viernes, 21 de diciembre de 2012

UN PASEO MUSICAL



Ahora que se arrancan las últimas hojas del calendario, es momento de no olvidar las buenas costumbres y encender las luces de la sala. Si alguien pensaba que este año se libraría de la turra musical de fin de año es que no conoce lo muy previsible que es la sala oscura. Es hora de hacer balance musical y emocional de los últimos tiempos. En este caso el repaso intentará ser un pálido reflejo del camino de cualquier ciudadano x por la senda que como dijo Machado “no se ha de volver a pisar”. Una ruta con diez estaciones de parada usando canciones de los últimos tiempos. Vamos, de última hornada. Si uno sigue el sendero, prometo que en alguna parada y fonda hay hasta villancico, faltaría más.


Once upon a time. O érase una vez, un barrio, una calle, una esquina. Hubo un tiempo en que por estas fechas la gente jugaba a lanzarse corchos de botellas de champán de ventana a ventana mientras se descorchaban y se llenaban las copas. Y los corchos volaban en el espacio iluminado repleto de estrellas. Era cuestión de puntería acertar en el ojo de tu vecino favorito. No eran necesarias competiciones de sonrisas y los abrazos se compartían con naturalidad. El mundo no era perfecto aunque no dejasen de recordarnos que sí. Nos vendieron el paraíso y nosotros lo compramos. Y nos sentamos confortables en el estado de bienestar y en su reverso neoliberal. No todos, pero una gran mayoría era feliz si no salía de su calle. Jeff Lynne acaba de sacar un trabajo que evoca aquella época de canciones maravillosas como “she” de Charles Aznavour. Para glosar aquellos momentos en que creímos que el paraíso estaba en nuestra propia esquina, y que wath a wonderful world, un tema como “moment in paradise” queda perfecto.



 

Eran aquellos, tiempos no tan lejanos en los que no faltó quien se vino arriba. Y con razón. Tras cantar bajo la lluvia y gritar “salta” con Tequila, llegó el momento de despreocuparse y ser feliz. De disfrutar de la chispa de la vida sin pensar e la sociedad de las oportunidades. Ya lo dijo Hemingway, que el mundo era una fiesta. Y mucho antes Berlanga lo anticipó cuando recibió a los americanos a los compases de “Olé mi madre, olé mi suegra, olé mi tía”. Mucho después llegó el triunfo de la vistosa  sociedad de consumo repleta de derechos. “Objetivo Birmania” plasmó el momento con dos frases mágicas: “desidia aaah aaah al borde del mar” y “uf, vaya lío, los amigos de mis amigas son mis amigos”. Entretenidos en estas cosas mundanas llegamos hasta cantantes resultonas como Vega, que hace un año aun disfrutaba de la forma en que se puede ver en el vídeo. En el  país multiculor de los escaparates aun quedaba tiempo para reivindicarse. Y decir muy alto que esto no es "yo robot" ni somos maniquies. Como ella no hay dos.






Sin embargo, de forma extraña y sorpresiva, algo raro se comenzó a notar en el ambiente. Algo en principio inexplicable como les sucede a los protagonistas de “la invasión de los ladrones de cuerpos”. En este caso, no se trataba de nada alienígena, sino algo muy real que comenzaba a tomar forma. Y de pronto, uno desaparece y se vuelve invisible en una sociedad que no identifica y que le aparta. ¿Será una pesadilla pasajera?. La banda británica “Embrace” ya invitaba a buscar, a mirarnos a nosotros mismos y a los demás. Este vídeo pudo servir de aviso, pero no se le prestó demasiada atención. O en todo caso uno miraba a la chica, sin fijarse en su pesadilla-realidad. Si como le sucede a la protagonista, nos hemos vuelto transparentes, inexistentes a los ojos del mundo, algo pasa. ¿Será conveniente volver a leer a Kafka?. Son los primeros indicios.





Menos mal que de forma pasajera y desde todas partes surgen mensajes tranquilizadores. No hay que alarmarse dicen. Esto es, dice la versión oficial, como cuando hay un fallo de tensión. Se vuelven a activar los plomos y asunto solucionado. De todos modos y para mayor tranquilidad ahí está la neoyorkina Dayna Kurtz (nada que ver con el coronel Kurtz) que te recuerda muy suavemente que no eres el único que ha notado algo raro. Y que no estás loco. En la misma ciudad hay más como tu. Not the Only fool in the town. Si ella lo dice...





Pero claro, no tarda mucho en extenderse la sensación de evidentes fracturas, grietas y agujeros negros. Algunos signos del sistema fallan. Tras observar detenidamente, se comprueba que el asunto va a más. Ya no solo es la chica del comienzo, es que el mal se extiende y va a peor. Hasta el mismísimo Quique González con resaca ha detectado que nuestra esquina, nuestro barrio, nuestra aldea, en definitiva nuestro mundo no es el que era y que todo gira en un sentido absurdo. Y aunque pudiera echarse la culpa a que “algunos bares nos están envenenando” definitivamente esto parece mucho más serio. El ambiente está enrarecido. Mienten las portadas y tiemblan los estadios. El aviso es claro y lo peor es que cada vez parece más una advertencia. Es una tormenta que anticipa un largo y crudo invierno. Y los nubarrones no indican que vaya a escampar. 




En estos casos urge buscar explicaciones, detectar a los responsables y exigir al menos saber que pasa. Todo cuanto conocíamos parece tambalearse y  como dijo el clásico “exijo una explicación”. Pero cuando uno pregunta se queda desorientado. Parece ser que todo va bien, que no hay ningún problema y que todo está en su sitio. “En statu quo” como dice el protagonista de “Brick” película de Ryan Johnson. Puestos a preguntar qué demonios ocurre, tampoco hay que fiarse del responsable de área. Podemos mirar un poco más allá e incluso recurrir a la güija. Pero no hay manera. Por ejemplo, si uno pide explicaciones o desea informarse un poco más y pregunta a la compositora brasileña Rita Lee, esta le regalará a mitad de tema un impresionante solo de piano. Pero su respuesta es de sabio budista. La natural sapiencia del castellano viejo. Al parecer “son coisas da vida”.





Si uno queda insatisfecho con la explicación, tiene varias opciones. O cada cual se vuelve a su cuarto y para relajarse se pone música clásica para ahuyentar los males, o si es aficionado a las baladas,puede servir una dulce y hermosa canción de Judy Collins o Carly Simon. O bien, como las razones oficiales no cuelan uno puede acordarse de Luis Eduardo Aute, que ya nos advirtió de que este mundo de caramelo multicolor tenía truco. También se puede leer. Pero lo más probable es que si en ese momento se cuelan por la rendija de la puerta dos o tres recibos más tenebrosos que una película de Tim Burton asome cierta indignación y se opte por otra banda sonora más combativa y contundente. Por ejemplo, enchufarse en vena una ración de la banda “Alabama Shakes” que como su propio nombre indica no son de Soria. Eso sí, acompañado de algo acorde, como un buen ron añejo. Conveniente aumentar el volumen. Y por supuesto, el nivel de adrenalina sube.





