viernes, 24 de enero de 2014

HOMBRES EN TIEMPOS DE OSCURIDAD


A algunas personas, la agonía de la paz y la llegada de la barbarie les cogió con el pie cambiado. Stefan Zweig empezó a percibir los primeros síntomas cuando preguntó a su editor en 1933 si prohibirían sus libros en Alemania y este le contestó “¿Quién habría de prohibir sus libros? Usted no ha escrito ni una sola palabra contra Alemania”. Rememorando aquellos días previos a la llegada del tercer Reich se pregunta si en su plácida existencia anterior no existió un punto de arrogancia al no diagnosticar ni prevenir lo que se avecinaba. Como relata en “El mundo de ayer” allí estaban sus amigos y allí estaban sus libros. ¿Acaso iba a perder a los unos y ver destruidos a los otros?
Su natural vitalidad, su fe en las posibilidades innatas de la naturaleza humana le impidieron ver venir que un mes más tarde el Reichstag sería quemado, que los libros arderían pasto de las llamas y que pronto se vería perseguido, expulsado y despojado de todo cuanto poseía, incluidos sus amigos. Es entonces cuando se cuestiona de forma retórica si a su generación “le estaba vetado pensar más allá de sí misma”. Si se vivía con una despreocupación y un júbilo que hacían impensable concebir lo que vino después, y mucho menos atajarlo.



Si alguien retrata de manera admirable ese momento en cine es Frank Borzage en “Tormenta Mortal” (the mortal storm), película realizada en 1940, es decir, en pleno conflicto bélico. Los primeros minutos nos narran lo que Unamuno denominaría la tala de la razón a manos del totalitarismo. Borzage no deja ni un solo cabo suelto. La amorosa y cálida descripción de una familia cuyo patriarca, profesor de universidad, cumple años justo el día 30 de enero de 1933. Los regalos, la tolerancia, el cariño sincero, la sana camaradería.
No estamos en el séptimo cielo pero casi. Hermosísimo el momento en el que el viejo profesor es homenajeado por sus alumnos mientras le cantan el himno universitario “gaudeamus igitur”. En ese glorioso instante el árbol de la ciencia luce esplendoroso, magnífico, con todos sus frutos predispuestos a retomar la antorcha del conocimiento y la razón. Curiosamente, y en un detalle magistral, algunos amigos y dos de sus cuatro hijos le  regalan libros al profesor.
El cuadro familiar evoca resonancias que evocan el universo de Capra. En ese horizonte perdido al sur de los Alpes, la tolerancia y el buen humor son la marca de la casa. El profesor no sólo tiene una esposa encantadora y tres hijos aparentemente ejemplares, sino también una hija con aires librepensadores (Margaret Sullavan). Freya es pretendida por dos alumnos. El recio e impetuoso Robert Young y un maravilloso James Stewart, amigos de la familia. El primero, en uno de esos leves detalles que avanzan lo que vendrá después le dice a Sullavan nada menos que “cariño, yo me encargo de pensar por ti”.



La coincidencia del jubiloso cumpleaños con la proclamación de Hitler como nuevo canciller le permite a Borzage dos cosas. La primera deslizar sutilmente esa idea de que tal vez se estaba viviendo una ilusión pasajera, una felicidad efímera y que se avecinan tiempos convulsos que algunos ya veían venir. El cruce de miradas entre el profesor y Martin (James Stewart) es muy revelador. Estamos en la antesala, como diría Hanna Arendt, de hombres en tiempos de oscuridad.
La segunda (muy potente) le  permite al director describir y explorar de manera extraordinaria la sensación de júbilo, la alegría incontenible, esa felicidad insuperable que se adueñó de gran parte del pueblo que entendió que había llegado el líder salvador, el que haría retornar el orgullo, la gloria y la grandeza de ser alemán en su expresión más exaltada.
Y es cierto que ello fue así. La efervescencia con que fue recibida la llegada de Hitler al poder supera lo imaginable. Y esa sensación de liberación, de nuevo renacimiento, de orgullo patrio, de inflamación de cada latido del corazón ante el advenimiento de “la verdadera y auténtica Alemania” lo plasma Frank Borzage con el entusiasmo del cineasta inspirado e implicado en lo que cuenta.



