sábado, 10 de mayo de 2014

LA ESCUELA DE CALOR


Saber o no saber. Disponer de información o no. Esa es hoy parte de la cuestión. Uno puede leer a escritores como Carmen Martín Gaite o Juan Benet y sumergirse en su prosa sin necesidad de saber nada más que todo lo que sus historias y su prosa nos ofrecen, que es mucho. Sin embargo, es imposible que la percepción del lector no cobre otra dimensión cuando sabe que ambos mantuvieron una correspondencia muy intensa en la que la autora de “Nubosidad variable” le decía cosas como “el tener que sentirme avergonzada de acudir a ti me parece la más injusta y dolorosa servidumbre a que puedo estar sometida”. Incluso es necesario tomar un respiro, ya que a esto le añadía frases como “de tarde en tarde me veo acorralada, impelida a caer en ti como único expediente posible”. Nada de esto debiera afectar a su calidad literaria ni al goce de su narrativa. Y sin embargo…
En el cine ocurre otro tanto. Y más cuando ha pasado el tiempo. El espectador actual puede darse el lujo de ver “La Piscina” libre de polvo y paja. Pasando olímpicamente de toda la carga morbosa que la acompañó en su estreno. No tiene por qué saber que Romy Schneider y Alain Delon fueron la pareja más chic del cine europeo, que mantuvieron un romance sonado que finalizó de aquella manera y que esta película suponía su reencuentro profesional tras la ruptura en una cinta de alto voltaje cuya primera escena los muestra en su faceta más icónica y mítica.



Él tumbado junto a una piscina tomándose un coctel con sus inconfundibles “rayban” negras. Marcando estilo. Ella dándose un baño en la misma piscina, luciendo figura y bikini negro, escultural y magnífica. Una auténtica efigie saliendo del agua…Conste que por razones de puro análisis cinematográfico (la duda ofende) antes de describir la escena la he visto dos veces. Se pulsa pausa…atrás…adelante y Romy reaparece como una diosa subiendo otra vez la escalinata de la piscina. El encuentro entre ambos es como la fusión del átomo: “ráscame la espalda, nadie lo hace como tu”.
Parece ser que en 1969 se montó mucho revuelo por esas escenas en la que la antigua emperatriz de Austria perdía el bikini y se entregaba al deseo. Y uno no sabe si el hecho de que lo hiciese con su antigua pareja añadía más leña al fuego en la mente del espectador o no. Es un juego de espejismos que en su día avivó el celuloide.
La cuestión es que hoy podemos ver “La piscina” desprovistos de esas cargas adicionales. Sin el plus de esa información extra que cuatro décadas después resulta meramente anecdótica. Hoy, pese a conocer, el espectador puede, si lo desea, tomar distancia y disfrutar de este drama psicológico y sensual a pleno sol. Recrearse en la exploración visual de esta deconstrucción de la pareja progresivamente obsesiva y envolvente abstrayendose de asuntos privados.



La premisa es sencilla y tiene ecos impresionistas en el trazo. Una pareja, Romy Schneider y Alain Delon disfrutan de sus vacaciones en una envidiable casa de campo con una no menos envidiable piscina. Alejados del mundanal ruido. Las caricias del sol, el tacto de la piel, la sensualidad de un entorno natural y el verde intenso de los árboles invitan al goce continuo, al sexo sin prisas, a la exploración de los sentidos entre cócteles y baños. Apuntados a una particular escuela de calor en la que el reloj no cuenta, pronto descubriremos que el tiempo libre también da para jugar con los sentimientos y el deseo. El animal no duerme dice la poeta Ada Salas. Como diría mi vecina, son ganas de complicarse la vida…
La excusa propicia la proporciona un amigo de la pareja que es invitado a pasar unos días (Maurice Ronet). Un ejemplar de seductor amante de la juerga continua y el ego sin fronteras. No viene sólo. Le acompaña nada menos que su hija de 18 años (estupenda Jane Birkin). El director nos la muestra como una auténtica delicatessen recién salida de una de las comedias y proverbios de Rohmer. Un aparentemente asustadizo cervatillo entre lobos. Sensual, lánguida, fresca e irresistible incluso sin mover un solo músculo. Absolutamente francesa. Luciendo unas inocentes minifaldas que Jaques Deray filma deliberadamente como una llamada a la puerta del pecado.