No obstante, aunque el mundo se esté desmoronando el tiempo pasa, y puntualmente llegan las fechas navideñas. Con sus luces, sus buenos deseos de fraternidad, salud y prosperidad, y como no sus polvorones. Las fiestas  también traen añoranza y nostalgia para unos y cierto cabreo para los que las odian. Pero nunca fallan. Un paréntesis en el que es inevitable volver escuchar los villancicos que enternecieron a generaciones. Y aunque el panorama es el que es, no dejan de surgir tonadas que invitan a que las estrellas brillen. Como el de Fredrika Stahl, que por unos instantes permite flotar y traslada a un mudo de fantasía en el que todo es posible. Cerca de Nunca Jamás. 





Se olvidó decir que con el trasiego invernal y navideño habíamos olvidado bajar a la calle. Salir de nuevo a dar un paseo ya no deja lugar a dudas. Los indicios no mentían. Innumerables heridas pueblan el paisaje de la tragedia. Todo está a unos centímetros de convertirse en un auténtico páramo devastado. Como en “The road” o  en “Soy leyenda” que ahora ya no son fábulas futuristas. El mundo que describe la película “Hijos de los hombres” está a la vuelta de la esquina. Aquella misma esquina del escaparate juguetón. Al fondo del desolador paraje dantesco surge como una plegaria una voz. Ninguna solución podemos esperar ya de los que aún deciden. Sólo nos tenemos a nosotros mismos y hay que partir de cero. El mensaje es claro y contundente “people help the people”. O lo que es lo mismo, gente que ayuda a la gente. Muy alegórico que la artista se llame precisamente Birdy, ahora que tanto se necesita alzar el vuelo.





El epílogo no puede dejar esto con un nudo en el estómago. De eso nada. No todo está perdido en esta travesía con oleaje si tomamos nota. Quien haya llegado hasta aquí merece recibir buenas noticias. Básicamente que a este sombrío panorama hay que ponerle buena música. Hay que hacerle un quiebro y salir bailando dulcemente. Es hora de conjurar todos los fasntasmas saltando junto al fuego.  Con una amplia sonrisa. Mike Scott se encarga de ello. Ha reunido por enésima vez a The Waterboys para homenajear al poeta W.B Yeats, a cuyos versos ha puesto música. El encuentro ha dado excelentes frutos. Y le ha salido un trabajo redondo, vitalista, genuino.
Música y poesía serán pues el broche para agradecer cada visita y cada comentario a la sala oscura. También  sirve de cimiento para desear a todos los que por aquí pasan el mejor porvenir, felices fiestas, salud y viento favorable. Como decía la poeta María Elena Walsh, estación claridad, vamos llegando. 

                  

sábado, 15 de diciembre de 2012

OSCUROS LINAJES


Para el caso que nos ocupa vamos a comenzar con una cita. “Mi familia siempre ha sido muy extraña, supongo que como todas las familias de este mundo. A simple vista, parecía que todos estábamos firmemente ligados, unidos por unos lazos indestructibles, cohesionados por un cemento que nos amalgamaba en una visión unívoca de la existencia. Pero una observación más detenida me reveló pequeñas fisuras, tensiones ocultas y resentimientos diversos”. El párrafo pertenece al último y muy recomendable libro de la escritora Isabel Martínez Barquero, novelista y poeta que ha reunido para la ocasión un conjunto de relatos con la familia como eje vector. Lleva por título “Linaje oscuro”, de adorables ecos decimonónicos.
En él se conjugan de forma magistral dos conceptos que unidos dan como fruto un resultado tan hondo como brillante: Por un lado, una innata y asombrosa capacidad de observación de la naturaleza humana. Aplicando la minuciosidad del entomólogo, la paciencia del relojero, la refinada mirada siempre atenta a cada uno de los meandros, contradicciones y paradojas que encierra la institución familiar en sus diversas variantes, la autora demuestra un profundo conocimiento de lo que trata. Y lo mira de frente. Pero la cosa no queda ahí. Quien se adentre en sus páginas encontrará no sólo eso, ya que añadido a todo lo anterior el lector caerá presa del misterioso néctar que exhibe una narradora nata y apasionada, que se mueve con igual soltura dentro del costumbrismo como en las vertientes más psicológicas e incluso los impulsos criminales.



Un mosaico además, repleto de segundas lecturas y sorpresas inesperadas en lo temático. Y un festín en el exquisito manejo del idioma. Es tal la riqueza de matices que el proyecto en su conjunto no deja lugar a dudas. Su aparente sencillez es por tanto engañosa, ya que el atento lector, a poco que escarbe, descubrirá una obra de indudable personalidad y envergadura, capaz de aunar pasión, ironía y reflexión. Un viaje en el que los espejismos y las heridas abiertas conviven con un rico anecdotario que no excluye ni las espinas ni los enigmas, ni las sombras ni los abismos insondables que rodean al ser humano.
Decía Orson Welles que el impacto de toda obra importante es directamente proporcional a tres factores: la sacudida emocional e intelectual que provoca, el inmediato reconocimiento de lo que se nos cuenta como algo vivo e identificable y la infinidad de imágenes que evoca, sean de la experiencia propia o ajena.
Todas esas facetas “Linaje oscuro” las sobrepasa con creces. Centrándonos en el último apartado, este hermoso libro de relatos trae a la memoria personal pasajes varios sobre la faceta más íntima del ser.



También puede permitir e invitar al aficionado al cine a recuperar ciertas cintas relacionadas con el tema. Pero dada la alta calidad del libro no sirve cualquier cosa. Uno ha ido descartando propuestas como las de Ettore Scola o el almíbar simplista carente de aristas con el que hoy es descrita la familia occidental en el moderno cine americano. Aunque existan excepciones, como “Winter`s Bone”, “En la habitación” o “Las horas”.
Sin embargo, estos relatos van mucho más allá y en otra dirección. Teniendo en cuenta que cada lector es irrepetible y diferente, si nos pusiéramos a imaginar que clase de imágenes pudieran llegar a evocarse en el subconsciente del lector aficionado al cine, los resultados serían muy dispares. En mi caso particular, tal vez acudiría a cineastas mayores como Saura (La prima angélica) Buñuel (Viridiana) Victor Erice (El sur) o Montxo Armendariz (Secretos del corazón). No obstante, la experiencia literaria puede llevar a cotas aun más elevadas y terminar en lo más alto. Si la lectura de una obra de Tennesse Williams evoca los fotogramas de “La noche de la iguana”, la lectura de “Linaje oscuro” puede llevar a pensar en Ingmar Bergman. Tal es su profundidad y su alcance.
Por tanto, cuando uno lee un párrafo extraído del relato “los ingredientes secretos” que dice “miro a mi madre con lentitud. Me gusta observarla cuando está atareada y no es consciente de que mis ojos escudriñan todos y cada uno de sus gestos y acciones” a parte de terminar ese relato y los que le siguen, uno siente una imperiosa necesidad de revisar “Sonata de Otoño”, film de Ingmar Bergman de 1978.



