Para el presente caso vamos a acudir al diccionario. The
Oxford English Reference Dictionary recoge el término “character assasination”
como todo aquel intento malicioso de dañar o destruir la buena reputación de
una persona. Se trata de acabar con el personaje, de criminalizarlo desde todos
los puntos de vista posibles (legal, moral, familiar, social, ético). Es un “deux
ex machina” con una clara premeditación alevosa que opera en dos direcciones:
en primer lugar extirpar, exterminar todas la virtudes posibles de la víctima,
para en un segundo paso tornar ese asesinato de la reputación en un glosario de
las peores lacras que puedan adornar al ser humano hasta la aniquilación moral,
el colapso y la anulación como persona.
En diciembre de 2004 Gary Webb, periodista del San José
Mercury News, aparecía muerto con dos tiros en la cabeza. Se dictaminó que la
causa de la muerte fue suicidio. Aunque al parecer existe una nota dirigida a
su ex esposa en la que dice “nunca me arrepentiré de lo que escribí”, las
circunstancias no están ni mucho menos claras.
Diez años después, ese Hollywood que no deja de tener
preocupantes y ansiosos problemas de conciencia que de vez en cuando intenta
conjurar vía celuloide, se ha ocupado del tema. La película que narra el
ascenso y caída de Webb, con “character assasination” incluido se titula “Matar
al mensajero”. Esta basada en el propio libro de Webb “Dark Alliance: the CIA, the Contras and the crack cocaine explosion” así
como en el análisis de Nick Schows cuyo título ya lo dice casi todo “How the Cia`s crack cocaine controversy
destroyed journalist Gary Webb”
Estamos ante un film correoso, tenso y de apariencia
vibrante que en pleno siglo 21 pretende
una arriesgada reformulación de las claves del cine político en su vertiente
más realista conjugándolo con el más arraigado film de tesis. La cámara
persigue con nerviosismo las andanzas de Gary Webb en tres ámbitos: el
profesional, con su lucha constante indagando de contrabando en las cloacas del poder
y sufriendo un continuo acoso institucional y mediático; el familiar y personal; y el de la pura investigación
periodística a todos los niveles posibles.
Sus pesquisas pronto le conducen a destapar algo de
envergadura: nada menos que las conexiones de la CÍA con los cárteles de la droga sudamericana y
las operaciones de introducción masiva de crack entre la población negra de Los
Angeles y otras ciudades para financiar a la contra nicaragüense en un cóctel
en el que no falta el tráfico de armas.
Estamos en lo que la también periodista asesinada Anna
Politkóvskaya denominaba la deshonra democrática. La infección de las
sociedades presuntamente abiertas que arrastran una auténtica gangrena moral y
cito “en la que se somete al poder
legislativo, se aplica una justicia selectiva tutelada, se discrimina y
persigue cualquier medio de comunicación discrepante tapando verdades e
imponiendo la más absoluta arbitrariedad; y en la que a su vez se intenta anular
la capacidad crítica ciudadana vendiendo con soflamas libertades y paraísos
democráticos”.
El contexto es el de sociedades en las que como se dice en
la película los poderes del estado conjugan con demasiada frecuencia las
garantías y derechos civiles con los secretos de estado. Como afirma Gary Webb
“cuando en una misma frase aparecen
seguridad nacional y tráfico de drogas algo no marcha bien”
Palabras que seguramente, no tendría ningún inconveniente
en suscribir la también asesinada Veronica Guerin, azote de los turbios manejos
de su pais. Gary Webb, muy astuto, afirma en la película que a él no le
interesan las teorías, sino las prácticas conspiranoicas, y a ello se dedica full
time.
Una historia con un potencial de base arrollador para
montar un thriller político de gran altura. Que a su vez sirve para articular
un film de tesis a la contra de gran envergadura. Siendo “Matar al mensajero” una cinta de interés,
si no consigue plenamente sus objetivos es por varias razones que se resumen en
una: el continuo flujo y reflujo de retroalimentación entre la ficción y la
realidad, que termina por desequilibrar ligeramente la balanza del crédito.
Dicho de otra manera, uno termina por abrazar la idea de que los thrillers
políticos de raíz conspiranoica basados como es el caso en hechos reales beben
más de las fuentes de los arquetipos propios del género que de la acera de la
calle.
Y pese a una ambientación cuidada, realista y veraz,
sucede que la construcción dramática de los tipos humanos termina presentando
aspectos que se acercan sospechosamente al arquetipo cinematográfico.
Comenzando por el protagonista Gary Webb, que pese a una interpretación
extraordinaria, vibrante y con nervio de Jeremy Renner, el propio actor ha de
levantar por encima de un personaje
tejido sobre la base de ciertos mimbres asociados a arquetipos que al
espectador le resultan demasiado familiares.