Sin embargo, no todos lo vieron así. Joseph Roth ya profetizaba que la fascinación por la mentira aria no conocía límites, amparada por una maquinaria de propaganda imparable. Y que, tal y como reza el título de una de sus obras, la filial del infierno en la tierra se había instalado en Alemania ante el regocijo general primero y el terror después. Sin embargo, Borzage se encarga de enfatizar que no es una revolución de las ideas lo que llega. Sino su anulación. Es la auténtica tormenta mortal. El sangriento festejo alumbrador de todo tipo de atrocidades.
No obstante, no es esta una película que se dedique a mostrar los típicos horrores nazis propios de los campos de concentración vistos en muchas películas. Por el contrario, prefiere centrarse en otros dos aspectos tal vez más interesantes y menos tratados: la intolerancia y la gangrena moral. E indagar en esas preguntas que ya se hacía Judith Stein sobre cierta necesidad insana del hombre por alinearse y alienarse, por convertir la esclavitud en un fetiche que otorga seguridad siguiendo los mandatos de la propaganda del líder. Algo que plasmó perfectamente Woody Allen en Zelig, cuando para pasar inadvertido se alista al partido nazi para ser confundido con la masa y anularse como individuo.


En ese contexto, la hermosa historia de amor entre Martin y Freya se convertirá en un auténtico campo de minas. Uno de los grandes valores de esta película reside en como desarrolla la tesis de que el régimen supone la amputación de todo sentimiento libre y espontáneo y cómo el romanticismo humanista y racional es la mejor arma para hacerle frente. En ese sentido es extraordinaria la constante lucha interna que mantienen los hijos entre el afecto familiar y la obediencia ciega al partido. Un pulso dramático que Frank Borzage integra con gran finura de estilo y hondo calado.
En este aspecto resultan inolvidables los personajes del profesor, Freya, Martin, su madre y Elsa, constituidos en improvisado campo de rersistencia. Todos comparten una serenidad de ánimo y unas virtudes éticas que se dan la mano con la indignación racional ante las atrocidades morales. Martin incluso prefiere guardar cierta distancia con sus amigos de toda la vida ahora fanáticos afiliados al partido, para evitar conflictos emocionales y éticos. Los cuales no tardarán en estallar. 

Sin embargo, “Tormenta mortal” no deja en ningún momento que el contundente discurso moral y político deje de lado el componente emocional, cuidando mucho el relato de varias conmovedoras historias de amor. De padres a hijos, entre hermanos, la amistad con los antiguos camaradas y por supuesto las historias de amor. Como la soterrada y bellísima de Elsa (Bonita Grenville) una adolescente enamorada de Martin en lo que es un secreto a voces. Una joven que, sin embargo, hará todo lo posible para que la historia de amor entre Jimmy Stewart y Margaret Sullavan florezca y no se vea pisoteada por la intolerancia.
La película juega muy hábilmente con paralelismos muy audaces. La pista de nieve por la que esquían ambos en un sensual descenso armónico es la misma que más tarde habrán de utilizar como huida. Ahora en un difícil y dramático cuesta arriba. Del mismo modo que el guión decide que los hijos del profesor sean adoptivos. Acogidos hijos de la ciencia al calor del hogar, frente a los hijos putativos y fanáticos obedientes del líder de la nueva y aberrante Alemania aria. 


No extraña la inclusión de esa feliz idea de guión. Según relata Joseph Roth, una de las primeras medidas instauradas por el nuevo régimen nazi consistía en suprimir y negar la patria potestad a los padres que no afiliasen a sus hijos en las juventudes hitlerianas.
Que una cinta tan contundente resulte a la vez tan hermosa y emotiva es obra y gracia de unas interpretaciones sobresalientes (la química de los protagonistas es perfecta), de un guión excelente y de un Frank Borzage que supo leer el momento de forma nítida sin caer en el panfleto.
Una película que apela a la razón y al corazón de los hombres, señalando la putrefacción con esta valentía, elude sin embargo mostrar el contraplano más tópico. Ese que conocemos todos por mil documentales. No es necesario, la película, de obligada visión, se basta y se sobra.Pocas veces se ha filmado un alegato que mostrando todas las aristas, resulte tan diáfano y demoledor como esta “Tormenta Mortal”
Pero si, en un ejercicio cinéfilo, tuviera que buscar un fotograma que sirviera de negativo a toda la semilla venenosa inoculada en la juventud alemana que muestra este film, lo encontraría en la imagen del niño perdido entre las ruinas de Berlín a quien ayuda Montgomery Clift en “los ángeles perdidos”. Perfecta para acompañar (si existiesen aún) una sesión doble.


