sábado, 21 de diciembre de 2013

EL DUKE, EL NIÑO Y LA MADRE




Si en alguna ocasión me viera arrastrado por algún sueño a alguna ficción en el salvaje e inexplorado territorio del medio oeste, no lo dudaría. Haría lo que hizo la joven Mattie Ross en “Valor de ley”. Buscaría su ayuda. Ahí está una vez más. Oteando el horizonte, curtido en cientos de misiones audaces. Al otro lado, en el contraplano, en off visual, hay dos cosas. Por una parte el inmenso paisaje agreste y arenoso. Ese que tan bien conoce y domina ya que lo ha cabalgado mil veces. Pero no sólo eso. Justo enfrente, a unos tres metros, hay un tipo irlandés con una cámara filmando que se llama John Ford. Que o bien está de buenas apurando un trago y contando una anécdota mientras rueda…o bien le hemos pillado con un humor de mil demonios. En ese caso, no lo duden, absolutamente todo estará mal y habrá que repetirlo entre maldiciones varias.
Tratándose de John Ford, siempre me ha llamado la atención que en cierta ocasión leí que en una entrevista, Peter Bogdanovich le expuso minuciosamente sus teorías sobre los múltiples significados de la puerta que se abría y se cerraba al comienzo y al final de “Centauros del desierto”. Y que al parecer, el del parche en el ojo se arrulló en la silla, se arrascó no recuerdo dónde, hizo una mueca extraña y se limitó a decir “Mmmmm”. Y se acabó.



Es por eso que tal vez no me atreva demasiado con él por aquí. Los numerosos tópicos ligados al arquetipo parecen decirnos que en su universo (el famoso universo fordiano) todo está escrito bajo el sol,y por mejores plumas que la mía. Y además, no se debe olvidar su propia falta de adherencia a considerarse autor de nada “yo no suelo ver mis películas. Las haré buenas, malas y regulares, poco importa. Normalmente, cuando estoy terminado una ya estoy pensando en la siguiente”. Afortunadamente son ya muchas las generaciones que no le han prestado ningún caso y su cine se ha visto y se ha estudiado desde todas las formas y variantes posibles.
No obstante, a la hora de comentar un film de Ford, surge la tentación e incluso la necesidad de volver a desmenuzarlo, de someterlo al análisis crítico. Y si voy a hablar de “Tres padrinos”, podría ponerme a disertar sobre su mayor o menor madurez estilística, la focalización de los personajes, su sintaxis cinematográfica, la fidelidad mayor o menor al sustrato narrativo que compone su mundo, sus estrategias visuales, los referentes etc, etc, etc. No lo voy a hacer. Al menos hoy. Su cine se compone de una torrencial e inimitable capacidad para generar emociones de dimensiones tan auténticas y vivas que prenden en el espectador de forma tan instantánea como imperdurable. Ponerse a diseccionar tal o cual plano o panorámica se convierte por tanto en un ejercicio tan respetable y legítimo como inabarcable al hablar de un genio de semejante envergadura.



Es por eso, debido a que el cine de Ford traspasa al ser humano como lo hacían las vulvas en la invasión de los ladrones de cuerpos y se impregna en él para siempre, que se van a hacer otras preguntas. Por ejemplo, hasta que punto influye la visión de su cine en la imaginería de los juegos infantiles y adolescentes. Y quien dice Ford, podría decir Walsh, Tourneur, Thorpe o Hawks.
Con todos ellos, cuando reincidimos en su visionado, ignoramos con alevosía a Sabina cuando dice en una canción “En Comala comprendí que al lugar donde has sido feliz no debieras tratar de volver”. Comala es el pueblo de la novela de Juan Rulfo “Pedro Páramo”. Y vistos los acontecimientos de la misma se entiende el sentido poético de la frase. Pero cómo no volver sobre los grandes clásicos de Ford una y otra vez.  Máxime, ahora que no quedan demasiadas islas para naufragar, léase filmes que nos puedan llegar a impactar como aquellos. Es inevitable desear conectar emocionalmente una vez más con su mundo. Volver y conmovernos una y otra vez con su arte total, riendo, llorando y reflexionando a la vez. Por ejemplo, compartiendo con el Duke su alborotada llegada a la estación de Innisfree o viviendo la tragedia de verlo prender fuego a su rancho.


