Si en alguna ocasión me viera arrastrado por algún sueño a alguna ficción en el salvaje e inexplorado territorio del medio oeste, no lo dudaría. Haría lo que hizo la joven Mattie Ross en “Valor de ley”. Buscaría su ayuda. Ahí está una vez más. Oteando el horizonte, curtido en cientos de misiones audaces. Al otro lado, en el contraplano, en off visual, hay dos cosas. Por una parte el inmenso paisaje agreste y arenoso. Ese que tan bien conoce y domina ya que lo ha cabalgado mil veces. Pero no sólo eso. Justo enfrente, a unos tres metros, hay un tipo irlandés con una cámara filmando que se llama John Ford. Que o bien está de buenas apurando un trago y contando una anécdota mientras rueda…o bien le hemos pillado con un humor de mil demonios. En ese caso, no lo duden, absolutamente todo estará mal y habrá que repetirlo entre maldiciones varias.
Tratándose de John Ford, siempre me ha llamado la atención que en cierta ocasión leí que en una entrevista, Peter Bogdanovich le expuso minuciosamente sus teorías sobre los múltiples significados de la puerta que se abría y se cerraba al comienzo y al final de “Centauros del desierto”. Y que al parecer, el del parche en el ojo se arrulló en la silla, se arrascó no recuerdo dónde, hizo una mueca extraña y se limitó a decir “Mmmmm”. Y se acabó.
Es por eso que tal vez no me atreva demasiado con él por aquí. Los numerosos tópicos ligados al arquetipo parecen decirnos que en su universo (el famoso universo fordiano) todo está escrito bajo el sol,y por mejores plumas que la mía. Y además, no se debe olvidar su propia falta de adherencia a considerarse autor de nada “yo no suelo ver mis películas. Las haré buenas, malas y regulares, poco importa. Normalmente, cuando estoy terminado una ya estoy pensando en la siguiente”. Afortunadamente son ya muchas las generaciones que no le han prestado ningún caso y su cine se ha visto y se ha estudiado desde todas las formas y variantes posibles.
No obstante, a la hora de comentar un film de Ford, surge la tentación e incluso la necesidad de volver a desmenuzarlo, de someterlo al análisis crítico. Y si voy a hablar de “Tres padrinos”, podría ponerme a disertar sobre su mayor o menor madurez estilística, la focalización de los personajes, su sintaxis cinematográfica, la fidelidad mayor o menor al sustrato narrativo que compone su mundo, sus estrategias visuales, los referentes etc, etc, etc. No lo voy a hacer. Al menos hoy. Su cine se compone de una torrencial e inimitable capacidad para generar emociones de dimensiones tan auténticas y vivas que prenden en el espectador de forma tan instantánea como imperdurable. Ponerse a diseccionar tal o cual plano o panorámica se convierte por tanto en un ejercicio tan respetable y legítimo como inabarcable al hablar de un genio de semejante envergadura.
Es por eso, debido a que el cine de Ford traspasa al ser humano como lo hacían las vulvas en la invasión de los ladrones de cuerpos y se impregna en él para siempre, que se van a hacer otras preguntas. Por ejemplo, hasta que punto influye la visión de su cine en la imaginería de los juegos infantiles y adolescentes. Y quien dice Ford, podría decir Walsh, Tourneur, Thorpe o Hawks.
Con todos ellos, cuando reincidimos en su visionado, ignoramos con alevosía a Sabina cuando dice en una canción “En Comala comprendí que al lugar donde has sido feliz no debieras tratar de volver”. Comala es el pueblo de la novela de Juan Rulfo “Pedro Páramo”. Y vistos los acontecimientos de la misma se entiende el sentido poético de la frase. Pero cómo no volver sobre los grandes clásicos de Ford una y otra vez. Máxime, ahora que no quedan demasiadas islas para naufragar, léase filmes que nos puedan llegar a impactar como aquellos. Es inevitable desear conectar emocionalmente una vez más con su mundo. Volver y conmovernos una y otra vez con su arte total, riendo, llorando y reflexionando a la vez. Por ejemplo, compartiendo con el Duke su alborotada llegada a la estación de Innisfree o viviendo la tragedia de verlo prender fuego a su rancho.
Cualquier obra suya vale. En este caso “Tres padrinos”. Sobre la cual podríamos entrar en el famoso debate sobre su más que evidente (y sin embargo discutible) simbolismo religioso. El caso es que ahí los tienen. Tres camaradas con Wayne al frente del comando. Tres vaqueros que no traen ningún presente a ningún portal. Al contrario, su intención es llevarse cosas, les da igual oro que incienso. Su única intención es robar el banco de un pueblo que para colmo se llama Wellcome. Tras un delicioso aperitivo costumbrista, Ford mete el acelerador y el robo sale digamos que regular. Mejor para el espectador, ya que así tenemos la oportunidad de ver una larga persecución a caballo espectacular.
