Los fabricantes de eslóganes azucarados barnizados de optimismo, de mensajes prefabricados y empaquetados con celofán, debieran ser un tanto cuidadosos cuando los confeccionan y los lanzan a la calle. Todo depende de cómo ande el contador del límite de la paciencia. Teniendo en cuenta que para mucha gente el piloto de la reserva se encendió hace ya mucho, conviene ser prudentes e hilar fino. Por ejemplo, veamos qué sucede con la luz al final del túnel, ese mantra que nos repiten últimamente de forma insistente. Pues, puestos a buscar imágenes icónicas habrá quien lo asocie a la tierna luz de “Ghost”, al final mesiánico de “Viven”. O a “la zona muerta" de Cronenberg. A Charlton Heston separando las aguas. O al milagro de Dreyer en “Ordet”. Depende de gustos.
Habrá quien se acuerde de “El tren del infierno” de Konchalovsky (y Kurosawa). Aunque ganas dan de asociarlo a “Malditos bastardos”. No obstante, para qué complicarse la vida cuando el tema tiene su propia película. Y nada menos que protagonizada por Sylvester Stallone. Algunos films sin proponérselo se convierten en involuntarias metáforas del momento. Una de ellas, “Pánico en el túnel”, en la que sucedían varias cosas, y pocas buenas.
Como nadie nos ha explicado nunca las dimensiones reales del túnel de marras, en mitad de trayecto se producía un deep impact descomunal. Un embotellamiento brutal de consecuencias funestas, con todo el mundo amontonado y pisoteado, atascado sin remedio, abandonado a su suerte, como en la vida real. El objetivo de Stallone, que se conocía las cañerías, era precisamente encontrar la luz al final del túnel en mitad de la espantosa catástrofe. Lo malo de “Pánico en el túnel” es que al final sólo ven la luz Stallone y unos pocos elegidos. Mal asunto.
Resulta curiosa esa pobre metáfora de que estamos en un túnel. Los que la idearon debieron pensar que visualizaremos un túnel muy corto. Y sobretodo que estamos a oscuras, cuando luz es lo que sobra. Tal vez por eso, puestos a buscar símiles prefiero el desierto, más amplio y con mucha luz. Dice Rafael Argullol que la travesía del desierto está llena de trampas y espejismos burlones. De imágenes que conducen a falsos oasis. Nos hallamos ante un inmenso callejón del gato repleto de espejos deformantes que sólo sirven para hacer que la inagotable sed queme la garganta del caminante.
En la inmensidad salada del desierto, sudorosos, agotados, al límite, como en la sensacional “Camino a la libertad” de Peter Weir, la fantasía en un porvenir mejor sólo tiene un inconveniente, la sospecha de que la luz nos engañe y se trate sólo de eso, una fantasía. Por eso toda travesía del desierto tiene una durísima faceta física y otra aun más dura: la existencial, cargada de preguntas.
El cine actual lo ha visualizado de diferentes maneras. Está la frontal y directa de Ken Loach en “En un mundo libre” o las peripecias de Guillaume Canet en “Una vida mejor”, películas que diagnostican los problemas con desigual fortuna.
Un aficionado a Shakespeare podría afirmar que tras lo más crudo del crudo invierno siempre llega el sueño de una noche de verano. Para eso es necesario tener capacidad de asimilación, Y según M. Night Shyamalan en “La joven del agua” el hombre hace tiempo que dejó de escuchar y se dedicó a conquistar y a luchar. Teniendo en cuenta que estamos en mitad de un desierto vital, nada como este título que remite al hombre y al agua, y que se presenta como un cuento con tremendas cargas de profundidad.
Paul Giamatti, traumatizado por una tragedia familiar, vive aislado del mundo en una urbanización conviertida en una mezcla de razas, clases y tipos. Es un ejemplo de lo que Tzvetan Teodorov describe como el hombre desplazado en un mundo sin demasiado sentido del rumbo. Tras terminar su jornada de trabajo como hombre de mantenimiento pone la radio. Y lo que escucha le pone en contacto con el apocalypse now versión siglo XXI: “Hoy aquí no todos se han pasado el día preparándose para la guerra. En las misas dominicales los capellanes han alentado a las tropas. Y los marines han tenido un momento para la oración en una misa que será la última antes de combatir”.
El aparentemente plácido e idílico complejo residencial, entendido como simbólico resumen del mundo, no puede esconder el páramo existencial en el que viven sus habitantes, casi recluidos en sus respectivas colmenas. La irrupción de una sirena, un ente fantástico con un mensaje que dejar a los hombres tras descifrar una serie de elementos cabalísticos, marca hasta que punto el grado de desesperanza y frustración existencial lleva al ser humano a aferrarse a lo más insólito.
En "la joven del agua" Shyamalan construye un hermoso, complejo y emotivo puzzle cuya excelente premisa inicial para poder participar es la irresistible tentación de lo utópico. Olvidando todo prejuicio. Aunando la melancolía con la sensualidad y una extrema belleza visual, la partida en la que el destino del hombre está en juego comienza. Y para ello no hay que abandonar la tierra media ni recorrer inhóspitos parajes, ni iniciar una larguísima aventura plagada de misterios. En un poderoso alarde minimalista y de contenido metafórico sublime Shyamalan nos dice que todas las respuestas están en nuestro propio barrio, en los detalles más minúsculos y en las personas en principio más triviales con las que nos cruzamos cada día. Nuestro vecino puede y debe ser nuestro mejor aliado.
