viernes, 25 de mayo de 2012

DOS MUJERES BAJO INFLUENCIA




En ocasiones todo es cuestión de implicación y compromiso, o si se da la vuelta a la moneda de dejarse llevar y actuar con simple rutina o dejadez. Solo así se explican resultados tan dispares en proyectos idénticos a cuyo mando están personas  más o menos involucradas en lo que cuentan. Aplicando un ejemplo se verá mejor. En el hipotético caso, absolutamente improbable, de que uno fuese productor, o mejor aún productor ejecutivo con capacidad de decisión, si tuviera que elegir un director para un guión como el de “Gloria” y solo pudiese elegir entre John Cassavetes o Sidney Lumet, de entrada no habría dudas.
Si bien es cierto que el guión es obra de Cassavetes, conviene anticipar la premisa argumental para decidir quien pudiera ser más adecuado. Estamos ante una historia urbana, con Nueva York y sus suburbios como personaje que hace las veces de gran lienzo, de enorme tapiz de fondo donde una mujer de turbio pasado se hace cargo de un niño que esconde ciertas claves e información muy valiosa para la mafia. Prostitutas, chulos de medio pelo, mafiosos de gatillo fácil y callejones sucios y oscuros conforman la tipología ambiental. La mujer y el niño se verán sometidos a una persecución implacable por parte de matones mafiosos en una ciudad hostil y de aires violentos.



Sobre el papel parece un guión con el que Lumet se sentiría muy cómodo. Aborda materiales con los que ha trabajado en varias ocasiones. Las sucias calles y la corrupción policial de “Serpico”. El ambiente mafioso, sórdido e implacable de “Distrito 34”, la descripción minuciosa del crimen organizado de “El príncipe de la ciudad” o la ambigua moral y la corrupción de “La noche cae sobre Manhattan”. Incluso conecta con el itinerario sin fin del perseguido narrado en ese film atípico titulado “Un lugar en ninguna parte”. Desde luego, si alguien conoce esa tipología de la gran ciudad, sus bares y su lumpen ese es Lumet, y en teoría esta es una historia que recuerda a Jim Thompson o Dennis Lehanne, y que le viene como anillo al dedo.


No sucede lo mismo con John Cassavetes. El autor de “Faces” o “Corrientes de amor” se mueve en otras coordenadas. Cineasta independiente mucho antes de que el cine “indie” tomara denominación de origen y se pasease por los festivales. Su radical y arriesgada mirada apuesta por una autoría en la que la introspección en la condición humana, la pareja, el yo y la incomunicación son su marca de autor. A lo que hay que añadir su particular y aparentemente arbitrario estilo narrativo, claramente expansivo, dotando de libertad de acción a los actores. En él siempre cobra protagonismo el rostro humano, espejo de profundas catarsis, de toda una catarata de emociones muchas veces al límite que le sirven como guía para diseccionar el complejo nudo gordiano que constituyen las relaciones humanas. Cassavetes se vuelca en una plasmación naturalista del sufrimiento humano, de la agonía de la existencia otorgando al actor espacio y metraje para que  implosione y explosione frente a la cámara.

Sus ecuaciones casi nunca se resuelven, quedan abiertas para el debate posterior cuando las luces se encienden. Y en ocasiones determinadas parcelas resultan indescifrables incógnitas que no hemos resuelto ni en el cine ni a la salida de él. Por tanto su claustrofóbico análisis del ser humano y su microscopio implacable al ser humano abierto en canal no parecen los más proclives para ponerlo al frente de una cinta policial de género.
No obstante y contra pronóstico, los resultados que arroja “Gloria” en 1980 dirigida por Cassavetes y la posterior versión de Sidney Lumet en 1998 desmienten casi por completo todo lo dicho con anterioridad.
La versión de 1980, la original, demuestra una implicación y un dominio de lo que se está narrando poco habitual. La escena de apertura, en la que los mafiosos se ventilan sin contemplaciones a toda la familia del chaval es modélica. Rotunda y expeditiva en la plasmación de una violencia que se abre paso a borbotones con cada fogonazo. Posteriormente, la persecución sin cuartel a tan atípica pareja centrará la acción. Un niño repelente y contestón y una corista de modos y maneras viscerales, de pocas palabras pero contundente en todas sus acciones. Una especie de versión femenina de los héroes firmes, irascibles, atormentados, vengativos y de gran determinación que Anthony Mann dibujó en westerns como “Colorado Jim” o “Winchester 73”. Su manejo del revolver y la mirada felina de Gena Rowlands no dejan lugar a dudas.
  