Cualquier obra suya vale. En este caso “Tres padrinos”. Sobre la cual podríamos entrar en el famoso debate sobre su más que evidente (y sin embargo discutible) simbolismo religioso. El caso es que ahí los tienen. Tres camaradas con Wayne al frente del comando. Tres vaqueros que no traen ningún presente a ningún portal. Al contrario, su intención es llevarse cosas, les da igual oro que incienso. Su única intención es robar el banco de un pueblo que para colmo se llama Wellcome. Tras un delicioso aperitivo costumbrista, Ford mete el acelerador y el robo sale digamos que regular. Mejor para el espectador, ya que así tenemos la oportunidad de ver una larga persecución a caballo espectacular.
Y luego, entre sus fotogramas, uno descubre las muchas razones de que uno pidiera tantas veces un traje de vaquero a los Reyes Magos con el sombrero correspondiente. Las raíces de la emoción por ese tipo de aventura, poco tienen que ver con lo militar ni con lo bélico. En este aspecto, el feminismo más recalcitrante en mi opinión (y sea dicho con todo respeto) se equivoca. Un film de Ford como este, hace volar la imaginación por razones tan rotundas y tan sencillas como esta:



Si un niño desea jugar a indios y vaqueros tras ver esto es debido a que le transporta a un deleite, a un disfrute esencialmente ligado a la aventura en su sentido más lúdico. Muchas son las escenas memorables en el cine de Ford, pero la que va de regalo, en apariencia de transición, resume la esencia de la aventura del western como pocas. Es más, ejemplifica la aventura con mayúsculas en toda su dimensión. Esa que lleva a desear vivir al galope inesperados peligros enfundados en un traje de vaquero. Y eso lo rueda el maestro con esa aparente sencillez en la que sin embargo, absolutamente nada es dejado al azar.


La decisión de bordear los poblados indios y tomar el camino del desierto traerá como mínimo tres consecuencias. Ante todo, imágenes bellísimas, algunas líricas y surreales, otras duras y muy emotivas. Además nos conecta con la actualidad más inmediata. Con los muchísimos tipos y formas de penurias, hambre y sed que atravesamos bajo un sol de (in)justicia.
La travesía de ese desierto sin fin adquiere el valor de la elegía, la épica paso a paso al compás de la sal de la tierra, la entrega y el sacrificio. Un sendero interminable que no es ni mucho menos fácil. Y Ford no es ningún pusilánime: no todos terminan el viaje. A Todos no alcanza la ansiada tierra prometida. Y eso se dice alto y claro.
La tercera pata del banco argumental encierra un simbolismo, que se comparta o no, no impide a la película alzarse y volar muy alto. Nada menos que un niño en mitad del desierto. Y además, le permite a este humilde comentarista regalar de la mano de John Ford y John Wayne una estampa que me sirve como pocas para desear a todo el mundo salud y Feliz Navidad. Con el cowboy por excelencia saludando con el sombrero criatura en mano.  El análisis de los planos y la fotografía lo dejamos para otro día.
 