Lo raro es vivir, decía Carmen Martín Gaite. Y hacerlo de forma digna y entusiasta sin que las sombras de Kafka, Paul Bowles o Chejov acechen es aun más complejo. En “Sonata de otoño” Bergman vuelve a enfrenarse a la carcoma, a mostrarnos su particular sinfonía de la vida de las marionetas humanas repletas de gritos y susurros. Una película de proporciones inabarcables que arrastra al espectador a un espejo nada deformado en el que se reflejan los complejos lazos familiares, la aflicción, el resentimiento, la soberbia, el perdón, la teología, el egoísmo y la ira.
El cuadro familiar es de altísimo voltaje. Un pastor casado con una mujer que no le ama pero con la que ha firmado un falso armisticio, un amable pacto de no agresión. Una esposa fría y desorientada por carencia de afecto, de carácter aparentemente suave, dócil y pusilánime que esconde un continuo debate interior, un inmenso dolor tapado por el manto de los buenos modales, con fantasmas familiares sin resolver. Hay más. Un hijo perdido pero muy presente, algo así como el reverso de “El sexto sentido”. Una hermana impedida psíquica y físicamente en la que vuelcan sus cuidados. Una búsqueda de refugio espiritual a una tormenta de hielo que no cesa. Y una carta que es a la vez una invitación y una plegaria. Como respuesta llegará la madre ausente, gran diva de la música y de si misma. Madre e hija tras largos años de ausencia se encontraran frente a frente.



El programa musical incluye un preludio de fingidas buenas maneras y afecto, un entreacto en el que asoma la implosión, humillaciones y velados reproches,  un plato fuerte con explosión restallante, un vendaval sin descanso y a tumba abierta. Y por fin los rescoldos del desolado campo de batalla. Todo en un continuo desfile por la pasarela del dolor más íntimo y lacerante, el reproche, la autocompasión y finalmente el acceso de ira. Una noche de insomnio será el marco en el que la hija intentará ajustar cuentas y resolver problemas de imposible solución. Una lucha feroz entre el raciocinio y lo instintivo. Entre el acceso de furia y la súplica de perdón. Y por encima de todo, un deseo último de aplacar y poner paz en el alma torturada. Por supuesto, de semejante combate sin remisión nadie sale indemne.



El encuentro de madre e hija no puede soslayar otro no menos volcánico para los aficionados. El de Ingmar e Ingrid. Bergman versus Bergman. Este apartado merece alguna consideración. Es imposible soslayarlo sabiendo todo lo que sabemos sobre la vida de Ingrid Bergman a partir del día en que se le ocurrió ver “Roma citta aperta” de Roberto Rosellini. El calvario que sufrió durante décadas tanto en Italia como sobre todo en Usa, es difícil de soportar para cualquier corazón sensible con la mente lúcida. Que en 1978, Ingrid Bergman se atreva con este vía crucis saltando al vacío asombra. Máxime, cuando ya había demostrado todo en el cine y estaba fuera de toda duda que es tal vez la mejor actriz de la historia.
No debió ser decisión fácil. Y menos bajo la batuta microscópica de Ingmar Bergman. Pero como dice el clásico, siempre hay una estación más dolorosa en el camino hacia el infierno de Dante. Por tanto, por si no hemos visto sufrir de mil maneras a Ingrid Bergman, desde “Encadenados” hasta “Atormentada” pasando por “Strombili” y “Juana de Arco” aquí llega al más difícil todavía. Nada menos que una diva del piano que abandonó a su marido y a sus hijos para correr mundo junto a sus amantes, y que alcanzada la gloria profesional y asomándose a su ocaso, ve como su confusa hija invierte la ecuación, se convierte en un remedo de Saturno y tras constatar que no la comprende intenta devorarla. ¿Estamos o no ante un linaje oscuro?
Ese plano soberbio en el que Liv Ullman contempla a su madre tocar el piano con el talento del que ella carece, intentando descifrarla, parece una mirada al abismo, al propio averno. Admiración, incomprensión, envidia y autocompasión se dan la mano de forma majestuosa en un solo plano. Que tiene su réplica en uno anterior igual de soberbio cuando toca la hija y escucha la madre.



Los muchos demonios interiores de madre e hija se afrontan de forma aparentemente diferente pero en el fondo idéntica. La madre mirando de soslayo al dolor, sin atreverse a enfrentarse a fondo a las deformidades del alma humana y sufriendo en tormentosos soliloquios, consciente de su soberbia y sus errores. Ya lo dijo Maquiavelo “la naturaleza de la soberbia es mostrarse insolente e indolente en la prosperidad y abyecta y humilde en la adversidad.” Por su parte la hija vive el autoengaño de una aparente y piadosa vida plácida que esconde un furioso y voraz apetito de venganza que nunca se verá saciada. Ese al que da rienda suelta cabalgando en alas de la ira y del que después se arrepentirá buscando la reconciliación, con su madre y con su espíritu.
Ambas se retuercen y cargan con una pesada losa de dolor pero algo finalmente las distingue. La madre no oculta e incluso exhibe su vida licenciosa, vestido rojo incluido. La hija finge ser un ejemplo de mujer comprensiva, sumisa y piadosa que canta en la iglesia y cuida de su hermana. El tiempo de forma implacable pasa, y la carcoma prosigue incansable su trabajo y corroe a ambas por igual.
El resto del cuadro no queda atrás. No conviene olvidar a ese marido que prefiere confesar sus más íntimos temores a su suegra que a su esposa. Ni a esa hermana cuyas entrañas despiertan en una escena escalofriante cuando avanza como un reptil por el suelo pidiendo su turno en el debate femenino de reproches, humillaciones y sangre hirviendo. Al final, Bergman nos asoma al cuarto oscuro del alma humana. Una ceremonia de seres sin brújula, refugiados en extrañas soledades abocadas al nihilismo.



Hay quien considera “Sonata de otoño” un Bergman un tanto tremendista y menor, lejos de su admirable trilogía del silencio. Se olvida tal vez que esos adjetivos no son aplicables al maestro sueco. Capaz de indagar en nuestras llagas más profundas y a la vez introducir gotas de humor e ironía a un drama sin paliativos. Un experto en radiografiar las distintas caras del ser vivo y sus tormentos a través del rostro. Un cineasta incomparable a la hora de poner en imágenes oscuros linajes.   


miércoles, 5 de diciembre de 2012

DOS HEROES INVOLUNTARIOS




Uno de los últimos fallidos fenómenos a nivel cultural es la resurrección de los superhéroes. No ya el héroe a secas sólo ante el peligro, sino el superhéroe. A grandes males, grandes remedios. Los sociólogos lo asocian a un movimiento pendular propio de todo periodo de crisis. Si quienes debieran ocuparse se ven incapaces, de forma espontánea y como reacción última siempre habrá quien se atreva a explorar más allá de la frontera. El deterioro de la sociedad de consumo y la quiebra de los pilares democráticos pueden empujar a algunos a buscar soluciones ensoñadoras, fantasmagóricas y ubicadas en el reino de la fantasía. El superhéroe entonces, no sería ya solo un mero divertimento que corre múltiples aventuras, vence a los malos y salva a la chica, sino que se convertiría en el guardián de la sociedad entera y sus valores olvidados.
Sin embargo, hasta ellos han sufrido un gran desprestigio. Hoy, en estos tiempos de ilusiones perdidas, todos sabemos que no será Batman con sus artilugios quien nos saque del atolladero. Eso sirve como fútil evasión, pero la realidad es tan aplastante que el malestar de la cultura implica que ya nadie espera milagros con capa y disfraz. Tampoco andamos sobrados de intelectuales que piensen y maduren soluciones globales a corto plazo. De ello ya se ocupó Nietzche  en su demoledor ensayo “El ocaso de los ídolos” en el que de forma furibunda aplicaba su filosofía a martillazos tanto a los pensadores antiguos como a los valores decadentes de occidente.