Y luego, entre sus fotogramas, uno descubre las muchas razones de que uno pidiera tantas veces un traje de vaquero a los Reyes Magos con el sombrero correspondiente. Las raíces de la emoción por ese tipo de aventura, poco tienen que ver con lo militar ni con lo bélico. En este aspecto, el feminismo más recalcitrante en mi opinión (y sea dicho con todo respeto) se equivoca. Un film de Ford como este, hace volar la imaginación por razones tan rotundas y tan sencillas como esta:
Si un niño desea jugar a indios y vaqueros tras ver esto es debido a que le transporta a un deleite, a un disfrute esencialmente ligado a la aventura en su sentido más lúdico. Muchas son las escenas memorables en el cine de Ford, pero la que va de regalo, en apariencia de transición, resume la esencia de la aventura del western como pocas. Es más, ejemplifica la aventura con mayúsculas en toda su dimensión. Esa que lleva a desear vivir al galope inesperados peligros enfundados en un traje de vaquero. Y eso lo rueda el maestro con esa aparente sencillez en la que sin embargo, absolutamente nada es dejado al azar.
La decisión de bordear los poblados indios y tomar el camino del desierto traerá como mínimo tres consecuencias. Ante todo, imágenes bellísimas, algunas líricas y surreales, otras duras y muy emotivas. Además nos conecta con la actualidad más inmediata. Con los muchísimos tipos y formas de penurias, hambre y sed que atravesamos bajo un sol de (in)justicia.
La travesía de ese desierto sin fin adquiere el valor de la elegía, la épica paso a paso al compás de la sal de la tierra, la entrega y el sacrificio. Un sendero interminable que no es ni mucho menos fácil. Y Ford no es ningún pusilánime: no todos terminan el viaje. A Todos no alcanza la ansiada tierra prometida. Y eso se dice alto y claro.
La tercera pata del banco argumental encierra un simbolismo, que se comparta o no, no impide a la película alzarse y volar muy alto. Nada menos que un niño en mitad del desierto. Y además, le permite a este humilde comentarista regalar de la mano de John Ford y John Wayne una estampa que me sirve como pocas para desear a todo el mundo salud y Feliz Navidad. Con el cowboy por excelencia saludando con el sombrero criatura en mano. El análisis de los planos y la fotografía lo dejamos para otro día.
La tercera pata del banco argumental encierra un simbolismo, que se comparta o no, no impide a la película alzarse y volar muy alto. Nada menos que un niño en mitad del desierto. Y además, le permite a este humilde comentarista regalar de la mano de John Ford y John Wayne una estampa que me sirve como pocas para desear a todo el mundo salud y Feliz Navidad. Con el cowboy por excelencia saludando con el sombrero criatura en mano. El análisis de los planos y la fotografía lo dejamos para otro día.
Y la cuestión del guión (nada simple) y su posible trasfondo simbólico queda a juicio de cada espectador. Habrá quien lo obvie y se quede con un estupendo y vibrante western. Y habrá quien se agarre a ese clavo como argumento para sublimar una película que se defiende por si misma.
Cuestión diferente es la iconografía que acompaña al héroe. Su tipología labrada a lo largo de décadas. Ahí si se va a hacer una precisión. Este hombre que viajó en la diligencia, que comandó la legión invencible, que surcó los mares en la flota silenciosa, que viajó tranquilo a Innisfree, que cruzó varios ríos (rojo, lobo, grande, bravo), que le dijo a Liberty Valance aquello de “ese es mi filete”, que enamoró a a Maureen O’Hara varias veces, y que peleó innumerables veces contra indios y no indios, tuvo un excepcional y emotivo momento de pudor ante su madre muerta.
Cuestión diferente es la iconografía que acompaña al héroe. Su tipología labrada a lo largo de décadas. Ahí si se va a hacer una precisión. Este hombre que viajó en la diligencia, que comandó la legión invencible, que surcó los mares en la flota silenciosa, que viajó tranquilo a Innisfree, que cruzó varios ríos (rojo, lobo, grande, bravo), que le dijo a Liberty Valance aquello de “ese es mi filete”, que enamoró a a Maureen O’Hara varias veces, y que peleó innumerables veces contra indios y no indios, tuvo un excepcional y emotivo momento de pudor ante su madre muerta.
John Elder, el temido pistolero, vuelve a casa y contempla la mecedora de la pionera Katie Elder. Una madre bien mirado no tan lejana de la de Gorki. Y en una señal de profundo respeto por la figura materna a la que nunca escuchó, por fin, conociendo los deseos de la difunta, decide quitarse la cartuchera y guardar las pistolas. Al menos mientras esté bajo su techo. John Wayne desarmado por voluntad propia. Es la cadena de la vida. Protegiendo al niño. Recordando a la madre. Principio y fin. Y ahora sí, tras el centauro del desierto podríamos cerrar la puerta. Tampoco lo haré. Es una puerta que, no lo duden, se volverá a abrir innumerables veces. Tal vez es que para él siempre esté abierta.