Y la cuestión del guión (nada simple) y su posible trasfondo simbólico queda a juicio de cada espectador. Habrá quien lo obvie y se quede con un estupendo y vibrante western. Y habrá quien se agarre a ese clavo como argumento para sublimar una película que se defiende por si misma.
Cuestión diferente es la iconografía que acompaña al héroe. Su tipología labrada a lo largo de décadas. Ahí si se va a hacer una precisión. Este hombre que viajó en la diligencia, que comandó la legión invencible, que surcó los mares en la flota silenciosa, que viajó tranquilo a Innisfree, que cruzó varios ríos (rojo, lobo, grande, bravo), que le dijo a Liberty Valance aquello de “ese es mi filete”, que enamoró a a Maureen O’Hara varias veces, y que peleó innumerables veces contra indios y no indios, tuvo un excepcional y emotivo momento de pudor ante su madre muerta.
John Elder, el temido pistolero, vuelve a casa y contempla la mecedora de la pionera Katie Elder. Una madre bien mirado no tan lejana de la de Gorki. Y en una señal de profundo respeto por la figura materna a la que nunca escuchó, por fin, conociendo los deseos de la difunta, decide quitarse la cartuchera y guardar las pistolas. Al menos mientras esté bajo su techo. John Wayne desarmado por voluntad propia. Es la cadena de la vida. Protegiendo al niño. Recordando a la madre. Principio y fin. Y ahora sí, tras el centauro del desierto podríamos cerrar la puerta. Tampoco lo haré. Es una puerta que, no lo duden, se volverá a abrir innumerables veces. Tal vez es que para él siempre esté abierta.

viernes, 13 de diciembre de 2013

GOLPE AL SUEÑO AMERICANO


Presunto. Quien no conozca este término que levante la mano. Actualmente todo el mundo es presuntamente algo. Ahora está muy de moda, pero el asunto viene de lejos. Ciñéndonos a formatos fílmicos convencionales, en el cine se presumía que el héroe era un valiente. Douglas Fairbanks y Errol Flynn lo dejaban bien claro. Y Bob Hope a la inversa también. Y así fue hasta que llegó Fred Zinnemann y dejó a Gary Cooper sudando solo ante el peligro. El pueblo murmuraba y el patio de butacas también. Y algunos directores como Hawks y  Fuller opinaban: si el sheriff no vale para hacer su trabajo mejor que deje la placa a alguien con carácter. El debate cinéfilo dio para muchos artículos sobre la  profesionalidad y valentía en el ejercicio de las funciones al amparo de los arquetipos clásicos.
Sin embargo el asunto no era nuevo, ni terminaría ahí. Y para ello, vamos con tres presuntos cobardes en diferentes etapas del cine. Tom Destry, Jim Mackey y Urbano Cagigal. Mucho antes de perseguir obstinadamente su Winchester 73, James Stewart es en “Arizona” Tom Destry, un amante de la no violencia en pleno far west, bebedor de vasos de leche que ha de soportar continuas bromas pesadas. Acusado de cobarde, lo lleva con humor, aplicando agudas réplicas a los insultos de los vaqueros y a las insinuaciones de falta de hombría que le hace nada menos que Marlene Dietrich.


Mackey (Gregory Peck) empieza con mal pie. Nada más comenzar “Horizontes de grandeza” tres vaqueros borrachos pretenden dejarlo en ridículo delante de su prometida Carroll Baker. Sin embargo, Mackey no tiene intención ninguna de vengarse y considera lo ocurrido una broma, una novatada sin la mayor importancia. Su novia y su futuro suegro comienzan a mirarle como… pues sí, como presunto cobarde. Y él comienza a verlos a ellos como…en fin, no nos desviemos.
Urbano en “Luz de domingo” parece otro aspirante al trono de la cobardía. Cuando le retan en la cantina a un pulso, dice que no le apetece. Prefiere irse a pintar. Y cuando violan a su prometida y a él mismo por seguir sus principios parece no reaccionar.
Lo curioso es que por supuesto, ninguno de los tres lo es. James Stewart  simplemente no desea usar las armas, pero cuando ha de hacerlo es un gran tirador.
Mackey tampoco. Su filosofía de vida le permite demostrar que si lo desea es capaz de domar al caballo más indómito o mantener una pelea interminable contra Charlton Heston. Simplemente su política es otra.


