plácida existencia anterior no existió un punto de arrogancia al no diagnosticar ni prevenir lo que se avecinaba. Como relata en “El mundo de ayer” allí estaban sus amigos y allí estaban sus libros. ¿Acaso iba a perder a los unos y ver destruidos a los otros?
Su natural vitalidad, su fe en las posibilidades innatas de la naturaleza humana le impidieron ver venir que un mes más tarde el Reichstag sería quemado, que los libros arderían pasto de las llamas y que pronto se vería perseguido, expulsado y despojado de todo cuanto poseía, incluidos sus amigos. Es entonces cuando se cuestiona de forma retórica si a su generación “le estaba vetado pensar más allá de sí misma”. Si se vivía con una despreocupación y un júbilo que hacían impensable concebir lo que vino después, y mucho menos atajarlo.
Si alguien retrata de manera admirable ese momento en cine es Frank Borzage en “Tormenta Mortal” (the mortal storm), película realizada en 1940, es decir, en pleno conflicto bélico. Los primeros minutos nos narran lo que Unamuno denominaría la tala de la razón a manos del totalitarismo. Borzage no deja ni un solo cabo suelto. La amorosa y cálida descripción de una familia cuyo patriarca, profesor de universidad, cumple años justo el día 30 de enero de 1933. Los regalos, la tolerancia, el cariño sincero, la sana camaradería.
No estamos en el séptimo cielo pero casi. Hermosísimo el momento en el que el viejo profesor es homenajeado por sus alumnos mientras le cantan el himno universitario “gaudeamus igitur”. En ese glorioso instante el árbol de la ciencia luce esplendoroso, magnífico, con todos sus frutos predispuestos a retomar la antorcha del conocimiento y la razón. Curiosamente, y en un detalle magistral, algunos amigos y dos de sus cuatro hijos le regalan libros al profesor.
El cuadro familiar evoca resonancias que evocan el universo de Capra. En ese horizonte perdido al sur de los Alpes, la tolerancia y el buen humor son la marca de la casa. El profesor no sólo tiene una esposa encantadora y tres hijos aparentemente ejemplares, sino también una hija con aires librepensadores (Margaret Sullavan). Freya es pretendida por dos alumnos. El recio e impetuoso Robert Young y un maravilloso James Stewart, amigos de la familia. El primero, en uno de esos leves detalles que avanzan lo que vendrá después le dice a Sullavan nada menos que “cariño, yo me encargo de pensar por ti”.
La coincidencia del jubiloso cumpleaños con la proclamación de Hitler como nuevo canciller le permite a Borzage dos cosas. La primera deslizar sutilmente esa idea de que tal vez se estaba viviendo una ilusión pasajera, una felicidad efímera y que se avecinan tiempos convulsos que algunos ya veían venir. El cruce de miradas entre el profesor y Martin (James Stewart) es muy revelador. Estamos en la antesala, como diría Hanna Arendt, de hombres en tiempos de oscuridad.
La segunda (muy potente) le permite al director describir y explorar de manera extraordinaria la sensación de júbilo, la alegría incontenible, esa felicidad insuperable que se adueñó de gran parte del pueblo que entendió que había llegado el líder salvador, el que haría retornar el orgullo, la gloria y la grandeza de ser alemán en su expresión más exaltada.
Y es cierto que ello fue así. La efervescencia con que fue recibida la llegada de Hitler al poder supera lo imaginable. Y esa sensación de liberación, de nuevo renacimiento, de orgullo patrio, de inflamación de cada latido del corazón ante el advenimiento de “la verdadera y auténtica Alemania” lo plasma Frank Borzage con el entusiasmo del cineasta inspirado e implicado en lo que cuenta.
Sin embargo, no todos lo vieron así. Joseph Roth ya profetizaba que la fascinación por la mentira aria no conocía límites, amparada por una maquinaria de propaganda imparable. Y que, tal y como reza el título de una de sus obras, la filial del infierno en la tierra se había instalado en Alemania ante el regocijo general primero y el terror después. Sin embargo, Borzage se encarga de enfatizar que no es una revolución de las ideas lo que llega. Sino su anulación. Es la auténtica tormenta mortal. El sangriento festejo alumbrador de todo tipo de atrocidades.
No obstante, no es esta una película que se dedique a mostrar los típicos horrores nazis propios de los campos de concentración vistos en muchas películas. Por el contrario, prefiere centrarse en otros dos aspectos tal vez más interesantes y menos tratados: la intolerancia y la gangrena moral. E indagar en esas preguntas que ya se hacía Judith Stein sobre cierta necesidad insana del hombre por alinearse y alienarse, por convertir la esclavitud en un fetiche que otorga seguridad siguiendo los mandatos de la propaganda del líder. Algo que plasmó perfectamente Woody Allen en Zelig, cuando para pasar inadvertido se alista al partido nazi para ser confundido con la masa y anularse como individuo.
