Sentada en la concurrida estación de tren, considerando lo doloroso y aciago de su existencia, Anna Karenina escucha la conversación de un matrimonio francés. La dama le sirve de inspiración cuando dice “La razón ha sido dada al hombre para librarle de todo lo que le inquieta”. Casi al mismo tiempo pero en otro lugar apartado del bullicioso San Petesburgo, Levine “a quien la vida le había parecido más terrible aun que la muerte, escrutaba en todo el arsenal de sus convicciones”. Y para ello “volvió a leer en el campo a Platón, a Spinoza, a Kant, a Schelling a Hegel y a Schopenhauer”. La aparición de una nueva adaptación de la novela de Tolstoi invita a hacer algunas consideraciones previas de carácter paradójico. En primer lugar, asumir de entrada la absoluta imposibilidad de conciliar las infinitas expectativas que ofrece la obra literaria con los límites que impone toda adaptación.
“Anna Karenina” como novela, supone un superlativo ejercicio de narrativa imposible de ser adaptado en toda su complejidad. Estamos hablando de un extenso mosaico, de un tapiz muy complejo y tremendamente sinuoso en el que se aúnan el riquísimo retrato de una sociedad en decadencia y el incipiente advenimiento revolucionario de otra. Una obra magna repleta de apasionantes sugerencias y rotundo lirismo. Y todo ello a través de un estudio metafísico, ético, social, psicológico, emocional y político insuperable en sus formas narrativas y en sus propuestas de fondo. Estas últimas absolutamente revolucionarias y que apuntan en diversas direcciones.
La novela de Tolstoi, va muchísimo más allá del tradicional relato sobre un adulterio romántico en el marco de la caduca aristocracia rusa. Si bien es cierto que todas sus adaptaciones (ya sean en el marco de la ópera, el ballet, el teatro o el cine) se centran sobremanera en el romance entre Anna Karenina y el conde Wornsky como eje, tocando de pasada el resto como elemento secundario o paisaje de fondo.
Los interrogantes pre partido, por tanto se multiplican. Cabe preguntarse por un lado, si el espectador del año 2013, ante una nueva adaptación, ve cumplidas sus expectativas con una nueva narración apasionada del adulterio o aspira a algo más. En segundo lugar, no está de más cuestionarse sobre las libertades que puede o debe tomarse el adaptador. Al respecto se produce una nueva conjetura. O se opta por el puritanismo a ultranza o se abre el abanico sin reservas. Si se escoge la opción menos purista permitiendo mayor libertad a la hora de trasladar la novela, habrá quien lo aplauda hablando de relectura, pero siempre puede surgir la eterna cuestión: Si el adaptador desea tomarse demasiadas libertades ¿por qué no las toma todas, hace un guión original y se olvida del referente literario? Y otra añadida, por la vía del reduccionismo, pues siempre cabe la posibilidad de que el arquetipo “karenina” sea usado como tirón comercial de mil formas distintas para ahondar en cuestiones ajenas al texto, y muy relacionadas con lo crematístico. Y quien dice Karenina, dice Jane Eyre, Emma Bovary o Madame Renal.
Lo que resulta incuestionable es que los clásicos siempre serán adaptados, y que incluso se puede ver la adaptación sin haber leído la novela. Agarrarse a la tesis de que son intocables buscando un mimetismo imposible y un rigor cartesiano puede resultar tan excesivo como la del adulterio flagrante del espíritu de la obra intentando hacer caja usando su nombre.
En el caso de Joe Wright, director de esta versión, la cuestión adquiere matices muy atractivos. Este director, en el romo panorama cinematográfico actual, se encuentra en una tesitura cuanto menos curiosa. Considerado actualmente el adaptador oficial de novelas clásicas de éxito, personalmente se encuentra en pleno repliegue hacia territorio conocido tras haber entregado dos fallidas películas fuera de la adaptación literaria de postín como fueron “El solista” y “Hanna”. A caballo entre la expiación de sus pecados fílmicos y el orgullo y la falta de prejuicios que le son propias.
