Pues sí, sanseacabó. Los cines Groucho de Santander
cerraron ayer. Se jodió el invento. O a tomar viento la bicicleta o a la farola,
como cada uno prefiera. No es una mascarada, es tan real como la vida misma. En
realidad, cierran pequeños negocios cada día, no es una novedad. Aunque Groucho
lo ha hecho con estilo. Bien pensado, está muy bien escogido el momento para
decir adiós. Con cierta ironía y una mueca de humor negro. En mitad de la
semana de la presunta fiesta del cine. La víspera del día de difuntos. Para
añadir más simbolismo al tema, la última película que proyectaron y que visioné
en los Groucho trataba sobre otra despedida, sobre otra desintegración. Nada
menos que “la desaparición de Eleanor Rigby”. Perfecto para una adiós que a
algunos, como a la protagonista, nos deja huérfanos.
El señor de la foto es José Pinar, su dueño, taquillero,
acomodador y lo que hiciese falta. Ayer bajó el telón tras diez años de duro
esfuerzo y aventura. El ultimo bastión de resistencia y búsqueda por proyectar
otro cine, al que hoy las plumas más escogidas se atreven a denominar cine “marginal”.
Como lo oyen. Un cine que al parecer no bastó. Está visto que buscarse la vida
para traer el último Oso de oro de Berlín o la última Palma de Oro de Cannes no
ha sido suficiente. El IVA galopante, el ninguneo sistemático y las puñaladas
traperas que ha sufrido han terminado en k.o en el décimo asalto.
Como siempre en este país, tarde, mal y nunca, todos
(incluido yo) nos apuntamos a la hora del entierro. Y cuando voy ayer a
estrechar su mano ¿qué me encuentró? A la prensa que siempre le ignoró tomando
fotos de la incineración. Y cuando abro el periódico esta mañana ¿qué veo? Nada
menos que una catarata de panegíricos. Y cuando pongo la radio ¿qué pasa? Pues
el manoseado réquiem habitual cargado de glucosa y que a estas alturas ya no
sirve.
No faltan las referencias a la nostalgia del cine, las
bobinas que se paran, la luz que se apaga, los fotogramas inolvidables, la magia
del celuloide y demás monsergas. Nostalgias impostadas y de manual, lecciones
impartidas por quienes, en algunos casos, pasan demasiado tiempo a la sombra de
la cultura oficial asociada al presupuesto público. Unos cines a los que jamás
se les dedicó más allá de un breve en una esquina, a los que siempre se
menospreció por proyectar cine “rarito”, ahora sirven para ejercicios de
hipocresía sobre la pantalla que cierra sus ojos y el aroma del séptimo arte. Todo
ello adornado, como no, con referencias a la poética de “Cinema Paradiso” y
citas, faltaría más, de Groucho Marx.
Si alguien piensa que aquí vamos a contribuir a semejante
lágrima facilona con almíbar barato y de garrafón está muy equivocado. Esto
requiere un análisis con la cabeza fría. Y ante todo entonar un mea culpa. Aunque
en ocasiones se hizo, en este blog tal vez se debió hablar un poco más de las
películas que se vieron en Groucho. Si no se ahondó más, tal vez fue por cuanto
el balance a reseñar no era muy positivo. Sin ir más lejos “La desaparición de
Eleanor Rigby” está lejos de ser una gran película. Aunque eso es lo de menos y
tampoco sirve de disculpa.
No obstante, la desaparición de Groucho debiera llevar a
un análisis más general, que es el fracaso no de un negocio privado, sino del
balance cultural de una ciudad y sus espectadores, entre los que por supuesto
me incluyo. Un fracaso sin paliativos ante una propuesta cultural, la única por
estos lares, que abría sus puertas al cine más inesperado. Fuese noruego,
coreano, búlgaro o uruguayo. Un lujo que no hemos sabido degustar como se
merece y que, salvo los irreductibles, se ha ignorado.
El cierre de Groucho es por tanto una formidable puerta
que la ciudad se cierra a si misma. Una bofetada cultural en plena cara a
nosotros mismos. Un giro ciudadano que da la espalda a un cine, mejor o peor,
pero en todo caso distinto al habitual pack de multisala. Un definitivo peldaño cultural de retroceso, en claro descenso sin freno y en caida libre, un trompazo escaleras abajo camino
de las catacumbas de la mediocridad.
Por tanto, más que nostálgicos recuerdos a la magia del
celuloide, lo que procede es un severo correctivo a nosotros mismos. Todos
aquellos que decimos degustar este arte y tacita a tacita no lo mimamos lo suficiente hasta
que cae en desgracia con la inestimable ayuda del 21% y ante la indiferencia general. Además, supone una
radiografía muy nítida de qué tipo de
cultura se consume en la sociedad actual. Lamentablemente, el verbo consumir asociado a la cultura es correcto
en estos tiempos. Verbo viciado y venenoso que por supuesto nunca se puede conjugar con
cines Groucho.
En el colmo de lo nauseabundo, ayer escuché en una radio que lo de los Groucho tal vez sea un problema de mercadotecnia, de no haberse
adaptado a la nuevas tecnologías digitales, junto a su rechazo al cine
comercial. Argumentos de este tipo terminan resultando lógicos si pienso que la
semana pasada entré en una librería y en el primer estante de novedades está un
libro titulado “Por qué unas tiendas venden y otras no”. Al parecer, a eso
andamos y así nos va.
No nos engañemos, Groucho era el refugio de unos pocos.
Ajenos al mercado y mucho más atentos al género, al contenido. El resto de
potenciales espectadores lo ignoró olímpicamente. Ver, oír y leer cómo se llora
su desaparición (y quienes lo lloran) no sólo da grima sino que revela una
hipocresía galopante. Más nos valdría buscarnos un espejo y llorar por nosotros mismos, que
en más de una ocasión sobrados de vanidad damos la espalda a cuanto nos
enriquece. Y si nos queda aliento pasmémonos ante el páramo cultural en el que
nos movemos en ciertas provincias, mientras se da la puntilla a los últimos
reductos, como es el caso.
Hace un par de años, asistí a una mesa redonda sobre la situación
del cine en nuestra región. La mesa de ponentes, como de costumbre, estaba
repleta de representantes culturales asociados al sector público. Seis ponentes
en total. Podían haberse ahorrado cinco por cuanto el diagnostico era único: el cine vivía un alentador momento de relanzamiento y buena salud. No había
duda. Los asistentes éramos tres. Sí, es
correcto, había más ponentes que asistentes. Y adivinen. El único empresario
privado, el único emprendedor según el lenguaje actual que podía aportar algo
sustancial sin ser un cargo público estaba sentado a mi lado entre el público
de tres almas en pena. Ni siquiera había sido invitado. Era el propietario de
Groucho. Que cada cual saque sus consecuencias. Las mías las tengo claras. No
voy a llorar por Groucho, la indignación ante tanta hipocresía no lo
permite.