No se si es cuestión de arrojo, oportunidad, valor o simplemente de lanzarse al ruedo y no pensarlo. Todo puede ser, pero la verdad es que inmersos en lo más crudo de una crisis que aprieta, algunos se atreven a estrenar una película que se titula nada menos que “La deuda”. Por asociación de ideas a uno le lleva a pensar inmediatamente en el déficit, la caída de las bolsas, los rescates financieros y demás asuntos de urgente actualidad. Conviene aclarar cuanto antes que los tiros no van por ahí, sino que lo que aquí se ventilan son otras “deudas” pendientes. Es esta una película que trata temas graves y muy serios, y por tanto en este justo momento se van a acabar las ironías, toca ponerse a la altura del drama. Nos encontramos ante un film que narra la nada envidiable odisea de lo que Vila-Matas denominaría la de los exploradores del abismo y que aborda cuestiones tan espinosas como relevantes. A ello hay que añadir que para el espectador, bucear en la cara más siniestra del holocausto y los crímenes nazis, tan solo debe retroceder como quien dice un par de páginas en la historia reciente. Si uno se asoma de soslayo, todavía puede captar, leer, oler, palpar, los aromas putrefactos de tal monstruosidad y su abyecto y nauseabundo sabor.
Estamos ante la nada fácil puesta en escena de una sórdida cruzada, nada menos que la cacería humana de la bestia por parte de sus propias víctimas, que obviamente, no son profesionales del ramo aunque quieran parecerlo. Para soportar sobre su rostro la pesada carga de los efectos de algo así y los accesos de ira y necesidad de venganza de todos los crímenes cometidos se necesita a una actriz poderosa. Una sobre la que el espectador pueda descubrir en cada movimiento, en cada arruga, en cada centímetro de su piel, en su absorta mirada el lado más siniestro de la naturaleza humana cuando se ha vivido el horror en primera persona. Dos actrices pondrán cara a las devastadoras consecuencias de intentar salir con vida de la guarida del mal hecho carne. Jessica Chastain, implacable por fuera pero muy herida por dentro. Y más tarde una impresionante Helen Mirren, introspectiva e inquietante, y que lleva grabado a fuego en su rostro el contacto prolongado con el mal absoluto, elección que no puede ser más acertada.
Las primeras secuencias de “La deuda” son en este aspecto modélicas. La presentación de un libro que rememora la presunta hazaña de tres agentes del Mossad israelí en una incursión en el Berlin oriental hace más de treinta años para cazar a un criminal nazi, pone de manifiesto que algo en el acto no cuadra.
El ambiente está enrarecido y los homenajeados se sienten incómodos al ser presentados como auténticos héroes. A ello hay que añadir que el libro es fruto de una labor de investigación de la propia hija de uno de ellos, que orgullosa del arrojo moral del trío, no duda en presentarles como auténticos ejemplos de valor, ética y entereza, un orgullo para su país. El aire parece cortarse cuando en plena efervescencia, la autora no tiene otra ocurrencia que pedir a su madre, componente del comando, que lea un párrafo en alto ante todos los asistentes.
El ambiente está enrarecido y los homenajeados se sienten incómodos al ser presentados como auténticos héroes. A ello hay que añadir que el libro es fruto de una labor de investigación de la propia hija de uno de ellos, que orgullosa del arrojo moral del trío, no duda en presentarles como auténticos ejemplos de valor, ética y entereza, un orgullo para su país. El aire parece cortarse cuando en plena efervescencia, la autora no tiene otra ocurrencia que pedir a su madre, componente del comando, que lea un párrafo en alto ante todos los asistentes.
Gravísimo error que da paso a una de las escenas más sobrecogedoras que uno ha tenido oportunidad de ver en cine en los últimos tiempos. Para la madre (Helen Mirren), que se toma su tiempo y necesita coger fuerzas para sostener el libro, la lectura supone un trago de muy difícil digestión. La escena me parece ejemplar por cuanto pone de manifiesto hasta que extremos el uso del movimiento nazi se ha convertido en un pegajoso gancho, un cliché que lo mismo sirve para un libro superventas que para hacer gracietas y bromas varias a lo “Malditos bastardos”, absolutamente desaconsejables y ofensivas para cualquiera que sepa y se tome mínimamente en serio lo que realmente significó ese horror.