El film alternará con mucho criterio un ritmo narrativo tenso e incesante que incluye estallidos de áspera violencia, con ciertas pausas para coger un respiro que permitirán afianzar la relación entre la pareja y fortalecer su retrato psicológico. Dos perdedores que encontrarán refugio precisamente en un medio que conocen, esa ciudad inhóspita y cruel. El retrato muy veraz de los personajes se terminará confundiendo con el decorado, esa selva urbana, esa jungla de asfalto que se convierte en el único lugar dónde poder imponer la ley de la calle a sangre y fuego. Lástima que el director pierda el pie en el último momento con un final impropio y por debajo de lo esperado. Aun así, Cassavetes, aun firmando su film más convencional, adscrito a un género y lejos de títulos como “Una mujer bajo la influencia” no pierde su personalidad y entrega una obra contundente y robusta. Su autoría, como plasmación de una visión muy personal del mundo queda patente.
No se puede decir lo mismo de Sidney Lumet en el remake de 1998, quien ciertamente conoció tiempos mejores, y que despacha un film rutinario. Poco o nada aporta cambiar algunos aspectos del guión. Ahora la fémina (Sharon Stone) es una recién salida de la cárcel que no delató a su novio mafioso (Jeremy Northam) y que al verse estafada opta por llevarse a la desesperada al niño que los mafiosos tienen raptado. Y no sirve de mucho por cuanto todo suena a visto, incluso aséptico, sin la mordacidad y verismo que él mismo supo aportar en otros films. Lumet se queda en la mera carpintería argumental que sustentaba la cinta original, y al final nos encontramos con los temibles tics de toda típica película de adulto con niño, con sus peleas, sus abrazos y sus reconciliaciones. El dibujo de la amenaza mafiosa es mucho más light, y las peripecias de la pareja burlando a los malos resulta un tanto anodina. Desde luego sin el nervio y el pulso de la película de 1980. Otro tanto se podría decir del desdibujado y muy tópico retrato urbano, cuestión esta que sorprende poderosamente tratándose de Lumet.


Para finalizar se ha dejado el plato fuerte. Ambas películas no tienen razón de ser sin la aportación capital del personaje femenino, absoluto protagonista de la función. Sharon Stone en la película de Lumet, parece muy preocupada por vulgarizar su imagen de sex symbol sofisticada construida en los años 90. Su interpretación sin ser ni mucho menos despreciable, está repleta de guiños a su imagen y acusa los muchos tópicos del guión. Su verborrea y sus maneras poligoneras no impiden al espectador asistir impasible a su temible lado más sensiblero. Ese en el que terminará haciendo migas sentimentales con el niño. Curiosamente, y esto alegrará a unos más que a otros, nunca dejamos de ver a Sharon Stone haciendo de Sharon Stone, casi con el piloto automático puesto.



Gena Rowlands entrega una composición memorable, soberbia. Diría que insuperable. Uno de esos casos en los que se aprecia la existencia de un trabajo previo muy concienzudo en la preparación del personaje y todos sus matices. Nadie como su marido a los mandos para extraer de ella esa penetrante mirada, esa constante tensión acumulada en cada músculo, ese nervio acerado y esa contundencia ascética y rotunda a la hora de formular cada réplica. Se percibe como le hierve la sangre. Su osadía y su innegable estilo provoca dos sentimientos opuestos. Deja al espectador clavado en la butaca por sus viscerales formas expeditivas de gran personalidad, y enternece por su condición de outsider, de loser errático que se niega a ir a la deriva.



Lo curioso es que a quien se ha convertido en mito es a Sharon Stone, mujer de belleza y atractivo indiscutible pero a la cual solo reconozco tres interpretaciones de auténtico mérito. Gena Rowlands por el contrario, pertenece a esa estirpe de actores de carácter que sin alcanzar nunca el estrellato, poseen un ramillete de películas muy estimables. Es como muy bien vio Woody Allen, que la exprimió al máximo “Otra mujer”. Solo se ha relajado ahora, cuando de forma rutinaria le toca hacer de madre de o de abuela de. Y aun así siempre cumple. Es la diferencia entre el sex symbol y el actor. Lo muy distinto que es estar bajo la influencia del star system o de un marido dirigiendo por y para ti. Igual va siendo hora de reconsiderar esto de los mitos del celuloide. Y ya de paso, hacer lo propio con los proyectos que se considera que sientan como un guante a ciertos directores. A veces está visto que lo que se cuece en los despachos luego no cuaja como se esperaba.          