Estamos una vez más, ante el típico periodista tan
entregado a la causa como desastrado, descuidado y mal hablado. Por supuesto
indispuesto con sus superiores, a los que se gana por su simpatía y por su
arrojo. Y como no podía ser de otra manera, con una vida familiar caótica y
desordenada. Resumiendo, un poco en la línea de otros trazados dramáticos
conocidos, siguiendo una tradición que recuerda bastante al James Woods de
“Salvador”. Si el auténtico Gary Webb era así o no lo ignoro. Si lo era, tal vez quepa
preguntarse entonces si ese prototipo fílmico tan codificado está basado en
personas como él y similares y el cine ha fagocitado esos esquemas.
Sucede otro tanto con toda la tipología humana que desfila
por el film. Desde los torvos y enigmáticos agentes de las CIA, pasando por sus
compañeros periodistas, sus jefes, la policía, los jueces, narcos y capos de la
droga. Todos tienen ese aire, pese al esfuerzo verista, muy semejantes al
arquetipo fílmico codificado por el género, lo que afecta a la sustancia del
film. Máxime cuando estamos ante la narración de una historia real y no una
ficción al uso.
Sin embargo, y pese a ese leve lastre, la película se viene
arriba cuando penetra en el sustrato que la cimienta. Las estrategias
narrativas son de buena ley en favor de una tesis contundente y un discurso
demoledor. Cuando “Matar al mensajero” se centra en el progresivo
acorralamiento ciudadano y la anulación del individuo molesto en una presunta
sociedad abierta gana muchos enteros. Esta cinta es una muestra de cómo los
aparatos de propaganda democráticos son aun más sibilinos y afilados que los de
los regímenes totalitarios. Están tan engrasados que la irrupción de un
elemento disonante como un periodista local, no afecta en absoluto al sistema,
que lo absorbe, lo tritura, lo digiere y lo elimina.
Cualquier apelación a la ética deontológica, a la noción de
lo justo y lo bueno tal y como la entendía Aristóteles son arrasados en función
de razones perversas propias de una maquinaria imparable una vez que se activa.
Y el individuo, como el caminante y su sombra poco o nada pueden hacer ante un
demiurgo de semejante naturaleza. Y ahí el film de Michael Cuesta es tan
cristalino como efectivo. Y el corredor sin retorno, emprenderá una lucha que
pronto de adivina desigual. Un run for cover hacia la aniquilación que hace que
la cinta suba muchos enteros y gane en intensidad sobre la base de una narrativa desigual en sus formas
pero implacable en el discurso. Y que conduce a episodios tan trágicos como
irónicos.
En una pirueta que
muestra la falacia del sistema, Gary Webb, eliminado como amenaza y víctima de ese crimen
alevoso contra su reputación, se encuentra con que el propio sistema que le
destruye le depara una última sorpresa irónica digna del más puro maquiavelismo
que trata de guardar las formas. Nada menos que verse en el trance de tener que
recoger un premio periodístico por sus investigaciones. Una escena desoladora,
fantasmal, agónica, en la que actor y director ponen toda su garra para mostrar
tanto el desamparo y la soledad de este corredor de fondo como la crueldad de
un aparato que pisotea y remata a su víctima aparentando reconocer sus méritos
en la presunta tierra de promisión, el refugio de la libertad.
Es el momento en el que uno se puede preguntar (si le apetece) si
ese propio sistema implacable con toda disidencia necesita limpiar su mala
conciencia dedicando una película al sujeto arrasado, o si por el contrario
estamos ante una propuesta honesta y valiente. Verónica Guerin también fue adaptada
al cine con menos fortuna. En este caso, parece que incluso el actor Jeremy
Renner participó en la producción dado su interés en el tema y en un personaje
en el que se vuelca a fondo en su interpretación. Mejor que sea así.
En una película de interpretaciones muy ajustadas, no
podemos terminar esto sin hacer una breve referencia a la estelar aparición de
una de nuestras estrellas internacionales. Una de esas que, al parecer, colocan
al cine español en la “champions league” de las cinematografías mundiales dando
el salto a Hollywood y colmando de gloria nuestro cine. Pues bien, la
intervención de unos diez minutos de Paz Vega, con uñas, vestido y labios rojo
pasión (no, no es mamá Claus, ni caperucita) incorporando el papel de
misteriosa y seductora mujer fatal esposa de un capo de la droga colombiano
resume a la perfección los defectos que hacen que esta estimable, rotunda y
valiente película no alcance la cuota de excelencia que se le podría otorgar.
Lástima que un discurso vibrante, contundente y sin
fisuras se vea lastrado por la aparición esporádica de tópicos mal asumidos.
Aun así, la diáfana exposición del drama
de la libertad humana y las encrucijadas de la conciencia se alzan con potencia
por encima de cualquier otra consideración. Tal vez para hacer justicia poética
a todos aquellos que indagan e incluso naufragan en la búsqueda de verdades
ocultas. Este tipo de héroe jamás salvará a Gotham de sus numerosos Jokers.
Pero a estos tipos irreductibles, con alma de francotiradores y convicciones
indomables merece la pena acompañarles en su odisea. Aunque esté condenada al
fracaso.