Todo el mundo no es Chaplin o Lubistch para poder ironizar con ingenio sobre este peliagudo tema. Aquí, el personaje de la escritora (como Tarantino y otros tantos, para los cuales el movimiento nazi se queda en los símbolos y en su parafernalia) está claro que no se ha enterado de nada, y por muy investigadora que sea, queda muy lejos, a enorme distancia de aquellas mujeres judías que contemplaron desde un punto de vista meditado e intelectual el auge y desarrollo del fascismo en Europa. Ese que les tocó de cerca, que padecieron, y que en algunos casos acabó con sus vidas.
Todo el mundo no es Chaplin o Lubistch para poder ironizar con ingenio sobre este peliagudo tema. Aquí, el personaje de la escritora (como Tarantino y otros tantos, para los cuales el movimiento nazi se queda en los símbolos y en su parafernalia) está claro que no se ha enterado de nada, y por muy investigadora que sea, queda muy lejos, a enorme distancia de aquellas mujeres judías que contemplaron desde un punto de vista meditado e intelectual el auge y desarrollo del fascismo en Europa. Ese que les tocó de cerca, que padecieron, y que en algunos casos acabó con sus vidas.
Pienso en Edith Stein, la autora de “Ser finito y ser eterno”, discípula de Husserl, estudiosa de Kant, Santo Tomás de Aquino y Santa Teresa de Avila, que se convirtió al cristianismo y cuya profunda dialéctica no le sirvió a la hora de acabar en el campo de concentración de Austwich, donde terminaron sus días.
Pienso en Simone Weil, la que para comprender el fascismo en su pura esencia se plantó en Alemania en 1932 con el objeto de tratar y estudiar los fundamentos del fenómeno nazi, autora de “La gravedad y la gracia”, infatigable luchadora frente a la opresión económica e intelectual. Aquella que tras luchar en la guerra de España, combatió el movimiento fascista mientras pudo de todas las formas posibles, con la palabra y participando activamente en la resistencia, pero que finalmente murió en el Paris ocupado por el germen nazi. En uno de sus escritos de 1938 se recoge: “En Hitler no veo ni a un loco ni a un monstruo, y menos aun a un mediocre. Veo a un ser implacable cuya voluntad e imaginación no puede ser detenida por ninguna consideración humana, un ser animado por una inteligencia lúcida y extremadamente audaz. Aplastará a los países colonizados igual que Roma devastaba sus provincias”.
Pienso en Irene Nemirovski, la autora de “los perros y los lobos” o “Suite Francesa” analítica y escalofriante descripción de la desolación de una Francia ocupada y en plena desbandada tras la ocupación alemana. Mujer deportada, arrestada e internada también en el campo de concentración de Austwich por su origen, donde moriría dicen que de tifus.
Pero sobre todo pienso en la mujer que más clarividencia tuvo, la que captó desde el comienzo la monstruosidad que se estaba gestando y tras ciertas dudas prefirió salvar su vida optando por el siempre doloroso exilio. Por supuesto me refiero a Hannah Arendt, una de las pensadoras judías más preclaras de este siglo, autora de “Los origenes del totalitarismo” y de ese fabuloso libro que la discípula de Karl Jaspers tituló de forma premonitoria “Hombres en tiempos de oscuridad”, un sobrecogedor análisis donde el pensamiento político se da la mano con un estudio lúcido del antisemitismo, el imperialismo, la génesis amoral de la barbarie y su lejanía del humanismo renacentista, y todo tomando como base a diferentes personajes que por una u otra razón vivieron, como ella, tiempos oscuros. Y cito: “Que nadie se equivoque, las ideas de Hitler van mucho más allá del mero colonialismo tal y como lo hemos conocido, van hacia la aniquilación, tal y como Roma hizo con Cartago. Y no me cansaré de advertir, profetizar si se desea, que allí donde se queman libros no se tardará mucho en quemar a los hombres”.