jueves, 17 de mayo de 2012

BROOKE SHIELDS: MAS ALLA DEL SPOT





Traer aquí a esta chica puede parecer un asunto poco serio, trivial y de categoría menor. Un capricho o frivolidad que carece de excusa. Nada de eso. Es verdad que Brooke Shields, rostro de productos como Wella Balsam y Revlon, portada de Vogue, People o Cosmopolitan, musa de Valentino y que en la actualidad participa en sitcoms alimenticias de tv no parece merecedora de interés alguno. Aunque en realidad, va a servir de ejemplo para tratar otras cosas. Volviendo a ella, esta mujer acumula admiradores (absolutos incondicionales) y detractores que no pierden la oportunidad de dar donde más duele. Estos últimos son especialmente crueles. No contentos con haberle otorgado en varias ocasiones el dudoso honor de ser la peor intérprete del año obsequiándole con el premio “razzie” a la peor actuación femenina, los que más la detestan van aun más allá. Hay quienes en un intento por ridiculizarla consideran de forma cruel que su mejor interpretación no se produjo en ninguna película, sino en su intervención en el funeral de Michael Jackson, donde subió al atril a decir unas palabras y se marcó un discurso de más de diez minutos en el que mezcló loas al cantante, anécdotas y lágrimas a partes iguales, conmoviendo a los asistentes y a la audiencia mundial.


Sin embargo, pese a toda la carga publicitaria y de marketing que arrastra su imagen, estamos ante un personaje de trayectoria compleja, interesante y a la postre contradictoria. Una mujer que viaja continuamente desde la luz a las más profundas tinieblas. Y siempre en el escaparate público colocada en primera línea. Su turbulenta historia obliga más que nunca a buscar en las zonas más oscuras de la sala.
Es difícil imaginar que diría a día de hoy la Fiscalía de Menores sobre algunas de las decisiones tomadas por su madre Teri Anne Schomon, quien dirigía y controlaba su carrera desde su más tierna infancia. Si bien comenzó con spots varios, pronto fue metida en una agencia de modelos. Su frenético ritmo infantil de trabajo estudiando canto, baile, interpretación, gimnasia, música, natación y realizando spots a ritmo imparable no se hasta que punto sobrepasa cualquier límite y puede llegar a rozar incluso la explotación infantil.


Tras trabajar en un film con Arthur Miller sobre la vida de Marilyn, el primer y monumental escándalo estrictamente cinematográfico se produjo a raíz de su participación en “Pretty Baby” (la pequeña) primera película americana del cineasta francés Louis Malle. Le acompañan en el reparto Susan Sarandon y Keith Carradine. Brooke está a punto de cumplir trece años. La escabrosa trama nos muestra a una desinhibida niña conviviendo con su madre prostituta en un cochambroso y decadente burdel de Nueva Orleans. Su performance es sobresaliente, soberbia. Su complejo papel de ingenua salvaje, sin educar, descarada, pícara, malhablada pero a su vez cándida e inocente resulta aún hoy perturbador. Susan Sarandon recuerda como el propio director se sorprendía de la inagotable capacidad de la actriz para expresar todo lo que se le pedía y más.


El retrato cotidiano que Louis Malle plasma de ese turbio clima y de esa adolescencia perturbada conecta en parte con el que realizó en “Adiós muchachos”.  Cuando la madre se fugue con un cliente la niña queda a su suerte en un ambiente mísero, decadente y huérfano, de aromas dickensianos, sin otra protección que la de un bohemio fotógrafo que mantiene con ella una relación muy ambigua mezcla de pseudo paternidad y evidente atracción física que aún hoy sobrecoge. El film contiene escenas de alto voltaje moral y físico, culminando con esa en la que la madame intenta subastar entre los clientes la virginidad de la niña, que como rito iniciático, ya lleva los labios pintados de rojo para la ocasión.
Lo curioso es que, al parecer, la madre había negociado con el director y la productora un contrato que permitía ciertas imágenes de Brooke desnuda e iniciándose en la prostitución, siempre y cuando ella estuviese presente en el set de rodaje. Que el film incluya de forma abierta la boda entre el fotógrafo de desnudos y la niña (en lo que constituye un conato de falso incesto) no hizo sino aumentar el clima de sonoro escándalo, no solo por la realista plasmación de la prostitución infantil, sino por la utilización de una menor en esas circunstancias. Y el retorno final de la madre (Susan Sarandon) en el último instante llevándose a la hija no evitó la polémica. Las escenas estaban ahí. Y aunque Jodie Foster ya había hecho algo similar (Taxi Driver) era más mayor y su papel no contenía escenas tan turbias como este. Jodie Foster era una adolescente que casi no lo aparentaba, Brooke una niña que juega con una muñeca.