Y Urbano Cagigal, con calma, citará al retador de la cantina a un pulso en privado. Y por supuesto piensa vengar la afrenta que destrozó su noviazgo. Aunque como él dice, a su debido tiempo. Otro que también tiene su política. Y que curiosamente, como Gregory Peck, debe lidiar con mano izquierda entre dos intestinos clanes enfrentados durante décadas. Ambos tienen su particular forma de hacer las cosas. Y a los tres se les podría aplicar el famoso aserto “la paciencia es la fortaleza del débil y la impaciencia la debilidad del fuerte” salvo por el hecho de que ninguno de los tres es débil. Bien mirado, los tres representan otra forma de heroísmo.
Dos películas recientes abordan el tema de nuevo desde perspectivas insólitas. Y ambas deben de padecer el marchamo publicitario de presentarse como remakes de dos “presuntos” clásicos. Se trata de las nuevas versiones de “Perros de paja” y “Carrie”. Las cuales cuentan con dos antecedentes de postín dirigidas por dos autores de peso. Nada menos que Sam Peckinpah y Brian de Palma.
No se va a proceder a un análisis comparativo de las diferentes versiones. Básicamente por una razón. Ni “Perros de paja” de Peckinpah me parece una de sus películas más afortunadas, ni la versión de la novela de Stephen King realizada por Brian de Palma me parece, ni mucho menos, uno de sus mayores logros. Y lo curioso es que las nuevas versiones, sin alterar demasiado el desarrollo, configuran dos lecturas completamente ajenas y originales, autónomas y compactas.


El caso de “Perros de paja” dirigida por Rod Lurie es sorprendente. Con una simple decisión (trasladar la acción de Inglaterra a Estados Unidos) varía completamente el desarrollo dramático y permite articular un discurso muy potente, el cual se entiende que haya fracasado comercialmente en su país. La historia de un matrimonio de ciudad que se traslada al campo y vive una progresiva espiral de violencia adquiere un nuevo y rico significado. Sobre todo por la visión y el diagnóstico que se hace de la sociedad norteamericana.
La llegada al presuntamente idílico pueblo se verá progresiva y milimétricamente alterada a través de una narración de raíz clásica. Todo contribuye a crear una sensación de extrañeza. Recuérdese que el marido y aspirante a cobarde (James Marsden) es el forastero y ambos van al pueblo de la chica….la cual experimenta una ambigua sensación de sordo temor mezclado con un íntimo placer asociado a  costumbres atávicas con aromas de liberador carácter sexual.


Y lo que Peckinpah dibujaba como una extrema visión del choque entre el cosmopolita de ciudad y el campo asilvestrado aquí adquiere otros matices. En una apuesta de raíz socio político, Rod Lurie realiza un diagnóstico demoledor de los usos y costumbres de la America profunda dinamitando sus ritos uno por uno. En esa falsa arcadia feliz, el antiguo y exitoso entrenador del equipo de rugby (James Woods) ahora es un pendenciero borracho con tendencia a la violencia al que hay que aguantar sus batallitas y su ego. Un auténtico juguete roto.
El antiguo capitán del equipo de rugby local y sus amigos, ya no son los héroes de antaño, los elegidos para la gloria. Su tiempo ya pasó. Ahora se dedican a beber cerveza, cazar y maldecir su efímera suerte con amargura. Rod Lurie dibuja un pueblo por el que el sueño americano pasó de forma fugaz y lo que resta es un fantasmal panorama sombrío. Una amarga pesadilla al abrigo de las verdes praderas. Y cuyos habitantes son despojos de un sistema que los devoró hace tiempo como a juguetes de temporada. Restos inertes y resentidos que ven cómo su momento de gloria solo es un vago recuerdo ahogado en alcohol. Patéticas sombras ancladas en un pasado ilusorio que jamás volverá.