La misión de la sirena (la dama Narf) es encontrar a un escritor al que debe transmitir un mensaje. Algo que los enemigos externos en forma de bestia salvaje que acecha en el jardín camuflado entre las plantas no pueden permitir. Si el simbolismo permite aunar todas las amenazas exteriores en un solo ente feroz, esa misma idea le permite al director realizar un suculento y extraordinario viaje sin salir del edificio, en busca del escritor. Uno de los elementos más atractivos y deliciosos de la fábula es el hecho de que ningún personaje sabe realmente cual es su papel en la historia, ni tan siquiera si es fundamental en ella o no.
Ello nos permite conocer a toda una variedad de posibles aspirantes que configuran una tipología muy rica y variada. Desde el aficionado a los crucigramas que juega con su hijo, hasta un grupo de vagos fumadores de marihuana que se dedican a no hacer nada, pasando por la única que conoce parte del cuento: una estudiante japonesa amiga de las discotecas.
Por casualidad salta la liebre. Un vecino está escribiendo un libro sobre la relación entre culturas. El primer cruce de miradas entre el escritor y la dama Narf está rodado con tal precisión y detalle que asombra. Y entonces Shyamalan filma con extrema delicadeza ese momento mágico con tintes mesiánicos en el que se transmite el mensaje. El misterio mitológico de toda fábula: “Un niño en el medio oeste de esta tierra crecerá en un hogar en el que estará tu libro. Crecerá con esas ideas. Se convertirá en un gran orador y tu libro será la semilla de muchas de sus ideas. Será la semilla del cambio”.
Por supuesto, el joven escritor, tiene sus dudas y sus objeciones. Él no es nadie aún y pueden pasar décadas antes de que su libro pueda prender en la conciencia de alguien. Pero sobre todo le alarman dos cuestiones: “muchas de las cosas que he escrito en el libro creo que a la gente no le van a gustar”. Y una segunda de carácter personal. ¿Por qué no querría conocerme esa persona? ¿Voy a morir?. El espectador también está en todo su derecho de manifestar sus dudas, sobretodo tras todo lo acontecido con el nuevo mesías laico, presidente y premio nóbel de la paz. Sin embargo, el film sabe muy bien resguardarse de ese posible ataque pues sus intenciones son otras.
Shyamalan termina por redondear un film notable y de gran fuerza lírica en el que casi de modo subversivo, a través de una fábula, apela al poder de las letras como fuente de conocimiento humano. Pero no se queda ahí. Más que en un mensaje mesiánico y redentor, está interesado en interpelar a cada ciudadano como parte activa en un proceso colectivo de ética antropológica que conduzca a la reforma social. Además hace un llamamiento formidable y revolucionario al concepto de comunidad unida, de polis solidaria, en la que cada uno de sus miembros construyen ellos mismos su propio futuro aunando fuerzas y capacidades. Y todo ello otorgando un papel decisivo a los elementos naturales como catalizadores: agua, viento y lluvia se integran en el relato como un personaje más.
En realidad, estamos ante el reverso de “El bosque”. En esta un grupo de individuos hartos de los vicios de la sociedad se retiraba del mundanal ruido, replegándose sobre sí mismos para sobrevivir en armonía. En “La joven del agua” se adopta la misma premisa (un mundo en descomposición) para apostar por el mensaje inverso. Mucho más humanista, positivo y expansivo, en el que los humanos unidos luchan por un porvenir conjunto mejor de carácter universal. Con una particularidad esencial: No importa que se equivoquen en la elección de los roles que cada uno debe de ocupar en su particular polis. Todos unidos recompondrán el puzzle mal diseñado para completar la historia.
Todo ello sin perder en ningún momento la magia que desprende la narración de una fábula cargada de elementos fantasiosos y oníricos de gran belleza. El gran acierto de Shyamalan es conjugar de forma poderosa, elegante y muy lírica, la narrativa popular de raíz oral y el valor de lo atávico con un contundente alegato político de gran alcance en una propuesta en la que tampoco están excluidos elementos del trhiller, el fantástico y un finísimo sentido del humor.
Para ello, y en una última pirueta realmente fantástica, se hace una invitación sin renunciar a la razón, a incorporar a nuestro bagaje todo lo relativo a un estado próximo al propio de la infancia, ese momento en el que todo es posible. En el que el vecino adopta las formas del super-héroe sin traje, y la anciana de curandera milagrosa. Y en la que la resolución de todos los enigmas como no podía ser de otra manera, no está en manos de ningún presunto intelectual, sino de un niño. En ese retorno de los adultos a cierta inocencia en la que todo es posible, sólo el prepotente e implacable crítico de cine que cree saberlo todo es el único que está de más.
Una película de semejante belleza hipnótica, con interpretaciones sobresalientes, punteada por imágenes impagables y por un sentido de la narrativa absolutamente ensoñador, de gran potencia emocional y ética, sin embargo no caló. Ni siquiera ayudó su banda sonora delicada y arrolladora y su contundencia en el mensaje. “La joven del agua” llevó a su director al fracaso comercial y artístico y a un descrédito casi absoluto entre el público. Hoy su nombre es casi veneno para la taquilla. Su película comienza diciendo que hubo un momento en que los humanos dejaron de escuchar. Aunque, ojo, también dice que los críticos muchas veces se equivocan.