Por otro lado, plantea su versión fílmica de “Anna Karenina” como un ejercicio personal en el que trata de capturar la esencia de la novela a través del artificio teatral y del frenesí romántico a ultranza. Podría decirse (sin ser cierto) que el espectador asiste a una recreación cinematográfica de una falsa representación teatral de la novela de tintes pictóricos. Aboliendo el concepto de cuarta pared, Joe Wright, con la participación de Tom Stoppard, fabrica una mixtura entre teatro filmado y cine teatralizado a la que no se le puede negar un ejemplar virtuosismo técnico, pero que no es ni una cosa ni otra. No obstante, es una apuesta formal que aunque parece rompedora es más conservadora y acomodaticia de lo que aparenta, debido a que está contaminada por un estilo de raíz publicitario.
La aparatosidad y la exuberancia del andamiaje formal y el lujo escenográfico permiten un disfrute estético epidérmico que no obstante soslaya en gran parte los aspectos más íntimos y profundos de la historia. Todo ello afecta negativamente al fondo, al desarrollo del discurso y a la temperatura emocional del relato, el cual cuenta con subidas y bajadas de tono, con acertados e inspirados momentos álgidos junto con numerosos errores de bulto casi sin solución de continuidad.
Un ejemplo servirá para explicarlo: Oblonsky y Levine tras charlar en casa del primero quedan para cenar en un restaurante. Joe Wright monta un espectacular despliegue en el que cambia en un solo plano secuencia todo el decorado sin mover a los personajes, a los que vemos ya sentados a la mesa del restaurante tras redecorar completamente la escena. El efecto óptico es ciertamente virtuoso y atractivo. La cuestión es si toda esa parafernalia tiene algún sentido dramático en la historia más allá de epatar al espectador. El argumento de que ello es una muestra de la fragilidad de las apariencias no cuaja, pues ese efecto puede obtenerse por otros métodos más afines a la historia y menos deudores de la narrativa postmoderna.
Este tipo de alambiques entre Lumière, Talía y un anuncio de colonia, agitado todo con toques de raíz expresionista son muy comunes. Resultando que junto a ciertos logros estéticos el film termina seriamente dañado en su conjunto. Joe Wright no se priva de encadenar un plano majestuoso seguido de otro con influencias pictóricas. Lo lamentable es que a esos le siguen otros muchos que parecen recién sacados de un anuncio de perfume o de un video clip. Hay demasiados momentos “eau de Karenina” propios de un spot de esos que protagonizan hoy las estrellas de cine anunciando fragancias. Y ello afecta a la armonía de la propuesta, a la fluidez en la narración y a la sustancia del texto.
Es el caso de la famosa escena del baile, que comienza muy bien y Joe Wright se encarga de que termine fatal, la del picnic campestre o la de la carrera de caballos. Por no mencionar la del momento de parada del tren y aparición entre las brumas del amado, escena que constituye un spot en si misma. Se Combinan en una fusión influencias de ballet, ópera, teatro, video-clip, spot y cine. Pero la suma estilística va en contra de lo que ciertas escenas requieren, ya que son los corazones y los impulsos los que laten desbocados, sin existir necesidad alguna de marear al espectador con cabriolas vía steadycam. Estamos por tanto mucho más cerca del “Drácula” de Coppola que del “Senso” de Visconti. A dos pasos de “Moulin Rouge” y lejos de “Carta de una desconocida” de Ophüls. Y eso no es precisamente una buena noticia.
Aunque a decir verdad, lo cierto es que no estamos ante una sosa, académica y pulcra adaptación (como la que realizó Bernard Rose con Sophie Marceau) y que sus altibajos permiten allegros con brío. Pero la personal apuesta estética se salda con una irregularidad a la que no salvan aislados momentos inspirados. Los responsables de la adaptación, y duele decirlo, parecen haber dedicado mucho más esfuerzo en construir un complejo imaginario visual de innegable pero intermitente atractivo, lastrado por influencias ajenas, que a profundizar en los muchos recovecos de la novela. Y es una lástima ya que se dispone de una partitura riquísima y de unos personajes de una psicología y envergadura poco común.
En la versión Joe Wright, la historia de amor truncada de Anna queda afectada por una pareja descompensada. Un conde Wronsky guaperas de tendencias high school y una Keira Knigthley con sobredosis de divismo. Si al director alguien debiera recordarle que no es ni mucho menos lo mismo adaptar a Jane Austen, a Ian Mcewan y a Tolstoy, otro tanto sucede con su protagonista femenina. Keira Knigthley convierte su interpretación en un auténtico festival de si misma. Su enésima ración de sobreactuación y divismo muy mal entendido. Si incorporando a la heroína de Jane Austen cumplió, aquí el personaje se la come literalmente entre sus sonrisas marca de la casa, mohines y lágrimas furtivas, similar todo a lo ya visto en “Seda” o “Vidas al límite” ofreciendo el mismo repertorio, idéntico semblante, recursos repetidos, las mismas muecas e idéntico frenesí operístico cargado de tics.