He preferido escoger ejemplos de mujeres por cuanto en este film, la escritora es curiosamente una mujer que en pleno siglo 21 enarbolando las más pueriles y rancias tesis nacionalistas, presenta un libro de clara raíz propagandística. Pero claro, los tiempos han cambiado mucho, y la literatura y el pensamiento ni les cuento. Por supuesto a peor.
Además, esta cinta no se preocupa por analizar el tercer Reich. Eso lo da por sentado. Prefiere centrarse en como el mal envenena también a las víctimas que buscan justicia hasta extremos casi insoportables. Hasta tal punto es así que en esta película uno tiene ocasión de ver lo impensable, la abominación más abyecta que nunca hubiera imaginado: nada menos que una judía a punto de administrarle una inyección letal a un nazi. Se diría que la labor de aquellas aguerridas y lúcidas intelectuales citadas de nada ha servido, pues esta cinta plantea que la corrosión moral afecta también a los judios vengadores, que se ven inmersos en misiones suicidas por un bien mayor, ahí es nada, salvaguardar el buen nombre de su pueblo, aunque ellos piensen que lo hacen en nombre de la justicia. Cobayas a las que desde instancias superiores se les obliga a actuar cual terminators con lavado de cerebro incluido, al más puro estilo ¿nazi?. Aquí, la peor parte se la lleva la mujer, que tiene que pasar por el trago de abrirse de piernas y ser examinada en sus partes más intimas por el carnicero nazi, que en la postguerra ejerce de amable ginecólogo.
Confrontar y hasta equiparar a víctimas y verdugos mostrando las contradicciones y la diferente repulsión ética que ello genera en los ahora torturadores es uno de los propósitos que persigue “La deuda”. Ello convierte a este film en visceral e incómodo, sobre todo cuando encierra a los tres miembros del comando israelí con su particular bestia en un pequeño apartamento. El mal se extiende, corrompe y afecta a todos ellos sin excepción, al igual que sucedía en aquella interesante película de Brian Singer titulada “Verano de corrupción” en la que un adolescente sacaba su lado más oscuro y siniestro al estar en contacto con un antiguo nazi. Aunque a decir verdad, aquí no todos los miembros del comando poseen la misma fortaleza para realizar sus milimétricas acciones sin que les pasen dolorosa factura.
A todo lo anterior hay que añadir que también se tocan temas como la propaganda falsa y las mentiras prefabricadas por el poder establecido, que parecen querer conectar este film con temáticas que ya tocó Eastwood en “Banderas de nuestros padres” y Spielberg en “Munich”, ambos con mayor inspiración.
De este modo la acción, que se articula dos tiempos, tiene un tercer acto en el que nos viene a decir que la historia con mayúsculas necesita sobrevivir a toda costa sobre la base de ciertas mentiras prefabricadas, y que hay asuntos que es preciso concluir para que la mentira perviva. Como si quitar la mancha del más turbio horror fuese posible. Aun así, los personajes consideran que para alcanzar la paz perpetua kantiana es necesaria la caza implacable y sin fin. Un poco al estilo de la novela de Clara Sánchez “Lo que esconde tu nombre”, que plantea la compulsiva caza de nazis en la costa levantina siguiendo sus rastros hasta los geriátricos y asilos si es necesario.
El malestar que todo ello genera se extiende incluso al espectador, que no tiene asidero al que agarrarse en este sórdido viaje en el que las víctimas nunca dejan de serlo por más que adopten la postura del verdugo. Las relaciones personales también se ven contaminadas y profundamente deterioradas. Son las consecuencias de tomarse el tema del fascismo en serio. Uno en este caso no puede permitirse el lujo de disfrutar de una película más de espías nazis ni de malditos bastardos entre cómplices carcajadas. Sus responsables se encargan de tomarnos por una vez por adultos. Luego aquí, aunque el film sea irregular y ciertamente sombrío, la sinceridad de la propuesta provoca que la sonrisa se congele. Termino con Hannah Arendt que por supuesto se expresa mucho mejor “la peor herencia que hemos recibido de esta descomunal barbarie es esta torpe y continua esquizofrenia en la que llevamos décadas sumidos, una amputación constante en la que parece que nos han arrancado el alma del cuerpo…”