El problema es que llovía sobre mojado. Con tan solo diez años y también por iniciativa de su madre, que deseaba potenciar a toda costa su carrera, Brooke realiza un book formado por un conjunto de fotografías en las que posaba completamente desnuda. El fotógrafo de la indecencia se llamaba Gary Gross. Este episodio marcaría gran parte de la vida privada y la carrera de la actriz. Y todo ello debido a que Gross siempre consideró lo suyo un trabajo artístico de primer nivel. El asunto acabó en los tribunales por cuanto años después Brooke intentó que se prohibiese la exhibición de las imágenes y su publicación aun cuando al parecer los derechos pertenecían al fotógrafo. El asunto alcanzó su punto culminante cuando los Jueces debieron dictaminar si las fotos “eran o no eran artísticas”. Es decir, que unos magistrados adoptaron la función de moralistas críticos de arte y salvaguarda de la decencia. Y tras mucho deliberar se consideró que si. Ello supuso que las fotos se publicasen e incluso que fueran expuestas con acceso restringido y tras otra larga batalla legal en una sala especial de la Galería Nacional de Bellas Artes de Nueva York a mediados de los noventa.


Por cuestiones similares y sin tardar mucho nuestra protagonista tuvo que pasar nuevamente por los tribunales. Esta vez por los desnudos naif de “El lago azul”. Y es que su condición de menor de edad durante el rodaje volvió a jugar en su contra. El juicio al parecer resultó una cadena de incongruencias y despropósitos. Unos testigos afirmaban que se usó una doble para los desnudos, mientras otros sostenían que se había pactado colocar una laca especial en el pelo de la actriz de forma que su larga melena impidiese ver más allá de lo conveniente. De todas formas y polémicas aparte, esta película y la siguiente “Amor sin fin” le otorgaron un protagonismo impresionante.
La cuestión que siempre surge es qué sucedió después. Dos razones o motivos se pueden dar para que el talento de esta mujer pase más pronto que tarde al olvido. La primera es su diversificación. Brooke aborda su carrera en todos los frentes posibles, pero a la vez en ninguno. Lo mismo promociona un perfume, que anuncia una dieta adelgazante, que desfila por las pasarelas, que amadrina un programa de fitness, que se apunta con cierto éxito al musical Chicago, que se monta su propia sitcom (“Suddenly Susan”) o que participa en películas de medio pelo como “El soltero” o “Un atraco casi perfecto”. A lo que hay que añadir una agitada vida sentimental que por supuesto no va a ser objeto de estudio. Demasiada actividad. Su presencia en las portadas es incesante y su cuenta corriente será estupenda, sobre todo tras despedir a su madre como mánager a mediados de los 90, víctima del alcohol.


Pero ciñéndonos al cine, su auténtico talón de aquiles es que salvo algunas honrosas excepciones como “Casi todas las mujeres sois iguales” o  “Corazón al descubierto” su verdadero hándicap nos lleva a algo más profundo y a la vez más simple. La niña mega preparada y prefabricada para triunfar a lo grande, la que estudió en el Actor´s Studio, la juvenil belleza de limpia mirada penetrante, la que algunos consideraron como heredera directa del espíritu de Natalie Wood, la perfecta candidata para protagonizar cualquier cosa, resulta que no evoluciona según lo esperado y pasa a ser una actriz mediocre que perdida entre spot y spot ha terminado convirtiéndose en un producto multimedia. En un objeto de mercado, y por tanto sometida a las crueles leyes del mismo. Queda la sensación de que entre tanto vaiven se ha desprovechado un talento que era innato.



Resulta paradójico que su dilatada carrera repleta de altibajos ande ahora metida en derroteros muy pantanosos. Protagonizando una especie de remake de “Sex in the city” titulado “mujeres de Manhattan” y lo que es peor y muy humillante: haciendo de madre de Hanna Montana tanto en la serie como en el film. Y es una pena, por cuanto con los años (es una opinión personal) ha ganado y mucho tanto en tablas como en belleza. O al menos no ha perdido un ápice. Es una belleza y atractivo diferente, sin duda, pero rotundo y con personalidad. Uno de esos casos en los que realmente la arruga es bella. Y en sus escasas incursiones teatrales tuvo buenas críticas. Pero ya se sabe que el mercado es un engendro voraz, que usa, abusa y después menosprecia y olvida a sus víctimas. Apuesto a que la roulotte de Miley Cyrus es el doble de grande que la suya.         