Por si lo anterior fuese poco, en ese barbecho rural de las marchitas esencias patrias, ahora el sheriff resulta que es un negro. Demasiado para la adrenalina de los presuntos hijos del pueblo elegido. Autoengañados por un sistema disfrazado de romerías locales, tartas de arándanos, música country, rezos dominicales y más partidos, que ahora se ven desde la grada. Uno de los momentos claves a la hora de hacer saltar por los aires las añejas costumbres americanas se produce en la oblicua filmación de la fiesta local y el partido de rugby, convertidos en un amasijo de gente vociferante, machismo, bebedores de cerveza e himnos fanáticos al compás de una narración que remarca el rechazo por el deporte convertido en rito pagano y culto fanático.  
Para los antiguos dioses deportivos que un día creyeron en el paraíso del sueño americano y le han visto desmoronarse entre cervezas y rezos, como Tom Cruise en “nacido el 4 de Julio”, encerrados en su particular jaula americana, la intolerancia para preservar la pureza ideológica alcanza a todo lo diferente: disminuidos, negros y claro está, forasteros.
Y lógicamente la tensión y los decibelios van subiendo. Al principio todo son falsas cortesías. Pero pronto James Marsden se enfrentará a un doble peligro que le hará preguntarse si es un cobarde. Atrapado entre la espada de la intolerancia local y la pared de su esposa, que desea que demuestre su hombría.
 
La tensión se mastica amparada en tres pilares. La rotunda solidez narrativa y visual de Rod Lurie. Su contundencia política y social, imprimiendo una mirada crítica, muy acerada. Y las interpretaciones sobresalientes de Kate Bosworth y sobre todo de Alexander Skarsgard, antiguo novio de la chica. Ambos desarrollan una ambigüedad malsana plagada de matices sexuales y miradas felinas y turbias, en la que el riesgo viaja en múltiples direcciones.
Otro tanto cabría decir de “Carrie” en su versión dirigida por Kimberly Peirce. Interesante, complejo y nada complaciente film fantástico que aborda, como la anterior, la más oscura y siniestra cara del sueño americano a plena luz del día. La atemorizada y cobarde joven, de naturaleza tímida y frágil, deberá afrontar el desarrollo de su propia personalidad anulada, su sexualidad y su singularidad adolescente en un ambiente adverso muy bien retratado. No obstante su único problema no son sus compañeros de instituto que se burlan de sus complejos. En un análisis muy agudo que valora la perniciosa influencia de los ritos, tanto religiosos como paganos, la chica se encontrará sometida a una tensión de fuerzas poderosas que intentarán tirar de ella como un poderoso imán.



Por una parte su madre (Julianne Moore) de pavoroso y distorsionado fanatismo religioso, que reprime a Carrie y ve demonios de la carne por doquier. El arrebato místico de la atribulada sacerdotisa, configura una relación tortuosa en la que ambas son víctimas en este tenso y arrebatador relato de amputaciones anímicas y psíquicas. Pero no menos interesante es la fuerza pagana encarnada por la profesora de gimnasia (Judy Greer) quien con su simpatía y su melosidad cargada de buenas intenciones, intentará integrarla en sociedad.
Lo lamentable es que en ese contexto no existe otra cosa que ese mundo falso y podrido de fiestas de instituto, capitanes de rugby, ponche de arándanos, bailes de graduación y demás parafernalia caduca y egocéntrica. Un mundo en el que quien lee un libro es un bicho muy raro y con el que Kimberly Peirce no muestra compasión alguna y sí otra acerada y lacerante visión crítica.


Inmersa Carrie en el centro de dos tornados (religioso y pagano) el film termina por diagnosticar que es tan peligrosa una fuerza como la otra. La fe llevada al fanatismo que anula al individuo y lo aísla de la sociedad, resulta tan funesta como esa falsa normalidad repleta de animadoras, maquillajes, tartas de manzana y chicos que te recogen para ir a fiestas de cartón piedra. Un american way of life de plastilina que esconde oscuras frustraciones y rincones amargos. Un mundo aparentemente idílico y “normal” que Rod Lurie en “Perros de paja” ya nos ha explicado que es efímero y pernicioso. Y que Kimberly Peirce estruja aun más, cargándolo de caprichosas chicas barbi princesa, musculitos de encefalograma plano, hamburguesas caducadas, embarazos no deseados y un grado de sadismo adolescente y culpa interior nada cómplice y sí muy crítico.