Le sucede, salvando las obvias distancias, lo que le sucedió a Greta Garbo (tanto en la versión muda como en la sonora del personaje):el espectador ve en todo momento a la divina en todo su esplendor desplegando sus innegables dotes, pero muy poco a Anna Karenina, personaje complejísimo atrapado en las redes sociales, confundida por su amor desenfrenado, entregada al arrojo de vivir su propia vida más allá de las convenciones, profundamente femenina y solidaria, ligada estrechamente a su hijo y en última instancia atrapada en una tela de araña sin remisión. Como se dice en la propia novela “inmersa en un doloroso laberinto en el que ninguna de las salidas es ni inocente, ni fácil”.
Conste que no es un reproche particular a esta actriz. Creo que ni Greta Garbo, ni Vivien Leigh, ni Jacqueline Bissett, ni Sophie Marceau pudieron previamente con un personaje clave en la literatura y muy profundo, más allá de las convenciones del género. Del mismo modo que el envaramiento de Jude Law es similar al tópico pero más ingenioso Basil Rathbone en la versión de Clarence Brown.
Lo que si hay que agradecerles a Joe Wright y a Tom Stoppard es que no olviden (aunque sea de pasada) los aspectos sociopolíticos de la historia, y sobretodo, las tramas paralelas, unas con más acierto que otras. Y si hay que dejar constancia del bochornoso papelón de Mathew Macfayden ridiculizando en extremo a Oblonsky, sí que se debe remarcar el papel que juega Kostia Levine (excelente Domhall Gleason). Uno de los personajes más ricos de la literatura rusa, de importancia capital en la novela, tanto o más que la propia Anna. Un hombre de campo, romántico y soñador, que busca respuestas cosmogónicas, filosóficas, sociales y políticas a la existencia, sin descartar explorar la fe. Desubicado y fuera de lugar en la decadente y frívola aristocracia moscovita, rechazado en primera instancia por la mujer que ama, sirve a Tolstoi para realizar un dibujo afilado de la futura lucha de clases que se avecina. Y Joe Wright y Tom Stoppard aprovechan para insertar ciertas pinceladas que apuntalen las profundas diferencias de clase y condición ética con el resto, mostrando el trabajo acompasado en el campo.
Y no se olvida ese carácter taciturno y soñador de Levine, espejo clarividente de su hermano con tendencias políticas, creador de una cooperativa y que en cierto sentido en el marco de una sociedad en descomposición recuerda y mucho en sus divagaciones y tormentos a Hamlet. De hecho, siempre se ha pensado que Kostia Levine no deja de ser un trasunto del autor. En la novela, el carácter emotivo y las pulsiones románticas no excluyen el análisis social, político y religioso de la sociedad rusa. Algo huele a podrido en Rusia parece estar diciéndonos Tolstoi por boca de Kostia Levine, quien finalmente se convertirá en némesis de una sociedad ociosa y putrefacta. La lástima es que estas cuestiones, capitales en la novela, simplemente se adivinan en la película, que solo permite intuirlas.
El resultado es un híbrido atractivo pero insuficiente. Y desde luego a mucha distancia de la novela a todos los niveles. Joe Wright y Tom Stoppard prefieren jugar a convertir su film en un exuberante “transformer” formal, pictórico y con aromas de spot. El peaje que se paga es que aunque no se desee renunciar a la carga sensual y dramática, no se profundiza a fondo en ella. Los sentimientos no se palpan ni se sienten en toda su dimensión, simplemente se publicitan. Es una opción respetable pero nada armónica ni profunda. La honda carga sociopolítica, dramática, filosófica y psicológica de la novela hay que cazarla al vuelo, entre travelling y travelling. Y es precisamente entre las bambalinas y los juegos malabares por donde se escapa la auténtica y arrebatadora emoción. Esa que ha convertido “Anna Karenina” en una novela irrepetible.