Ante este panorama restan otras opciones: Por ejemplo, contratar a los achacosos mercenarios reclutados por Stallone. Mal negocio. Otra cosa. Se podría apostar por la respuesta contracultural. Pero Andrew Potter ya nos explicó que la contracultura se ha convertido en otro gran negocio. Existe también la opción de enfundarse uno mismo el pijama a lo Kick Ass, de resultados discutibles. En último término, como siempre, queda agarrarse y confiar en el ciudadano anónimo, el hombre o mujer de la calle que es capaz de alzarse y remover conciencias e incluso intentar con otros iguales dar un giro a la situación. Es curioso que finalmente nos acordemos por fin de ese que tantas veces fue descrito como el hombre sin atributos.
Por tanto, olvidando a Thor, Batman, el Capitán América, James Bond y cía ¿Qué nos ofrece el cine contemporáneo como ejemplo de hombre corriente e incluso héroe involuntario? ¿Quiénes son los Juan Nadie a día de hoy? Dos ejemplos van a servir para trazar una curiosa dialéctica. Dejemos que se presenten ellos mismos. El primero fue aquel que dijo “puede que yo no sea muy listo, pero sé lo que es el amor”. También dijo aquello de “Se puede decir mucho de una persona por como son sus zapatos, a dónde van, donde estuvieron, yo he tenido un montón de zapatos” y por supuesto dejó claro que “tonto es el que dice tonterías”. Por supuesto, es Forrest Gump. Un tipo ingenuo y muy entrañable, genuino, fiel amigo de sus amigos y enamorado de Jenny incluso antes de verla, cuando sólo había escuchado su voz. Aunque su niñez en Alabama fue difícil, un cúmulo de circunstancias puramente casuales y sus habilidades físicas le llevarán a ser todo un fenómeno de masas. Su expresión de incertidumbre mirando a su hijo pequeño y dudando de su capacidad como padre debido a que es consciente de su propia condición borderline, es de esos momentos impagables que de vez en cuando nos regala el cine.



El segundo es también otro tipo ingenuo e idealista, muy célebre en su comunidad y en el planeta entero por su vitalismo. Vive en una falsa burbuja- urbanización de lujo llamada Seaheaven. Una isla de la que no ha salido jamás. Debido a ello posee una mentalidad preadolescente. Mirándose al espejo por las mañanas imagina historias y dice cosas como “si no llego vivo a la cima, utilizad mi cuerpo como alimento alternativo ¡qué guarrada! pero aún así ¡comedme maldita sea, es una orden!”. También está enamorado perdidamente y a piñón fijo de una mujer, Silvia, a la que solo ha visto un par de veces. Se llama Truman Burbank y es observado en dos dimensiones. Por todo el planeta en la trama, y a su vez por el público en la sala de cine.
Ambas cintas nos presentan a dos tipos peculiares, distintos y únicos que se convertirán en el centro de la atención global. Pero ambas películas son muy diferentes. Mientras que “Forrest Gump” se encuadra dentro del clásico film río a la americana que apuesta por los sentimientos, “El show de Truman” es un incisivo film de tesis. Aunque bien mirado, ello es así sólo en teoría, por cuanto en la práctica ambos son dos auténticos concentrados de píldoras ideológicas, cada uno a su manera.



No voy a cometer la torpeza de meterme con el personaje Forrest Gump, al que resulta imposible odiar. Todo lo contrario, derrocha humanidad a raudales y a uno le encantaría tenerlo como vecino. Pero ello no impide decir algunas cosas respecto de quienes han configurado ese personaje y cuál es su papel en la trama. No se debe olvidar que el propio eslogan del film dice “the World will never be the same once you`ve seem it through the eyes of Forrest Gump” o bien “el mundo no volverá a ser el mismo una vez lo hayas contemplado a través de los ojos de Forrest Gump”. Luego no estamos sólo ante un melodrama autónomo de carácter sentimental, sino ante una fábula con moraleja y mensaje. Ningún problema habría si se tratase de lo primero, pues la película funciona estupendamente y posee muchos buenos momentos líricos en los que se logra la buscada empatía con el personaje y sus peripecias.
Todo da un giro muy importante y de gran calado cuando uno detecta y descubre que no sólo se va a ver el mundo bajo el prisma del entrañable Forrest, sino que el director y el guionista también tienen mucho que decir. Forrest hará las veces de correo diplomático. Es por ello que resulta coherente que Forrest no sea capaz de apreciar que es utilizado como objeto en un campeonato mundial de ping pong para estrechar lazos con el bloque del este. Del mismo modo que es coherente que Forrest no sepa a que ha ido a Vietnam. Su condición de borderline se lo impide. Su coeficiente intelectual le permite desarrollar su bonhomía y todo aquello que su aplastante sentido común y un corazón inmenso son capaces de dar. Por eso todas sus motivaciones son fruto del amor, la amistad o la lealtad. Lo que no es poco.



Sin embargo Robert Zemeckis y su guionista Eric Roth, edulcorando la novela de Winston Groom, no pueden evitar impartir lecciones de ciudadanía y consejos morales convirtiendo a Forrest Gump en un ejemplo del que todos tendríamos mucho que aprender. Un modelo a seguir a partir de un sinfín de enseñanzas. En el fondo, nuestra vida sería mucho mejor y más rica si no tuviésemos la fastidiosa manía de pensar. Todo se convierte automáticamente en más fácil y simple. Sin cuestionar nada ni plantearse ningún interrogante sobre el mundo en que se vive. Acogiéndose a una máxima que sirve para todo y que se convierte en leit motiv de la película. Esa que dice que “el mundo es una caja de bombones y nunca sabes cual te va a tocar”.
La doctrina Forrest, que más bien habría que denominar doctrina Zemeckis & Roth, pese a estar tamizada por el barniz sentimental emerge cristalina. Pasando por el mundo de puntillas se sufrirá menos ya que sólo se tendrán problemas sentimentales, como Forrest. El resto parece ser que nos los buscamos nosotros solos. Y como muestra sólo hay que ver el tratamiento que se da al resto de personajes de la función. A Jenny (Robin Wright) el azar le llevó a equivocarse de bombón. Y eso marcó su destino para siempre. Va de problema en problema y el guión termina castigándola muriendo de sida. Y sólo debido a que tuvo el valor de vivir y equivocarse. Debió hacer caso a Forrest y no haberse metido en líos.
El teniente Dan (Gary Sinise) también recibe lecciones éticas del presunto retrasado. No es conveniente pensar y atormentarse sobre las razones que te llevaron a participar en una guerra injusta y acabar mutilado en Vietnam. Mejor olvidar cuanto antes, o en todo caso dejarse adoctrinar y considerar que tuviste mala suerte y que, nuevamente, te tocó el bombón equivocado de la caja. Y por supuesto debe borrarse todo cuestionamiento político de la guerra  y de la sociedad en la que vives y buscar lo simple. Por ejemplo, ir a pescar gambas en barco. Forrest te está esperando. Como dice la canción d’ont worry, be happy.