Curiosidad a modo de coda. Supongo que se tratará de un eufemismo formal, una metáfora sin mayor importancia. O al menos deseo creerlo así. Prefiero darle al asunto un toque new deal. Pero, francamente, ver en esta película a Robert Stack cuadrado y brazo en alto, abducido por el régimen, diciendo con voz firme al igual que el Rey de España en su discurso navideño que “este es un país por el que merece la pena luchar”, le produce a uno, durante al menos unos segundos, cierto escalofrío.


viernes, 17 de enero de 2014

POR AMOR AL JUEGO



En la película “Una Historia del Bronx” Robert de Niro, conductor de autobús, ve cómo la afición que ha transmitido a su hijo por el béisbol se difumina por otra más a ras de suelo. Al chaval le atrae cada vez más el mundo de los mafiosos de su barrio. Y el bateador Mickey Mantle, el héroe mitológico por excelencia que ambos compartían, se ve sustituido por el atractivo de los trajes de diseño y la parafernalia de la mafia italiana con gatillo fácil.
Para entender la enorme decepción que ello supone para el padre hay que comprender lo que significa en su mentalidad la magia evanescente de los héroes del béisbol. Hay que impregnarse de lo que significa viajar a ese templo mitológico, esa liturgia, ese no-lugar con visos de edén en el que como en el antiguo olimpo, se pueden producir las hazañas más maravillosas fruto de una gracia natural. Esa que nace en el barbecho de las verdes praderas y se catapulta hasta el infinito.
Un espíritu legendario que se remonta a la lírica de Walt Whitman, quien en su epicúreo canto a la naturaleza y a lo universal escribió “En esta amplia tierra nuestra, en medio de la vulgaridad inmensurable y de la escoria, encerrada y segura dentro de su fuego central, se esconde la semilla de la perfección”.





Esa es la base de muchas de las premisas del a menudo menospreciado género “americana”. El desarrollo de una mitología en ese campo de sueños, que forma parte esencial del ideario del sueño americano.
El género nos regala momentos de pura fábula realmente sublimes. Para ello se puede viajar hasta el orgullo de los Yankees, pero no es necesario. Vamos con un ejemplo. Roy Hobss (Robert Redford) en “El mejor”. En el momento culminante del partido sufre un revés apocalíptico, de resonancias casi bíblicas. A la hora de batear, un rayo destroza el bate de béisbol con el que ha jugado toda su vida. Construido a mano a partir de la madera del roble de su granja. Un roble que otro rayo partió en dos. Como homenaje el bate tenía dibujado un rayo y llevaba una inscripción: Wonderboy. En ese momento en el que ese excalibur deportivo se hace añicos, se hace el silencio en un estadio que comparte y vive esa mitología ligada al superhéroe.
Pero cuando todo parece perdido, surge la magia. Redford se vuelve hacia Bobby Savoy, un crío de doce años que hace las veces de aguador, limpiabotas y chico para todo en el equipo. Y con la seguridad y el aplomo de quien tiene un don natural (no en vano el film se titula “The natural”) le dice: “Bobby, dame un bate para ganar”. Y el chico saca de un pequeño estuche uno que siguiendo la tradición del héroe, él mismo ha tallado a mano y que lleva la inscripción “savoy special”. Y por supuesto el golpe nos lleva directamente al olimpo a los compases de David Newman.



Solo así puede entenderse la conmoción nacional que supuso en 1919 y tras un larguísimo proceso judicial la expulsión de por vida de la liga de los ocho famosos jugadores de los White Sox que amañaron, al parecer, las series finales. Que se vendieron por unas monedas. John Sayles relata el trauma individual y colectivo estupendamente en su film “Eight men out”. Ese suceso supuso una quiebra en la fe del deporte soñado y sus ritos. Una profanación que era muy difícil asumir y que además nunca quedó del todo aclarada. Y el americano fanático del béisbol vivió con esa sombra durante décadas.
Recuperar la magia y el ritual de antaño no es fácil. El cine lo presenta casi como otro milagro fruto del espíritu contestatario de los 60, como bien se nos cuenta en “Campo de sueños”. Ahí un granjero (Kevin Costner) exorciza sus propios fantasmas construyendo un campo de béisbol en su granja para que los ocho expulsados y aquellos que jamás pudieron triunfar puedan hacer realidad ese sueño truncado.
Y cuando uno de los ocho, el mítico Joe “Shoeless” Jackson (Ray Liotta) aparece, le dice a Costner “sencillamente me encanta este deporte. El olor de los guantes y los vestuarios, los viajes en tren, el tacto de la bola, el césped, la gente…hubiera jugado gratis”.