viernes, 11 de mayo de 2012

MEMORIAS DEL TRIO CALAVERA




Un manantial inagotable. La obra de arte presenta muchas caras. Es un objeto de placer, un cauce para que brote espontánea la más sincera emoción y hasta proporciona motivos de reflexión. Pero no lo olvidemos, también es un objeto consumible y susceptible de especulación. Son facetas que no por conocidas dejan de formar parte del fenómeno artístico. No es necesario citar a Stevenson y a su complejo doctor para revelar que el arte presenta tantos matices y caras como la propia naturaleza humana. Trazar una férrea línea, marcar una frontera como si fuese el río Pecos camino de El Paso, y decir aquí termina el arte y comienzan otras cosas no resulta conveniente. Quien desee convertirse en inquisidor implacable de lo artístico, se mete en un auténtico campo minado, unas arenas movedizas donde se corre el riesgo de tropezar. Y es que no solo la noche se mueve que diría Arhur Penn, el arte también. Y la perspectiva del que observa. Cuestión aparte es la necesaria libertad para expresar, opinar y hasta equivocarse. Y para denunciar con firmeza la adocenada y servil ración adulterada que a menudo nos venden como cosa culta.






Viene todo ello a cuento de cierta costumbre existente por aquí de repasar viejas entrevistas que se guardan debido a que en su momento llamaron la atención. En algunos casos deparan jugosas sorpresas. En este caso se trata de un extenso reportaje y entrevista que un suplemento dominical dedicó a Woody Allen. Con motivo del estreno de “Vicky Cristina Barcelona” el judío de la gran manzana habló sobre la película y lo que le llevó a realizarla. Pero como la entrevista es más extensa de lo habitual (casi cuatro páginas) da lugar a que este personaje a quien todos creemos conocer de memoria nos hable por una vez no solo de si mismo, sus gustos y aficiones, también opina sobre otros.
Algunas respuestas resultan tópicas, sobre todo las relativas a su afición por la música de Cole Porter, Louis Armstrong o George Gershwin. Eso más o menos ya lo sabíamos. Admite vivir al margen de la psicodelia y aprovecha para lanzar loas a la cultura europea, su arquitectura, sus letras y su música. Y como no podía ser de otra forma se declara admirador de Picasso, Dali y el impresionismo, incluso antes de comprender mínimamente su esencia.





Luego entra en el apartado cinematográfico. Supongo que por estar promocionando una película en Europa cuando se le pregunta por sus directores preferidos cita lo que puede considerarse su biblia de cabecera: Bergman, Fellini, Buñuel y Jean Renoir. Cuando se le piden sus tres actrices favoritas, al decir del propio reportaje, sin dudar un instante coloca el top de la siguiente forma y por este orden: Rita Hayworth, Vivien Leigh y Ava Gardner. Sobre los actores tampoco parece tener dudas. Humphrey Bogart, James Cagney y Edward G Robinson. Es en ese momento cuando saltan algunas alarmas. La siguiente pregunta manifiesta su sorpresa por cuanto un comediante como él no haya citado a los grandes clásicos de la comedia americana, y también por los directores y actores escogidos.


En ese momento decide ampliar la respuesta con una explicación muy curiosa.  Expone que se le han pedido tres, y que no los cambia aunque por supuesto  que hay muchos más. Y añade que admira a otros directores fundamentales, caso de Lubistch, Fritz Lang, Mitchell Leisen u Orson Welles. O más modernos como Kubrick o Bertolucci. Sobre las actrices, parece que el podium lo tiene muy claro y se ratifica, aunque existan otras grandes como Ingrid Bergman, Marlene Dietrich, Liz Taylor o Anna Magnani. Y no parece tener mucho más que añadir. La siguiente pregunta es obvia y hasta obligada. Luego entonces ¿no le entusiasman los grandes cómicos clásicos, los mitos del cine mudo? ¿No son su auténtica fuente de inspiración? Woody Allen, al decir de la entrevista sonríe. Su respuesta es que si, que por supuesto, que entre ellos hay auténticos genios. Y añade que supone que todo el mundo estará pensando en cuatro o cinco nombres. Y en parte acertará. Pero que todos se sorprenderían sobre cuales y de quién son las películas cómicas que sin duda alguna más ve en privado, incluso muchas más veces que “Ladrón de bicicletas” que considera una obra de arte.


