Rebobinando. Veamos si merece la pena desfacer un entuerto. Para ello hay que viajar al pasado, aplicar la termo mix a aquellos tiempos en los que cada experiencia suponía un continuo descubrimiento del placer de lo inverosímil. En la que el goce inexplicable se mezclaba con la extrañeza ante lo indescifrable. García Márquez decide esperar a que su protagonista cumpla noventa años en aquella asombrosa y singular “Memoria de mis putas tristes” no sólo para hacer repaso. Hay más. En ese instante le concede el capricho vital de lanzarse a la aventura de disfrutar el amor de una adolescente virgen. Todo ello después de confesar que antes de cumplir los cincuenta ya había estado al menos una vez con más de, si no recuerdo mal, 500 mujeres.
Mejor dejemos esto último. Saldría perdiendo por goleada aunque tuviese la posibilidad altamente improbable (perdón imposible) de estar con dos o tres diarias hasta cumplir cifra y fecha. Pero podemos sustituir mujeres por películas. En ese caso, cabría decir que se sigue intentando lo de la virgen adolescente. Y puestos a realizar unas hipotéticas memorias de mis películas tristes o no, en un ejercicio de vuelta al pasado, hay una estación inevitable. Las añejas y entrañables tardes de afición en los cine forum.
Tal vez la frase debiera ir en singular, ya que en realidad el cine forum era casi siempre el mismo. Escaso de medios pero pleno de entusiasmo. Aprovecho la ocasión para agradecer a sus artífices sesiones impagables. Aquello tenía un aroma que mezclaba el aparente debate abierto, la disección de laboratorio, con una mística en la que uno creía tener la oportunidad de acceder sigilosamente a los misterios del arte y su verdad absoluta. Al desvelo de todas las trampas. Al alumbramiento de la verdad artística oficiada en un templo pagano en el que a uno se le abrían (presuntamente) las luces del conocimiento.
Cabe decir que el gozoso aquelarre tenía dos apartados. Música y cine. Tres personas se encargaban de ello. Y a título de ejemplo, en el apartado musical y tras escuchar un disco completo, te explicaban las trascendentales razones que hacían de King Crimson una banda más allá del bien y del mal. O se razonaba sobre el hecho de que el disco “Black & Blue” de los Rolling Stones suponía un punto y aparte respecto de toda la música que el grupo había realizado hasta entonces.
Para el apartado cine tal vez sea mejor presentar a los actores. Por un lado estaba la tríada de organizadores, encendidos amantes de todas las vanguardias posibles, te desvelaban los misterios del free cinema inglés, la nouvelle vague o el expresionismo alemán con absoluta pasión cargada de razones.
En segundo lugar….sí. Las cosas como son. En segundo lugar estaban una pelirroja y una rubia natural guapísimas con unas melenas larguísimas. Siempre se sentaban juntas y por supuesto, decían cosas interesantísimas. Luego estaba el señor de los datos. Un auténtico cifras y letras humano con una enciclopedia cinematográfica instalada en su cerebro. A continuación había un grupo de gente muy diversa opinando a la que en su mayor parte no he vuelto a ver. A los organizadores tampoco.
Eso sí, ya puestos, hay que decirlo todo: aunque no teníamos a Edwige Fenech de profesora no faltaba el que cumplía el papel de Alvaro Vitali-Jaimito al estilo “la profesora y el último de la clase” reventando el incienso del karma con algún chiste malo. Por último, siempre había un tímido con gafas de pasta sentado en la última fila. Solía pasarse toda la sesión callado para al final del debate no estar de acuerdo con casi nada. El típico y molesto tocapelotas con sus rarezas. O sea yo.
Y es entonces cuando volvemos al inicio. Desfacer el entuerto tantos años después. Vamos a ello. El motivo del embrollo fue Ingrid Bergman. Aunque mejor sería comenzar por el principio. Se proyectaba “Stromboli” y por supuesto había lección magistral y debate posterior. La cinta servía como ejemplo y expresión del neorrealismo italiano de posguerra. Y allí se nos habló de lo que supusieron “Roma città aperta” y “La terra trema” como puntos de partida a la hora de formalizar un lenguaje cinematográfico diferente.
Aun recuerdo aquello de que el neorrealismo aunaba bajo un mismo techo arte, naturaleza y visión social renunciando a artificios y a trucos. Y también lo de la búsqueda de un cine que describiendo la realidad de forma cruda alcanzaba el más alto grado de poesía. El retrato definitivo del mundo oprimido.
“Stromboli” al respecto, era como un retrato de la propia Italia, que cobraba forma en la figura de Karin (Ingrid Bergman) ejemplo de un destino negrísimo de un país sin escapatoria. Atrapado entre el rencor de su propia estulticia hostil disfrazada de costumbre y el temor a la ira divina en una historia con cierta simbología cristiana y que apelaba a la naturaleza.
Ingrid Bergman se convertía en una moderna María Magdalena. Siguiendo ese patrón, y todo ello según la tesis oficial de la sesión, Karin era la representación de la nueva mujer independiente, feminista y con derechos que no consiente verse reprimida por un entorno que la devuelve a la Edad Media. Un reflejo de la sojuzgada mujer italiana de postguerra, que se niega a vivir y a ser un escombro.
Recuerdo la aportación del señor que reforzó la idea de que ello era así, por cuanto la película estaba en principio prevista para Anna Magnani, pero que la famosa carta de Ingrid Bergman precipitó las cosas. Y que incluso a Rossellini le parecía extraordinario que fuese una actriz extranjera quien incorporase el papel, pues eso reforzaba su sensación de aislamiento ante una sociedad que no comprende. Incluidos sus ritos más cotidianos como el de la pesca.