El carácter mítico de esa arcadia perfecta y resucitada se resume en esa pregunta totem que recorre la película, en la que algunos jugadores al ver el campo en mitad de esa hermosa América profunda preguntan “¿es esto el cielo?”. A lo que Costner contesta una y otra vez “No, es Iowa”. Lo que perfila sus inequívocos aromas bíblicos. Desde luego el género es perfecto tanto para narrar el sueño, caso de “The rookie” como para explorar la ruptura y quiebra del mismo,la cara oculta y el fracaso, como en “Cuando me enamoro”.
No obstante, como bien nos cuenta Jerry Maguire, las cosas ya no son como antes. Ahora la mercadotecnia, los patrocinadores, el ruido mediático, la publicidad y las marcas han invadido como los mercaderes el templo sagrado del béisbol y su significado. Ahora ya nadie se plantea jugar gratis. Solo hay que ver las agrias discusiones entre Al Pacino y Cameron Díaz en “Un domingo cualquiera”, plagadas de alusiones económicas y pérdida de patrocinadores. Y la continua búsqueda de Pacino por hacer entender a la dueña convertida en tiburón financiero, que hubo un tiempo en que el deporte no era así de mezquino.



Brad Pitt en “Moneyball” prefiere no ver los partidos. Aunque no pueda reprimir encender la radio una y otra vez para conocer el tanteador. La película, basada en hechos reales, comienza con la dura derrota del equipo y la venta de sus principales jugadores. Un equipo pequeño que no se puede permitir lujos económicos. Ahora todo es mucho más prosaico y las cifras mandan. Los héroes de antaño no juegan como Kevin Costner “for love of the game”, sino que el mercado ha impuesto sus reglas. Y todo lo romántico e idealista, los rituales y la magia parecen haberse desvanecido.
En una jugada maestra de guión (y de interpretación) se nos dibuja un personaje memorable. El manager Brad Pitt, es un antiguo jugador al que los cazatalentos vendieron la moto de que iba a ser un dios del césped. La presunta nueva leyenda terminó saboreando la derrota y masticando el fracaso. Y su particular sueño terminó hundido en un pozo sin fondo. En este aspecto la película es magistral al mostrar la cara más amarga de esa mitología construida, el lado oscuro. Brad Pitt no tuvo jamás ese swing natural, ni fue un ídolo en el césped. Creyó en la magia y cosechó un fracaso sin paliativos.


Eso afecta a su comportamiento posterior. Si le pasó una vez como jugador, no piensa cometer los mismos errores como entrenador. Por eso en “Moneyball” nos le muestran como un tipo pragmático y con los pies en el suelo. Ahora su receta es otra. Para lograr objetivos hay que estar muy despierto, tener los ojos muy abiertos y cambiar de mentalidad.
Por tanto, decide operar en sentido inverso en una maniobra muy razonada pero en el fondo un tanto suicida y de clara raíz quijotesca. Como dejó dicho el ingenioso hidalgo “Non fuyades, cobardes y viles criaturas, que un solo caballero es el que os acomete”. Acompañado de su particular Sancho Panza (Jonah Hill) licenciado en económicas en Yale, combatirán contra los molinos de viento del mercado en su propio terreno. Intentarán dar la vuelta a las estadísticas y de paso a todas las teorías del darwinismo social de Herbert Spencer, a las que despreciarán olímpicamente.
Analizando a cada jugador meticulosamente, escogerán para recomponer al equipo a aquellos en principio menos aptos, los infravalorados que otros equipos descartan y menosprecian, incluso lesionados, pero que según sus estudios pueden ser útiles, o al menos pueden ayudar a componer el puzzle. Una auténtica lección social en la que el brillante guión de Steven Zaillian y Aaron Sorkin nos viene a decir que todos somos aptos, que en principio todo suma.