Una vez asumido el mensaje todo cuadra en la boda de Forrest, a la que todos los protagonistas acuden dóciles y solícitos con la lección aprendida y con la sumisión como bandera.  Navegando por el río de la vida sin meditar ni cuestionar absolutamente nada. Sin hacerse demasiadas preguntas y atribuyendo cada avatar o desgracia a un bombón defectuoso. Estamos ante una representación inequívoca de “El hombre unidimensional” según Herbert Marcuse.
No obstante, un aspecto debe quedar claro y en ello la película es muy hábil. No puede exigirse otra cosa a Forrest dada su condición intelectual. La trampa dramática y moral consiste en que la película (no el personaje) pretende que todo el mundo se aplique esa misma doctrina, la cual conduce a lo que todo sistema de poder ansía. Y no estamos tan lejos del íntimo deseo controlador y en el fondo represor que ya reflejó Orwell de 1984, aunque el ambiente costumbrista lo impide.  Estamos más cerca de Aldous Huxley en “Un mundo feliz” un modelo que puede hacerse extensible a todo sistema y que tiene un único propósito: fabricar una sociedad anestesiada en la que cada individuo termina por considerarse afortunado pese a mil desgracias propias o ajenas, ya que la vida es un don sin atenuantes de ningún tipo. Un mundo en el que se deben dar gracias continuamente olvidando injusticias y atropellos, como si ambas cosas fueran incompatibles.



Por suerte hay ejemplos distintos y personajes diferentes. Sin ir más lejos Ron Kovic, nacido el 4 de julio y cuya vida fue llevada a la pantalla de forma lúcida, brillante y acerada por Oliver Stone. Pero estábamos con Truman Burbank. Este, como Hamlet, practica el arte de hacerse el loco ya que hay cosas que no le cuadran en su entorno. Debido a ello está a punto de dar un vuelco a su vida: “Creo que me están manipulando ¿nunca has pensado Marlon, que tu vida ha sido conducida en determinada dirección? Estoy pensando en largarme”.
Truman es el perfecto ejemplo del ser racional que cuestiona el mundo en el que vive, un habitat carente de toda mutación, negado a lo ilusorio. Ello lleva a hacerse interrogantes y sacar conclusiones muy claras. Ante todo, Truman percibe que es el centro y paradigma de ese axioma con visos de conjetura que dice que toda realidad oculta un misterio. Incluso antes de desvelarse lo que oculta la tramoya ya piensa que su destino no debe estar construido sino que el rumbo lo ha de trazar él. Parece que hubiese leído a Habermass cuando decía que no se debe confundir tolerancia con sumisión. O más bien el ensayo de Vance Packard “Las formas ocultas de la propaganda” en el que se pone de manifiesto como determinados psicólogos y sociólogos se han convertido en publicistas con el fin de vendernos ideas de todo tipo para confundirnos.
Lo curioso es que toda la carga sentimental que nos ofrece “Forrest Gump” en “El show de Truman” es puesta al descubierto como un ardid para atrapar al personaje. Los recuerdos del álbum familiar, el reencuentro con el falso padre perdido o la amistad prefabricada del amigo son utilizados para remover el corazón de Truman y de la masiva audiencia televisiva del programa. Pero su falacia no se oculta al espectador en la sala de cine, que por cierto, ha pagado su entrada por ver una ficción, no para recibir revelaciones. Peter Weir pretende que tanto Truman como el espectador descubran al tiempo el final de la utopía. Truman ve el anzuelo y decide romper cadenas, cuestiona la autoridad del padre y ejercita su libertad al precio que sea. Detrás está Crhistoff (Ed Harris).Y más atrás Peter Weir. Pero la gran cortapisa de Weir (que también maneja hilos) es que puede hacer libre a Truman, pero no al espectador cuando salga por otra puerta, la del cine.

Un ejercicio curioso de carácter interactivo que aprobaría H.G Welles podría consistir en colocar a cada uno de ellos en el contexto del otro y ver que pasa. Si situamos a Truman en el Alabama de “Forrest Gump” sería como ver lo que ocurre con el personaje justo tras hacer mutis y finaliza el “Show de Truman”. Comprobaría que tras atravesar la puerta de su decorado artificial, los problemas en la vida real son aun más graves que los de la figurada, pero con una diferencia: dispondría de cierta libertad para pensar, actuar y se rebelaría contra las injusticias y el orden establecido. No obstante se debe realizar una precisión. Debemos tener en cuenta que trasladar a Truman al contexto Forrest supone instalarlo no en la realidad, sino en otra ficción, ante la cual volvería a rebelarse. En todo caso el resultado sería una redundancia.
Colocar a Forrest Gump en el marco idílico de Seaheaven es una ecuación que conduce a la nada más atroz. Viviría encantado de la vida, y no haría absolutamente nada. Seguiría la rutina marcada sin problemas y se sentiría francamente bien gozando del aprecio de sus falsos vecinos. Disfrutaría de su nuevo corta césped en un lugar de ensueño. Y si un día le da por correr, se toparía con un incendio de pega y daría media a vuelta a casa sin cuestionar nada. Todo ello nos podría llevar a considerar que “El show de Truman” es un film más audaz y valiente y que “Forrest Gump” resulta más conformista. Aunque no todo es tan claro.  Pese a todo lo visto, no hay que olvidar que la principal motivación de ambos es amorosa, y que el final de la película de Zemeckis es más realista e incluso agridulce, mientras que el de Peter Weir resulta triunfalista y un tanto tramposo, ya que Truman no ha vencido al sistema practicando su particular rebelión en la granja, sino que su lucha acaba de comenzar.



Otro jugoso experimento podría consistir en buscar su conexión ¿Qué pasaría si Truman se encontrase con Forrest en la famosa parada de autobús? Seguramente Forrest intentaría contarle algún pasaje de su vida. Como Truman es educado escucharía, pero en cuanto saliese el tema de que la vida es como una caja de bombones, Truman, a estas alturas ya curado de espantos, replicaría como hace al comienzo de la película cuando su falsa mujer dice que “viven una vida llena de bendiciones” a lo que él responde “cuéntame algo que yo no sepa”. Aunque a decir verdad, me inclino más por la idea de que antes de despedirse con cortesía (no exenta de grandes dosis de ironía) le aplicaría la frase que a él también le enseñaron desde niño: “por si no nos vemos luego, buenos días, buenas tardes y buenas noches”.