Aunque parece fácil, el entrevistador prefiere que resuelva el enigma el propio director y le invita a que lo comparta. Y Allen se explaya aclarando que por supuesto que adora a los hermanos Marx, y que si tiene que decidirse por uno de ellos, no hace falta, le gustan todos. Que puede citar a Buster Keaton o a Chaplin, en su opinión dos auténticos genios. Y que podría seguir con Harold Lloyd, Laurel y Hardy, Mary Pickford, Betty Grable, Claudette Colbert, Jerry Lewis, Cary Grant o William Powell. Todos estupendos. Y que podría decir que la película que más veces ha visto en su casa es “Arsénico por compasión”, una maravillosa película. Pero que no es así. Aun siendo todos ellos unos genios la comedia disparatada que dice haber visto montones de veces es “La gran noche de Casanova” (Casanova big`s night) con Joan Fontaine y Bob Hope. Momento en que Allen se lanza y por fin revela sus cartas.
Y explica como él puede disfrutar mucho de un drama histórico, de una película de suspense de Hitchcock o de un melodrama estupendo con Jane Wyman y Rock Hudson (cuyo título no recuerda, se referirá supongo a ”Sublime obsesión”). Y como el descubrimiento de Bergman o de Vittorio de Sica fue muy importante en su formación como persona y cineasta. Pero curiosamente las películas que con más asiduidad afirma ver y con las que disfruta como un adolescente una y otra vez, son las que componen la serie "the road to..." que realizaron Bing Crosby, Bob Hope y Dorothy Lamour a lo largo de más de una década. Para él, un trío  divertidísimo con guiones estupendos. Y remata diciendo que Bob Hope es un auténtico incomprendido, un cómico excelente, maravilloso y de grandes recursos, un personaje que  le ha servido de inspiración y que junto a los otros dos formaban un reparto insuperable para la comedia. Todo ello siempre en opinión del director de la gran manzana.





Allen se refiere a la serie de películas “Camino de…” que los tres protagonizaron en los cuarenta y cincuenta con enorme éxito. La carpintería argumental era casi siempre muy similar. Cada película localizaba las aventuras en un lugar exótico diferente y el trío se fue camino de Río, de Singapur, de Marruecos, de Bali, de Zanzibar o de Utopía. Bing Crosby encarnaba al pícaro seductor, Bob Hope por supuesto al patoso metepatas y Dorothy Lamour era la hermosa chica que ambos codiciaban y se disputaban. Entre medio había aventuras, humor, romance, exotismo y alguna que otra canción. Resulta curiosa la vigorosa reivindicación de estos films en principio coyunturales y que pese a su enorme éxito no han pasado a la historia del cine con mayúsculas. Que empezaron en blanco y negro y terminaron en color. Y que por cierto siempre han sido considerados cine menor.









Hace unos días, y supongo que por equivocación pusieron una de ellas en tv “Camino a Singapur”. Sin ser nada del otro mundo, destaca en ella su fluidez y frescura como comedia, sus diálogos chispeantes y la química existente. Y sobre todo la impresionante belleza de Dorothy Lamour. Exótica, elegante y pícara a partes iguales. Bing Crosby borda su papel irónico y juerguista lleno de dobles intenciones y Bob Hope, pues que quieren que les diga. Es Bob Hope. Se interpreta una vez más a si mismo desplegando su interminable arsenal de muecas, su cobardía patológica y su curioso sentido del slapstick. Insoportable para muchos, entrañable para otros, seguro que Jim Carrey ha visto más de una película suya. Hay cosas calcadas por no decir mal plagiadas. El original siempre es mucho mejor que la fotocopia. El resto de films de la serie los pusieron hace muchos años en tv y guardo un recuerdo muy vago para poder opinar sobre ellos.
Cabría preguntarse por tanto si resulta sano el eclecticismo que practica Woody Allen. Su proclamada neurosis compulsiva le permite combinar sin problemas un severo film de Bergman con una cinta exótica de Bob Hope intercambiando chistes con Bing Crosby mientras intentan conquistar a Dorothy Lamour. Sencillamente excelente. Y también cabe preguntarse si este conjunto de películas reivindicadas hace unos años por un director de culto obliga a reconsiderarlas y tal vez revisionarlas, tras haber dormido en el olvido durante décadas.



Woody Allen demuestra una vez más que vive a su ritmo y deja bien claras dos cosas. La primera, que no se deben poner puertas al campo y que el concepto de clasicismo y de belleza, como bien observó Italo Calvino, es más complejo y mutable de lo que parece. Y que su altar cinéfilo es muy particular. La segunda conclusión el propio Allen la ha llevado a efecto en su propia vida real. El afirma en la misma entrevista que le encantan esas películas “camino de” por que suponían la evasión total de su barrio de Brooklyn corriendo aventuras con sentido del humor por diferentes lugares del mundo. Justo lo que él ha terminado haciendo camino de Londres, Barcelona, París y ahora Roma. Exactamente igual que sus inmortales héroes de la pantalla. Y para muestra dejo un pequeño botón. 
                