Todos podemos contribuir y ser válidos en un proyecto común y solidario para salir adelante. Como si hubiesen leído a.…sí, exacto, a  Withman: “de la nube más lóbrega de la imperfección surge como una saeta un rayo de luz que guía los corazones”.
Sin embargo toda la estructura planificada parece venirse abajo cuando comiencen a acumularse derrotas. Y ahí será cuando Brad Pitt necesitará dar respuestas que el ordenador no posee. Y la película deja asomar su lado más oscuro, en el momento en el que tenga que asimir su liderazgo y deshacerse de algunas egoístas manzanas podridas dentro del cesto. Decisiones muy duras en las que el director plasma el desagradable trago sobre la base de una interpretación sobresaliente.
En un símil que recuerda al coronel Kurtz, comenzará a navegar por las procelosas aguas de los tiburones del mercado tomando decisiones muy arriesgadas buscando equilibrar una nave en la que las viscerales tomas de postura emocionales a punto están de nublar la razón y el rumbo.
Curiosamente, la respuesta a tanto dilema la tiene una canción que le canta su hija, en la que se habla de las dudas e incertidumbres, los errores humanos, el miedo al fracaso, el pulso vital, el compromiso y la ilusión que jamás se debe perder. “Sigue perdiendo así, me gusta mientras disfrutes del juego” le dice.
Es el instante en el que percibe que hay algo que no recogían las estadísticas, los gráficos, ni los estudios de ordenador: el factor humano, la pasión por jugar, la ilusión por acariciar el bate y pisar el césped. En ese momento y en una escena de gran carga dramática, hermosa y emotiva Brad Pitt decide dos cosas: Implicarse totalmente a la hora de inocular el compromiso de los jugadores con el equipo. Y sobre todo, volver a pisar un campo y ver un partido. Sentir de nuevo el pálpito de la grada. Ahora sí se siente realmente preparado. Conciliando los números, la estadística y la recuperada pasión por el juego.
"Moneyball" como película, resulta además muy elegante visualmente y lejos de estridencias con la cámara. Se beneficia de unos diálogos agudos y punzantes y un ritmo narrativo propio de la casa. Además incorpora un discurso con un armazón dramático notable en el que los caballeros andantes no ganan el campeonato ni son perfectos. No se eluden sus sombras, pero terminan redescubriendo el placer de su oficio, y la sabrosa adrenalina que surge en una frenética negociación a varias bandas para que no te roben un jugador. Similar a ver el entusiasmo de un jugador tras un golpe perfecto.


Los partidos, según “Moneyball” puede que se ganen o se pierdan mucho antes de pisar el campo de juego, pero es ahí donde está la auténtica magia, lo intangible, lo que hace soñar al aficionado. Si el césped es el campo de sueños, el despacho es el campo de batalla. Al final les ofrecerán mucho dinero por ir a un equipo más grande. Pero cuando uno ha redescubierto su lugar, la ilusión por las bolas curvas y el placer del swing dentro y fuera del campo…
El béisbol es tan intrínseco a una forma de entender el deporte que en el cine americano aparece donde uno menos se lo espera.
Para los que lo odian y piensan que ese cine se basa en un ideario repetitivo, una mala noticia: En 1984 se hizo “2010:odisea dos”. Los astronautas Roy Scheider y John Lightgow flotan en el espacio en una nave esperando contacto, pasando horas muertas. Uno le pregunta al otro que hecha de menos en ese momento, en que lugar le gustaría estar en ese instante. “Ahora mismo, comiendo un perrito caliente en el estadio de los Yankees, son los mejores del mundo antes de entrar a ver un partido”. Parece que acertaron en la previsión futurista. En 2014 aun pervive.

Esta entrada está dedicada a la plantilla (jugadores y cuerpo técnico) del Racing de Santander. Una plantilla que lleva más de cinco meses sin cobrar, mientras los dueños dilapidan el club, que no tardará en desaparecer. Un club que acaba de cumplir 100 años en el más desastroso clima institucional. Los jugadores, siguen jugando. Y los aficionados siguen acudiendo a su particular campo de sueños. Las fotos corresponden a Joe “shoeless” Jackson, Robert Redford en “el mejor” y Ray Liotta en “Campo de sueños”. El resto pertenecen a imágenes de la película “Moneyball”.