Afortunadamente, nuestra aspirante a eterna cobarde, la pusilánime Carrie no se dejará abducir ni por los salmos ni por ese otro mundo de caramelo con veneno. Y aunque la tentación edulcorada de esa falsa normalidad de instituto la tienta mucho, finalmente se rebelará contra ambas formas de fanatismo en un arrebato que no es de ira purificadora. Lo que parece una espiral de delirio es en realidad un producto de su razón, que tras tanto dormir agazapada se libera y despierta en forma de catarsis.
Carrie, contra todo pronóstico, no sólo desarrolla su propia individualidad como persona, sino que en un acto más revolucionario que reaccionario, dinamita el sistema sacando sus propios bazokas a la calle. Que sea su mente y no la fuerza bruta la desencadene el caos es toda una declaración de principios. Una nueva reformulación del superhombre de Nietzche.


Ambos films convierten el sueño americano en una pesadilla espectral. Sin ser redondos, sí que resultan francamente interesantes. Su discurso compacto golpea desde el primer plano, mostrando nítidamente una realidad distorsianada. En definitiva, dos películas nada cobardes, aunque puedan parecerlo por presentarse como remakes. Ambas se resumen en la frase lapidaria del cacique local en el film de Garci: “las mujeres y las leyes están para violarlas”. A lo que podríamos responderle con Sartre: “a los violentos y a los verdugos se les reconoce por su cara de miedo”.

jueves, 5 de diciembre de 2013

EL HOMBRE MEDICINA


“¡Así pues, estáis decidido a recorrer el mundo; a perseguir vuestro sueño, a ver lo invisible y a encontrar lo inencontrable! (…) Mi joven y galante amigo, poneos el casco si aún os ocupan ideas de viaje; íd con honor a luchar contra los partos, o a sofocar la reputación de Alejandro y construir trofeos sobre el Indo, para al fin ser un día pisoteado por las suelas del salvaje, que empleará las ruinas de vuestro mausoleo para instalar en ellas su marmita y celebrar sobre vuestros ilustres huesos la inauguración de su morada”.
No se puede saber con certeza si el doctor Andrew Manson (Robert Donat) había leído el relato “el joven hechicero” de Baudelaire cuando emprende su viaje a un mísero pueblo minero de Gales para ejercer como médico rural. Se desconoce igualmente si llegó a saborear el diario de Jonathan Harker a su llegada a los Cárpatos en la inmortal novela Bram Stoker. No le hubiese venido mal.
El caso es que su determinación le coloca apeándose del tren una noche lluviosa y desapacible. Joven e impetuoso, pleno de entusiasmo, cargado de ilusiones y con la ética y el rigor del principiante por bandera, el doctor se planta en un lugar desconocido, sombrío y oscuro. Le espera algo peor que el príncipe de las tinieblas. Nada menos que la más cruda realidad. El mundo sin aditivos. Allí donde cuesta mucho ganar el pan nuestro de cada día, pero también donde ronda el inframundo parasitario. La obra de arte se titula “La ciudadela”, dirigida por King Vidor, año 1938.


El recibimiento es más bien frío. Pronto le ponen al corriente de que no dispondrá de aparatos médicos, que las operaciones se realizan encima de una mesa, y que la superstición local y la carencia de medios se dan la mano con cierto laissez faire que nuestro héroe no está dispuesto a consentir.
Su dedicación y entusiasmo le impulsan a ponerse manos a la obra nada más llegar. Y su concepto de la entrega sin fisuras y de la virtud, de clara raíz aristotélica, le llevará a un cumplimiento de su misión hasta las últimas consecuencias, luchando contra las adversidades hasta lo que se ha venido en llamar el finisterre humano. Es decir, hasta lo que su capacidad y su dedicación le permiten.
Afortunadamente, en su titánica lucha contra los innumerables molinos de viento que se le presentan encontrará dos aliados. Un farmacéutico pragmático, parlanchín y bebedor (Ralph Richardson). Y la maestra de la escuela local (maravillosa Rosalind Russell) portadora de un sentido común, una sutileza, una paciencia y una mirada que hacen recordar a dos colegas, la maestra de Josefina Aldecoa y mi propia maestra en séptimo curso, que casualmente también se llamaba Josefina.