jueves, 3 de mayo de 2012

ROMANCE EN EL ACUARIO





Desde luego no está bien entrar al cine como quien va al matadero. No es una actitud muy propia. Por muy mala que sea la coyuntura, no son maneras. Comprar la entrada bajo una especie de mala sombra y augurios que dicen que se va a asistir (como en el instituto) a una plomiza clase de recuperación no es plan. No puede ser. Hay que levantar ese ánimo. Cierto espíritu adolescente e ingenuo que aún se conserva se encarga de ello. Aunque ya advierto que estoy haciendo trampa, cosa que se explicará al final.
Contemplando el último film de Lasse Hallstrom “La pesca del salmón en Yemen” uno penetra de pronto en un extraño bucle propio de las montañas rusas. Está estudiado desde hace décadas que al espectador le gusta sentirse cómodo, pero también se sabe que le encanta que le sorprendan. Por una parte prefiere saber a que atenerse: quién es el bueno (para identificarse con él y acompañarle en sus aventuras) quién el malo (para odiarle como es debido) dónde está la chica, cuál es el conflicto que hay que superar, ya saben, esas cosas. Pero por otra parte el espectador es amigo del contraste, de la subversión y de que al menos en la pantalla se produzca el milagro de lo imposible, el riesgo, la aventura, el romance, los peligros y hasta el salvamento en el último minuto. Algo que permita cobrar músculo al film y le dote de cierta vida propia. Que aparezca la magia, la emoción lírica o el aliento épico derivado del talento de la imagen en movimiento.






Son muchas las películas actuales que adolecen de cierta arterioesclerosis, y sobre todo de artritis reumatoide fruto de su falta de ideas. No es el caso de “La pesca del Salmón en Yemen”. Y constituye una muy grata sorpresa topar con una película con multitud de variantes y lineas argumentales a las que agarrarse. Tantas ideas se nos ofrecen, que el espectador se puede permitir el lujo de servirse como en un buffet libre y quedarse con los ingredientes que más le gusten y desechar los otros. Y ya advertimos que el buffet es enorme y hay donde elegir. No todos los condimentos son de igual exquisitez, pero variedad hay. Vamos con ello.
Ya de entrada la cinta combina de forma ligera la sátira política, el fino humor irónico de clara raigambre británica, y los apuntes de comedia romántica. De entrada parece resucitar el espíritu de las sabrosas y cínicas comedias Ealing. El glorioso gobierno de su majestad necesita suavizar las relaciones con Oriente Medio y no encuentra mejor solución que apoyar la en principio disparatada idea de un excéntrico multimillonario árabe que pretende fabricar un río en Yemen, llenarlo de salmones escoceses y pescar en sus aguas.







En ocasiones resulta mejor hablar en voz baja y utilizar la sordina que capitanear grandes proyectos de películas políticas usando huecos altavoces de gran resonancia. Sin hacer demasiado ruido, pero con el escalpelo afilado, en esta cinta se dicen, entre sonrisa y sonrisa, unas cuantas verdades sobre el funcionamiento de la alta política occidental. Caprichosa, oportunista, dilapidadora de fondos públicos, necia, depredadora y definitivamente amoral. Y uno disfruta con el avieso manejo a contrapelo que se hace de las redes sociales indignadas que consideran el proyecto un espolio del salmón autóctono. La polémica no desgasta, aviva la pervivencia de la noticia.
De gestionar el asunto se encargan dos refugiados del corazón: un funcionario del ministerio de agricultura (Ewan Macgregor) que literalmente alucina ante el disparate yemení. Y la secretaria y relaciones públicas del Jeque árabe (Emily Blunt). Su química remite a los grandes clásicos sobre la atracción entre opuestos, con réplicas jugosas. Él resulta ser un tipo pragmático, cumplidor, una persona sensible pero que vive escondido bajo el caparazón del burócrata. Ambos arrastran bajo su cáustica sonrisa un dolor profundo que progresivamente les irá acercando y les llevará a comprenderse, entenderse. Esa es la fase de sutil comedia romántica, que los actores se encargan de mantener a flote. 








Se acude como es de ley a la jugosa aunque tímida guerra de sexos. Y ya que vamos de pesca no está de más citar “Su juego favorito” película en la que Paula Prentiss volvía literalmente tarumba a Rock Hudson con la pesca de por medio. Solo que aquí la ecuación se vuelve más compleja ya que el guión, por si lo anterior no fuese suficiente, mete otra variante de gran interés y también con sordina: Una disertación sobre la pervivencia de la fe frente a la ciencia en el mundo actual y sus múltiples derivados. Para el funcionario el proyecto es descabellado científicamente se mire por donde se mire. ¿Salmones en Yemen? Ni las condiciones climáticas ni áridas de la zona lo permiten. Es una extravagancia de nula viabilidad. El personaje del jeque árabe, muy tópico y parsimonioso, no solo introduce en el film el tema del choque de culturas, sino que pretende algo de mucho mayor calado: nada menos que reproducir en terreno desértico y en pleno siglo veintiuno la multiplicación de los panes y los peces. Considera que el proyecto traerá prosperidad a la zona.