Independientemente de lo que cada cual pueda disfrutar con cada film, aplicando el imperativo categórico de Kant surge una pregunta ¿qué preferimos? Y el interrogante no persigue decantarse por una cinta o por otra. Intenta dar un paso más. Desde luego resultaría digna de análisis una sociedad adormecida repleta de adorables conformistas, felices Forrest Gumps y tenientes Dans anestesiados por su propia caja de bombones, por más que los personajes resulten tipos entrañables. Otra opción sería una sociedad plagada de Trumans y Silvias, idealistas, críticos, capaces de llegar a defender sus ideas aunque desde el control aumenten la presión de la marea y el oleaje. Expuestos a ser considerados alucinados o locos delirantes cuando exponen y llevan a la práctica sus razones. Personas ingenuas pero tenaces y con criterio. Ciudadanos que jamás se dejarán manipular. Las películas duran dos horas. Una vez en la calle, a cada cual le corresponde preguntarse (o no) en que sociedad vive.

viernes, 23 de noviembre de 2012

PASAPORTE AL MELODRAMA




El melodrama romántico más o menos desaforado surgido de los estudios en el periodo mudo y que se desarrolló en las tres décadas siguientes, siempre ha conocido cierta ambivalencia. Por un lado posee multitud de seguidores incondicionales que añoran como se articula un tipo de cine pasional que ya no se practica. Pero por otro siempre surgen, susurrando, veladas acusaciones de tremendismo que en determinados casos lo emparentarían con el folletín más sensiblero. No obstante, esa dualidad no siempre resuelta provoca una injusticia atroz que siguiendo ese patrón impediría colocar al melodrama clásico a la altura del resto de géneros. Este teórico problema llega a afectar incluso a Douglas Sirk, a quien incomprensiblemente en ocasiones se le discute que tense la cuerda melodramática hasta un punto de no retorno. Tal vez se olvida que el melodrama en su propia esencia se forja sobre una exaltación de los sentimientos que en muchos casos se llevan al límite. Una poderosa vibración musical que otorga verdadero músculo a las historias. Un recorrido en el que la experiencia sensitiva va siempre por delante del razonamiento estético o moral. A lo que hay que añadir que su continua convivencia con la tragedia en su acepción clásica y con el drama lírico hacen más difícil perfilar sus claves.




Cabría preguntarse si existe y cuales son las dimensiones de la hipotética delgada línea roja que marcaría la diferencia entre un culebrón venezolano y “El último cuplé” de Sara Montiel. Si cuando nos referimos a “Los abrazos rotos” de Almodovar, estamos ante otro modelo o ante una evolución o calco del esquema clásico. Y si este es más cercano a los citados o a “La rosa tatuada” con Anna Magnani y Burt Lancaster. Y si todo lo anterior tiene algo que ver con digamos “Serenata nostálgica” de George Stevens, con Irenne Dunne y Cary Grant. De lo que no cabe duda es que todos son melodramas, aunque como el café unos prefieren el capuccino y otros el irlandés bien cargado.
Es cierto que en ocasiones la partida se juega en el límite de lo asumible desde un plano puramente racional, pero lo es también que esa exacerbación es la propia savia de la que se nutre el género. Un par de ejemplos pueden servir: los finales de “Imitación a la vida” de Sirk y de “Duelo al sol” de King Vidor, mucho más melodrama que western. Ambos muestran al máximo su extremo potencial sentimental. Sus directores ponen la caldera a toda máquina y obtenemos lo más parecido al éxtasis que se pueda ver en una pantalla. Una auténtica sacudida volcánica. Y sin embargo, aunque ambos finales pudieran rozar lo folletinesco e imposible, la ceremonia de la exaltación funciona pese a su paroxismo en todo su esplendor.





Si a un melodrama romántico de ese tipo le añadimos a la coctelera un ingrediente llamado Bette Davis, el asunto puede adquirir proporciones inimaginables. Estamos hablando de una fuerza de la naturaleza que ya avisó sobre su capacidad destructiva a Leslie Howard mucho antes de que se lo llevase el viento en “Cautivo del deseo”. Estamos ante la absoluta protagonista de “Jezabel” “La carta”, “La loba” o “Eva al desnudo”. Y aunque es difícil establecer un ranking suyo en cuanto a perversidad, carácter, maldad, traición y crimen, podría decirse que en esa época supera todas las barreras posibles de perfidia en un magnífico film de King Vidor titulado “Más allá del bosque”.
No obstante, como estamos ante una todo terreno, en sus memorias afirma que su film preferido no es ninguno de los citados, sino un melodrama en el que se apuesta más por la lírica titulado “Amarga victoria”, en el que da vida a una joven vitalista enferma y sin curación posible.
Parecía lógico que tras el oscar por “Jezabel” y tras ser nominada y no obtenerlo en años consecutivos con “Amarga victoria”, “La carta” y la “La loba” se imponía un cambio de registro sin abandonar el género. La cuestión era si el público estaba preparado y dispuesto para ver a Bette Davis en el papel de víctima, de desvalida que necesita ayuda. Ello ocasionó más de una discusión en el estudio, que para más señas era Warner Bros. Aunque hay versiones dispares al parecer en principio ella no estaba interesada en el nuevo proyecto y era el estudio quien deseaba dar un giro a su imagen. Pero al final fue al revés. Una vez leído el libreto a la Davis le encantó y eran Warner en persona y el productor Hal B. Wallis quienes no veían claro que un cambio tan radical funcionase.



Por fin se llegó a un acuerdo y se comenzó a rodar. La nueva película de Bette Davis producida por Warner Brothers sería “La extraña pasajera” (now voyager 1942) basada en una novela de Olive Higgins, autora de Stella Dallas y dirigida por el debutante Irving Rapper.
Lo primero que llama la atención al ver sus imágenes es su excelente factura. Máxime teniendo en cuenta que Warner presumía de rodar rápido y muy barato. Lo segundo, que es una historia aparentemente sencilla pero de gran complejidad. Bette Davis es la acomplejada y nerviosa Charlotte Vale, el patito feo de una adinerada familia de Boston. Ante las burlas y su último acceso de llanto y ansiedad su sobrina dice con naturalidad “siempre nos hemos reído de la Tía Charlotte, es como un juego familiar”. Vestida casi como una monja con complejo de solterona, descuidada en su apariencia, avejentada, llorosa y pusilánime, vive auto recluida en su cuarto. Su cuñada aparecerá al rescate con el doctor Jacquoit (excelente Claude Rains) un psiquiatra que solo necesita cinco minutos para diagnosticar lo que sucede. A Bette Davis le han dado en esta ocasión una fuerte ración de su propia medicina. Le han colocado a otra loba en forma de madre que dicta normas con determinación, reprime sin descanso y ha terminado por anular a una hija no deseada, aspecto sobre el que se incide de forma particular.
Que la madre castradora y vil esté interpretada de forma magistral por Gladys Cooper imprime una tensión impagable a cada una de sus apariciones, y le alejan del rol típico de malvada de folletín. Sacada a la fuerza de sus fauces por el doctor, su rehabilitación comenzará con una breve estancia en una clínica de reposo. Aunque la auténtica receta es viajar y conocer mundo. Hermoso el pasaje en el que el doctor le entrega un papel con una cita de Walt Whitman que considera muy apropiado para ella “inconfesos deseos por la vida infortunada siempre denegados, ahora viajera, zarpa y navega hacia adelante, es tiempo de buscarlos…”.