King Vidor vuelve a plantear en “La ciudadela” con su maestría habitual uno de sus temas recurrentes: el ciudadano que desea abrirse paso en el mundo y sobre todo ayudar a mejorarle, pero que encuentra trabas de todo tipo. En este caso, al abordar el tema desde el punto de vista médico, la cuestión se vuelve vital. A la lucha contra las enfermedades hay que unir la lucha contra la ignorancia, el miedo, la superstición y la burocracia.
La batalla por la salud, su profesionalidad por amor al pueblo nunca es fácil. Es la épica de lo cotidiano. Y King Vidor pronto nos lo hace saber en una larga escena memorable y grandiosa en la que tras salvar a un recién nacido de una muerte segura, el médico satisfecho y sonriente sale a la calle. Y dando un paseo escucha en otra casa unos murmullos. Son otros vecinos que rezan en un velatorio. Momento de gran potencia que retrata la vida en toda su esencia como pocos.


Su afán por descubrir los orígenes de la afección pulmonar que todos los mineros padecen regala al espectador escenas sublimes. Robert Donat y Rosalind Russell, médico e improvisada enfermera, etiquetan muestras en un pequeño cuarto sin medios que utilizan como laboratorio. Aunando lo público (la lucha por desvelar un avance científico que beneficiaría a todos) con lo privado (la hermosa compenetración emocional de la pareja ante un proyecto de vida en común).
Ello da lugar a escenas rodadas de esa manera fluida tan absolutamente arrolladora y lírica de la que sólo King Vidor y algunos pocos más son capaces. El doctor Manson lo mismo rescata a un minero atrapado que atiende a ancianos y niños en un ambiente muy desfavorable. Sin solución de continuidad y sin perder el ánimo. Como si fuese una nueva versión galesa del clásico chamán indio. El hombre medicina del pueblo minero.
No obstante sus problemas no son sólo médicos. La burocracia y las costumbres arraigadas no permiten desarrollar al nuevo médico su labor. Existe cierto paganismo aprovechado por los burócratas que prefieren dejar las cosas como están abandonando al pueblo a su suerte. Y es entonces cuando el doctor decide alzar la voz, subirse al pedestal de la dignidad y tratar de imponer sus principios médicos, éticos y morales ante un sistema que prefiere el inmovilismo a costa de las desgracias ajenas.


Y si hasta entonces habíamos presenciado un emotivo catálogo de vivencias a flor de piel, King Vidor decide apostar también por un elaborado y consistente film de tesis. Su misión: hacer valer como la omnipotencia del aparato, la coacción del sistema, incluso de la sociedad en su conjunto, posee tal fuerza que puede llegar a vencer al individuo más predispuesto e idealista. Es el concepto de civilización devorando a sus propios hijos.
Es lo que Adorno denominó la debilidad del yo. Y dónde y cuando aparece el punto de ruptura que vence la voluntad del hombre. Ese momento en el que tras haberlo intentado todo, el individuo se ve impotente frente a la maquinaria de un sistema elefantiásico que lo oprime. Un sistema que por otra parte presenta a su vez una cara atractiva que invita a no pensar y que pone al inconformista un zumo de naranja frente a sus narices difícil de evitar. Para que la rendición no parezca tal, sino una elección.
Y por supuesto, el doctor Manson cae en la trampa materialista con trasfondo ético. Ante la imposibilidad de concluir sus investigaciones y rechazado por el pueblo por su idealismo irredento, se traslada hacia la ciudad, dónde conocerá otro tipo de medicina (que en realidad no lo es). Aplastado por la seducción del sistema y deseoso de progresar, irá olvidando su férrea fe en sus principios y se dejará seducir por las clínicas privadas de diseño, el lujo, los trajes caros y los nuevos modelos de coche, asistiendo a lo más granado de la frívola sociedad londinense. No conviene dejar dormir la siesta a la esencia de nuestro ser, decía Ortega, puede que se desvanezca y la conciencia no desee despertar.