Como es lógico, con estas piezas sobre el tablero, la tensión sexual se empieza a masticar a varias bandas. El cuadro dramático es más complejo de lo que aparenta. El amigo ha sido amante de Romy y antiguo jefe de trabajo de Alain Delón, que adoptando las formas sinuosas de Ripley ve la posibilidad de consumar la venganza de todas las humillaciones sufridas en la carne del cervatillo. Se van desvelando cosas inquietantes. Como que Alain es un escritor fracasado y maldito que ahora se dedica a hacer publicidad. Para colmo el recién llegado, una versión masculina del mito Rebeca, no duda en dar rienda suelta a su fama de maduro ligón de la costa azul, exhibiendo su egolatría sin disimulo. Su imperial narcisismo. Su inagotable vanidad.
Hagamos un paréntesis. En este punto uno termina por acordarse de Carly Simon y su canción enigma en la que pone firme a un hombre tan vanidoso que va de yate en yate y de fiesta en fiesta mirándose al espejo y acostándose con las parejas de sus amigos. Tan vanidoso que, como dice la letra, pensará que la canción está dedicada a él. Carly Simon nunca ha desvelado a quien se refería cuando escribió “you’re so vain”. Y aunque las especulaciones son muchas, todo el mundo sabe que hay dos candidatos claros en la parrilla de salida: Mick Jagger, que hizo los coros, y Warren Beatty, que en un acto de pura vanidad no tuvo complejo alguno en auto atribuirse el dudoso honor de afirmar que la canción está dedicada a él. Al final coloco el tema. Fin del paréntesis.



Volviendo a la película, instalados los cuatro el film avanza en un continuo flujo y reflujo de aparente mansedumbre en el que los embates emocionales y las cuitas dialécticas se mezclan con una exploración visual de la explosión de los sentidos y los dilemas éticos. Toda la marejada del juego de la seducción se pone al descubierto y a la parrilla al abrigo del tacto de la piel, el charme francés, los rayos de sol, los baños en la piscina y los límites del deseo. La liberación y relajación de las costumbres sin embargo es sólo aparente y sobrepasa a los protagonistas, a los que el juego se les va de las manos.
El acierto de la película está en presentar a presuntos personajes liberados y desinhibidos atrapados en férreos dilemas morales. Es entonces cuando el relato adopta las formas de un tejido pesimista en el que la servidumbre humana y las llagas del pasado hacen su aparición.
Con el paso de los minutos el espectador, junto con los personajes, va sintiendo también la transformación de un decorado, que ahora ya no es un relajante y envidiable remanso de paz, sino una cárcel sin salida de la que todos desean escapar sin saber cómo. Es el atractivo, discreto,  obsesivo y engañoso encanto de la burguesía y su doble moral. Ese que permite, en una cena al aire libre, compartir un arroz chino y charlar sobre comida tailandesa mientras subyace de fondo la certeza de que todos han sido infieles a todos hace diez minutos. Magnífico el momento en el que la presunta educación plagada de sonrisas pretende soslayar lo evidente.



Y si en algunos momentos “La piscina” parece una curiosa e imposible mixtura entre el preciosismo de Renoir, la placidez entomológica de Rohmer, el misterio de Hitchcock y la intriga criminal de Patricia Highsmith, finalmente el castigo moral se impone en un pulso que corrobora que la toma de riesgos en biología supone pagar una factura ética. Estos personajes, tal y como afirma Paul Bowles en “el cielo protector” viven como si cada uno de sus actos no tuviera consecuencias. Y el precio que se paga es caro: “jamás podré volver a bañarme en esta piscina” afirma Romy cuando es consciente hasta dónde han llegado los juegos estivales.
Y es que, el delicado arte de mantener el equilibrio, no en un columpio ni en una piscina, sino el emocional y ético, resulta más complicado de lo que parece. También para el director, Jacques Deray, que en 2014 también ha de pagar el peaje de construir su película con una banda sonora sesentera a lo dabadabada. Cuando esto pedía a gritos una orquesta clásica o incluso la ausencia de música. De todos modos, el complejo armazón dramático-criminal bañado por el sol funciona. Y con esos actores más. Esta película muestra que Hitchcock no debió preocuparse tanto cuando Grace Kelly dejó el cine. Precisamente en la costa azul tenía una sustituta perfecta para dar rienda suelta a sus obsesiones.



Y como lo prometido es deuda, aquí dejo el misil en forma de balada que Carly Simon dedicó en 1972 a todavía no se sabe quien, aunque bien pudiera ser el de la foto. Aunque como decíamos al principio, en el fondo da igual. El tema funciona por si solo sin necesidad de conocer su trastienda privada.