En ese contexto, la hermosa historia de amor entre Martin y Freya se convertirá en un auténtico campo de minas. Uno de los grandes valores de esta película reside en como desarrolla la tesis de que el régimen supone la amputación de todo sentimiento libre y espontáneo y cómo el romanticismo humanista y racional es la mejor arma para hacerle frente. En ese sentido es extraordinaria la constante lucha interna que mantienen los hijos entre el afecto familiar y la obediencia ciega al partido. Un pulso dramático que Frank Borzage integra con gran finura de estilo y hondo calado.
En este aspecto resultan inolvidables los personajes del profesor, Freya, Martin, su madre y Elsa, constituidos en improvisado campo de rersistencia. Todos comparten una serenidad de ánimo y unas virtudes éticas que se dan la mano con la indignación racional ante las atrocidades morales. Martin incluso prefiere guardar cierta distancia con sus amigos de toda la vida ahora fanáticos afiliados al partido, para evitar conflictos emocionales y éticos. Los cuales no tardarán en estallar.
Sin embargo, “Tormenta mortal” no deja en ningún momento que el contundente discurso moral y político deje de lado el componente emocional, cuidando mucho el relato de varias conmovedoras historias de amor. De padres a hijos, entre hermanos, la amistad con los antiguos camaradas y por supuesto las historias de amor. Como la soterrada y bellísima de Elsa (Bonita Grenville) una adolescente enamorada de Martin en lo que es un secreto a voces. Una joven que, sin embargo, hará todo lo posible para que la historia de amor entre Jimmy Stewart y Margaret Sullavan florezca y no se vea pisoteada por la intolerancia.
La película juega muy hábilmente con paralelismos muy audaces. La pista de nieve por la que esquían ambos en un sensual descenso armónico es la misma que más tarde habrán de utilizar como huida. Ahora en un difícil y dramático cuesta arriba. Del mismo modo que el guión decide que los hijos del profesor sean adoptivos. Acogidos hijos de la ciencia al calor del hogar, frente a los hijos putativos y fanáticos obedientes del líder de la nueva y aberrante Alemania aria.
No extraña la inclusión de esa feliz idea de guión. Según relata Joseph Roth, una de las primeras medidas instauradas por el nuevo régimen nazi consistía en suprimir y negar la patria potestad a los padres que no afiliasen a sus hijos en las juventudes hitlerianas.
Que una cinta tan contundente resulte a la vez tan hermosa y emotiva es obra y gracia de unas interpretaciones sobresalientes (la química de los protagonistas es perfecta), de un guión excelente y de un Frank Borzage que supo leer el momento de forma nítida sin caer en el panfleto.
Una película que apela a la razón y al corazón de los hombres, señalando la putrefacción con esta valentía, elude sin embargo mostrar el contraplano más tópico. Ese que conocemos todos por mil documentales. No es necesario, la película, de obligada visión, se basta y se sobra.Pocas veces se ha filmado un alegato que mostrando todas las aristas, resulte tan diáfano y demoledor como esta “Tormenta Mortal”
Pero si, en un ejercicio cinéfilo, tuviera que buscar un fotograma que sirviera de negativo a toda la semilla venenosa inoculada en la juventud alemana que muestra este film, lo encontraría en la imagen del niño perdido entre las ruinas de Berlín a quien ayuda Montgomery Clift en “los ángeles perdidos”. Perfecta para acompañar (si existiesen aún) una sesión doble.
Pero si, en un ejercicio cinéfilo, tuviera que buscar un fotograma que sirviera de negativo a toda la semilla venenosa inoculada en la juventud alemana que muestra este film, lo encontraría en la imagen del niño perdido entre las ruinas de Berlín a quien ayuda Montgomery Clift en “los ángeles perdidos”. Perfecta para acompañar (si existiesen aún) una sesión doble.
Curiosidad a modo de coda. Supongo que se tratará de un eufemismo formal, una metáfora sin mayor importancia. O al menos deseo creerlo así. Prefiero darle al asunto un toque new deal. Pero, francamente, ver en esta película a Robert Stack cuadrado y brazo en alto, abducido por el régimen, diciendo con voz firme al igual que el Rey de España en su discurso navideño que “este es un país por el que merece la pena luchar”, le produce a uno, durante al menos unos segundos, cierto escalofrío.