Y es entonces cuando se ha de pisar (léase filmar) con mucho cuidado para que el pastel de seis pisos no se desmorone. Son diferentes los registros cómicos e incluso dramáticos que comparecen en este film, y no siempre con igual fortuna. Aunque en defensa de Lasse Hallstrom hay que decir que la empresa es más complicada de lo que parece, por lo que el mero hecho de intentar resolver la ecuación estilística ya merece la pena.
La cuestión reside en que convergen en este film, la ácida sátira política, la comedia romántica canónica, el juego dramático sobre el choque cultural y las reflexiones sobre la ciencia, la fe y como el hombre moderno, pragmático por naturaleza ha olvidado muchos valores morales. Y como no podía ser de otra manera, no todos las fichas puestas sobre el tablero funcionan al mismo nivel. Y sobre todo,  no lo hacen de forma absolutamente armónica.
Estamos por tanto ante una película atractiva pero fallida. Con aciertos de gran interés y situaciones cómicas y dramáticas conseguidas pero que no subliman ni redondean una obra de envergadura. Junto a aciertos en la plasmación de la sátira que provocan la carcajada, conviven momentos propios de comedia romántica y reflexiones morales que parecerían propios de otro tipo de film. Decía Gregory La Cava, que absolutamente todo tiene cabida en una comedia. Y Blake Edwards le tomó la palabra cuando hizo “El guateque”. Y tenía razón. Pero lo que nunca hizo Edwards fue mezclar el timming del film con Peter Sellers con el de “Desayuno con diamantes”. Son tempos distintos y comedias de distinto corte. Lo curioso es que aquí nadan en un mismo acuario fílmico salmones, truchas, sardinas y pirañas en una mezcla muy sui géneris. El contagioso histrionismo mordaz de Kristin Scott Thomas convive con cierta amargura que en algunos momentos, y salvando las distancias recuerda la melancolía de “El apartamento”. Y las reflexiones filosóficas y religiosas del jeque comparten habitación con políticos ineptos y un humor afilado próximo a “Si, sr. Ministro”. Supongo que es lo que sucede cuando un sueco afincado en USA se lanza a realizar humor británico.







Pese a estos desajustes formales y a curiosas maniobras de guión, y pese a episodios decididamente olvidables como el del frustrado atentado al jeque que conducen a cierto conformismo romántico “La pesca del salmón en Yemen” deja buen sabor de boca por varios motivos. La ligereza y agudeza de sus diálogos, la limpieza del trazo visual de corte clásico, la apuesta por un cine basado en los detalles lejos de grandilocuencias, su a ratos inteligente sentido del humor y lo entrañable de la apuesta, tan insólita como el propio proyecto. Pero sobre todo lo anterior se alza por la excelente química entre los actores protagonistas. Y aquí es donde viene la pequeña trampa a la que se aludía. Como los más asiduos recordarán, y si no se recuerda ahora, había una cita pendiente con Emily Blunt, a la que en esta página ya hace un tiempo se trató de gran promesa con futuro. Es el momento de pasar la reválida. Curiosamente la incógnita no queda despejada. Emily Blunt vuelve a desarrollar de forma modélica un papel que atraviesa diversas fases que van desde la sofisticación a la emoción, pasando por un intermedio dramático. Su belleza es indudable y sus innegables dotes están ahí, camina con elegancia, sonríe con soltura y aporta clase a la alta comedia. Pero donde verdaderamente sobresale es en el apartado dramático, en la angustia potenciada por una mirada potente y sincera. Pero pese a su actuación notable, no será esta juguetona película la que la conduzca al estrellato. Está en el camino, sigue prometiendo mucho, pero habrá que seguir esperando, seguir sus pasos y ver si se consolida o se diluye.

A la película le sucede otro tanto. Divertida, si. Fallida, también. Romántica, en sus justas dosis. Ácida y caústica, desde luego. ¿Es dulce? Pues si. ¿Tiene gotas de amargura? pues también. ¿Es amable? por supuesto. Y esa es a fin de cuentas la cuestión. Es todas esas cosas y alguna otra que se olvida, pero en raciones moderadas. Y ahora vienen las preguntas clave ¿Estamos ante una gran película? No ¿Se disfruta su visionado? Pues moderadamente, pero sí. Definitivamente, como se decía al comienzo uno se siente muy cómodo, aunque no haya demasiadas sorpresas.