En el momento en el que se sube a un trasatlántico para realizar un crucero, uno se da cuenta de que James Cameron ha visto esta película, pamela incluida. Hay evidentes semejanzas (por no llamarlas otra cosa), hasta la utilización de un coche a bordo como refugio sentimental. No obstante, el guión de “la extraña pasajera” es más complejo y combina el romance sofisticado con el drama psicológico y los sucesivos meandros propios del género con gran sutileza. Aquí se tiene la habilidad de señalar que no basta con vestir elegantemente a la paciente como un pincel y plantarla en cubierta rumbo a Río. Si en su primera aparición en pantalla al bajar las escaleras de la mansión familiar duda e incluso retrocede unos peldaños presa del pánico, ahora, aparentemente curada y a bordo el director repite la escena. Debe bajar la escalerilla del barco. Y pese a su innegable elegancia y belleza sus muchas dudas producto de su fragilidad no han desaparecido del todo. Deberá sacar fuerzas de flaqueza.
Es este un personaje que guarda muchas semejanzas con el que interpretó Olivia de Havilland en “la heredera” de William Willer y con el que incorporó Joan Fontaine en “Jane Eyre” sobre la base de Charlotte Bronte. Sobretodo en lo relativo a la utilización del viaje como recorrido vital hacia una progresiva autoestima que va ganándose paso a paso, hasta el punto de permitirse tomar el timón tanto en su vida como en sus decisiones amorosas.



Pero ahora bien, aunque exista romance y citas con sonrisas, no olvidemos que esto es un melodrama. Y ya lo dijo Marlene Dietrich: “no hay melodrama sin tormento”. Todo parece ir de perlas hasta que nuestra heroína finaliza el crucero y debe volver a casa. Allí la loba espera, y por supuesto está hambrienta. Y ahí es donde “la extraña pasajera” juega sus mejores bazas. El viaje emprendido por esta singular viajera no ha hecho más que comenzar y el guión nos regala tres vueltas de tuerca inesperadas, sobretodo en lo que se refiere a la aparición de una niña que jugará un papel relevante en la resolución de la trama.



Y es aquí donde volvemos al principio. “la extraña pasajera” resulta un film notable con un espléndido dibujo femenino. Y si no es sobresaliente es debido a que en determinados momentos no juega a fondo los engranajes del melodrama ni en su vertiente más volcánica ni en el de la pureza lírica. Esta interesante cinta que arranca con furia,  prefiere sin embargo moverse en aguas más templadas. Su coqueteo con otras fórmulas afectan ligeramente a la carga de dinamita propia del género, que asoma por momentos. Conjugar en un mismo film oscuras influencias góticas, freudianas y psicoanalíticas, con una versión un tanto naif del romance sofisticado no es tarea fácil.
Ello provoca que unos aspectos del relato salgan más favorecidos que otros, de modo que el drama personal, psicológico y familiar está tratado con gran sutileza y profundidad, mientras la muy compleja historia de amor se aborda buscando formas elegantes y sofisticadas, intentando salvar el escollo moralista que imponía el código Hays, a lo que ayuda de forma determinante el uso sensual y sexual que se hace del tabaco. Sin embargo, el loable y atractivo intento no evita algún episodio convencional en la plasmación del romance. Es como si entre las rotundas líneas de los capítulos de Anna Karenina se hubiese colado como polizón algún leve párrafo de Corin Tellado. Cuestión que puede llevar a plantearse la debil frontera entre la pureza clásica del género y el suave roce con lo kistch. 



Sin embargo, todo ello no constituye problema alguno ni resta solidez a la hora de disfrutar de la película. Cuando dispones de un guión notable, de una banda sonora maravillosa de Max Steiner, y de actores como Gladys Cooper, Paul Henreid y Claude Rains conviene sacarse un billete para este viaje. Por si lo anterior fuera insuficiente está Bette Davis, sobre la que no me voy a extender. Que por cuarta vez consecutiva no ganara el oscar es lo de menos. La que lo ganó no fue otra que Greer Garson por “la señora Miniver”. Recordando ese dato he descubierto la razón de que los oscar ya no me atraigan como antaño. En 1942 optaban al premio a la mejor actriz junto a Bette Davis y la ganadora Greer Garson, Teresa Wright, Katherine Hepburn y Rosalind Russell. Y eso, definitivamente, son palabras mayores.                    

viernes, 26 de octubre de 2012

EL DESPERTAR DE LA CONCIENCIA




El catálogo de la firma de muebles Ikea para su temporada 2013 tiene un eslogan muy curioso “Tu revolución empieza en casa”. Es un eufemismo, por supuesto. Pero existe una soterrada corriente invisible que parece que invita a no pensar demasiado y que cada cual se quede, ya saben, en la república independiente de su casa. Otros ya se ocupan de nosotros y mejor no molestar demasiado. El problema de encerrarse en casa, incluso en la morada interior, de mirar para otro lado es que el día que uno decida por fin salir a dar una vuelta puede encontrarse con el terrible aserto en versión Rafael Argullol: Podemos descubrir que la apacible colina sobre la que vivíamos se ha convertido en un volcán en erupción. Y que la lava no solo se nos mete en casa, sino que golpea nuestras entrañas.
Sobre esas y otras cuestiones se encuentra meditando el hombre de la foto superior. Albert Lory (Charles Laughton) un inofensivo tipo solitario lleno de complejos que ejerce de maestro sin autoridad, débil, miedoso e incapaz de afrontar el más mínimo revés, personal o profesional. Es el auténtico protagonista de la segunda película americana de Jean Renoir, titulada “this land is mine” (Esta tierra es mía).



Nuestro apocado hombre vive bajo la soberanía de su madre y es de los que prefiere no molestar, no destacar, pasar desapercibido. El miedo en abstracto le paraliza, es cierto. Él mismo no duda en calificarse de cobarde en varias ocasiones. Y aunque se puede decir que vio primero a Maureen O`hara que John Wayne, lo tiene complicado dada su indecisión amorosa.
Sin embargo a Albert Lory se le mete la lava en casa cuando los nazis invaden su pueblo sin oposición alguna. Frente a un monumento que simboliza a todos los que dieron su vida por la causa de la libertad en la Primera Guerra Mundial, en unos minutos el pueblo se llena de tanques y ejércitos. Para colmo, su proverbial cobardía, su miedo constante le pondrá en evidencia durante un bombardeo de supuesto fuego amigo.
Y lo que le llega a su buzón por debajo de la puerta no es el catálogo de Ikea, son panfletos con consignas llamando a la libertad y a la resistencia. Esto le crea un serio problema que Jean Renoir capta de forma notable. Su formación intelectual le lleva a compartir esas ideas, pero su miedo le paraliza, y no duda en cumplir órdenes y eliminar las páginas de los libros que son molestas para la educación totalitaria que pretenden los nazis.