Aparentemente, estamos ante un modelo inverso al de “El manantial”, en la que Gary Cooper llevaba su individualismo por bandera frente a cualquier sugerencia o imposición. Robert Donat en “La ciudadela” comienza de igual modo, volcado en la consecución de objetivos, en este caso muy nobles. Aunque a mitad de partida parece rendirse para alinearse en un egoísmo sordo olvidando todo lo que fue.
Afortunadamente, el doctor siempre dispuso de dos camaradas fieles que le recordarán quien era. Y que le ayudan a pensar contra esa forma educada y sibilina de barbarie. Y King Vidor vuelve a mostrarse lírico y majestuoso en momentos insuperables como ese en el que, superados todos los conflictos internos, el doctor va (¡por fin!) a visitar a una pobre niña enferma, desahuciada médicamente por desatención, desoyendo todos los protocolos médicos y siendo incluso procesado por ello. Y es que estamos ante una cinta de urgente actualidad ahora que se debate sobre el “modelo sanitario”, concepto o “palabro” que en sí mismo repugna y da nauseas.
El film de tesis cobra entonces una fuerza imposible de parar. Un mercancías impulsado no por carbón, sino por toneladas de sangre bombeada delante y detrás de la cámara por auténticos corazones indomables. Resucita por fín con energía una recobrada ética humanista que si por un momento se quedó dormida, renace con nuevos impulsos. King Vidor hace una apuesta por el individuo consciente en toda su complejidad y su compromiso con el ser humano, pero ojo, no tanto con la sociedad institucional como ente abstracto.


La distinción citada es muy importante en la película, que denuncia la burocracia institucional y las fisuras de la sociedad que la ampara, pero que no duda en apostar por el ser humano y sus derechos en un análisis contundente. El debate sobre la mayor o menor validez de los títulos colgados en una pared a favor de la competencia y la dedicación a la hora de salvar vidas humanas lo resuelve Vidor de forma tajante.
A todo ello hay que añadir que estamos ante una película de gran carga emotiva, tierna, romántica, valiente e incluso revolucionaria. Y que en determinados pasajes encoje el corazón fruto de una narrativa espléndida. Si como film de tesis resulta redondo, sobresale también en su minuciosa atención a los detalles. Así como en lo relativo a la maravillosa relación que mantienen Robert Donat y una Rosalind Russell en estado de gracia (sí, una vez más).
Una preciosa historia de amor que comienza con un encontronazo, pero que vive la ilusión, la pobreza compartida, los sueños rotos, la lucha por los ideales y la esperanza conjunta. Y todo ello apelando a las raíces más nobles del melodrama y de la comedia, pues Vidor es capaz de meter fogonazos con un sutil sentido del humor impensable en principio en un film que incluye alegatos contundentes plenos de emotividad. Es lo que tienen las obras de esta envergadura.

De más está decir que no es esta una de las películas más reconocidas del director. Cotizan más los films con mayor carga de glamour. King Vidor, a su manera vuelve a demostrar que es un autor con mayúsculas, en eterna reivindicación. Poseedor de un campo de visión difícil de igualar.
Particularmente, las peripecias médicas y éticas del doctor Andrew Manson me llevan a pensar en Robert Louis Stevenson. Aquel que pese a su delicado estado de salud, ajeno a la cita del personaje de Baudelaire, no dejó de viajar cuanto pudo. Y que antes de morir escribió aquella carta demoledora en la que afirmaba que en los últimos catorce años de su existencia no había conocido un día de salud. Y que había escrito con todas las enfermedades posibles. Desde hemorragias y fiebres a ataques de tos, bronquitis y asma. Seguramente le habría encantado esta maravillosa película.