Si algunas ideas resultaban cuando menos discutibles, la primera daga llegó cuando se ensalzó el novedoso trabajo de experimentación de Ingrid Bergman que nada tenía que ver con todo lo que había hecho hasta el momento bajo los estudios. Al parecer, como si fuese una actriz del método, en “Stromboli” Ingrid y Rosellini habían “trabajado e interiorizado” el personaje y sus simbolismos como nunca. Incluso habían vivido en la isla para entender mejor la experiencia de la mujer libre que se resiste a ser encerrada en una isla convertida en una jaula.
Y la puñalada final llegó cuando se consideró lamentable la vuelta atrás en cuanto a expresión cinematográfica el hecho de que la misma actriz años después vulgarizase una historia a años luz de “Stromboli” en una lamentable película comercial sobre la que mejor no convenía ni perder el tiempo.
Es entonces cuando el de la última fila pide la palabra. Había muchas objeciones. Pero por abreviar decidí ir de lo menos gravoso a lo más irritante. Ante todo, no consideraba esa película el mejor ejemplo del neorrealismo, aunque ese fuese un tema menor. Tampoco consideraba que el personaje de Karin representase a la nueva mujer independiente. Su caso no es fruto de la reflexión como sucede en “Al filo de la navaja” sino de la necesidad.
Sigo viéndola más como una superviviente nata con muchas luces y sombras. No duda en casarse por conveniencia y cuando no le gusta lo que ve, en su desesperado intento por huir usará todas las armas posibles, incluso intentando seducir al cura. Me recordaba al papel de Sarah Miles en “La hija de Ryan” de David Lean. Y como aquella, inspira tanta compasión y atracción como rechazo en algunas de sus actitudes. Cabría preguntarse ante una situación similar, quién demuestra mayor egoísmo y quién más independencia como mujer. Karin o Eleanor Parker en “Cuando ruge la marabunta”. Lo dejo ahí…
No obstante, esos eran temas discutibles pero menores. Al menos para mí. La cuestión central estaba en Ingrid y su interpretación. Y sobre todo en esa película (no hace falta calculadora para adivinarlo) que hizo después y que al parecer no merecía la pena ni ser nombrada. Que no es otra que “El albergue de la sexta felicidad” dirigida por Mark Robson.
Es curioso que una película parezca el reverso de la otra. Y que ambas comiencen igual, con la idea de que los papeles, pasaportes, certificados y cartas de recomendación no sirven ni a Karin para abandonar el país ni a Gladys para irse de misionera a China. “El albergue de la sexta felicidad” narra (con ciertas licencias típicas de Hollywood que no terminaron de gustar a la afectada) las peripecias de Gladys Aylward como misionera en China.
Es esta una gran producción en cinemascope y technicolor, cierto. Pero eso no resta a su acabado formal ni a su eficacia narrativa. Estamos ante una cinta sólida, en la que vivimos una experiencia sólo aparentemente inversa a la italiana. Ingrid Bergman es ahora la tenaz misionera que, sorteando todas las dificultades llega a regentar un albergue en China con el espíritu utópico de quien acaba de leerse “la nueva Atlántida” de Francis Bacon.
Y como la otra, llega a un territorio mísero y violento. Y si Karin se asusta viendo cómo un hurón caza a un conejo, la misionera Gladys tiene que contemplar su primer día cómo a un ladrón le cortan la cabeza cumpliendo una sentencia del mandarín local.
La diferencia está en la actitud de una y otra en su relación con un entorno hostil. La de Gladys es positiva ante cualquier adversidad. Su fe la acompaña. La de Karin está mucho más cercana al existencialismo, al del individuo a solas en su morada moral. Y curiosamente, en el tramo final, ambas recorrerán fatigadas el valle de las sombras para salvar niños. Que una lo haga presa de la desesperación y la otra también pero confiando en su fe para salvarse sólo dibuja dos formas de entender el mundo. Pero eso no quiere decir que una película suponga un avance revolucionario en la expresión fílmica y la otra sea un ínfimo producto comercial de usar y tirar.
No obstante, claro está, al abordar este tema con los prejuicios hemos topado. Los exégetas del padre del neorrealismo alabaran el blanco y negro reflejo de un alma torturada y la mirada social y simbólica de Rosselini.
Del mismo modo que siempre habrá quien rechazará “Stromboli” calificándola precisamente de cine de autor, de pedante experimento vanguardista de arte y ensayo con tesis discutible. Por otra parte pude comprobar como los analistas rechazaban hostilmente “El albergue de la sexta felicidad" por considerarla añejo cine mainstream, una cinta amparada por los nefastos estudios yankys (gran pecado) glosando la labor de una religiosa (mayor pecado si cabe). Temas que, para algunos aún hoy constituyen el rancio pasado, lo viejo en el peor sentido de la palabra. El reino de la convención. Ambas posturas terminan siendo reduccionistas.
A día de hoy, pasado el tiempo, considero que la película de Rosellini contiene momentos de gran fuerza dramática junto con otros más deslavazados e incluso torpes. Por muy neorrealista que sea. Robson, es una opinión personal, se muestra más cerca del artesanado eficiente que de la maestría. Lo que arroja una obra nada desdeñable y mucho menos a ignorar o menospreciar. Cine de género realizado con solvencia.
Sobre en qué película Ingrid Bergman está mejor es cuestión que dejo a analistas más expertos. En mi opinión está muy bien en ambas. Soberbia. A Ingrid le sienta tan bien el neorrealismo como el technicolor. Conclusión, tal vez lo idóneo hubiese sido poner las dos películas. Y etiquetar menos. Antes y ahora.