Uno de los aspectos más curiosos de esta producción de 1943 es que no presenta a los nazis como sádicos violentos, sino como seres astutos e inteligentes que pretenden imponer su totalitarismo vendiendo la mercancía podrida disfrazada de orgullo y orden. “Esta tierra es mía” no es una película que diserte mucho sobre los nazis y describa masacres ni holocaustos. Es un film que prefiere ser caleidoscópico y aunque no pierde de vista el funcionamiento de la maquinaria totalitaria, prefiere centrar más su atención en los invadidos.
Para ello nos muestra un abanico de aparentes buenas gentes sumisas, colaboracionistas como el alcalde, pragmáticos aduladores de los recién llegados como el empresario que incorpora George Sanders o azotados por el miedo como el propio Lory y su posesiva madre. Por supuesto hay excepciones. Y Renoir es tremendamente hábil a la hora de señalar a los que en principio se nos muestran como contrapunto. En principio alborotadores, elementos molestos que solo hacen entorpecer la paz y la buena marcha del pueblo invadido. A saber, el intelectual y el saboteador resistente que provoca disturbios. Son dos posturas perfectamente dibujadas: El intelectual es el director del colegio, el profesor Sorel, quien da una auténtica lección magistral a su acobardado colega sobre la importantísima función que cumple la educación libre de mordazas ideológicas. Por otro lado el saboteador insurgente que provoca líos es considerado al comienzo de la película una amenaza para la paz social que desean los nazis, amantes del orden y enemigos del que piensa por si mismo. En este apartado no hay que olvidar a la profesora íntegra que con su maestría habitual hace suya Maureen O`hara. Otro ejemplo de librepensadora.


Todo ello provoca que durante la primera hora del film el apocado Charles Lauhgton calle, pase miedo y no reaccione. De momento hay otros que lo hacen por él. Pero cuando los avatares del magnífico guión de Dudley Nichols saquen fuera de escena al saboteador y al intelectual, el profesor Lory se encontrará en una encrucijada. Y deberá decidir si es una oveja integrada más o prefiere mirar cara a cara al apocalipsis de terror que reina en su comarca.
Si ya la película era muy notable hasta entonces, alcanza cotas muy altas en el momento en el que Charles Laughton se sube al pedestal de la dignidad. Cuando toma por fin la palabra para ejercitar sus derechos y denunciar no solo al invasor, sino a sus pasivos cómplices, sus vecinos. Ahí la cinta alcanza momentos de increible fuerza en el discurso y de gran emotividad. Es el despertar de la conciencia dormida. El momento de sacar a la luz los valores internos reprimidos tanto tiempo. La hora de poner las cartas boca arriba y recordar a sus vecinos que están lucrándose colaborando y haciendo negocios con el enemigo. El momento de recordarle al alcalde que está podrido y a su madre que está muy equivocada. Y proclamar alto y claro que su pueblo está sufriendo un expolio totalitario. Es el tránsito del subdito al ciudadano que recobra la libertad a través de la palabra. Y ya de paso, es por fin el marco adecuado para decirle a Maureen O´hara que siempre la ha querido y que está enamorado de ella.
A partir de ahí, Charles Lauhgton lo tiene claro. Lo procedente es restituir el nombre de los que fueron considerados molestos y recuperar los libros que iban a ser pasto de las llamas y transmitir a sus alumnos valores esenciales. Esa sencilla, didáctica y prodigiosa escena en la que en clase y por fin con gran aplomo Charles Laughton va leyendo uno a uno la declaración de los derechos del hombre a sus alumnos, es otra potente carga de profundidad sobre la capital importancia de la educación como transmisora de valores universales a la ciudadanía. Y como los derechos no basta con conocerlos, sino que hay que saber ejercitarlos.



Toda la película está rodada con gran exquisitez y clasicismo. Esto no es solo una película de tesis. También hay una hermosa y compleja historia de amor a cuatro bandas de gran calado. Y suspense de ley. Viendo “Esta tierra es mía” que no es ningún canto nacionalista, sino universal, uno no entiende las razones de ciertas críticas a la etapa americana de Jean Renoir, que consideran este periodo como menor en su carrera.
Todo el elegante desarrollo dramático discurre y potencia un final extraordinario, que va mucho más allá de un film de propaganda. Aquí se introduce una coda final excelente: una vez encendida la mecha de la libertad, solo hay que ir pasando el testigo de mano en mano.  Y el espectador comprende que tal vez no necesitemos de Douglas Fairbanks ni de James Bond para que nos saque de apuros. El héroe es el ciudadano corriente capaz de vencer sus miedos.



Siempre que veo esta película, su poético final y los hermosos planos de Maureen O`hara cogiendo el testigo no puedo evitar pensar en los anónimos y no tan anónimos héroes actuales y en su dramático pero lúcido final. Se podrían escoger muchos ejemplos, pero para el caso vale uno que es paradigma y compendio de tantos otros: Anna Politkóvskaya, periodista asesinada en Moscú en octubre de 2006, acribillada a balazos al salir del ascensor. Auténtico azote del régimen de Vladimir Putin, denunció con valentía y persistencia la sistemática violación de derechos humanos y libertades en Rusia, los sucesivos pucherazos y amaños electorales, la corrupción sistemática del sistema y las atrocidades cometidas en Chechenia. Lo que ella misma denominaba “la deshonra rusa” no tenía límites y se la llevó por delante tal y como ella misma predijo y vaticinó.





Pero lo más relevante  es que sus columnas y sus libros contenían denuncias claras a los líderes occidentales que no tenían inconveniente en estrechar la mano de Putin y comerciar con él. Y sobre todo llamadas continuas al pueblo ruso, a la ciudadanía, a la que animaba una y otra vez a salir de su letargo y denunciar los estragos escandalosos de un espolio sin descanso. Su valiente discurso es idéntico al del profesor Lory.
Y aunque el fin de Anna Politkóvskaya fuese criminal y escandaloso, la cuestión clave es que su testimonio sirve para dar fe de que el ejemplo que escenifica la película 60 años antes ha cundido. Y que el conmovedor final es exacto. Entonces y ahora. Va más allá de lo puramente cinematográfico, pues siempre habrá gente que como Politkóvskaya recoja el testigo de otros y porte la antorcha. Jean Renoir les puso el rostro de Charles Laughton y Maureen O`hara pero ahora, en nuevos pero idénticos tiempos oscuros nuevas almas con idéntica fuerza  transmiten y renuevan el grito de protesta, denuncian las tiranías y ejercitan sus derechos. Al fin y al cabo puede que Ikea tenga razón. La revolución, el despertar de la conciencia empieza en casa. En lo más íntimo de cada ser humano.